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EL VIENTO SE HA CALMADO

El hombre Marlboro y Tim se habían dedicado en cuerpo y alma al trabajo y habían podido superar la grave situación económica del otoño anterior. Los mercados se estaban recuperando y la luz al final del túnel brillaba cada vez con más fuerza. Aun así, las cosas seguían siendo difíciles. Las deudas nos recordaban que nunca podríamos sentarnos a descansar tranquilamente.

Mi marido no tenía otra profesión paralela que le proporcionara un sueldo con el que complementar los rendimientos del rancho. Tenía que hacerlo a la antigua: con sangre, sudor y lágrimas. Y rezando.

Habíamos clausurado de forma permanente las puertas y ventanas de la casa grande. No veía que fuéramos a poder apartar el dinero suficiente para continuar con la reforma y el mobiliario a corto plazo, por lo que lo cerramos todo bien para que no se colaran animales.

En cierto sentido, esa casa sellada era un recordatorio diario de lo que podría ser algún día, pero también de que tampoco era algo tan importante. Los planos estaban enrollados y guardados en un armario, junto a mi velo, mis zapatos de novia y los vaqueros de Anne Klein de antes de estar embarazada, que ya no formaban parte de mi vida.

Nuestra hija tenía ya dos meses aquella cálida noche de septiembre, cuando los cielos se tiñeron de una perturbadora tonalidad rosa. Yo conocía bien ese color. Es el que adopta el cielo cuando una fuerza ominosa engulle el oxígeno a lo lejos. Sabía que se acercaba una tormenta. Se olía en el aire.

El hombre Marlboro estaba en una zona bastante alejada del rancho, ayudando a Tim con unos novillos. Yo, mucho más fuerte ahora que la niña ya dormía toda la noche, me había puesto al día con la colada y las tareas de la casa. Por la tarde, cuando ya tenía la carne metida en el horno, unas nubes negras empezaron a avanzar.

—Dentro de una hora estoy en casa —me dijo el hombre Marlboro con el móvil.

—¿Está lloviendo por ahí? —pregunté—. Aquí el ambiente da miedo.

—He visto algunos rayos —dijo—. Es fascinante.

Me reí.

A él le encantaban las tormentas.

Colgué y seguí doblando ropa, pero era consciente de que fuera, el aire, que había ido levantándose a medida que pasaba la tarde, había dejado de soplar. Los árboles no se movían. El cielo era aterrador. Me estremecí, aunque no hacía frío.

Encendí el televisor y al momento vi al hombre del tiempo delante del mapa.

A juzgar por la forma del condado y mis conocimientos generales sobre nuestra situación, pude determinar que el lugar sobre el que hablaba era donde estábamos nosotros: una mancha roja en forma de capucha cubría el condado por completo.

«Tiene mala pinta», me dije.

Dormida como un tronco en su balancín, la niña no se movió siquiera cuando el teléfono volvió a sonar. Era el hombre Marlboro otra vez.

—Coge a la niña y meteos en la bodega de la casa grande —dijo con una nota perentoria en la voz.

—¿Qué? —pregunté, con el corazón martilleándome en el pecho—. ¿De qué estás hablando?

—Hay un tornado cerca de Fairfax y avanza hacia el este-sudeste —me explicó rápidamente—. Tienes que meterte ahí por si acaso.

—¿Por si acaso? —repetí yo, dando vueltas por la casa buscando los zapatos—. Un momento. ¿Y tú?

—¡Haz lo que te digo! Yo tardaré veinte minutos en llegar. —No estaba de broma.

Y a él le encantaban las tormentas, o sea que la cosa era seria.

Me puse unas botas suyas. Fue lo primero que encontré.

Colgué y cogí la manta del sofá. No sé muy bien por qué. Sólo sabía que me haría falta. Cogí también una almohada, tres botellas de agua, una linterna, un puñado de barritas de cereales y a mi pequeña y salí a aquel extraño mundo rosado, atravesé el jardín y subí corriendo los escalones del porche de la casa de ladrillo amarillo que en un momento dado había estado a punto de convertirse en nuestro hogar.

Me metí las botellas y la manta debajo del brazo, abrí la puerta lateral —la única entrada al edificio clausurado—, entré rápidamente y cerré. Estaba oscuro. No había electricidad. Encendí la linterna para guiarme hasta la puerta que llevaba al sótano y bajé sin pensármelo dos veces; no porque tuviera pánico al tornado o porque el hombre Marlboro me hubiera dicho que lo hiciera, sino porque ahora era madre. Era la primera vez que sentía ese instinto protector con esa intensidad, el instinto que no te deja pararte a considerar otra alternativa. Eso fue lo único que me permitió olvidar que, en algún momento, serpientes de cascabel habían hecho sus nidos allí.

Me acomodé en un banco contra la pared, no muy segura de lo que iba a suceder. La niña se había despertado, así que le di el pecho en el silencioso y oscuro sótano, atenta a cualquier señal de destrucción procedente del piso de arriba.

Pensé en mi marido. En los vaqueros. En los rancheros vecinos. En nuestros caballos y nuestro ganado. En mis suegros.

«¿Dónde estarán? ¿Estarán seguros? ¿Los sorprenderá la tormenta antes de que puedan llegar aquí? ¿Estará destrozando casas y establos mientras yo estoy aquí sentada, a salvo en este oscuro sótano? ¿Y si arranca la casa de cuajo y salimos volando?».

Arropé cuidadosamente a la niña con la suave manta que había cogido y acerqué la cara a su cabecita calva, aspirando su adorable olor. Fuera, se oía el viento aullar con fuerza.

Permanecí en la oscuridad. La única luz que había era la del cielo de la tarde, que entraba a través de un ventanuco. Acuné a mi pequeña lentamente, mientras reflexionaba sobre los meses que me habían llevado hasta allí, las increíbles experiencias que había vivido y las transiciones que había llevado a cabo: de Los Ángeles al Medio Oeste. De ser una persona independiente que huía de una relación a enamorarme perdidamente de un vaquero. De ser humano autónomo a esposa, de esposa a esposa y madre, de mujer sexual, llena de vida, a máquina de amamantar, de madre primeriza deprimida y desesperada a una versión algo más fuerte y entera de mí misma. De hija angustiada y preocupada de unos padres ahora divorciados a una adulta con su propia familia.

Ya no se trataba de mí. Ahora tenía una hija. Un marido que me necesitaba en un momento en que estaba resultando muy duro ganarse la vida con la agricultura y la ganadería. Ya no podía permitirme que la angustia de mis propias circunstancias me bloqueara. No tenía tiempo para pensar en el pasado. Mi familia, mi nueva familia, era lo único que me importaba ahora. Mi hija. Y el hombre Marlboro siempre.

Y entonces apareció. Bajó los escalones del sótano con sus vaqueros Wranglers y las botas empapados por la luvia. Entró en el sótano con una sonrisa suave y cálida. Era mi hombre. Estaba allí.

—Hola, mamá —saludó—. No pasa nada.

La tormenta había pasado de largo, el tornado se había deshecho antes de causar daños.

—Hola, papá —respondí yo. Era la primera vez que lo llamaba así.

Se quedó mirando las botellas de agua y las barritas de cereales y preguntó:

—¿Para qué es todo esto?

Yo me encogí de hombros.

—No sabía cuánto tiempo estaría aquí.

Él se echó a reír.

—Qué graciosa eres —dijo, tomando a la niña, que dormía en mis brazos, y se echó la manta sobre el hombro—. Vamos a comer algo. Tengo hambre.

Atravesamos el jardín hacia nuestra acogedora casita blanca. Cenamos carne asada con puré de patatas y vimos Horizontes de grandeza, con Gregory Peck… y nos pasamos la noche escuchando cómo la bendita tormenta de septiembre lanzaba lluvia desde el cielo.

A la mañana siguiente, cuando la tormenta hubo pasado, y después de que el hombre Marlboro se marchase con su caballo, di de mamar a mi hija sentada en la mecedora, a la puerta de la casa. Contemplé cómo el inmenso cielo del este pasaba del color negro a un azul brillante, de éste al magenta y del magenta a un tono imposible de naranja rojizo, y aspiré el olor del aire del campo, saboreando la fuerza nueva que sentía en mi interior.

Era consciente de que nuestros problemas no habían terminado. Sólo llevábamos un año casados y habíamos pasado lo suficiente como para saber que la tormenta de la víspera no había sido más que una de las muchas que tendríamos que afrontar en los años venideros. Sabía que aún no habíamos dejado atrás nuestras dificultades.

Pero aun así, no podía quitarme de encima esa sensación.

Podía verlo. Lo sabía.

El sol estaba a punto de salir.