28

SAN NICOLÁS CON ZAHONES

Llegó noviembre y con él una nueva esperanza: me desperté una fría mañana de viento y, tan repentinamente como habían llegado, las malditas náuseas habían desaparecido. Podía levantar la cabeza sin tener que meterme un puñado de cereales en la boca. El olor del aire no me revolvía el estómago. Podía moverme sin sentir estremecimientos, ducharme sin tener que parar para vomitar.

El hombre Marlboro seguía dejándose la piel en el trabajo, pero, de repente, yo estaba mucho mejor para servirle de apoyo que en las semanas anteriores. Me llenó de orgullo poder separar la ropa sucia en montones, quitar el barro, el estiércol y la sangre de los vaqueros, doblar calcetines y ropa interior y guardarlo todo en el segundo cajón de nuestra pequeña cómoda de pino, que casi no cabía en nuestro minúsculo dormitorio.

En un mes todo había cambiado. Mis padres seguían separados, pero de alguna forma, con mis fuerzas renovadas, era capaz de apartar esa realidad y dejarla en un lugar donde no me estuviera metiendo el dedo en la llaga todo el rato. Por fin conseguí pasar todo un día sin llorar.

Ya no me daba asco el olor de la cebolla ni de la carne cruda, podía volver a cocinar. Aprendí yo sola a preparar carne guisada, filetes rusos y caldo. Despacio, mediante el método de ensayo y error, aprendí también que algunos cortes son más duros porque tienen más tejido conjuntivo, pero que si se cocinan a fuego lento durante horas, la carne se pone tierna.

Este nuevo descubrimiento me causó tal euforia que empecé a guisar pecho y costillares y a preparar estofados con el brazuelo, la espaldilla y la contra, convencida de que acababa de descubrir el santo grial del conocimiento gastronómico. Cocinaba carne a fuego lento prácticamente todos los días, y dado que ya no sentía náuseas, inhalaba su olor. Después de todo, tenía que comer por dos. Se lo debía a nuestro bebé.

Sin las náuseas, las noches con el hombre Marlboro volvían a parecerse a las de antes. Veíamos películas juntos en el sofá, él con la cabeza apoyada en un extremo y yo en el otro, y las piernas cómodamente entrelazadas. Él jugaba con los dedos de mis pies y yo le acariciaba las pantorrillas, duras como piedras de ir todo el día a caballo.

Tras el purgatorio de las últimas semanas, todo volvía a ser delicioso.

Mi vaquero volvía a ser delicioso. Tras una luna de miel de abandono sexual, nuestro regreso a casa y a la amarga realidad había frenado en seco los que deberían haber sido los días más románticos de nuestra vida. Mientras las náuseas eran tan intensas, incluso el olor de otra piel me revolvía el estómago y me había costado mucho compartir la cama con él algunas noches, ni que decir tiene hacer otras cosas.

Había sido un otoño frío en más de un sentido. De no ser por lo contento que estaba con la idea del bebé que crecía en mi vientre, creo que me habría devuelto y pedido que le devolvieran el dinero.

Me alegraba mucho de que todo eso se hubiera terminado por fin.

El frío arreció y llegó el día de Acción de Gracias, marcado por un abundante festín al mediodía en casa de mis suegros y una triste velada tras la cena en casa de mi padre. Era la primera vez que mis hermanos y yo nos juntábamos tras la separación y la ausencia de mi madre dejaba un hueco muy visible.

Era una situación rara e incómoda, un dolor que uno daría lo que fuera por no sentir. Mi padre tenía ojeras, el rostro demacrado y estaba melancólico. Betsy y yo aunamos esfuerzos para tratar de hacerlo todo como si nuestra madre estuviese allí, pero fue inútil.

Deseé poder darle al botón de avance rápido hasta después de las Navidades; no quería tener que volver a pasar por lo mismo dentro de poco.

Mi hermano Doug no quería saber nada de nuestra madre. Mi cuñada y él esperaban su primer hijo de un momento a otro y era comprensible que se sintiera molesto por estar viviendo aquella nueva situación familiar, cuando deberíamos estar disfrutando en mutua compañía, decidiendo nombres para bebés y quedándonos adormilados después de tanto comer pavo.

No le apetecía jugar a la familia feliz y pasar Acción de Gracias en dos casas, la de nuestro padre y la de nuestra madre por separado y, francamente, a mí tampoco. Era una especie de muerte que podía haberse evitado. Había gente que perdía a su madre en un accidente de coche o por culpa de un cáncer. Pero nosotros habíamos perdido a la nuestra por una cuestión de ¿desavenencias matrimoniales?

La rabia colectiva se hacía difícil de soportar.

Mi madre, muy consciente de que teníamos los sentimientos a flor de piel, pasó el día de Acción de Gracias en casa de la abuela. Me llamó por la noche, cuando ya estábamos de vuelta en casa.

—Feliz Acción de Gracias, Ree Ree —dijo con su voz algo apagada, pero aún cantarina.

—Gracias —contesté yo, educada pero fría. No podía hundirme otra vez. Empezaba a sentirme fuerte de nuevo.

—¿Lo habéis pasado bien?

—Sí —respondí—. Hemos comido aquí, en el rancho, y después hemos ido a ver a papá. —Me sentía como si estuviera hablando con una desconocida.

—Bueno… —Su voz se apagó—. Os he echado mucho de menos.

Intenté decir algo, pero no pude. No podía pretender saberlo todo sobre el matrimonio de mis padres, quién le hacía qué a quién y cuándo. Pero habían sido felices. Habíamos sido una familia. Mi padre había trabajado mucho, mi madre había criado a cuatro hijos y cuando deberían estar disfrutando de los frutos del trabajo bien hecho y de su mutua compañía, ella decidía que estaba harta.

En lo más profundo de mi ser yo sabía que en la vida las cosas no eran blancas o negras. Sabía que si ponía en la balanza lo que habían hecho el uno y el otro a lo largo de su matrimonio, el resultado sería, probablemente, muy igualado. Pero aquel primer día de Acción de Gracias, con los sentimientos tan a flor de piel, mi madre era la mala que había dejado caer una bomba sobre la familia. Y los demás caminábamos sin rumbo entre las cenizas.

—Feliz Acción de Gracias, mamá —dije y colgué.

Estaba tan furiosa con ella que no podía razonar.

Me tomé un antiácido y me fui a la cama.

El hombre Marlboro tuvo que pasar el resto del fin de semana de Acción de Gracias destetando a los terneros que habían nacido en primavera, y como yo ya me sentía mejor y ya no tenía el privilegio de poder dormir hasta las nueve, el sábado por la mañana me despertó clavándome un dedo índice en las costillas.

Sólo fui capaz de gemir y taparme la cabeza con las mantas.

—Es hora de hacer los dónuts —dijo, tirando de las mantas.

Parpadeé. Aún era de noche en la habitación. Aún era de noche en el mundo. Todavía no era hora de levantarse.

—¿Dónuts? —gemí, tratando de no moverme para que se olvidara de mí—. No sé cómo se hacen.

—Es una forma de hablar —dijo él, tumbándose a mi lado.

¿Hacer dónuts? ¿Qué? ¿Dónde me encontraba? ¿Quién era? Estaba desorientada. Confusa.

—Venga. Ven a destetar a los terneros conmigo.

Abrí los ojos y lo miré. Mi guapo marido estaba totalmente vestido, con sus Wranglers y una camisa ligeramente almidonada de cuadros azules. Me estaba frotando el vientre todavía muy poco abultado, algo a lo que me había acostumbrado en las últimas semanas. Le gustaba tocarme la barriga.

—No puedo —dije quejicosa—. Estoy… estoy embarazada. —Estaba sacando toda la artillería.

—Ya lo sé —dijo él, clavándome los dedos en las costillas otra vez.

Yo me retorcí y chillé y al final me rendí. Acabé vistiéndome y saliendo por la puerta con aquel guapo vaquero.

Fuimos con la camioneta hasta unos pastos que se hallaban a unos tres kilómetros de distancia, cerca de la casa de sus padres, y allí nos encontramos con otros madrugadores. Yo me quedé en el camión cisterna, con algunos de los vaqueros de más edad, mientras el resto seguía el rebaño a caballo.

Desde la ventanilla del copiloto, disfruté de la vista que ofrecía el hombre Marlboro. Lo vi salir escopetado y zigzaguear entre el ganado, cambiando el peso de su cuerpo y su postura para indicarle sin palabras a Blue, su leal montura, hasta dónde moverse a derecha e izquierda. Ver a mi marido —el hombre del que estaba locamente enamorada— sobre su caballo por las praderas tenía algo que iba más allá del atractivo físico, más allá de lo sexy que estaba con zahones sobre la silla. Era verlo hacer algo que adoraba, algo que se le daba muy bien.

Le hice un montón de fotos mentalmente. No quería olvidarlo mientras viviera.

De vuelta en los corrales, una vez reunido el rebaño, los hombres guiaron cuidadosa y metódicamente los terneros hacia una zona separada. Las vacas mugían y sus crías berreaban al darse cuenta de la distancia física entre ellos.

El labio inferior empezó a temblarme de compasión por ellos. Hasta ese momento no había experimentado la fuerza de la maternidad y la patente conexión entre el corazón de una madre y el de su hijo, ya sean bovinos, equinos o humanos. Y aunque sabía que estaba presenciando un rito de tránsito hacia la madurez y algo normal en la ganadería, por primera vez me daba cuenta de que aquello tan enorme que iba a acontecer en nuestras vidas al cabo de pocos meses —tener un hijo— era algo muy serio.

Necesité una mañana entre vacas para comprenderlo.

Me fui poniendo más fuerte y estable y para Navidad ya era Wonder Woman. Ni rastro ya de náuseas matutinas, me sentía capaz de cualquier cosa. Compré incluso un árbol de Navidad para la casa y lo decoré con unos copos de nieve de ganchillo que, irónicamente, me había regalado unos años antes la cariñosa madre de mi ex.

Los pantalones vaqueros, que ya me apretaban bastante en Acción de Gracias, ahora no me los podía abrochar. Desesperada, pasé una goma del pelo por el ojal para que hiciera de presilla con la que abrocharme el botón. Funcionó a las mil maravillas y pensé que podría seguir añadiendo gomas a medida que me fuera creciendo la barriga. Decidí que si me portaba bien y no engordaba demasiado, podría seguir poniéndome mi ropa.

Después del horrible otoño que habíamos pasado, el hombre Marlboro y yo decidimos celebrar la Nochebuena solos. No queríamos formar parte de las peleas territoriales de mis padres, queríamos quedarnos en casa y relajarnos, ver películas y disfrutar de la vida uno de los pocos días del año en que los mercados y el ganado podían esperar.

Puse un CD de Johnny Mathis y preparé la cena para los dos: filetes, patatas asadas en papel aluminio y ensalada con salsa Hidden Valley Ranch. Serví un Dr. Pepper en copas de vino y coloqué dos velas en la pequeña mesa de nuestra diminuta cocina.

—Es tan extraño que sea Nochebuena —dije, entrechocando mi copa con la suya.

Era la primera vez que la pasaba sin mis padres.

—Sí —contestó él—. Yo estaba pensando lo mismo.

Les hincamos el diente a los filetes. Me gustaría haberme preparado dos. La carne estaba tierna y sabrosa, perfecta. Me sentía como Mia Farrow en La semilla del diablo, cuando devora como un lobo un filete prácticamente crudo. Sólo que yo no llevaba un corte de pelo a lo duende como el suyo. Y tampoco llevaba en mi vientre al hijo del diablo.

—Oye —empecé a decir, mirando a mi marido a los ojos—. Lamento haber sido tan… tan patética desde prácticamente el día que nos casamos.

Él sonrió y bebió un sorbo de Dr. Pepper.

—No has sido patética —dijo. Mentía fatal.

—¿Que no? —pregunté incrédula, saboreando la deliciosa carne roja.

—No —respondió él, metiéndose otro trozo de filete en la boca, al tiempo que me miraba a los ojos—. No lo has sido.

Yo tenía ganas de discusión.

—¿Se te ha olvidado ya el trastorno del oído interno que me tuvo vomitando por media Australia?

Él calló un momento y luego dijo:

—¿Y a ti se te ha olvidado el coche que alquilé?

Yo me reí y volví a atacar.

—¿Se te ha olvidado la intoxicación que sufrimos por culpa de las langostas que pedí?

Entonces él sacó la artillería pesada.

—¿Y a ti se te ha olvidado todo el dinero que perdimos?

Pero yo me negaba a dar mi brazo a torcer.

—¿Y a ti se te ha olvidado que me enteré de que estaba embarazada nada más volver de la luna de miel y cuando llamé a mis padres para contárselo no pude hacerlo porque mi madre se había ido de casa y sufrí una crisis de ansiedad y después tuve náuseas matutinas durante seis semanas y ahora los vaqueros no me abrochan?

Era la clara ganadora.

—¿Y a ti se te ha olvidado que yo te he preñado? —dijo, sonriendo de oreja a oreja.

Yo sonreí y me metí el último trozo de carne en la boca.

Él miró mi plato.

—¿Quieres un poco de mi filete? —preguntó. Él sólo se había comido la mitad.

—Sí —contesté, clavando el tenedor en un trozo de carne, con una voracidad manifiesta.

Daba gracias por muchas cosas: por tener al hombre Marlboro a mi lado, por sus abiertas demostraciones de amor, por la nueva vida que compartíamos, por el hijo que crecía en mi vientre. Pero en ese momento, durante esa cena, di gracias por volver a ser carnívora.

Después de cenar, me di una ducha y me puse un cómodo pijama de Nochebuena, dispuesta a ver un par de películas en el sofá.

Recordaba todas las otras Navidades de mi vida, las cenas, envolver los regalos, la misa de medianoche en nuestra iglesia episcopal. Me parecía que todo quedaba muy lejos.

Entré en el salón y vi un montón de paquetes cuadrados, envueltos en precioso papel de regalo, dispuestos junto al pequeño árbol iluminado con lucecitas blancas. Paquetes que no estaban ahí minutos antes.

—¿Qué…? —Habíamos prometido que no nos regalaríamos nada ese año—. ¿Qué es esto? —exigí saber.

El hombre Marlboro sonrió, contento por la sorpresa que me había dado.

—Te has metido en un lío —dije, fulminándolo con la mirada, mientras me sentaba sobre la alfombra Berber de color beis, junto al árbol—. Yo no te he comprado nada. Me dijiste que no lo hiciera.

—Lo sé —dijo él, sentándose a mi lado—. Pero es que no quiero nada… excepto una mecánica.

Solté una carcajada. Ni siquiera sabía lo que era eso.

Acaricié el primer paquete del montón. El único que estaba envuelto en papel marrón y atado con un bramante, tan simple y desprovisto de adornos que supuse que podría haberlo envuelto él mismo. Desaté el cordel y lo abrí. Dentro había un par de vaqueros de pernera ancha. La cinturilla elástica azul marino los delataba: eran vaqueros especiales para embarazadas.

—Oh, Dios mío —dije, sacándolos de la caja y extendiéndolos en el suelo, delante de mí—. Me encantan.

—No quería que te pasaras los próximos meses atándote los pantalones con una goma.

Abrí el segundo paquete y el tercero. Cuando iba por el séptimo, era la orgullosa propietaria de todo una guardarropa de embarazada que entre el hombre Marlboro y su madre habían ido acumulando en secreto en las últimas dos semanas. Había vaqueros, mallas, camisetas y chaquetas. Pijamas. Sudaderas. Acaricié cada prenda, sonriendo al imaginar el tiempo que habrían tardado en comprarlo todo.

—Gracias…

Noté que me picaba la nariz y los ojos se me llenaron de lágrimas. No se me ocurría un regalo más perfecto.

Él me cogió la mano y me atrajo a su lado. Nos abrazamos como habíamos hecho en su porche la primera vez que me dijo que me quería. No hacía tanto tiempo desde aquella noche, pero las cosas habían cambiado mucho. Mis padres. Mi barriga. Mi guardarropa.

Mi vida aquella Nochebuena no se parecía en nada a mi vida de aquella otra noche, cuando, felizmente, aún ignoraba la tormenta que se estaba gestando en el hogar de mi niñez y estaba haciendo las maletas para irme a vivir a Chicago. Excepto por el hombre Marlboro, que era lo único que seguía teniendo sentido para mí en mitad de la confusión y los conflictos.

—¿Estás llorando? —me preguntó.

—No —contesté yo, con el labio tembloroso.

—Sí que estás llorando —dijo él, riéndose. Ya se había acostumbrado.

—No estoy llorando —insistí, sorbiendo por la nariz y sonándome los mocos.

No vimos ninguna película aquella noche. En vez de eso, me cogió en brazos y me llevó hasta nuestro cómodo dormitorio, donde mis lágrimas —mezcla de felicidad, melancolía y nostalgia— desaparecieron por completo.