UN OSCURO TÚNEL
A la mañana siguiente me desperté agotada, pero, como por arte de magia, me sentía mejor de las náuseas. Puede que hubiera sido el episodio de náuseas de embarazo más breve de la historia.
Me levanté y esperé que llegaran, pero no ocurrió. Optimista, me lavé la cara y me vestí.
El hombre Marlboro ya se había ido, claro. Se había levantado cuando aún era de noche. Me maquillé preguntándome si alguna vez me levantaría a la misma hora que él. Preguntándome si alguien se levantaba a la misma hora que él.
Hacia las once, después de llamar a mi padre para ver cómo seguía, registré la cocina entera buscando ideas para la comida y al final me decidí por chili con carne. Era una comida que aguantaba bien varias horas, así que estaría perfecta para cuando llegara mi marido.
Las esposas preparaban chili con carne para comer, ¿no? Aún no le tenía cogido el tranquillo a esas cosas.
Corté cebolla y ajo en dados, respirando por la boca para evitar las náuseas, y lo puse todo en una cacerola con casi un kilo de carne picada que había descongelado en el frigorífico a principios de semana. No tenía paquetes de chiles secándose en la despensa —aún no había incluido ese artículo en mi lista de la compra—, de manera que improvisé: espolvoreé la carne con chile en polvo, pimentón, cayena, comino y todas las especias que me recordaban el olor del chili con carne.
Cuando el guiso empezó a burbujear, el olor se había apoderado del universo entero y me volvieron las náuseas. Era lo más desagradable que había olido en mi vida: el penetrante ajo, el fuerte y horrible hedor del comino, el asqueroso olor de la carne cocinándose.
Cuando el hombre Marlboro entró por la puerta, estaba añadiendo los frijoles, a punto de vomitar.
—Mmmm, qué bien huele —dijo. Se acercó a la cocina y me rodeó la cintura por atrás, apoyando las manos en mi vientre—. ¿Cómo estás, mamá?
Sentí que un montón de mariposas revoloteaban como locas en mi estómago. Ese efecto me lo causaba él, aunque el comino estuviera haciendo también de las suyas.
—Hoy me encuentro mejor —dije, centrándome en el aspecto físico—. ¿Y tú?
—Yo bien —contestó—. Pero tú me preocupas. —Me acarició la barbilla, los brazos, los costados.
Me tocaba a todas horas. La indiferencia física no era un problema para mi marido.
Sonó el teléfono y yo continué dándole vueltas al guiso mientras él iba al salón a ver quién llamaba. Estuvo hablando un rato mientras yo echaba una pizca más de sal y luego volvió a la cocina.
—A Marie le quedan sólo unas horas —dijo—. Están avisando a la familia.
Apagué el fuego.
—¡Oh, no! —exclamé—. No. —No pude decir nada más.
—Si no te encuentras bien, no hace falta que vengas —dijo él—. Todos lo entenderán.
Pero yo quería ir. La lucha de aquella mujer había llegado a su fin. Aunque fuera nueva en la familia, no podía no ir.
Pero cuando entrábamos por la puerta de la casa de Marie y del tío Tom, deseé estar en cualquier otra parte. Toda la familia estaba allí reunida, abrazándose y llorando. Había comida, pero nadie comía nada. No sabía cómo saludar a todas aquellas personas. Si sonreír o abrazar o llorar. Pensé en mis padres. Sentí el peso de la pena. No podía respirar.
Matthew salió a recibirnos y trató de sonreír mientras nos abrazaba. Luego nos condujo al dormitorio en el que su madre yacía inconsciente en la cama, respirando con dificultad. El hermano de Marie estaba sentado a su lado y le sostenía una mano entre las suyas, llevándosela a la cara con cariño y hablándole en voz baja. Sus padres estaban cerca de ella también, dándose consuelo mutuo con un abrazo.
Matthew fue a sentarse con su hermana, Jennifer, en la cama y acarició las piernas de su madre… los brazos, cualquier cosa con la que mantuviera el contacto físico que sabía que no duraría mucho. Su padre, Tom, presidía tristemente desde un sillón la reunión de amigos y familiares.
Había tanta tristeza en el ambiente, tanta pena, que no podía soportar estar allí. Mi suegra estaba en la cocina, ayudando con la comida y los platos.
Salí con discreción del dormitorio y fui a verla. El hombre Marlboro salió detrás de mí. Ya había tenido bastante duelo con la muerte de su hermano Todd, varios años antes.
Acabábamos de entrar en la cocina cuando oímos los sollozos procedentes del dormitorio. Marie había exhalado su último aliento.
Oí llorar a Jennifer y a los padres de Marie repetir «No… no…» una y otra vez. Oí el llanto de los amigos más íntimos de Marie, reunidos también en torno a la cama.
Sentí que me rompía por dentro y me excusé para ir al baño de invitados, en la otra punta de la casa. Me estaba derrumbando.
Me encerré en aquel aseo azul y me dejé caer en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de azulejos. Me sentía una intrusa. No me correspondía estar allí.
O tal vez sí. Yo era la esposa del hombre Marlboro. Aquélla era su familia y, por tanto, la mía por extensión. Pero mientras, mi padre estaba solo, volviéndose loco en aquella casa repentinamente vacía.
Tenía que ir a ver cómo estaba; sin embargo, no soportaba la idea de entrar allí de nuevo y que no estuviera mi madre.
Sentí unas leves náuseas y los ojos se me llenaron de lágrimas: por Marie, por mi padre, por mi hermana y mis hermanos y mis abuelos. Lágrimas por las preocupaciones del hombre Marlboro en las últimas semanas, por la hija de Marie, que acababa de terminar la universidad y tendría que empezar su vida de adulta sin su madre. Pensé en las felices Navidades de mi niñez y me di cuenta de que ya no habría más. Y pensé también en Mike, que mejoraba en un ambiente rutinario y estable, y me pregunté cómo manejaría su trastorno. Finalmente pensé en Marie y en lo amable que había sido conmigo en el poco tiempo que la había conocido.
Las lágrimas se redoblaron, el gimoteo se transformó en llanto.
«Basta ya —me ordené—. No vas a ponerte histérica aquí. No puedes salir ante la familia de tu marido con los ojos rojos e hinchados».
Era su duelo, no el mío. No quería que pensaran que estaba fingiendo tristeza. Pero no podía controlar las lágrimas, por mucho que lo intentara, no podía. Cogí una toalla y me sequé la cara, mientras oía el lastimero llanto de la familia de Marie en la otra habitación.
Se había acabado. Ella ya no estaba. Mis padres se habían separado.
Consciente de que todos se hallarían ocupados, me quedé en el aseo azul y lloré sin poder contenerme, tapándome la cara con la manos.
«Tendré que quedarme aquí hasta que recupere la compostura —pensé—. Tendré que quedarme aquí hasta que cumpla sesenta años».
No asistí al funeral. Para entonces, las náuseas matutinas se habían convertido en náuseas de todo el día, que me debilitaban y dictaban todos los movimientos de mi cuerpo durante las horas que estaba despierta. Lo que experimenté un par de semanas antes había sido sólo una molestia sin importancia comparado con ese tormento.
Me sentía fatal. Quería ser una joven esposa enérgica, llena de resolución y de vigor, pero en vez de eso estaba verde de tanto vomitar, no me podía levantar de la cama y era incapaz hasta de despegar la cabeza de la almohada si no me metía un puñado de cereales azucarados en la boca.
Cada vez que el hombre Marlboro entraba en nuestro dormitorio para ver cómo estaba, pisaba alguno. Yo oía el crujido en la alfombra y él miraba las migas que se le habían quedado pegadas a la suela de las botas, y lo único que podía hacer yo era mirar.
Cuando podía mantenerme un rato en posición erguida, olía un limón partido por la mitad para reprimir las náuseas. Había limones partidos por la mitad por toda la casa. No podía perderlos de vista más de diez segundos.
Menudo cuadro, preciosa, y además era una persona totalmente inútil para el rancho. Mi marido trabajaba mucho; la enorme partida de ganado que había comprado antes de la boda estaba empezando a llegar y yo quería ayudarlo, pero no podía con el olor del estiércol. El mero hecho de aspirar me daba náuseas, incluso con medio limón debajo de la nariz.
Por otra parte, no podía cocinar. Todo —desde las manzanas hasta el pan, por no mencionar cualquier tipo de carne— me hacía llorar y vomitar. Era capaz de conducir veinticinco minutos hasta la ciudad sólo para comprar pizza, pero luego tenía que parar de camino a casa para guardarla en el maletero, porque el olor se me hacía insoportable.
Mientras tanto, mi vaquero trataba de compadecerse de su nueva esposa, intoxicada de hormonas y deprimida. Pero no podía comprenderlo.
—Tal vez te sientas mejor si te levantas y te metes de un salto en la ducha —me decía, acariciándome la espalda.
Decididamente, no lo comprendía.
—No me puedo levantar —gemía yo—. ¡Y mucho menos saltar!
Quería irme a mi casa con mi mamá y meterme en mi cama. Quería que ella me preparase una sopa. Pero ya no tenía una casa a la que ir.
Estaba en un sitio nuevo, en un mundo nuevo y, de repente, mi vida se había vuelto irreconocible. No quería estar embarazada. Si hubiese seguido adelante con mis planes y me hubiera ido a vivir a Chicago, no lo estaría. Me hallaría lejos de la separación de mis padres y más lejos aún de las hormonas del embarazo y en esos momentos puede que estuviera cenando con amigos en un italiano, ataviada con un ajustado jersey de cuello alto negro.
«Comida italiana… Agggh. Voy a vomitar».