VII

Los años siguientes transcurrieron con la tranquilidad propia de la apacible vida del pueblo, un lugar perdido a todos los efectos para los ajetreos del siglo XX. Se hubiera dicho que iba a rastras del resto del país, sólo que con un desfase de al menos cinco lustros. Costó trabajo que fuera asfaltada la carretera, «pero —dijo Tono— costó aún más que llegara la electricidad».

La electricidad, un adelanto inimaginable que se debió a los buenos oficios de Liam Hawthorne ante el todopoderoso ministro de Información y Turismo (y Tirismo, le decían, porque, siendo pésima su puntería, poco faltó para que le saltara un ojo a la hija del Dictador en una cacería de perdices).

—El ministro se las daba de culto y progresista dentro de un orden (lo que no era mucho para el mundo pero una barbaridad para la España del Generalísimo) y no le quedó más remedio que hacer caso inmediato a la petición de Liam: había que quedar bien ante un intelectual ilustre que había escogido España para vivir. No fuera a hablar mal del régimen o irse.

—Sí —dijo Carmen, riendo—, como cuando los periódicos decían que Bill Smith, conocido metalúrgico de Oregón, había afirmado que España iba mejor que nadie.

—Ya —dijo Tono, frunciendo el entrecejo con impaciencia, para que no lo interrumpieran con fruslerías y le confundieran más los recuerdos—, y un día anunciaron en el pueblo que el ministro venía a visitar a Hawthorne. Dos grandes mentes poéticas unidas en esta gran villa. El hombre llegó en caravana oficial, con coches y motoristas y todo y Liam lo recibió en el jardín en pantalón corto y removiendo un montón de estiércol con una pala. Olía fatal. —Soltó una carcajada—. Fatal. Pero el ministro se tuvo que aguantar: él era el que había querido hacer la visita. Liam hacía el estiércol con unas enzimas o algo así que le habían traído de Inglaterra —añadió, pensativo—. No recuerdo bien lo que hacía con él, salvo que me parece que aprovechaba para inspirarse o para resolver los argumentos de sus libros que se le habían complicado, sobre todo cuando se le empezó a ir la cabeza.

Hasta aquel momento de la visita del ministro, la electricidad era suministrada por un primitivo generador («no fue así —dijo Carmen—. El tipo vino al pueblo después de haber intervenido en lo de la electricidad; aquello fue como consecuencia de una visita de Liam a Madrid». «Bueno, fuera como fuese», contestó Tono). El dueño del generador, Puig, lo tenía instalado en un casetón, Can Carme, a la entrada del pueblo. Al caer la noche, Puig avisaba con dos bajones de tensión, como en las salas de fiesta justo antes del cierre, y transcurridos cinco minutos, cortaba la corriente. Los extranjeros consideraban que todo esto resultaba muy romántico: con la oscuridad llegaba el momento de encender las velas, de leer a la luz de los candiles, de comer y beber y cantar al fuego tembloroso de la cera. La gente local, en cambio, no conociendo otra cosa, tomaba este incordio como una rutina diaria penosa e inevitable. La conexión largamente esperada a la red general produjo en ellos el efecto de un salto cuántico en el progreso de la civilización. De la noche a la mañana, el pueblo se hizo cosmopolita; hubo hasta quien se quejó de la pérdida de calidad de vida, pero ésos siempre protestaban por cualquier cosa que tuviera que ver con el progreso («Eran los ecologistas que siempre andaban dando la lata a todas horas con todo», dijo Carmen).

—Beth solía tener siempre algún amiguete —dijo Tono—. Estuvo liada bastantes meses o años, no sé, ya sabes, off and on, por temporadas, con el inglés este, un guaperas alto, elegante… pintor, sí. Tengo un cuadro de él bien bonito; ese que está en la pared grande del salón… sí, hombre, el retrato de mi padre vestido de blanco sentado en el jardín leyendo… Pero Beth cambiaba de amantes como de camisa… ella vivía aquí, se liaba con uno, se liaba con otro… —meneó la cabeza—. La niña, mientras tanto, vivía en el pueblo y tenía amistades con los niños de aquí y crecía aquí. Luego ya, cuando tuvo edad de colegio, la madre la mandó a la capital al Colegio-Instituto de Bachillerato Cervantes. Y ella seguía pendoneando. La madre, quiero decir. Fue la temporada en que estuvo alquilando El Mirador a la familia Cernuda.

El Mirador, durante la Alta Edad Media, había sido la Escuela de Filosofía Escolástica de un santo y loco varón decidido a convertir al mundo pagano para la cristiandad. Encaramada a los acantilados de la costa, asentada sobre escollos que se proyectan sobre el mar, la finca tiene una rara, fascinante belleza agreste con sus jardines recrecidos de yerbajos que asoman por entre las losas y sus matas de lavanda y las buganvillas y los rosales debajo de las palmeras. Hay naranjos, granados e higueras, nogales y parras y pitas y, un poco más allá, hacia la cancela de entrada, otro jardín monacal con bancos y glorietas dispuestos en forma de cruz griega. Hay un hermosísimo claustro, vaya, restos de un claustro que en realidad proviene de una vieja iglesia de Palma, consistente en una hilera de arcos góticos que ahora conducen a la capilla. Ésta es una iglesuca separada que fue construida seguramente sobre los restos de algún templo del medioevo o tal vez más tardío, de cuando la conquista del archipiélago por los reyes cristianos; la llaman del Cristo de Antioquía sin que haya razón alguna para ello puesto que por ningún sitio aparece figura o pintura que aluda a un crucificado, y menos, procedente de tan lejano lugar.

A pocos metros de la capilla, la casa de El Mirador es una construcción rectangular de dos pisos bastante vulgar; su única nota sobresaliente es el conjunto de dibujos geométricos que cubren las fachadas de losetas hexagonales amarillas y blancas, como conchas geométricas.

El Mirador fue, como queda dicho, una escuela para enseñar teología y algún idioma de tierra de infieles a frailucos que luego evangelizarían al impío. Albergó después la primera imprenta del archipiélago, tuvo establecida la cetrería real, porque por aquellos parajes agrestes se cazaba mucho, y acabó siendo, a partir del último tercio del XIX, la vivienda principal (la segunda de las dos que compró en la costa) del príncipe Carolo von Meckelburg-Premnitz Lothringen, hijo de los duques de Pomerania, sobrino del kaiser Guillermo I de Prusia, emperador de Alemania, primo remoto de la emperatriz austríaca Sissi y de Maximiliano emperador de México, primo algo más que remoto, en fin, quinto o sexto, de Alfonso XIII de España, sobrino y protegido del emperador de Austria-Hungría, «primo o tío, no sé muy bien —dijo Tono— del archiduque Francisco Fernando, aquel que asesinaron en Sarajevo en junio de 1914 y cuya muerte fue el desencadenante de la primera guerra mundial, y hasta íntimo de los desgraciados amantes de Mayerling… me parece que estaba en el pabellón de caza de Mayerling el mismísimo día del suicidio. Fíjate. La verdad es que todos éstos eran medio primos entre sí… Sí, todos emparentados y de pronto se ponían a jugar a la guerra como quien juega al monopoly y, hale, millones de muertos. Vaya pandilla…».

—Un linaje irresistible para una mujer como Beth Trevor —añadió Carmen.

—¿Por qué?

—Bueno, ésa es en realidad toda la historia…

—No os adelantéis al relato, venga —dijo Tono, pasándose la mano por la barba entrecana y recolocándose después las gafas grandes y redondas que llevaba.

—El primer Cernuda que tiene interés para esta historia —dijo la Pepi—, Antoni, es el bisabuelo de las que eran dueñas de El Mirador, Inés y Carmen Cernuda, y durante más de cuarenta años había sido secretario del famoso príncipe…

—En más de un sentido —interrumpió Carmen.

—Bueno, no vale la pena hablar de eso ahora —dijo Tono.

El caso es que Beth alquiló El Mirador a mediados de 1968. La renta era muy modesta, sencillamente porque las dueñas vivían una en Palma y la otra en Barcelona, subían poco al pueblo durante el invierno y preferían tener ocupada y entretenida la vivienda para impedir su deterioro. Estuvo en ella un buen número de años, «cinco o seis», aseguró Tono.

—Más, más —interrumpió Guillem—, no olvides cuando Love se rompió el brazo; tendría por lo menos quince años.

—Sí, a lo mejor tienes razón —dijo Tono, pensativo—, Hans musculillos andaba todavía por ahí forrándole la cara a bofetadas a Beth, ¿eh?

—El caso es que, por pequeño que fuera el alquiler, El Mirador costaba un buen dinero. Había que mantenerlo caliente en invierno aunque sólo fuera con fuegos de leña en un mínimo de habitaciones, había que dar de comer a una niña pequeña que iba creciendo…

—Bueno… Love siempre comió como un gorrión.

—Bah, da igual. Tenían que comer, había que pagarle el colegio, el autobús para Palma y, más tarde, los viajes al extranjero, los colegios en Suiza y en América, en fin, que nada de aquello resultaba barato.

Al principio, Beth se instaló con su hija en una casita del Cerrado, en la parte baja del pueblo, al costado de otra más grande que llamaban Ca’n Pita. Ca’n Pita viene a colación en esta historia porque tuvo gran peso e importancia en la vida de Love: fue su verdadero hogar durante bastantes años.

—No es que la circunstancia, quiero decir el hecho de que Love viviera en varias casas a la vez porque su madre la dejaba tirada, fuera una rara ocurrencia —dijo Juan Carlos, hablando por primera vez—, o que deba culparse a la madre del supuesto abandono de la hija. De hecho, la vida del pueblo, sobre todo para los extranjeros, era casi como de una gigantesca comuna. Todos participaban de todo, se sentían con derecho a estar mutuamente involucrados en sus vidas de actores de aquella especie de gran teatro del mundo hippy. Me parece que se respiraba una gran maldad en este pueblo, como si el influjo de esas montañas magnéticas, como las llamaba Hawthorne, se hubiera tornado de pronto maléfico. Maldad moral, quiero decir. Eso es lo que quiero decir: que la apariencia ingenua escondía un gran retorcimiento de los espíritus. Jugaban los unos con las vidas de los otros y viceversa y eso me parece cuando menos chocante, ¿no?

—Juan Carlos —dijo Tono en todo admonitorio.

Juan Carlos sacudió la cabeza.

—Bien es cierto que durante muchos años fue un juego moderadamente inocente. Lo controlaba un maestro de ceremonias genial… Liam, quiero decir, por supuesto… aunque tan centrado en sí mismo que no era capaz de hacer daño a los demás. Sólo a los más débiles. Y te juro que había muchos, ¿eh?, muchos. Alcohólicos, pusilánimes, drogadictos, gentes que se engañaban a sí mismas… Eran los demás, los del gran círculo, los que se hacían daño en imitación de este ejemplo Hawthorneiano que ellos creían intuir. En fin, que todo giraba alrededor de Liam Hawthorne en círculos concéntricos cada vez más alejados pero siempre influenciados por él: su mujer, sus hijos y luego sus amantes, su secretario, los escritores y pintores llegados con él o poco después, los peregrinos, los actores de Hollywood y, al fondo de todo, los restantes paranoicos que creían tener una vida independiente. —Tono se removió en su asiento con incomodidad, pero Juan Carlos siguió, impertérrito—: Peter Ustinov, un hombre inteligente, nunca quiso bajarse de su propio yate en la costa norte de la isla; lo único que hizo cuando pasó por el puerto y estuvo anclado en la rada fue invitar a Liam a cenar a bordo. Pero ¿él bajarse? Quia. Y Errol Flynn, que sí se bajó, tenía otros registros de demencia. Igual que Ava Gardner.

—Estás siendo injusto, Juan Carlos —dijo Tono, interrumpiéndole—. No era así. Estás dando la impresión de que el pueblo era una especie de… de antro de la degeneración mundial, y no era así. Bueno, fumaban porros y tomaban setas alucinógenas y LSD y tal y luego se bañaban en pelotas y hacían el amor libre…

—¿Hay modo de hacer el amor no libre? —preguntó Carmen.

Tono la fulminó con la mirada y chasqueó la lengua:

—Tocaban la guitarra y los jóvenes locales hacíamos guateques… Creo que todo aquello, que parece tan escandaloso para la época, ahora no escandalizaría ni a una monja de clausura.

Juan Carlos sonrió con condescendencia.

—Por eso ahora casi no quedan… monjas de clausura, quiero decir. Sois demasiado buenos —concluyó, echándose para atrás en la butaca, como si quisiera excluirse de un recuento tan lleno de benevolencia. Del bolsillo interior de la chaqueta sacó un paquete de cigarrillos rubios, extrajo uno y lo encendió con un mechero de oro, todo con gestos muy medidos, muy precisos. Casi con fastidio.

—A lo que íbamos. La llegada al pueblo de Beth Trevor cambió todo aquello —dijo la Pepi.

Beth, en efecto, se instaló en la casita del Cerrado. La edificación era bastante primitiva. Estaba hecha a recovecos, con amagos de escalones que conducían a alcobas que bien podrían haber sido de techos más altos, pero que en algunos lugares no levantarían más del metro y medio. Un portillo exiguo daba acceso a una pequeña terraza embaldosada, como añadida después que la construcción se hubiere terminado. Quedaba la terraza entre el patio y la calle y debajo de ella había sido construido un trastero y un cuarto de baño diminuto: un retrete, una ducha de alcachofa y un espejo pequeño y descascarillado. Estas instalaciones sanitarias habían subido el precio de alquiler, pero así era la vida moderna. («La terraza la añadieron porque ya que habían construido el trastero, pues ahí estaba, ¿no?»)

Desde la misma terraza, otro portillo franqueaba el único paso a la habitación principal de la casa, un rectángulo grandote con una ventana a la calle y en el que cabía una cama mallorquina, de las de casados, es decir, algo más ancha que una individual y desde luego mucho más estrecha que una corriente de matrimonio. La cama era de hierro; tenía un cabecero con decorados de arabescos que chirriaba al menor movimiento y fue durante un tiempo mudo aunque crujiente testigo de la vida amorosa de Beth. El armario de aquella habitación principal no era propiamente tal, sino un entrante en la pared tapado por una tela de lenguas. Beth lo llamaba su vestidor, my dresser, por más que las baldas y lo estrecho del espacio hubieran hecho imposible que cupiera una persona. Love era la única que había conseguido refugiarse entre la balda inferior y el suelo de baldosa; pero fue sólo en una única ocasión y no le quedaron ganas de repetir la experiencia. El susto al oír los gritos de su madre fue monumental y Love rompió a llorar con desconsuelo y sus grandes jipidos contribuyeron a interrumpir el entremés que estaba teniendo lugar en la cama.

Sólo había un armario propiamente dicho en toda la casa, en un rincón de la cocina, un gran mueble de madera de pino del norte oscurecida por el paso del tiempo. En él se guardaban la ropa blanca y la de Love.

Al pie de la terraza había un diminuto patio con un pozo al fondo. Se hubiera dicho que todo aquello había pertenecido a la casa de al lado y que el pozo había estado antes en el centro de un patio más grande; pero luego sin duda se dividieron las viviendas, se levantó un muro entre ellas y quedó confinado al extremo.

Una puerta de cristales conducía desde el patio al hogar, la cocina. Más de la mitad de la estancia estaba ocupada por una gran campana de humos, como si le hubieran puesto techo abovedado al cercado de bancadas de piedra y yeso que ocupaba una de las esquinas. El hogar, colocado en medio de aquel espacio, simplemente sobre unas piedras más elevadas unidas entre sí por una amalgama de yeso ennegrecido y hollín graso, hacía las veces de centro de reunión, hornillo y chimenea para calentarse en el frío invierno.

A Love aquella casita le encantó, seguro que porque era pequeña y estaba llena de rincones y escaleritas, y aunque los gatos del vecindario no dejaban un ratón sano, los pocos que escapaban buscaban refugio donde Beth. Desde el principio la pequeña tomó la costumbre de quedarse largo rato inmóvil en cuclillas mirando ensimismada a los ratones de campo que se aventuraban por el patio husmeándolo todo; los primeros días les echaba yerbajos, migas de pan o piedrecitas, pero los ratones salían despavoridos. Con el tiempo, sin embargo, fueron cogiendo confianza y se quedaban en una esquina al sol con las naricillas vibrando. Love los imitaba levantando la cabeza para olisquear el aire y era una imitación tan bien hecha que Beth tomó la costumbre de llamarla «ratoncito», my little mouse. Después llegaban los gatos, especialmente uno negro muy grande y otro pardo y algo tiñoso, y durante días los ratoncillos dejaban de aparecer.

«¿Te gusta, Lav?», le preguntó Beth el día en que entraron en la casa del Cerrado por primera vez.

Love asintió solemnemente. Cogidas de la mano, madre e hija inspeccionaron con detenimiento todas las dependencias, subieron y bajaron las diversas escaleras, se agacharon para alcanzar los rincones más remotos de la habitación abuhardillada que sería el dormitorio de Love e hicieron planes, tal que si se dispusieran a ocupar una casa de muñecas. Aquí comerían, aquí, en esta esquina del patio, en los días de sol, instalarían un barreño, lo llenarían de agua y las niñas pequeñas y guapas, pero sólo las guapas ¿eh?, podrían bañarse y lavarse el pelo rubio tan bonito y tan sedoso. Y aquí… aquí ¡les haríamos cosquillas a las niñas guapas!

Al cabo de un rato de vagabundear por la casa mientras su madre deshacía las maletas e iba ordenando las cosas de forma bastante anárquica y arbitraria («ya lo organizaremos todo mejor después», se dijo Beth), Love salió a la callejuela y bajó los pocos metros que había que andar hasta donde se ensanchaba para convertirse en un remedo de plazoleta con un arroyuelo corriéndole por un costado. Siguiendo hacia abajo, al fondo a la izquierda había un muro con una pequeña fuente al pie, como una pila bautismal, que recogía el agua filtrada por entre las piedras. A la derecha aparecían las últimas casas del Cerrado que el capricho de sus constructores había colocado en una hilera desordenada, con entrantes, plazoletas, miradores, palomares, balcones con buganvillas de flor roja y pequeños jardines asomando por entre los esquinazos. Allí la calle se convertía en un camino de cantos rodados y tierra por el que se podía bajar hasta la cala, que también desde aquí se llegaba a ella.

Love se quedó quieta, mirando en silencio. Era muy pequeña incluso para sus tres años de edad y con su traje de tela de vaquero y las florecillas bordadas más parecía una muñeca que otra cosa.

De la casa de la esquina salió una niña algo mayor que Love. Era morena, más bien menuda, y tendría unos ocho años.

—Hola —dijo, y acercó su cara a la de Love, escudriñándola—. ¿Quién eres? —Love no contestó; sólo la miró de hito en hito—. Yo sé quién eres. Vives aquí al lado. Eres la inglesa. —Se señaló el pecho—. Yo, Carmen. —Luego apuntó a Love con el dedo—. ¿Tú?

—Flower —dijo por fin.

Carmen entonces la cogió de la mano y dijo:

—Ven.

Y así fue cómo Love entró por primera vez en Ca’n Pita. Viviría muchos años en torno a esa casa grandona poblada de niños que acabaría siendo más la suya que aquella otra en la que vivía con su madre. Incluso cuando se hubieron trasladado a El Mirador, Love pasaba mucho tiempo en Ca’n Pita con Carmen, la Pepi y Francisca, las tres hermanas que la acabaron adoptando en realidad. Merendaba o cenaba y frecuentemente dormía en la casa, lo que no quería decir que Beth la tuviera perdida e, inquietándose, no supiera de ella, sino que de forma tácita Love se había convertido en la niña del pueblo entero. No de los extranjeros —que ni sentían interés por la aventura humana que les pudiere afectar ni les parecía justo ocuparse de una criatura que su madre abandonaba—, sino de los locales: en el Mediterráneo, las matronas son matronas, lo que quiere decir que son como diosas de la tierra, fuertes, primitivas, ignorantes y posesivas, y extienden su vigilancia a todo lo que se ponga a tiro.