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TERROR EN LOS ARCOS DORADOS

El invierno fue largo y muy frío y rápidamente descubrí que en un rancho de ganado, que haya nieve y hielo, no implica acurrucarse delante del fuego con una cálida manta y un chocolate caliente. Al contrario. Cuanto más helaba y más nevaba, más agotador era el trabajo diario del hombre Marlboro.

Fui plenamente consciente de que el ganado dependía por completo de nosotros para sobrevivir. Si no se les proporcionaba comida y hierba a diario, no tendrían fuente de sustento, ni manera de calentarse, y no durarían ni tres días. El agua era otro motivo de preocupación. Varios días de temperaturas bajo cero significaba que sobre los estanques desperdigados por la superficie del rancho se había formado una capa de hielo de veinte centímetros de espesor, demasiado gruesa para que los animales pudieran abrirse paso solos a través de ella para beber. De modo que el hombre Marlboro tenía que recorrer las tierras y hacer agujeros en el hielo con un hacha en la orilla de cada estanque para que el ganado estuviera bien hidratado.

Muchas veces lo acompañaba cuando iba a dar de comer a los animales. No había nada que me impidiese hacerlo. Nuestra casita se limpiaba y recogía tan rápido que después de las ocho de la mañana ya no tenía ocupaciones. La televisión por satélite se había helado y no se podía ver, y si leía tumbada en el sofá mi cuerpo gestante se quedaba dormido. Así que cuando mi marido se despertaba poco después del amanecer y empezaba a ponerse capas y más capas de ropa, yo me desperezaba, bostezaba y hacía lo mismo.

Mi ropa de invierno dejaba mucho que desear: mallas negras de embarazada debajo de los vaqueros nuevos de pernera ancha y un par de camisetas blancas del hombre Marlboro debajo de una sudadera de la Universidad de Arizona, talla XL. Estaba tan calentita que no me importaba llevar una prenda con las iniciales de nuestro rival en la Pacific-10 Conference. Si a eso le añadimos su vieja gorra de leñador y unas botas de goma que me quedaban cuatro números grandes, el resultado es que era la reina indiscutible de la belleza. En serio que no entendía cómo el hombre Marlboro no podía quitarme las manos de encima. Cuando me veía con esa pinta reflejada en el camión cisterna me daban escalofríos.

Pero la verdad era que, cuando llegaba el momento, no me importaba. Daba igual mi aspecto, no me gustaba que él saliera solo con aquel frío un día tras otro. Aunque era nueva en eso del matrimonio, seguía teniendo la sensación de que, de alguna forma —ya fuera por cuestión biológica, condicionamiento social, mandato religioso o posición de la luna—, tenía que ser yo quien sirviera de colchón entre mi marido y el duro y cruel mundo. Tenía que ser yo quien lo ayudara a ponerse en marcha cada día. Y aunque él no lo dijera, yo sabía que se sentía mejor cuando lo acompañaba en el camión cisterna, gordita y con su hijo en el vientre.

De vez en cuando, me bajaba de la camioneta y abría portones. Otras, era él quien se bajaba. A veces yo conducía mientras él esparcía el heno. A veces me quedaba atascada y él soltaba una imprecación. A veces íbamos en silencio, temblando de tanto abrir y cerrar las puertas del coche. Otras veces hablábamos de temas serios o nos parábamos y nos enrollábamos sobre la nieve.

Y durante todo ese tiempo, nuestro bebé descansaba en la calidez de mi cuerpo, felizmente inconsciente del mundo que lo aguardaba en el rancho donde su papá se había criado. Mientras acompañaba al hombre Marlboro en aquellas largas y gélidas mañanas de trabajo, me preguntaba si nuestro hijo experimentaría alguna vez lo divertido que era tirarse en trineo por las colinas del campo de golf, o cualquier otra colina, para el caso.

Yo llevaba cinco meses en el rancho y no recordaba haber oído a nadie hablar de trineos o de jugar al golf o de participar en alguna actividad recreativa. Empezaba a comprender cómo se desarrollaba allí el día a día: madrugar, trabajar, comer, relajarse y acostarse. Así todos los días. No había calendario de fiestas ni cenas con amigos en la ciudad, ni mucho tiempo para divertirse, porque eso significaría tener que recuperar el trabajo no hecho. Me costaba no preguntarme cuándo salía a divertirse o a hacer muñecos de nieve aquella gente.

O cuándo se quedaban en la cama más tarde de las cinco de la mañana.

Al comienzo de la primavera, el hielo empezó a derretirse, el gélido frío pasó y mi barriga siguió expandiéndose. Los terneros empezaron a nacer y el olor a hierba quemada se extendió por todo el campo.

A medida que mi contorno iba aumentando, también lo hacía mi vanidad, sin duda por la necesidad de compensar de algún modo el horrible estereotipo de embarazada fea y con los pies hinchados que había arraigado en mi subconsciente. Dedicaba más tiempo a arreglarme, a exfoliarme y a ponerme guapa, en un intento de estar sexy y atractiva en casa.

Intenté con todas mis fuerzas controlar mi peso eliminando de la dieta los Cheetos y los dulces y caminando entre uno y tres kilómetros al día. Necesitaba relajarme y asumir el milagro de la vida que crecía dentro de mí. Pero también quería estar guapa. Y por eso hacía todo lo necesario para conseguirlo.

En los días previos a mi revisión ginecológica, estaba especialmente vigilante. Llevaba un diario con mi aumento de peso y, por mi bienestar emocional, acabé anhelando las expresiones de admiración de la enfermera al ver que me mantenía dentro del peso recomendado en cada cita. Necesitaba ver a mi médico, tan meticuloso y consciente siempre del peso, asentir con aprobación cuando le decía los kilos. Era como sustento vital para mí, inyectado en vena, y satisfacía mi poco profunda ambición de ser la Guapa Esposa Embarazada del Siglo. Y, francamente, me proporcionaba también un objetivo por el que esforzarme hasta la siguiente cita.

Además, significaba que nada más salir de la revisión mensual, me permitía el lujo de ir a McDonald’s. Siempre procuraba que las citas fueran a las nueve de la mañana y ese día no desayunaba, no fuera a influir en el peso. Así que después de conducir una hora hasta la ciudad y la media hora de la cita, me moría de hambre. Tenía un hambre bestial. McDonald’s era lo único que me satisfacía.

Nada más salir de la consulta, cogía el coche e iba a los Arcos Dorados saltándome los límites de velocidad, porque sabía que en ese lugar el Cielo existía. Una vez allí, me daba mi Festín del Mes: dos burritos, un panecillo con beicon, huevos y queso, patatas rebozadas y —perfecto para mi bebé cada vez más grande— un Dr. Pepper gigante.

Estaba loca por salir del aparcamiento. En cuestión de segundos, me marchaba del McDonald’s, le hincaba el diente al primer burrito y antes de llegar a la autopista me lo había zampado. Tenía un único propósito: «Tengo que ingerir este burrito de inmediato o me moriré de hambre». Así que me metía la mitad del burrito en la boca y masticaba tan deprisa como podía para sentir la satisfacción inmediata de mi cuerpo gestante al ingerir las calorías que necesitaba.

Nunca había sentido un hambre como aquélla.

Seguí así hasta Pascua, cuando una buena amiga de la familia nos invitó a mi hermana y a mí a la fiesta que daba para su hija, que se iba a casar en verano. Era la primera vez que aparecía por mi ciudad desde la boda y me puse de punta en blanco. Probablemente me encontraría a gran cantidad de gente de mi vida de soltera a la que hacía mucho que no veía y quería que todo el mundo se diera cuenta de lo feliz, satisfecha y resplandeciente que estaba en mi nueva vida como esposa de un ranchero, embarazada de su primer hijo.

Cuando llegué, a la primera que vi fue a la madre de un exnovio, la clase de exnovio que hacía que quisieras tener el mejor aspecto posible si te encontraras con su madre en una fiesta estando embarazada.

La mujer me vio, sonrió y atravesó la sala para venir a saludarme. Nos abrazamos, intercambiamos las educadas frases de rigor y nos pusimos al día. Mientras hablábamos, fantaseé con lo que le diría a su hijo, mi exnovio, al día siguiente. «Tendrías que haber visto a Ree. ¡Estaba radiante! ¡No sabes lo guapa que estaba! ¿No desearías haberte casado con ella?».

Durante la conversación, comenté el tiempo que hacía que no nos veíamos.

—Lo cierto es que yo sí te vi hace poco —respondió ella—. Pero tú no me viste a mí.

No sabía dónde podía haber sido.

—¡No me digas! ¿Dónde? —Yo casi no iba a la ciudad para nada.

—Bueno —continuó ella—, te vi saliendo del McDonald’s de la autopista una mañana, hace varias semanas. Te saludé con la mano… pero no me viste.

Se me encogió el estómago al imaginarme engullendo burritos a lo bestia.

—¿En McDonald’s? ¿En serio? —dije yo, haciéndome la tonta.

—Sí —me respondió ella, sonriendo—. Parecías… ¡hambrienta!

—Hum —dije—. No creo que fuera yo.

Me escabullí hacia el cuarto de baño, jurándome que no comería más que barritas de cereales durante el resto del embarazo.