II

—La Beth llegó al pueblo con esta niña —dijo Tono—, que era chiquitita, tendría dos o tres años entonces. Un bebé. La Beth Trevor era una joven rubia, la recuerdo muy bien cómo era cuando llegó, atractiva, bien plantada. Y empezó a vivir por aquí, a tomar contacto con la pandilla de aquí… En seguida conoció a la familia Hawthorne, a la demás gente, se apuntó a este mundillo… Y en seguida formó parte de él, de los veraneantes y de la gente extranjera que vivía aquí… —Sacudió la cabeza, sonriendo—. Toda esta gente llegaba a la isla con los ojos abiertos como platos, como si estuvieran descubriendo la vida. Iban camino del Nepal a vivir la verdadera vida budista, a meditar con el Dalai Lama. Ya sabes, la flower generation con la guitarra a cuestas y un chalequillo de cuero por camisa, camino del Himalaya a ponerse ciega de marihuana. Lo malo era que a la mayor parte se les agotaba pronto el dinero. Y no tenían más remedio que quedarse por aquí y no seguir el viaje a Oriente. No importaba. Los papás les mandaban unos dólares al mes y con eso aguantaban. El clima era bueno, la vida, sencilla. Nada: en un pispás se pasaba del Cadillac a la realidad profunda del olivo. Siempre había algo que llevarse a la boca: vino barato, aceitunas, pan, lo suficiente para subsistir. Y encima aquí tenían a Liam Hawthorne —pronunció Jautorne a la española—, el gran sacerdote de la existencia libre. Vivir cerca de él era como estar en la iglesia.

—¿Y el marido dónde estaba?

—¿Qué marido?

—El de Beth Trevor.

—Ah, sí, el marido de Beth… Bueno… el marido, quiero decir, el padre de esta niña, Love, nunca llegó a tener contacto con el pueblo. Quiero decir que nunca supimos nada de él.