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TOMBSTONE

Dos días después, una calurosa tarde de mediados de verano, el hombre Marlboro metió mis cosas en la camioneta, fijó el enorme moisés de la niña y me ayudó a acomodarme a su lado en el asiento de atrás para volver al rancho. Debería haber estado contenta —tenía allí a mi marido y a mi hija, que estaba sana como una manzana—, pero no me sentía bien dejando el hospital. No estaba preparada.

Me había acostumbrado al pitido de los monitores y la comodidad y la seguridad de mi cama. A que las enfermeras entraran a verme cada pocas horas y a los voluntarios, que me llevaban guisos de carne, puré y judías verdes. Allí dentro sabía a qué atenerme. En dos días lo tenía todo controlado. En cambio, no sabía qué me esperaba en casa.

Cuando la camioneta se apartó de la acera, caí en la cuenta de lo que me faltaba. De repente noté la desesperación y la soledad. Pegué la cara a la ventana y fingí dormir, pero fui llorando en silencio todo el camino.

Quería a mi madre conmigo, pero yo la había apartado y ella mantenía las distancias como muestra de respeto. Si me estuviese esperando al final del camino, pensé, todo saldría bien.

Al llegar a casa, vimos que había unas veinte vacas en el jardín.

—Maldita sea —masculló el hombre Marlboro entre dientes, como si aquello fuera lo último que le faltaba.

Eso me hizo llorar aún más, sólo que esta vez ya no pude ocultárselo. Cuando bajó de la camioneta, miró hacia atrás y me preguntó:

—¿Qué te pasa? —Se me acercó, preocupado al ver mi cara roja e hinchada—. ¿Qué ha pasado?

—¡Quiero volver al hospital! —exclamé.

Una vaca defecó sobre mis lirios.

—¿Qué te ocurre? —volvió a preguntar él—. ¿Te duele algo?

Sus palabras me hicieron sentir idiota, como si no tuviera una razón de peso para perder los nervios, a menos que estuviera sufriendo una hemorragia en los oídos. Sorbí por la nariz aún con más fuerza y el bebé empezó a removerse.

—Es que no me siento bien —contesté, llorando de nuevo—. Me siento… ¡No sé qué tengo que hacer!

Él me abrazó sin saber cómo reaccionar.

—Vamos adentro —dijo, acariciándome la espalda—. Aquí fuera hace calor.

Sacó a la niña y los tres pasamos entre las vacas para entrar en la casa. Mis retoños de equinácea estaban perdiendo los pétalos.

«Malditos conejos —pensé—. Los mataré a todos como vuelvan a acercarse a mis flores».

Y entonces me eché a llorar con más fuerza por haber pensado algo así.

Entramos en la casa, que estaba impoluta y olía a lejía y a limón. Había flores frescas en un jarrón, en la mesa donde desayunábamos. No vi ni una sola cosa fuera de lugar. Inspiré profundamente y espiré y de repente me sentí mejor.

La niña se removía incómoda —llevaba dentro del moisés más de una hora—, así que la saqué, me tumbé en la cama con ella y empecé a darle el pecho. Casi de inmediato, nos quedamos dormidas. Cuando me desperté, casi estaba oscuro. Confiaba en que fuera temprano por la mañana, pues eso significaría que habíamos dormido toda la noche, pero de hecho no había pasado más que una hora.

Después de despertarme, lavarme la cara con agua fría y beberme casi cuatro litros de zumo de naranja, nuestra primera noche en casa resultó de ensueño: comimos el guiso que mi suegra nos había dejado en el frigorífico ese mismo día y de postre nos dimos un homenaje con el pastel de ángel que nos había hecho la abuela del hombre Marlboro, Edna Mae.

Los pasteles de ángel eran esponjosos y ligeros, perfectos. Y ella se había esforzado especialmente con ése, cubriéndolo luego con una cremosa nata blanca y dejándolo enfriar para que estuviera en su punto. Me zampé tres trozos como si nada. Aquello era vida para un cuerpo que acababa de pasar por un parto.

Después de cenar, el hombre Marlboro y yo nos sentamos en el sofá de nuestra casa tenuemente iluminada, maravillados ante la personita que teníamos delante. Sus gruñiditos, sus orejitas diminutas, lo tranquilamente que dormía, tapada y calentita delante de nosotros. La destapamos para mirarla y la volvimos a tapar. Después la pusimos en su cuna, le dimos unas palmaditas en la barriga y nos acostamos nosotros también.

Nos quedamos dormidos abrazados, felices de que lo malo hubiera pasado ya. Lo que necesitaba era una buena noche de sueño para volver a sentirme bien, pensé. El sol saldría a la mañana siguiente, estaba segura.

Estábamos profundamente dormidos cuando oí el llanto del bebé, veinte minutos más tarde. Me levanté y fui a su habitación.

«Tendrá hambre», pensé y le di el pecho en el sillón.

Luego la volví a acostar y me fui a la cama. Cuarenta y cinco minutos después, volví a despertarme con su llanto. Miré el reloj. Seguro que era una pesadilla. Con la vista nublada, me dirigí a su habitación dando tumbos y repetí el ritual.

«Qué raro —pensaba, intentando no quedarme dormida en el sillón—. Debe de tener algún problema. Quizá sea el cólico del que hablaban en aquella película. Reflujo o vete tú a saber».

Los diagnósticos más extraños desfilaron por mi cerebro privado de sueño. Antes de que amaneciera, me había levantado seis veces más, convencida de que cada una sería la última y que, si no, me iba a morir.

Me desperté a la mañana siguiente con un sol cegador dándome en los ojos. El hombre Marlboro entraba en la habitación con la niña en brazos, que lloraba histéricamente.

—He intentado dejarte dormir —dijo—. Pero no para de llorar.

Se lo veía impotente, perdido.

Yo apenas podía abrir los ojos.

—Dámela.

Le tendí los brazos y le indiqué por señas que la dejara en la cama, a mi lado. Con los ojos aún cerrados, me desabroché el pijama en modo piloto automático y le acerqué el pecho a la cara, sin preocuparme que el hombre Marlboro estuviera allí delante, mirándome. La niña encontró el pezón y empezó a mamar.

Él se sentó en la cama y se puso a jugar con mi pelo.

—No has dormido.

—No mucho —contesté yo, completamente ignorante de que lo que había ocurrido la noche anterior era lo más normal y que seguiría pasando todas las noches durante, por lo menos, un mes—. No debía de encontrarse bien.

—Tengo que ir a recibir un camión de ganado, pero volveré hacia las once —me explicó él.

Le dije adiós con la mano sin siquiera levantar la vista. No podía apartarla de mi bebé. Me sentía extraña. Tenía los pechos apretados, tensos y cálidos al tacto, y me di cuenta de que estaban más grandes, más aún que en los últimos días de embarazo.

Cuando la niña se quedó nuevamente dormida, me metí en la ducha. Era lo único que podía insuflar algo de vida a mi cuerpo agotado por la falta de sueño. Dejé que el agua tibia me cayera por la cara y en los ojos, con la esperanza de que se llevara con ella el cansancio. Empecé a sentirme mejor poco a poco, pero justo entonces, noté que la incómoda presión en los pechos me atacaba de nuevo, pero esta vez con saña. Bajé la vista y descubrí, horrorizada, que mis senos se habían convertido en dos espitas por las que salía la leche disparada a veinte centímetros de distancia.

Y no parecía que fueran a parar.

Yo, la hija de un cirujano, que me había estado informando del aspecto médico del embarazo y la maternidad, me quedé atónita ante lo que estaba ocurriendo. Nada podría haberme preparado para algo tan horroroso.

Aquella noche, el hombre Marlboro invitó a Tim a casa. Yo me oculté en el dormitorio todo el rato, poniéndome toallitas en los pechos e intentando desesperadamente que mi pequeña, que no paraba de removerse, aliviara la presión de éstos mamando, y tratando de evitar al mismo tiempo cualquier intercambio con los dos hermanos. Estaba demasiado ocupada tratando de asimilar lo que le ocurría a mi cuerpo y a mi mente —por no hablar de a mi vida— como para mantener una conversación coherente.

Y, en cualquier caso, aquellos dos hombres que se encontraban en mi salón eran unos invasores que no tenían lugar en mi nido, con mi polluelo. Eran dos dodos, tal vez mirlos. Los picotearía si se acercaban demasiado.

¿Qué demonios hacían en mi nido, por cierto?

Más tarde, cuando me empezaba a quedar dormida, oí gritos que provenían de la otra habitación. El hombre Marlboro y su hermano estaba viendo a Mike Tyson arrancarle la oreja de un mordisco a Evander Holyfield en la televisión. La niña, que por fin se había quedado dormida tras muchas vueltas, se despertó y se puso a llorar otra vez.

Era oficial: estaba en el infierno.