VI

Beth se apeó del viejo autobús con Flower en brazos. Un muchacho joven y rubio, un inglés con el que había conversado durante el trayecto desde Palma, la ayudó a bajar la sillita de ruedas de Flower.

—De todos modos me quedo aquí —dijo el chico. Esperó un momento y luego, haciendo un gesto de largueza con la mano, añadió—: Nuestro pueblito —como quien presenta una extravagancia. Llevaba un pañuelo de seda anudado al cuello por debajo de la camisa blanca de mangas remangadas.

Beth se dio la vuelta para mirar por donde habían llegado. La hilera de viejas casas de piedra encadenadas a derecha e izquierda hasta la curva del fondo, donde el lavadero, le pareció más bien anodina, de pueblo pobre y aburrido («Sí, subdesarrollado —dijo Carmen con irritación—, a la chica le pareció subdesarrollado»). Se propuso esperar un poco antes de dejarse entusiasmar (si era lo que correspondía) por el encanto perezoso que suscitaba la imagen del villorrio, antes de sucumbir a esta manera que tenía aquella aglomeración de casuchas de piedra de encontrarse fuera del tiempo como una lagartija inmóvil al sol: un lugarejo de cierto tipismo primitivo que, ella no tenía modo de saberlo aún, sería desde entonces su casa para siempre.

Pero luego levantó la vista y se encontró de pronto con la vertiginosa muralla («anfiteatro, dijo —afirmó la Pepi—, dijo, anfiteatro; vaya una cursilada». «Sería una cursilada, pero también lo llamaba así Liam», dijo Tono) de piedra y pinos que subía de golpe quinientos metros hasta la cima de la serranía: un anfiteatro, sí, partido por la mitad, y la otra mitad el mar. En medio (lo vio nada más girar en redondo sobre sí misma), un cucurucho de roca con casas arracimadas y la iglesia parroquial encaramada arriba del todo.

Hasta aproximadamente un tercio de la muralla alcanzaban terrazas plantadas con hileras de olivos retorcidos, hijos de siglos de viento, sol y sequedad, que ahora, con el dinero que empezaba a entrar en la isla gracias al turismo y a la diversificación económica, empezaban a dejar de ser explotados como riqueza agrícola. Ni siquiera quedaba ya trigo sembrado entre los árboles y la tierra era uniformemente marrón. Del centro de una de las terrazas subía, recta recta, una pluma de humo. Un labriego quemaba hojarasca y hasta el centro mismo del pueblo podía percibirse el olor a ramas secas ardiendo, a esencia de pino y algarrobo.

Cuando el autobús hubo arrancado para seguir su camino por la estrecha carretera que, siguiendo la línea de la costa, bajaba hasta el puerto, Beth pudo ver a dos ancianas vestidas de negro que la miraban desde la acera de enfrente.

—Bonito, ¿verdad? —dijo el muchacho inglés con una sonrisa.

Sorprendida en su mudo asombro, Beth cerró la boca de golpe.

—No sé —dijo.

—Bueno, mejor decir que qué pintoresco. Pueblos así no existen ya más que en estas islas y en alguna de las griegas. Como Zorba el griego, ¿eh? ¿Ha visto usted la película?

Beth hizo un gesto negativo con la cabeza y, después, en tono incrédulo preguntó:

—¿Me quiere usted decir que Liam Hawthorne vive aquí? —como si le pareciera imposible que un escritor de alma tan refinada pudiera perderse en un lugar tan primitivo.

—Desde luego. Aquí vive, sí.

—¿Dónde?

El joven hizo un gesto con la barbilla hacia donde se había ido el autobús.

—En una casa allá, fuera del pueblo, a dos o trescientos metros de aquí.

—¿Vive solo?

—No, no. Vive con su mujer y con tres o cuatro hijos. —Sonrió—. En cierto sentido, Liam es el más autóctono de todos los habitantes de aquí, incluidos los locales. —Y como ella lo mirara sin comprender, añadió—: Sí. Vive despojado de la mayor parte de las cosas de la civilización anglosajona, se viste simplemente, pasea, la gente local lo respeta, come aceitunas, se baña a diario en el mar, recoge la sal, tiene… discípulas —sonrió de nuevo, esta vez con malicia—, y escribe. ¿Qué más puede pedir?

—Nada, supongo. ¿Usted le conoce?

—Claro. Todos aquí lo conocemos.

—Pero espere… Ha dicho usted discípulas. ¿Qué discípulas?

El joven se encogió de hombros.

—No estudian los misterios de la métrica, no crea… El gran hombre tiene favoritas, algunas mujeres siempre muy bellas a las que llama ayudantes… bueno, aunque todos sepamos de qué se trata, ¿no? Pero son las que le inspiran… o él parece creérselo.

—Yo… yo… —dijo Beth. Miró a su alrededor. Enfrente, las dos viejas seguían contemplándola sin moverse. Acarició la cabeza de Flower, que no dijo nada—. ¿Hay un hotel en el pueblo?

—¿Un hotel? No. —El muchacho rió—. No hay hoteles, aquí. Dicen que un alemán que ha llegado hace poco va a construir uno, pero no sé… Hay dos o tres pensiones, desde siempre. Están limpias y no son caras. Hay una aquí mismo —señaló a su espalda con el pulgar de la mano derecha.

—Yo no hablo español. ¿Me acompañaría usted a la pensión para pedir un cuarto para la niña y para mí?

—¿Se va usted a quedar muchos días?

—Bueno… no sé… Depende.

El chico miró a Flower.

—Eh… Perdone mi impertinencia, pero ¿está usted sola? Con la niña, quiero decir.

Beth sonrió.

—Sí, estoy sola. El padre… mi marido… se ha quedado en Estados Unidos. Se va destinado a un puesto diplomático en África y vendrá en vacaciones a donde estemos la niña y yo.

—Ya. No tiene equipaje.

—No, pero lo tengo en Palma, en un hotel de Palma, y bajaré luego a buscarlo.

—A lo mejor Puig… el dueño de la pensión… un viejo bandido, ya sabe…, no se fía de verla llegar sin maletas y no quiere alquilarle el cuarto… No sé. Esta gente es muy desconfiada con los forasteros.

—Bueno, entonces sólo reservaré la habitación para mañana y la ocuparé cuando llegue con mis cosas.

—Eso me parece mejor. —El joven titubeó—. Iba a decirle que tengo una habitación libre en mi casa. Es pequeña, pero si quiere, puede quedarse ahí unos días hasta que se acomode… No sé. ¿Cuánto va a quedarse? —repitió—. ¿Unos días, semanas, qué?

—Bueno, no lo sé todavía, pero supongo que algunos meses, si esto me gusta.

—Ah, ya. Bueno, si quiere que le diga, espero que le guste y se quede. No sabe lo que se echa de menos una mujer guapa y simpática que hable el idioma de uno…

Beth sonrió con coquetería. Se inclinó y dejó a Flower en el suelo. Después alargó el brazo y lo apoyó en el del joven.

—¿Cómo se llama usted?

—¿Yo? David…

—Pues, David, es usted encantador y no sabe cuánto le agradezco la invitación… No crea, no me voy a quedar en su casa más de unos pocos días. El tiempo de encontrar una que pueda alquilar. Pero desde luego es usted una bendición caída del cielo… una bendición adorable. ¿Hay casas en alquiler aquí?

—Sí. Sé de dos o tres. No se preocupe, es fácil. Y, además, aunque un poco primitivas, son muy baratas. Aquí decimos que el mejor baño se lo da uno en el mar. —Sonrió—. En casa tendemos a lavarnos con la ayuda de una palangana. Pero en invierno el clima engaña: hace mucho frío en las casas.

Flower había dado unos pasos hacia la cuneta y se había quedado extasiada ante una mata de lavanda en flor. Se puso en cuclillas y se inclinó para oler sus flores. Luego alargó una diminuta y pálida mano, la puso sobre una flor y con gran delicadeza la arrancó y se la llevó a la nariz.

—¿Cómo se llama la niña?

—¿Eh? —dijo Beth.

—La niña…

—Sí… le encantan las flores. —Y en un impulso añadió—: Se llama Lavender, lavanda, pero la llamamos Lav.

David sonrió.

—Suena a Love, amor. ¡Qué ocurrencia tan poética!

—¿Verdad?

—Y fue así cómo la Beth llegó al pueblo —dijo Tono—. La recuerdo bien: era guapísima. Rubia, alta… —Sacudió la cabeza e hizo un gesto vago con la mano—. Se instaló con David el pintor y pasó con él varios meses… o más, no lo recuerdo bien. Todos nos acostumbramos a verla y a ver a Love correteando por ahí, siempre callada, siempre a lo suyo.

—Ya —dijo Francisca, recolocándose la melena de derecha a izquierda—. Teníamos todos más o menos la misma edad, cuatro, cinco, seis años, menos tú que tendrías unos diez más, y empezamos a ver a Love aquel verano en la cala…

—El verano del 64 —dijo la Pepi.

—El verano del 64, caramba, erais todos unos chiquillos…

—Sí. Y luego, en el otoño, ya la empezaron a mandar al colegio para que fuera aprendiendo…

—¡Pero qué va! —exclamó Carmen—. En el verano del 64, Love tenía tres años y no la mandaba Beth al colegio. ¡Pobre cría! ¡Si no hablaba! Bastante tenía con enterarse de lo que pasaba.

—Claro —dijo Francisca—. Love ahora tiene treinta y nueve años… Tenía tres entonces… claro.

—En las revistas del corazón dice que tiene treinta y cinco.

—Ya. Por eso no había nacido aún —dijo la Pepi con sorna—. Y lo que tú y yo veíamos correteando por ahí no era Love sino un holograma. Love es de las que maduran tarde. Qué cosas hay que oír.

—Bueno, pues eso —dijo Tono—. Pero no iba aún al colegio, de ningún modo. —Se quedó pensativo un instante—. Supongo que todos en el pueblo aceptamos sin más que el marido de esta chica no estaba o no existía o lo que fuere porque nunca nadie le preguntó nada a Beth. En lo que a todos hacía, Beth había llegado con esta niña en la primavera del 64, se había integrado en la vida de aquí…

—Pues yo he oído —dijo Francisca—, que el marido era un niño bien de Nueva York o de Boston y que de ahí les venía el dinero que nunca pareció faltarles…

—Quia —dijo la Pepi—. Todo eso son fantasías que os vienen del esnobismo y de que os pareció muy elegante que las cenizas del padre de Love fueran enviadas a América para ser enterradas en el panteón familiar. —Dijo «panteón familiar» engolando la voz—. Qué panteón ni qué historias: Jim Trevor era un chico de extracción muy humilde, un hippy de los muchos que llegaron a la isla. Beth y él no estaban casados y él llegó a la isla años después que ella. Venía buscándola para casarse o algo por el estilo… pero llegó demasiado tarde. Y encima, el dinero venía de un poco que Beth había ahorrado antes de llegar aquí, y eso me lo contó ella a mí, y de un mucho que se ganaba con el pendoneo, que os lo digo yo. Ésa es la historia.

—Son inventos vuestros… no tenéis ni idea —dijo Tono para cortar las especulaciones—. Lo cierto es que ninguno sabemos mucho de aquellos primeros tiempos.

—No sabemos, ¿no? —dijo Carmen con sorna—. A mí me lo vas a contar, ¿eh? O sea que, durante años, Love se pasaba la vida en casa, en mi casa, porque la Beth ni le daba de comer ni la recogía del colegio ni la atendía hasta que pasaban días y días y me vas a decir a mí que no sé de lo que estoy hablando. Bueno, Tono, hombre, acuérdate de cuando Love se rompió la muñeca y no había quien consiguiera que Beth abriera la puerta de El Mirador porque estaba acostándose con Hans musculitos, que se oían los gritos y los jadeos hasta Barcelona…

—Me lo vas a decir a mí —interrumpió Guillem, riendo—, que fui quien la llevó hasta El Mirador y tuve que dar los porrazos en el portalón aquel, coño, que no se abría nunca y cuanto más tiempo pasaba, más me parecía que Hans me arrancaría la cabeza.

Nos arrancaría la cabeza —interrumpió Tono—, porque recordarás que yo también estaba allí aquella noche…

Beth conoció a los Hawthorne al poco de llegar. Fue un encuentro sencillo. Al día siguiente de instalarse en casa de David, Beth y él se acercaron andando hasta Ca’n des Vent, la casa del poeta que se encuentra a las afueras del pueblo, justo al principio del camino que baja a la cala.

Al pie de la casa, en el olivar que estaba al otro lado de la carretera, Hawthorne había construido, bueno lo habían construido entre él, sus hijos y su secretario, un teatrillo al aire libre, aprovechando el desnivel del monte y los muros de una de las terrazas. Habían rellenado los agujeros, las fallas del terreno y los espacios entre las grandes piedras con algo de cemento, guijarros y cal. Y, así, les había salido un anfiteatro diminuto con rudimentarias bancadas en las que podían sentarse, incómodamente eso sí, unas treinta o treinta y cinco personas. A los pies del anfiteatro una explanada, también pequeña, le servía de escenario. Se trataba, como puede comprenderse sin que ello deba suscitar sonrisas condescendientes, de un verdadero teatro griego en miniatura. A un lado de la escena, un gran algarrobo prestaba su sombra (algo muy necesario en los días de verano) y, aquí y allá, los olivos completaban tan dramático decorado con sus hojas verde plateado y sus abruptos troncos que más parecían un desafío permanente a la naturaleza que otra cosa. Las ramas de los más próximos eran utilizadas para colgar candiles, alguna sábana y otros elementos del primitivo atrezzo que se usaba en las parodias sobre la vida y acontecimientos del pueblo que se sacaba Hawthorne de la manga cada año. Otras veces, el gran hombre leía allí ante un público reducido y entusiasta sus últimos poemas o disertaba con ironía sobre lo divino y lo humano.

Cuando Beth, Love y David llegaron esa tarde, Liam Hawthorne estaba solo en su teatrillo, paseando de un extremo a otro del escenario. Tenía unas cuartillas en la mano y leía con atención lo escrito en ellas. De vez en cuando se detenía y entonces leía en voz alta, poniéndose, quitándose y volviéndose a poner unas gafas de concha. Declamaba con sencillez los versos de las cuartillas. Inclinaba la cabeza, como si quisiera comprobar con oído atento la musicalidad del poema, su ritmo, el orden de las palabras y su pulcritud. Después, seguía andando. Cruzaba el escenario de punta a punta en poco más de tres zancadas, giraba y vuelta a empezar.

A un centenar de metros podía distinguirse el comienzo del barranco florido de adelfas que llevaba a la cala siguiendo el curso de la torrentera y, más allá, el mar muy azul.

Hacía calor («fue un mayo muy caluroso aquel del 64», dijo Carmen) y en el final de la tarde el sol brillaba aún alto en el firmamento.

Esperaron para saludar al poeta a que dejara de pasear, doblara las cuartillas y levantara la vista.

—Liam —dijo David—, le presento a una recién llegada.

—¿Ah? —dijo Hawthorne, dándose la vuelta para mirarlos.

A Beth le fue muy fácil reconocerlo: en su estudio David tenía muchos retratos de Hawthorne: había guaches, dibujos a tinta y a carbón, un óleo y al menos tres acuarelas de aquel rostro grande de pelo ensortijado y nariz patricia.

—Esta es Beth Trevor y su hija pequeña, Love. Llegaron ayer.

—Sean muy bienvenidas. ¿A qué se dedica usted?

—Soy musicóloga —dijo Beth.

—Ah, caramba —dijo Hawthorne.

—Sí, he venido a estudiar algunos ritmos musicales de la cuenca del Mediterráneo. —Hizo una mueca, como si le hubiera quedado bien y se aprobara silenciosamente a sí misma.

—Vaya, señora Trevor —dijo Hawthorne, mirándola de hito en hito—. Es bueno que las nuevas adquisiciones sean tan bellas como usted. Nuestra inspiración poética y pictórica sale ganando.

—Muchas gracias —contestó Beth sonriendo—, pero me parece que exagera …

—No exagero nada.

—Sus poemas son de verdad la razón por la que he venido aquí. Los leía hace tiempo y me dije que un hombre capaz de escribir de esa manera tenía que merecer la pena y el sitio en el que vivía tenía que ser maravilloso… Luego vi un reportaje en Life sobre esta costa y la casa de usted, y la gente de por aquí y los artistas —puso la mano sobre el antebrazo de David, un gesto de intimidad que a Hawthorne no se le escapó—, y no pude resistirlo.

—Vaya —repitió Hawthorne—. David, me parece que hemos hecho una adquisición muy valiosa para nuestro pequeño grupo de expatriados en esta tierra bendecida por los dioses… La principal experta mundial en musicología, ¿no? Tiene usted un poco de acento australiano. ¿De dónde viene?

—Soy americana. De San Francisco, sí. Lo que pasa… tiene usted buen oído… lo que pasa es que mis padres fueron embajadores de Estados Unidos en Australia y yo crecí en Sydney. Empecé la universidad allí, aunque la terminé en Berkeley. —Al notar que Hawthorne miraba a Love, añadió—: Mi marido también es americano. Es diplomático y ahora está en misión en África.

Hawthorne asintió con gran seriedad.

—Deben ustedes subir a casa a tomar el té y así podremos seguir charlando. Señora Trevor, nos tiene que contar toda su vida y milagros… —Se puso las cuartillas debajo del brazo, apoyó las gafas en el extremo de una de las bancadas más próximas, recogió un sombrero de paja de ancha ala, se lo colocó en la cabeza y abandonó el pequeño escenario como un actor, terminada su escena, haciendo mutis por el foro. Y dejándose las gafas en la bancada.

«¿Cómo va a decir Liam “vida y milagros”, hombre de dios? —exclamó la Pepi—. ¿Cómo va a decir Hawthorne vida y milagros, que es una expresión completamente castellana, si no sabía ni cómo se decía patata en español?»

«Bueno, mujer —contestó Tono—, es una forma de hablar. Qué sé yo cómo diría él eso en inglés…»