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LAS LÁGRIMAS NO DAN DE BEBER A LOS NOVILLOS

La leche me había subido con saña y mamar parecía la nueva vocación de mi bebé. Las siguientes dos semanas de su vida marcaron el final de la mía tal como la había conocido hasta entonces; pasaba las noches en vela y estaba hecha unos zorros todo el día, y mi marido estaba completamente solo. Yo no quería saber nada de nadie, ni siquiera de él.

—¿Cómo estás hoy? —me preguntaba. Y a mí me fastidiaba tener que gastar energía en contestarle.

—¿Quieres que coja al bebé mientras te levantas y te vistes? —me decía. Y yo me desmoronaba, convencida de que no le gustaba mi bata.

—Mamá, ¿quieres salir con la niña a pasear en el coche?

¡No, no, no! Moriríamos si salíamos de nuestro capullo. El sol nos calcinaría y reduciría a cenizas. Y además tendría que ponerme ropa de calle. Ni soñarlo.

Había entrado en modo supervivencia en el sentido más estricto de la expresión: ni hablar de lavar ropa o preparar cena, charlar o mantener cualquier otro intercambio social. Me había convertido en el caparazón de lo que antes era una persona, no más humana que las máquinas ordeñadoras de acero inoxidable de las lecherías de Wisconsin e igual de interesante. Cualquier identidad que pudiera haber tenido antes como esposa, hija, amiga o miembro productivo de la raza humana se había diluido en cuanto mis conductos se llenaron de leche.

Mi madre se pasó por casa una o dos veces para ayudarme, pero no fui capaz de procesar emocionalmente su presencia. Me escondía en mi habitación con la puerta cerrada, mientras ella lavaba los platos y hacía la colada, sin que yo le dijera nada ni la ayudara. Mi suegra también se acercó para ayudar, pero no soportaba que entrase en la habitación.

Ni siquiera quería buscar ayuda psicológica. Aunque tampoco habría servido de mucho. Las máquinas ordeñadoras no tienen alma.

Betsy vino a visitarme dos semanas después de que saliera del hospital, aunque a mí me daba igual. Recogió la casa y puso varias lavadoras, incluso sostuvo a la niña en brazos durante el par de minutos entre toma y toma. Sin ayuda ni conversación por mi parte, mi hermanita preparó sopa de pollo y tacos y la deliciosa lasaña de nuestra madre. Incluso aprendió a echar a las vacas que se extraviaban y entraban en el jardín.

Una mañana, entré en la cocina arrastrando los pies para beber agua y me la encontré correteando por el jardín, con una escoba en alto.

«Quizá podría venirse a vivir aquí y ocupar mi lugar —pensé—. Esto le gustaría. Además, es muy mona y divertida y delgada… El hombre Marlboro y ella se llevarían muy bien».

Sumida en la depresión posparto, ya no quería saber nada de nada ni de nadie. Ni de las vacas ni del jardín ni de la colada. Ni siquiera del vaquero que venía en el lote, ese que se mataba a trabajar todo el día, tratando de salir a flote entre las fluctuaciones del mercado, al tiempo que buscaba la mejor manera de actuar respecto al rancho, su hija recién nacida y su mujer, que había pasado de ser la chica joven y llena de vida con la que se había casado hacía diez meses a una sombra casi inexistente.

Después de tres días en casa, Betsy se había percatado de todo. Esperó a que mi marido se fuera a trabajar y entonces me dio la charla.

—Estás hecha una mierda —me dijo en un tono irónicamente dulce.

—¡Cállate! —le contesté yo de malas formas—. ¡Ya verás cuando te pase a ti!

—Quiero decir que me imagino que es difícil y eso…

Levanté una mano para interrumpirla.

—Ni se te ocurra seguir —le espeté—. No te haces ni una idea. —Los ojos se me llenaron de lágrimas.

—Está bien —dijo ella, doblando unos vaqueros—. Pero al menos tendrías que ducharte y ponerte ropa bonita. Te sentirías mejor.

—¡La ropa no me hará sentir mejor! —grité, aferrándome a mi bebé.

—Sí lo hará, te lo prometo —contestó—. Estoy convencida de que no puedes ser feliz con esa bata mucho más tiempo.

Desafié sus sugerencias metiéndome en la cama y Betsy fue a la cocina a preparar unos sándwiches. Me los comí, pero sólo para seguir produciendo leche.

Me comí también cuatro galletas de pepitas de chocolate por la misma razón, tras lo cual me volví a meter en la cama, sucia y despeinada.

El hombre Marlboro regresó tarde y entró en el dormitorio comiéndose una galleta de pepitas de chocolate. La niña y yo acabábamos de despertarnos de una siesta de dos horas y se dejó caer en la cama junto a nosotras. Sin hablar, le acarició la cabecita con el dedo índice. Yo lo miraba. No apartaba los ojos de su hija.

La habitación estaba en silencio. Toda la casa, de hecho. Betsy debía de haber salido al lavadero a tender ropa y a poner otra lavadora.

Sin pensar, mis brazos fueron hacia él y le rodearon la espalda. Era la primera vez que lo tocaba desde que volvimos del hospital. Me miró, esbozó una tenue sonrisa y me rodeó la cintura, y así, como por arte de magia, los tres nos quedamos dormidos, él con la ropa manchada de barro, yo con el pijama manchado de leche, y nuestra perfecta niñita descansando tranquilamente entre los dos.

Cuando me desperté una hora más tarde, algo había cambiado. Tal vez fuera el hecho de haberme quedado dormida, o aquel momento de ternura compartida. Puede que fuera la charla de mi hermana o una combinación de las tres cosas.

El caso es que me levanté sin hacer ruido y fui a la ducha, donde me lavé y froté con todos los productos de baño que tenía. Cuando cerré el grifo, la estancia olía a limón y lavanda, a glicinia y sandía. La aromaterapia funcionó. Aunque aún no me sentía lo que se dice hermosa, ya no parecía una troglodita en su choza.

Asomé la cabeza por la puerta del cuarto de baño y eché un vistazo al dormitorio. El hombre Marlboro y la niña continuaban profundamente dormidos, así que seguí a lo mío: me puse polvos y colorete, sombra de ojos rosada y una buena capa de rímel. Con cada pasada de la brocha, cada movimiento de la varita, me fui sintiendo más yo. Terminé con un toque de brillo de labios color ciruela.

Ya puesta, entré en la habitación de puntillas y saqué del armario las mallas de embarazada, las que había sustituido por unos asquerosos pantalones de pijama a cuadros catorce días antes. Acaricié los tops que colgaban de las perchas y por instinto fui a parar a uno de color azul claro de corte suelto, que llevaba en los primeros meses de embarazo. Era ligero y femenino, en abierto contraste con la bata de felpa verde oscuro que había llevado pegada a mi cuerpo durante días.

Volví a entrar en el baño y me vestí. Como toque final, me puse unos pendientes largos de madreperla que había comprado en una tienda de regalos en Sídney, probablemente antes de quedarme embarazada. Como no quería hacer ruido con el secador, estrujé el pelo con los dedos para darle forma.

Di un paso atrás y me miré al espejo.

Volvía a reconocerme. El fantasma pálido y sin alma había sido reemplazado por una versión ligeramente cansada y moderadamente hinchada de mí misma. No era ninguna diosa de la belleza, ni mucho menos, pero volvía a ser yo. La ducha no había sido un exorcismo, pero sí un bautismo. Había vuelto a nacer.

Me estremecí al imaginar lo que el hombre Marlboro habría pensado cada vez que me había visto arrastrar los pies por la casa con aquellas asquerosas zapatillas blancas de felpa y el pelo recogido con una goma verde fosforito.

Me cepillé los dientes, me ahuequé el pelo y salí del cuarto de baño justo cuando él se levantaba.

—Vaya —dijo, deteniéndose a medio camino—. Qué guapa estás, mamá.

Sonreí.

Esa noche, Tim vino a cenar. Betsy preparó alitas de pollo y bizcocho de chocolate y los cinco —el hombre Marlboro, Tim, mi hermana, el bebé y yo— comimos, nos reímos y vimos una película de John Wayne.

Estaba exhausta, pero fue una de las mejores noches de mi vida.

Me desperté a las nueve de la mañana, hinchada pero sintiéndome viva. Mi pequeña —arrugada, delgadita e indefensa—, como si hubiera recibido un memorándum sobre el nuevo optimismo que reinaba en la casa, había dormido prácticamente toda la noche, despertándose sólo un par de veces para comer. Le toqué el bracito, aún cubierto por una pelusilla transparente, y una oleada de amor me inundó.

Desde que llegamos del hospital, la desesperación se había instalado en casa, incapacitándome para saborear un solo momento con ella. Hasta entonces. Miré sus orejitas, inhalé su aroma indescriptible y coloqué la palma en su cabecita perfecta, dando las gracias a Dios con los ojos cerrados por ese regalo inmerecido. Era perfecta.

Cuando por fin salimos de la habitación, Betsy estaba removiendo algo en el fuego y el hombre Marlboro había ido con Tim a ver unos campos de trigo en la parte sur del Estado. Era el último día de mi hermana en el rancho. El curso comenzaba la semana siguiente y tenía que volver al mundo real. Era el momento. Su trabajo allí había terminado.

—¿Qué estás preparando? —pregunté, mirando la olla.

—Bollos de canela —dijo ella, cogiendo un sobre de levadura.

La boca se me hizo agua. Los bollos de canela de nuestra madre. Estaban para chuparse los dedos, algo que confirmaba no sólo la familia más próxima, sino los vecinos, los miembros de la iglesia y los amigos que los habían recibido como regalo de Navidad todos los años durante mi niñez.

Eran un ritual de las vacaciones, que duraba casi veinticuatro horas. Mi madre se levantaba temprano, calentaba leche, azúcar y aceite en ollas separadas y después utilizaba la mezcla para elaborar la masa. Las tres hacíamos entonces un gran rectángulo con esa masa, que impregnábamos bien con mantequilla, canela y azúcar antes de formar con ella rollos alargados, que después partíamos en pequeñas porciones. Tras hornearlas, les pulverizábamos una capa de café con sirope de arce y mi madre los entregaba a sus destinatarios aún calientes.

Eran los mejores bollos de canela del mundo. ¿Cómo no los había preparado aún?

Cuando la masa estuvo lista, Betsy y yo les dimos la forma y preparamos la cobertura, mientras la niña dormía tranquilamente en su moisés en el suelo. Entonces me acordé de mi madre y de las incontables veces en que habíamos preparado aquellos bollos juntas… y en todos los recuerdos hermosos que se habían ido posando en mi mente de los que esos bollos formaban una parte esencial.

Y cuando hundí el tenedor en uno de ellos, ya terminados, y lo probé, juraría que pude oír la reconfortante voz de mi madre, que, ahora me daba cuenta, había llenado mi infancia de todo el amor, el afecto y la diversión que todos los niños deberían sentir.

Recordé su sonrisa y yo también sonreí.