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LA INADAPTADA

Pasé varias semanas con náuseas. Mientras, trataba de aclimatarme a mi nueva vida en mitad del campo. Tenía que hacerme a la idea de que vivía a más de treinta kilómetros de la tienda de alimentación más próxima. Que no podía pedirle a una vecina un huevo cuando se me terminaban. Que allí no habían oído hablar nunca del sushi. Aunque tampoco importaba. Ningún vaquero de los que trabajaban en el rancho lo tocaría. «Eso es cebo para peces», decían, riéndose de los urbanitas que trataban de convencerlos de que era una comida muy sabrosa.

Y tampoco había camión de la basura.

En aquella extraña tierra no había infraestructura para enfrentarse a la basura. Las vacas paseaban por el jardín y se hacían caca por todas partes: en el porche, en el césped, incluso en mi coche, si pasaban por allí cuando les entraban las ganas.

No había barrenderos que recogieran todo eso. Yo quería contratar a gente, pero tampoco la había.

La realidad de mi situación se me hacía cada día más evidente.

Una mañana, después de vomitar los cereales, miré por la ventana y vi un puma sobre el capó de mi coche, lamiéndose las patas; probablemente después de despedazar a la mujer de algún ranchero vecino y zampársela para desayunar, supuse.

Salí disparada a llamar por teléfono a mi hombre Marlboro para decirle que había un puma en mi coche. El corazón me martilleaba en el pecho. No tenía ni idea de que los pumas fueran una especie autóctona.

—Probablemente sea sólo un gato montés —me tranquilizó él.

No le creí.

—De eso nada. Es enorme —exclamé yo—. ¡Tiene que ser un puma!

—Tengo que dejarte —dijo. Se oían los mugidos de las vacas de fondo.

Colgué sin poder creer la poca preocupación que había demostrado y golpeé en el cristal con la palma, confiando en que eso asustara a aquel felino salvaje. Pero éste se limitó a mirarme, imaginándome en una fuente, con puré de trucha de acompañamiento.

Mi romántico noviazgo con el hombre Marlboro no me había preparado para aquello. Ni tampoco para los ratones que oía arañar la pared junto a mi cama, o las ruedas que se pinchaban en aquellos caminos de grava.

Antes de casarme, no sabía cómo se utilizaba un gato o una palanca, y no quería aprenderlo. No quería saber que a lo que olía el lavadero era a roedor muerto. Jamás había olido un ratón muerto. ¿Por qué tenía que estar oliéndolo cuando se suponía que era una joven y eufórica recién casada?

Durante el día estaba de mal humor y por la noche estaba hecha unos zorros. Llevaba sin dormir una noche entera de un tirón desde que regresamos de la luna de miel. Además de las náuseas, cuyo segundo y virulento ataque del día solía pillarme a la hora de acostarme, estaba muerta de miedo.

Tendida junto al hombre Marlboro, que dormía como un tronco todas las noches, pensaba en monstruos y asesinos en serie: Freddy Krueger y Michael Myers, Ted Bundy y Charles Manson. En el absoluto silencio que reinaba en el campo, hasta el más pequeño sonido se amplificaba. Estaba segura de que, si me dormía, el asesino que merodeaba fuera de la casa vendría a por mí.

Y por si no tuviera suficiente con los asesinos en serie, no podía dejar de pensar en mis padres, en mi familia. Mi madre, feliz en su apartamento de una habitación. ¿Podría perdonarla alguna vez? Mi padre, deprimido en su casa vacía. ¿Y si un día se derrumbaba y ponía fin a todo? Mi hermana, de momento fuera, en la universidad. ¿Querría volver a casa algún día? Mi hermano Doug y la evidente amargura que sentía por la situación de nuestros padres. Y Mike, que estaba como siempre. Me preguntaba por qué todos nosotros no podíamos ser felizmente ajenos a las complicaciones de la vida que nos rodeaba.

Estaba exhausta; era incapaz de pasarme un día sin llorar o vomitar o preocuparme. Me había enamorado de un vaquero, me había casado con él y mudado al campo, tan bucólico y tranquilo. Pero no me resultaba fácil hallar la paz.

La luna de miel había terminado casi antes de empezar.

Consciente de que bastantes problemas teníamos ya como recién casados, decidí que uno del que no hacía falta que siguiéramos preocupándonos era de la reforma de la casa grande. El hombre Marlboro estaba empecinado en seguir con ello, aunque yo sospechaba que lo hacía más por mí que por él, pero se me hacía difícil ver cómo los obreros llegaban cada día y descargaban los palés y cajas de materiales y no preocuparme al pensar en la grave situación económica por la que yo sabía que atravesaba el rancho.

Él quería continuar con lo planeado y terminar la reforma, quería que tuviéramos una casa de verdad, de adultos, cuando llegara el bebé. Pero aunque consiguiéramos terminar las obras, aún nos quedaría amueblarla y llenarla de cosas. No podía ni pensar en ponerme a elegir bisagras, pomos y sofás con todo el estrés que ya llevaba encima. No me gustaba sentir que estaba contribuyendo a la pesada carga.

—Oye —le dije una noche de lluvia, cuando nos metimos en la cama—. ¿Y si dejamos la obra de la casa grande para otro momento?

Cogí medio limón de la mesilla y aspiré el olor. Aquellos limones se estaban convirtiendo en mi nuevo narcótico.

El hombre Marlboro no dijo nada. Metió una pierna debajo de la mía y asumió la que ya se había convertido en su postura oficial. A su lado se estaba calentito.

—Creo que tal vez deberíamos parar y dejarla para más adelante —insistí.

—Yo también he estado pensando en ello —respondió con voz queda, frotando despacio la pierna contra la mía.

Sintiéndome mejor, dejé el limón en la mesilla y me volví hacia él, le rodeé la cintura con la pierna y apoyé la cabeza en su pecho.

—Me parece que tal vez me resultaría más fácil no tener que añadir la preocupación por la obra al tema de mis padres y el bebé. —Pensé que quizá resultara más eficaz si dirigía la atención hacia mí.

—Tiene sentido —dijo él—. Pero ya hablaremos de ello mañana.

Me rodeó la cintura con un brazo y en cuestión de segundos los dos estábamos en otro mundo, uno en el que no había sitio para padres, paredes de pladur ni debilitadoras náuseas.

Unos cuantos días después, volví a sacar el tema.

—Nuestra casita está bien —le dije—. Deberíamos esperar… Sólo tengo veintisiete años… Aún no me he ganado una casa grande y elegante… Me sentiría una impostora. No quiero tener que limpiar tanto. Me dará miedo tanto espacio. No me gusta comprar muebles. No estoy de humor para decidir de qué color pintar las paredes. Podemos terminarla luego, cuando las cosas vuelvan a la normalidad, etcétera, etcétera.

Aunque, en el fondo, yo sabía que en la agricultura «normalidad» era un término relativo.

Él me dio la razón y, tras cerrar puertas y ventanas con tablas, cubrir y sellar, los obreros se fueron, dejando a medias nuestra casa amarilla de la pradera. Pero lo que debería haber sido un momento de decepción o tristeza fue todo lo contrario: no me importó lo más mínimo.

Sonreí, consciente de que todo lo bueno que había imaginado sobre estar casada era posible, porque trascendía las cosas materiales, las posesiones y los planes. Que no importaba lo mucho que me hubiera encantado tener un lavavajillas y el lavadero dentro de la casa, lo que yo realmente quería era al hombre Marlboro. Y lo tenía.

Fue un delicioso momento de reafirmación y claridad, poco menos de dos meses después de la boda.

Entonces me di cuenta de que dentro de poco tendría un bebé y no tendría lavavajillas.

Mi corazón empezó a galopar, aterrorizado.