32

SIN PERDÓN

Estaba allí tendida, agotada y aliviada al saber que lo que estaba dentro de mi cuerpo había salido. El hombre Marlboro, sin embargo, estaba atónito. Me daba palmaditas cariñosas en el hombro y miraba a la niña con una expresión de sorpresa e incredulidad que no podría haber disimulado ni queriendo.

—Enhorabuena —había dicho el doctor Oliver minutos antes—. Tenéis una hija.

«Tenéis una hija».

Durante los previos meses de embarazo, el hombre Marlboro me había inculcado tanto la idea de que sería un niño que no se me había ocurrido siquiera que pudiera ser una niña. No podía ni imaginar la sorpresa de él.

—Buen trabajo, mamá —me dijo, inclinándose para besarme la frente.

Las enfermeras envolvieron al bebé en una manta blanca y me lo pusieron sobre el pecho. Allí estaba, encima de mí. Una criatura que se retorcía, sonrosada, minúscula y al mismo tiempo lo más precioso que había visto en toda mi vida.

El hombre Marlboro me cogió la mano y me la apretó suavemente.

—Vaya —dijo casi en un susurro.

No dejaba de mirar a la pequeña. Permanecíamos en completo silencio. Casi no podíamos movernos.

Empecé a sentir el nudo en la garganta al cobrar conciencia de lo que acababa de ocurrir. El ser que había estado creciendo dentro de mí, que se movía, pataleaba y me golpeaba las costillas y la vejiga durante las últimas semanas, que me había provocado acidez y agotamiento y unas horribles náuseas durante varias semanas, descansaba ahora sobre mi pecho, mirando a su alrededor, a aquel extraño y nuevo mundo en que se encontraba ahora.

Era el momento más surrealista de mi vida, más que todas las sorpresas que me había llevado durante mi noviazgo con el hombre Marlboro, el padre de aquel ser humano que acababa de llegar al mundo y que lo iba a cambiar todo.

Tenía brazos y piernas, nariz y lengua, que sacaba y metía de su boquita, familiarizándose con la sensación del aire. Era una persona, vivita y coleando en un mundo de verdad.

Noté las lágrimas que me caían por las mejillas. No me había dado cuenta de que estaba llorando.

Cuando el hombre Marlboro y yo nos casamos, él tenía en mente empezar a formar una familia enseguida. Yo me mostraba más ambivalente. Sabía que en algún momento tendríamos un hijo, pero no podía decirse que estuviera impaciente por procrear. Cuando me quedé embarazada, cinco semanas después de casarnos, nadie se había alegrado más que mi marido.

Eso se debía en parte a que sabía que iba a ser un niño. Aparte de las visitas esporádicas de alguna prima, él y sus hermanos no se habían relacionado ni tenido mucho contacto con chicas. Su madre había sido un buen modelo femenino, pero la mayor parte de la actividad diaria del rancho la llevaban a cabo hombres.

Notaba el sentimiento de decepción que flotaba en el aire. Aunque se esforzara por mostrarse comprensivo y contento, yo sabía que mi vaquero se había llevado una enorme sorpresa, como le pasaría a cualquiera cuya vida se hubiera transformado en un instante lleno de líquido amniótico en algo totalmente distinto a como siempre había imaginado que sería.

Una vez examinaron a la niña, declararon que estaba sana y las enfermeras realizaron la nada envidiable tarea de limpiar mis partes bajas, el hombre Marlboro llamó a sus padres, que casualmente se habían ido de viaje dos días, pues no esperaban que me pusiera de parto tan pronto.

—Es una niña —oí que le decía a su madre. Las enfermeras me secaron el trasero con gasas—. Ree lo ha hecho muy bien. La pequeña está bien.

El médico abrió un kit de sutura.

Inspiré hondo varias veces, mirando el gorrito a rayas que las enfermeras le habían puesto a mi hija. El hombre Marlboro hablaba bajito con sus padres, respondiendo a sus preguntas: cuándo habíamos ido al hospital y cómo había ido todo. Yo lo escuchaba a ratos. Bastante tenía con asimilar lo que acababa de ocurrir.

Entonces, hacia el final de la conversación, oí que le preguntaba a su madre:

—¿Y qué se hace con las niñas?

Su madre sabía la respuesta, claro. Aunque no había tenido hijas, era la hija mayor de un ranchero y su padre había tenido en ella una gran ayuda durante su niñez. Sabía mejor que nadie lo «que se hacía con las niñas» en un rancho de ganado.

—Lo mismo que con los niños —respondió mi suegra.

Me reí quedamente cuando el hombre Marlboro me repitió lo que le había dicho su madre. Por primera vez en nuestra relación, era él quien se hallaba en territorio desconocido.

Me desperté un poco más tarde, mareada y con náuseas, de un sueño profundo en una cama de hospital. Desorientada, miré a mi alrededor hasta que vi al hombre Marlboro sentado sin hacer ruido en una butaca en un rincón, con nuestro bebé envuelto en un manta de franela. Llevaba unos vaqueros desgastados y una camiseta blanca, lo primero que había encontrado la noche antes, cuando los inesperados dolores del parto nos sacaron de la cama.

Ver sus musculosos brazos sujetando a nuestra pequeña fue demasiado para mí.

Me senté en la cama para contemplarlo mejor y justo en ese momento el bebé estiró los bracitos y gorjeó. Yo ya no estaba en Kansas.

—Hola, mamá —dijo mi vaquero con una sonrisa.

Yo sonreí también, incapaz de apartar los ojos de la imagen que tenía delante. Los anuncios de Hallmark no mentían. Ver a un hombre con un recién nacido en brazos era algo muy hermoso.

En ese momento, mi estómago gruñó y después borboteó.

—Caramba, qué hambre debo de tener. —Y de repente me di cuenta. Miré a mi alrededor, frenética, consciente de que estaba a punto de vomitar. Afortunadamente, encontré una papelera limpia al lado de la cama y la agarré justo a tiempo.

El vómito, de color amarillo verdoso y abundante, dejó la papelera blanca como un cuadro de Pollock. Resoplé, sorbí por la nariz y tosí. Me sentía fatal.

Oí que el hombre Marlboro se levantaba.

—¿Estás bien? —me preguntó, sin saber qué demonios hacer, eso era evidente.

Cogí un montón de kleenex y me limpié las comisuras de la boca. Aunque mortificada, mi estómago estaba mucho mejor.

Una enfermera entró en la habitación nada más dejar yo la papelera en el suelo.

—¿Qué tal se encuentra? —me preguntó con una amable sonrisa.

No sabía lo que se acababa de perder.

—Pues…

—Acaba de vomitar —dijo mi marido, con la niña en brazos.

Olí el vómito y esperé que él no lo estuviera oliendo también.

—¿Ah, sí? —preguntó la enfermera mirando a su alrededor.

—Sí —dije yo—. Creo que ha sido por la medicación. Ya me siento mejor. —Hipé ruidosamente y eché las manos hacia atrás, hasta apoyarlas en la almohada.

Ella recogió y se llevó la papelera, mientras yo miraba el techo.

Me sentía mejor físicamente, pero me impresionaba mucho ver lo bajo que había caído. Meses antes, no soportaba la idea de sudar delante del hombre Marlboro. Y ahora había echado una vomitona verdosa mientras él sostenía en los brazos a nuestra hija, que dormía apaciblemente.

Vi cómo el último retazo de mi dignidad se escurría por un feo desagüe en el suelo.

Sin darme tiempo a cambiar de tema con mi hombre Marlboro y hablarle por ejemplo del tiempo, la alegre enfermera regresó y se sentó a los pies de mi cama con una carpeta para tomar notas.

—Tengo que comprobar tus constantes vitales, cariño —explicó.

Habían pasado varias horas ya del alumbramiento. Suponía que era algo rutinario.

Me tomó el pulso, me palpó las piernas, me preguntó si me dolía algo y me presionó suavemente el abdomen, comprobando que no mostrara signos de obstrucciones o coágulos de sangre, fiebre o hemorragia.

Mientras, yo miraba con adoración al hombre Marlboro, que me guiñó un ojo un par de veces. Esperaba que, con el tiempo, se olvidara de que había vomitado.

La enfermera siguió con la batería de preguntas:

—Entonces ¿no te duele nada?

—Nada. Me siento bien.

—¿No tienes escalofríos?

—No.

—¿Has podido expulsar gases en las últimas horas?

(Pausa incómoda de diez segundos).

Tenía que haber oído mal.

—¿Qué? —pregunté, mirándola fijamente.

—¿Has podido expulsar gases?

(Otra pausa incómoda).

«¿Qué clase de pregunta es ésta?».

—¿Cómo dice?

—Que si has podido expulsar gases hoy, cariño.

Yo me quedé mirándola sin saber qué decir.

—Yo no…

—¿Has expulsado gases? ¿Hoy? —Era imparable.

Seguí mirándola fijamente y con desesperación, incapaz de entender la pregunta.

A lo largo del embarazo, me había esforzado por mantener cierto nivel de glamour y vanidad. Había intentado mostrarme como la flamante esposa, vital y siempre arreglada, incluso durante el parto, para lo cual me había aplicado bálsamo labial con color antes de la epidural para no parecer tan pálida. También me había contenido mucho a la hora de hacer fuerza, por miedo a que se me relajaran los esfínteres, lo cual habría sido el beso de la muerte para mi orgullo y mi matrimonio. Después de eso, habría tenido que divorciarme y rehacer mi vida con otro.

En ningún momento se me había pasado por la cabeza expulsar gases delante del hombre Marlboro. En lo que a él respectaba, mi cuerpo carecía de esa función por completo.

Entonces ¿por qué la enfermera me estaba obligando a responderle semejante pregunta? No había hecho nada malo.

—Lo siento… —balbucí—. No entiendo la pregunta…

Ella empezó de nuevo, aparentemente despreocupada ante mis problemas de comprensión.

—¿Que si has…?

El hombre Marlboro, que había estado escuchando pacientemente la conversación, con la niña en brazos, no pudo resistirlo más.

—Cariño, quiere saber si te has tirado algún pedo hoy.

La enfermera se rió por lo bajo.

—Bueno, tal vez así le quede más claro.

Me cubrí la cabeza con las sábanas.

No pensaba hablar del tema.

Aquella noche, le sugerí al hombre Marlboro que se fuera al rancho a dormir. Habían ido a visitarme mi padre, nuestras abuelas, mi mejor amiga, Becky, y Mike. Mi madre apareció también, tras comprobar que no había moros en la costa, y las enfermeras habían entrado varias veces durante el día para ver cómo estaba.

Me sentía cansada y sucia, porque no me habían dejado ducharme, y no quería que él durmiera en un camastro duro en aquella habitación. Además, no podía arriesgarme a que volvieran a preguntarme por mis funciones fisiológicas en su presencia.

—Vete a casa y descansa un poco —dije—. Seguiré estando aquí mañana por la mañana.

No se resistió mucho. Estaba muerto de cansancio y se le notaba. Yo también lo estaba, pero era lo natural. Necesitaba que mi hombre Marlboro estuviera fuerte.

—Buenas noches, mamá —dijo, besándome la cabeza.

Me encantaba eso de que me llamara «mamá». Besó al bebé en la mejilla y ella gruñó y se removió. Yo acerqué la cabeza a la suya e inspiré. ¿Por qué no me habían dicho nunca que los bebés olían tan bien?

Cuando él se fue, la habitación quedó en un agradable silencio. Me acurruqué en la cama, sorprendentemente cómoda, con la niña en los brazos como si llevara un balón de fútbol, me desabotoné el pijama de color melocotón y la puse al pecho por décima vez en las últimas horas. Al principio había tenido problemas para engancharse, pero ahora —cualquiera diría que en un intento de consolarme porque me había quedado sola— abrió la boquita y atrapó el pecho.

Cerré los ojos, apoyé la cabeza en la almohada y me deleité con aquellos primeros minutos a solas con mi hija.

Al cabo de unos segundos, se abrió la puerta y entró mi cuñado. Acababa de terminar de marcar un montón de vacas. El hombre Marlboro habría estado allí también si yo no me hubiera puesto de parto la noche anterior.

—¡Hola! —saludó Tim con entusiasmo—. ¿Cómo estás?

Tiré de la sábana para cubrirme los pechos descubiertos y la cabeza de la niña. Aunque quería a mi cuñado, no me salía mostrarme tan abierta con él. Se percató de inmediato.

—Anda, ¿es mal momento? —preguntó con la misma expresión de sorpresa de un ciervo ante los faros de un coche.

—Tu hermano se acaba de ir —dije yo.

La niña se soltó del pezón y movió la cabeza buscándolo de nuevo. Yo me comportaba como si no pasara nada bajo las sábanas.

—No me digas —farfulló él, mirando con nerviosismo a su alrededor—. Debería haber llamado antes.

—Venga, entra —dije, sentándome en la cama lo más erguida que pude.

Estaba claro que ya se me había pasado por completo el efecto de la epidural. Mi trasero empezaba a palpitar.

—¿Cómo está la niña? —preguntó Tim.

Quería mirar, pero no estaba seguro de si debía hacerlo en esa dirección.

—Muy bien —respondí yo, sacándola de debajo de las sábanas y confiando en poder taparme el pezón con discreción.

Él miró a su nueva sobrina y sonrió.

—Qué bonita —dijo con ternura—. ¿Puedo cogerla? —Tendió los brazos como un niño queriendo coger un cachorro.

—Claro que sí —respondí yo, pasándosela.

Ahora el trasero me escocía. No podía pensar en otra cosa que en meterme en la ducha y rociármelo con la alcachofa de ésta, que había visto cuando la enfermera me había llevado al cuarto de baño. De hecho, había empezado a obsesionarme con ello. No podía pensar más que en eso.

Al parecer, Tim se había sorprendido tanto con el sexo del bebé como su hermano.

—¡Me he quedado muy sorprendido al enterarme! —dijo, mirándome con una sonrisa.

Yo me reí, imaginando lo que debía de haber pensado su padre. Que su primer nieto en un rancho en el que prácticamente sólo había hombres hubiera sido una niña cada vez me parecía más gracioso. Todo aquello iba a ser una aventura.

Mientras Tim tenía a mi hija en brazos, yo apoyé la cabeza en la almohada. Estaba demasiado cansada para mantenerla levantada.

—¿Qué tal come? —preguntó él.

Era una pregunta extraña, pero parecía sinceramente interesado.

—Bastante bien —dije yo removiéndome, un poco incómoda con el tema—. Creo que se va a sujetar rápido.

¿Sujetarse? ¿Engancharse? Estaba confusa.

—Le das tu propia leche, ¿no? —preguntó él, con expresión un poco incómoda.

«¿Que si le doy mi propia leche?».

Ay, Dios.

—Pues… sí… —respondí—. Le estoy dando el… pecho.

«¿Podrías irte ya, Tim?».

Entonces dijo algo que me dejó descolocada.

—¿Sabes? Debes tener cuidado no se te vayan a hacer grietas.

Me quedé con la boca abierta. Poco sabía yo que aquélla iba a ser sólo una de las muchas veces que mi cuñado iba a compararme con una vaca.