Pocas horas después de que su padre muriera en plena plaza de Gomila fulminado por el delirium tremens, Lavinia, por diminutivo Lav o Love, se embarcaba en el avión que había de llevarla a Lausana para completar su largo viaje hacia la duplicidad y el éxito.
Tenía dieciocho años.
Es muy posible, incluso más que probable, que en aquel momento Lavinia no supiera que su padre acababa de morir de forma tan poco decorosa. Puede que Beth hubiera decidido ocultárselo para que nada se interpusiera entre Lavinia y su destino, el destino que llevaba quince años labrándole. «Las malas lenguas opinan que esta versión es poco verosímil —dijo Tono—. Incluso si Beth le había escondido la noticia, decían, ¡cómo no iba Love a enterarse de ella si recorrió la isla entera como un reguero de pólvora! Bueno, la isla tal vez no. Sería más propio decir el pueblo entero: eso, una noticia que recorrió el pueblo entero como un reguero de pólvora. Y seguro que le tuvo que llegar a ella en Suiza. Seguro.»
Otras voces discreparon también de la inocencia de Lavinia en esta cuestión. Carmen aseguraba a quien quisiera oírla que ella misma se lo había dicho con la voz entrecortada por la angustia («bueno, angustia —dijo Tono—; ¿tú has visto a Carmen angustiada alguna vez?») cuando estaba a punto de subirse al taxi que iba a llevarla al aeropuerto. Y eso que le tenía simpatía, ya lo creo que le tenía simpatía, pero hay cosas que van dichas sin tapujos. De todos modos nadie daba mucho crédito a las afirmaciones de Carmen. Y nadie recordaba haberla visto hablándole a Lavinia (con agitación o sin ella) al pie del taxi que debía llevarla al aeropuerto. Han pasado tantos años que ninguno se acuerda con precisión de la secuencia verdadera de los acontecimientos y ahora que Lavinia es LAVINIA, la gente tiende a fantasear y a vanagloriarse de haber sido parte de secretos importantes que sólo alcanzaron a conocer tiempo después, y de forma fragmentaria, para más inri. «Bah —dijo Tono—, en los pueblos todo son chismes y al final verdades y mentiras acaban mezclándose y se termina por no saber dónde está la realidad —suspiró—. Así nacen las leyendas.»
Era el día 2 de setiembre de 1979 y hasta entonces tampoco nadie en el pueblo había oído hablar jamás del padre de Lavinia. Bien calladito que se lo había tenido Beth. (De hecho, la noticia recorrió el pueblo tal que un reguero de pólvora, como explicaba Tono, pero después de que se hubieran llevado las cenizas de Jim a América, es decir, días después de la marcha de Lavinia.)
Es difícil saber si en los quince años transcurridos desde su llegada a la isla o, con más propiedad, al pueblo, que era la única llegada de que se tenía noticia con seguridad, Beth había tenido contacto frecuente o siquiera esporádico con su marido, Jim Trevor. Porque durante todo este tiempo, según pudieron enterarse los mejor informados casi en seguida después de su infortunado fallecimiento, él estaba en la isla, en la capital misma, viviendo en un cuchitril próximo a la plaza Gomila, cerca de los abrevaderos usados habitualmente por los borrachos más conspicuos del lugar. El Mam’s, Joe’s, sitios así.
Los borrachos de la plaza de Gomila (como los del Bowery en Nueva York) eran raza aparte, huraños, desconfiados, encerrados en su propio grupo urbano. Eran en su mayoría americanos, suecos e ingleses, pero sobre todo americanos, expatriados que no hablaban castellano y sí sólo unas cuantas frases en un popurrí de mallorquín, inglés y castellano, las suficientes para pedir su botella habitual y negociar la forma de pago. Son iguales en todos lados.
«Yo creo que no se vieron nunca en la isla —aseguró Tono—. Ni siquiera sé si habían llegado juntos. Supongo que sí, porque, si no, ¿cómo iban a recalar ambos aquí, en un sitio tan pequeño? Pero luego seguro que nunca se vieron. Si acaso, el Jim consiguió sacarle algún dinerillo a Beth en los momentos peores a cambio de no hacer acto de presencia en el pueblo y de tampoco darse a conocer. Nadie de aquí supo jamás de la existencia de Jim. Yo, que conocí a Beth bastante bien, nunca tuve noticia de ello. Un día hasta me armé de valor y le pregunté: oye, Beth, ¿y tu marido? Mi marido, me contestó ella, nunca ha venido, nunca ha estado en la isla. Es un tío importante, ¿sabes?, un diplomático. Era lo primero que aprendían al llegar aquí, a decir “un tío importante”, “una tía fenomenal”. Les hacía sentirse integrados.»
En realidad, el primero que supo de la existencia y muerte de Jim Trevor fue Guillem, el novio de Lavinia. Tal vez novio sea mucho decir; en fin, que salían juntos desde hacía un par de años («imagínate —dijo Tono—, tendrían catorce o quince años cuando empezaron a tontear; bueno, ellos y el grupito de su pandilla tendrían catorce o quince años; yo y algunos otros teníamos diez más. Me parece que Guillem se lo creía más que ella, ¿sabes?, que fueran novios, porque Love, al final, justo antes de irse a Suiza, se había enamorado de Vicentín Cañellas, que era mayor que Guillem, conducía un Fiat 600 y tenía menos cara de niño». Sonrió). Iban y venían a las fiestas y a los saraos de la ciudad y luego a los happenings un poco hippies del pueblo, ya se sabe: jazmines en flor trenzados en el pelo y cigarros de marihuana. Estos festejos, que en aquellos años eran continuos, tenían lugar sobre todo en la cala, en las noches de luna, con las olas rizándose sobre los guijarros y los poetas corriendo vaporosamente por el borde del agua mientras recitaban poemas y alguno de los gringos cantaba Bye, bye, Miss American pie acompañándose a la guitarra.
—¡No sabes de dónde vengo! —había exclamado Guillem, jadeando, tras localizar por fin a Tono en el centro del pueblo, días después de la marcha de Lavinia—. Menuda semana he pasado. Ha sido horrible. Horrible, sí.
—¿De qué me hablas? —había dicho Tono.
—Acabo de recoger en el cementerio de Palma una urna con las cenizas del padre de Lavinia. —Esto, afirmado con la solemnidad y el aire importante del iniciado en un secreto mirífico. Todo lo que fuera que se lo habían encargado a él y no a Vicentín Cañellas debía de parecerle una preciada reivindicación personal. Y, además, aún no se le había pasado el susto, con lo que ver a Tono, siempre tan calmo, estaba siendo un verdadero alivio.
Guillem era (bueno, y es) pequeño, de constitución liviana. Tenía (bueno, y tiene) los ojos muy negros, como los de un diablillo travieso. Ahora esconde la expresión infantil detrás de un excesivo bigote negro y lleva las gafas de leer colgadas del cuello con un cordel de varios colores. El pelo empieza a clarearle en grandes entradas sobre las sienes y la coronilla le asoma por entre los mechones desordenados y se le marcan los tendones del cuello cuando habla. Pero entonces nada tamizaba la inocencia, la ingenuidad de su mirada, y los rizos le caían por la frente, como tirabuzones.
—¡Una urna! Me lo encargó la Beth. ¿Te das cuenta? A mí.
—¿De qué me hablas? —había repetido Tono—. ¿De qué padre de Love me hablas? ¡Nunca ha tenido padre! Bueno, lo que quiero decir es que nunca ha estado por aquí. ¿Y dices que vivía aquí? ¿En la isla? Y nosotros sin saberlo. ¿Desde cuándo? ¡Cómo va a haber venido a morirse sin que ninguno nos enteráramos! Beth me dijo que él era americano, un americano importante, un diplomático…
—¿Diplomático? Seguro. Ya. Menudo diplomático. Apareció muerto en la plaza Gomila de madrugada, la madrugada del día en que Lavinia se fue a Suiza, precisamente. Fíjate, Beth me llamó a casa nada más volver yo del aeropuerto de despedir a Love. Con mucho misterio. Estaba muy agitada, desesperada, sin saber qué hacer: la habían llamado…
—¿Quién?
—Y yo qué sé… El caso es que alguien, supongo que alguno de los compañeros de borrachera que conociera su historia, la llamó para decirle que su marido había aparecido muerto y que qué se hacía con él. Resulta, después de todo, que era muy conocido en el barrio, lo llamaban Jin, ¿me entiendes —hizo un gesto de sobreentendido, enroscando el pulgar con el índice de una mano—, porque se llamaba Jim y le daba a la ginebra, ¿me entiendes lo que te quiero decir? —Guillem estaba muy nervioso. Hablaba con atropello y se movía con agitación, dando pequeños saltos de una pierna a otra, hacia atrás y hacia adelante.
—Cálmate, hombre, tranquilízate que te va a dar algo.
—Y cómo quieres que no me dé. Oye, que yo de quien era amigo era de Love y resulta que la madre… Beth… me ha estado tratando como si fuera uno de sus novios, como si fuera Hans musculillos. Tuve que estar allí cuando levantaban el cadáver. Olía horrible y estaba sucísimo y tenía heridas y cicatrices en la cara. ¿Sabes de lo que me he enterado esta semana? —había añadido con precipitación. Y ante el gesto negativo de Tono—: Pues que si no eres mayor de edad, en este país de mierda no haces nada, no te dejan hacer nada, ni firmar un papel, ni encargar un entierro incluso si tienes el dinero… Nada. ¿Te das cuenta?
—Ya. ¿Y?
—Pues que cuando Beth me dijo que su marido había muerto en la ciudad y que era él de verdad porque todos los de los barrios altos lo conocían desde hacía años aunque ella lo había perdido de vista tiempo atrás… que le iban a hacer la autopsia y que algo había que hacer con el cadáver porque ella lo quería mandar a Estados Unidos, adonde estaba su familia… tú me dirás lo que yo iba a hacer… Porque ella me dijo que no sabía lo que debía hacerse, que ella era extranjera y que las leyes aquí eran muy complicadas —Guillem se había llevado las manos a la cabeza— que a los muertos… en fin, qué quieres que te diga. Había que cremarlo, ¡cremar en este país de mierda que con tantas cruces y tantos curas no fríen ni las ovejas!, en fin, cremarlo, meterlo en una urna, mandarlo para Filadelfia, que era de donde eran sus padres y no sé qué del padre y de su dinero y del panteón familiar…
—¡Panteón familiar! Ya, panteón familiar… —Tono se había quedado pensativo por un momento—. Bueno, claro. Claro, para eso era diplomático… un diplomático venido a menos, ¿no?
—Bueno, eso, ¿te imaginas?, el panteón familiar de un borracho de mierda aunque fuera el padre de Love… Y que ella no tenía dinero para todo eso… porque… porque… todo eso salía muy caro.
—Pero cómo muy caro. Vaya, Guillem, si la Beth siempre ha tenido un poco de dinero cuando le era necesario… o por lo menos nunca le ha faltado para enviar a Love a estudiar a Suiza o a Inglaterra o para viajar ella, ¿no? Se lo sacaba de sus cosas aquí, vaya, de sus pendoneos… Pero el padre, ¿qué hizo todos estos años? ¿Cómo nunca apareció?
Guillem se había encogido de hombros.
—Yo qué sé. Beber en la plaza de España, supongo.
—Qué historia. ¿Por qué no me llamaste?
—Sí te llamé… pero me dijo tu madre que estabas en… no sé… fuera… afinando un piano, y que no volverías hasta ayer.
—Vaya.
—Bueno, al final dio lo mismo porque entre el dinero que puso Beth, algo que le saqué a mi padre, un poco bastante que puso Liam y la ayuda de los Fuster, pudimos resolverlo… Pero ha sido una semana de mierda. Menos mal que el viejo Fuster mandó a uno de sus pasantes a ocuparse de todo conmigo y esta mañana nos han dado la urna con todos los sellos y en un coche de la funeraria nos hemos ido con Beth al aeropuerto a depositarla en Iberia para que se la llevaran a Filadelfia… ¡Cómo es Beth! Hasta ha echado una lagrimita y todo…
En realidad, dijo Tono, nadie sabía con exactitud lo que movía a Beth, qué pensamientos íntimos decidían sus actos. Parecía, sí, una descerebrada, una ninfómana sin seso que durante los primeros años tenía a Love abandonada en el pueblo mientras ella se divertía bebiendo y fornicando. Y sin embargo, bien mirado, luego resultó que durante todos aquellos años ella tenía un designio claro sobre el destino de su hija: la grandeza, el triunfo social, la consagración final y, más que nada, el dinero.
—Pero ¿y la niña?
La niña era la verdadera incógnita.
Siempre pareció un cervatillo, con los ojos muy grandes, muy tiernos, permanentemente abiertos con sorpresa, la nariz recta y diminuta olfateándolo todo, una medio sonrisa entre distante y alelada en los labios. Y esa piel casi transparente, tan blanca (todavía hoy parece un suave fantasma, con las venas muy azules surcándole las sienes y deslizándose por el cuello hasta desaparecer en el escote, serpenteando por debajo de sus pechos tan pequeños…) que se hubiera dicho untada de harina. «Durante muchos años me dio pena —dijo Carmen—. Una niña así, abandonada, sin puerto. Pero luego se le quitó la inocencia, ¿verdad?»