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DÍA ACIAGO EN BLACK ROCK

Cinco semanas después de la boda, fuimos a la ciudad a cenar con mis padres, que querían darnos la bienvenida de la luna de miel invitándonos al club de campo. Los abracé a ambos y me estremecí. La familiar tensión seguía presente entre ellos, palpable. Estaba claro que no había cambiado nada desde que nos despedimos tras la celebración de la boda.

En el curso de las semanas previas, entre la luna de miel, instalarnos en nuestra casa y la novedad de los primeros días de matrimonio, de alguna manera me había permitido creer que, dado que ya no tenía que presenciar a diario el desmoronamiento del matrimonio de mis padres, en realidad no estaba ocurriendo.

Treinta segundos en su presencia destrozaron esa suposición.

Pedimos carne de ternera con patatas asadas, ensalada y luego postre, pero, cosa extraña, al segundo bocado, supe que no podría seguir comiendo. Ver el trozo de carne que tenía delante de repente me dio asco y me sentí transportada de forma instantánea a la noche en el restaurante de Sídney y los vómitos.

«Oh, no —pensé—. Han vuelto».

No dije nada, sino que me limité a ir picando del plato mientras el hombre Marlboro y yo les contábamos las partes agradable del viaje.

Cuando nos despedimos con un abrazo y vi a mis padres entrar en su coche —con mi madre mirando por la ventanilla, mientras mi padre metía la marcha y arrancaba con la vista fija al frente—, supe que las cosas habían empeorado.

Me dolía el estómago en más de un sentido.

Nosotros nos dirigimos a nuestro coche, mi marido rodeándome los hombros con un brazo y yo con la cabeza apoyada en su pecho; lo abracé con fuerza y me prometí que jamás dejaría que esa frialdad se instalase entre los dos. Incluso me costaba pensarlo, imaginarlo. Amaba al hombre Marlboro con toda mi alma.

¿Se habrían sentido así mis padres alguna vez? Sé que sí. Lo había visto. Me aferré a mi marido mientras nos dirigíamos al aparcamiento.

Regresamos a casa conduciendo despacio, casi en absoluto silencio. Sabía que él estaba preocupado. El asunto del rancho era un tremendo peso. En cuanto a mí, sólo podía pensar en mis padres y en mi maldito trastorno del oído interno, que había decidido hacerme una nueva visita aquella noche. Volvía a sentir mareos, igual que en la luna de miel.

Y esta vez me dio realmente fuerte.

—Para —dije de repente, justo al pasar la frontera del condado.

Antes de que la camioneta se detuviera por completo, abrí la puerta y bajé de un salto. Vomité toda la cena, que salpicó la mediana de la autovía.

En la creciente lista de «Los momentos más indignos de mi vida», ése quedó en una posición muy alta.

Las náuseas eran tan horribles que cuando me desperté a la mañana siguiente casi no pude salir de la cama. El hombre Marlboro ya se había ido; no lo había oído marcharse. Levanté la cabeza de la almohada y la volví a dejar caer. Sabía que debía tener mal color, me sentía muy mal, pero me daba tanto miedo vomitar otra vez igual que la víspera junto a la mediana de la autovía que adopté la posición fetal y me quedé allí acurrucada una hora más.

Ojalá tuviera un botón para llamar a la enfermera y que me subieran unos cereales Froot Loops. Curiosamente, era la única comida que se me antojaba soportable.

A media mañana conseguí ponerme de pie y fui arrastrando los pies hasta el frigorífico para beber un vaso de zumo de naranja frío. El chute de azúcar me alivió de inmediato. Rebusqué entre los armarios algo, cualquier cosa con que llenar el agujero de nauseabunda hambre que tenía en el estómago, pero todo me parecía horrible. No podía soportar la idea de prepararme un sándwich de jamón. Imaginar la leche descendiendo por mi esófago casi me hizo vomitar de nuevo. Hasta las galletas saladas me parecían tan asquerosas como si estuvieran cubiertas de pelo.

Aquello era grave. Mucho. Tenía que llegar hasta la ducha como pudiera y pedir cita con el médico. No podía seguir así.

Ducharme me sentó de maravilla, una vez que conseguí ajustar la temperatura para que no se formase vapor. Pero cuando me lavé la cabeza, me di cuenta de que mi champú favorito olía condenadamente mal, igual que mi fiable exfoliante facial, que había evitado que mi cara pareciera la de un lagarto el día de mi boda.

Me estaba aclarando el champú, cuando el hombre Marlboro apareció súbitamente en la puerta y gritó:

—¡Hola!

Grité sobresaltada y volví a hacerlo otra vez porque estaba desnuda y me sentía alterada y poco atractiva. Se me revolvió el estómago de los nervios.

—Hola —dije, cogiendo una toalla para cubrirme rápidamente.

—Te he pillado —dijo él, con la sonrisa más sexy que le había visto, y yo en ese deplorable estado. Entonces se detuvo y me miró—. ¿Estás bien? —Debió de darse cuenta del tono verdusco de mi piel.

—Te seré sincera —dije, volviendo al dormitorio—. Me encuentro fatal. Voy a intentar que me visite hoy el médico y que me diga qué puedo hacer. —Me tumbé de espaldas en la cama—. Mis oídos han debido de sufrir algún tipo de daño permanente.

Él se me acercó con la misma cara que el gato que se ha comido al canario.

—Te he asustado, ¿a que sí? —Se rió suavemente, mientras me estrechaba entre sus brazos con toalla y todo.

Yo aspiré su aroma y lo abracé.

Pero tuve que levantarme a todo correr y volver al cuarto de baño a vomitar de nuevo.

El hombre Marlboro volvió al trabajo —Tim y él iban a recibir un cargamento de novillos— y, mientras, yo me acerqué en coche a mi ciudad para ir a ver al único médico que me pudo atender avisando con tan poco tiempo.

Yo quería un otorrinolaringólogo, puesto que ya sabía que era un trastorno del oído interno, pero todos tenían la agenda completa durante las siguientes dos semanas y no podía soportar la idea de pasarme vomitando todo ese tiempo.

Tras hacerme una batería de preguntas, palparme los nódulos linfáticos y examinarme los oídos, el médico se apoyó en la camilla con los brazos cruzados y dijo:

—¿Es posible que pueda estar embarazada?

Yo sabía que no era eso.

—Bueno, no sería imposible —le dije—. Pero sé que no es eso. Me pasó lo mismo en la luna de miel, en cuanto mi marido y yo llegamos a Australia. Por lo visto es algo relacionado con el oído interno y el vértigo. —Tragué saliva, deseando haberme llevado unos Froot Loops.

—¿Cuándo se casaron? —preguntó, mirando el calendario de la pared.

—El veintiuno de septiembre —respondí—. Pero ya le digo que sé que es el oído.

—Bueno, descartémoslo primero —dijo él—. Le pediré a la enfermera que venga, ¿de acuerdo?

«Pierde el tiempo», pensé.

—Está bien, pero… ¿cree que se puede hacer algo con esto de los oídos? —No quería volver a sentirme tan mal.

—Marcy vendrá dentro de un momento —insistió él, sin hacer caso de mi autodiagnóstico.

¿Qué clase de médico era?

La enfermera Marcy apareció al momento, con un vaso de plástico con la tapa verde, del mismo tono que mi piel.

—¿Podrías darme una muestra de orina, tesoro?

«Puedo darte una muestra de vómito», pensé.

—Sí, claro —dije, cogiendo el vaso y siguiéndola al cuarto de baño como buena paciente.

«Y no me llames tesoro», pensé.

Estaba de mal humor. Necesitaba comer algo y tenía ganas de llorar.

Salí del baño un minuto después y le entregué a Marcy el vaso, que había limpiado con papel higiénico.

—Muy bien, tesoro. Vuelve a la consulta. Enseguida voy.

«Deja de llamarme tesoro».

Me sentía fatal. Me notaba un hormigueo en la piel, que tenía enrojecida y tirante. Si movía la cabeza demasiado rápido en cualquier dirección, vomitaría.

De repente sentí compasión por las personas que se encontraban siempre así de mal a causa de tratamientos de quimioterapia o problemas gastrointestinales o por cualquier otro motivo médico. Yo no podría aguantarlo mucho tiempo.

Recé por que existiera algún tratamiento eficaz. No podía adivinar lo que tendrían que hacerles a mis oídos, pero estaba deseando probar lo que fuera con tal de que me aliviara. Después de todo, tenía cosas que hacer. Tenía que ser una esposa.

Esperé a que Marcy o el doctor regresaran sentada en la camilla, balanceando las piernas. De pronto se me antojó uno de esos batidos Frosty de Wendy’s.

«Menos mal —pensé—. Ya no sólo me apetecen los Froot Loops. ¡Date prisa, Marcy! Tengo que ir a comprarme un batido».

Un momento después, la enfermera y el médico entraron juntos. Marcy sonreía.

—Estás embarazada, querida —dijo él.

El estómago me dio un vuelco.

—¿Qué? Pero no puede ser ése el motivo de los vómitos… ¿no?

Tras una serie de incómodas preguntas sobre las fechas de tal o cual cosa, Marcy se rió por lo bajo cuando el médico me mostró —con su lápiz— las fechas en el calendario de la pared, fechas que explicaban cuándo me había quedado embarazada y por qué ahora, después de cinco semanas de matrimonio, estaba echando hasta la primera papilla y tenía antojo de Froot Loops y batidos.

Embarazada.

«¿Embarazada? ¿Qué hago? ¿Se lo digo al hombre Marlboro? ¿Me tumbo con los pies en alto? ¿Cómo le afectará esto a mi figura?».

De repente, tenía que decidir un montón de cosas.

De vuelta al rancho, sorbiendo las últimas gotas del batido más delicioso que había tomado nunca, me llevé de forma instintiva la mano al abdomen, que estaba liso, después de no haber comido en las últimas cuarenta y ocho horas.

¿Ya embarazada? Sabía que podía ocurrir. Sabía que era posible. Pero no creía que ocurriese tan rápido.

Entonces empecé a darle vueltas a todo como una posesa. ¿Qué había bebido en las últimas semanas? ¿Qué había comido? ¿Qué significaba aquello para el hombre Marlboro y para mí? ¿Estaba preparado? Decía que quería tener hijos, pero ¿lo decía en serio? ¿Qué implicaciones tendría para mi cuerpo? ¿Y mi alma? ¿Y mi corazón? ¿Sería capaz de dividirme entre el bebé y yo misma? ¿Dolía el parto?

Llegué a casa y vi la camioneta de mi marido aparcada. Cuando entré, me lo encontré sentado en el banco, quitándose las botas.

—Hola —dijo, recostándose contra la pared—. ¿Cómo estás?

—Mejor —respondí—. Me he tomado un batido.

Se quitó la bota izquierda.

—¿Qué te han dicho?

—Que… —empecé a decir. Me temblaba el labio.

Él se levantó.

—¿Qué pasa?

—Estoy… —Me costaba hablar porque el labio me temblaba cada vez más—. ¡Estoy embarazada! —exclamé, y las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas.

—¿Qué? —exclamó él, acercándose a mí—. ¿De verdad?

Sólo pude asentir con la cabeza. El nudo que tenía en la garganta no me dejaba hablar.

—Vaya. —Se pegó a mí y me abrazó. Supongo que él tampoco se lo esperaba.

Permanecí así, llorando en silencio. Por nuestro pasado, por nuestro futuro. Por las náuseas y el cansancio. Por haber recibido el diagnóstico. Por el bebé que crecía dentro de mí.

En cuanto al hombre Marlboro, me abrazó como hacía siempre que yo sucumbía a un inesperado ataque de llanto, tratando de no estallar de emoción ante la noticia de que iba a ser padre.

Aquella noche, cuando sólo hacía unas horas que sabíamos lo del embarazo, él ya no podía aguantarse más. Quería contárselo a nuestra familia. Nada de esperar a que se cumpliera el primer trimestre; nada de pensarlo un par de noches. Era algo importante. No veía el motivo de guardarlo en secreto.

—Hola —dijo, cuando su madre cogió el teléfono. Yo oía la voz alegre de mi suegra al otro lado—. Ree está embarazada —dijo de buenas a primeras, tan directo como se mostró en las primeras semanas de nuestra relación—. Sí —continuó, respondiendo a las preguntas de su madre—. Estamos muy emocionados. —Continuó charlando con ella un rato.

Yo también podía oír las palabras emocionadas de mi suegra.

Cuando terminó, me pasó el inalámbrico.

—¿Quieres llamar a tus padres? —me preguntó. Si por él fuera, habría llamado al periódico, de haber estado abierto.

Más centrada en mis náuseas, que aumentaban por momentos, que en llamar por teléfono, cogí el aparato y marqué el número de mi casa. Mi padre respondió al séptimo timbrazo.

—¿Sí? —contestó con voz queda.

—Hola, papá —lo saludé.

—Hola, cariño —dijo él.

Sonaba raro. Algo había pasado.

—¿Qué ocurre, papá?

—Tu madre… tu madre se ha ido —respondió—. Dijo que había encontrado un apartamento y que se iba. Se ha ido… —Su voz se apagó hasta convertirse en un susurro.

El corazón me dio un vuelco. Me quedé sentada en el sofá, incapaz de moverme.

Se lo conté de inmediato a mi marido —la segunda noticia increíble del día— y decidí volver a la ciudad. Tenía que ver a mi padre, asegurarme de que estaba bien, y quería hacerlo sola. No podía meter al hombre Marlboro en las riñas domésticas de su familia política tan pronto, y tampoco sabía si mi padre se sentiría cómodo hablando delante de su reciente yerno.

—No tardaré —le dije—. Sólo quiero saber que está bien.

—Lo siento, cariño —me dijo él, abrazándome antes de que me fuera.

«Menudo día».

Llamé a mi madre en cuanto me subí al coche.

—¿Qué está ocurriendo, mamá?

Guardó silencio un momento.

—Ree —dijo—, lleva tiempo ocurriendo.

—¿El qué? —repuse yo—. ¿Tirar por la borda treinta años de matrimonio? —Volvía a estar de mal humor.

Guardó silencio un buen rato. Atravesé un paso canadiense camino de la autopista.

—No es tan sencillo, Ree… —empezó.

Las dos nos callamos, tratando de buscar algo que decir. Yo me contuve. No iba a ganar nada dejando que mi rabia hablara por mí y dijera lo que pensaba: que mi madre estaba a punto de destrozar nuestra familia. Que era evitable e innecesario. Que nos estaba traicionando a todos.

Que iba a tener un hijo y la necesitaba.

Colgué. Mi madre —probablemente consciente de lo inútil que era intentar tener una conversación productiva y seria en ese momento— no me llamó.

Cuando llegué a casa —la casa donde había crecido—, mi padre abrió y nos abrazamos, llorando. Lo de él era más bien un gimoteo aturdido que un sollozo.

—Lo siento, papá —dije, abrazándolo con fuerza.

No me respondió.

Me quedé hablando con él dos horas hasta que llegó Jack, su mejor amigo. Por su parte, mi hermano Doug había llamado a Betsy para contárselo. Sentía cómo la noticia empezaba a circular ya por la pequeña localidad.

De vuelta al rancho, tras asegurarme de que mi padre estaba más o menos calmado, llamé a Mike.

—Pe-pe-pero ¿dónde va a vivir mamá? —me preguntó mi hermano cuando le expliqué lo que estaba pasando.

—Creo que tiene un apartamento. Pero aún no sabemos lo que está ocurriendo —le dije—. Esperaremos a ver qué pasa, ¿de acuerdo?

—¿Có-có-cómo es el apartamento?

—Mike, no lo sé —respondí—. Yo… No sé muy bien cómo están las cosas. Pero no te preocupes, ¿vale? Lo solucionaremos.

—¿Dónde celebraremos la Navidad?

Tragué saliva.

—Aquí en casa, estoy segura… —contesté, aunque los ojos se me llenaron de lágrimas.

—Pero no van a-a-a-a divorciarse, ¿verdad? —preguntó Mike.

Le iba a costar un poco comprenderlo.

Estuvimos hablando unos minutos más, nos dimos las buenas noches, colgué y me eché a llorar. Necesitaba que aquello no estuviera ocurriendo, no en ese momento.

«Por favor, por favor, por favor, ahora no».

Llegué a casa un poco antes de la medianoche y el hombre Marlboro salió a recibirme. No se oían nada más que las vacas y los grillos cuando salí del coche y me refugié en sus brazos fuertes, cálidos y reconfortantes. Estaba fatal; tenía el estómago revuelto y me dolía el corazón.

Mi marido me ayudó a entrar en casa como si fuera una enferma en fase terminal. Estaba machacada, casi no pude terminar de ducharme antes de meterme en la cama con él, que me frotó la espalda mientras yo intentaba con todas mis fuerzas no vomitar, no derrumbarme y empapar la funda de almohada estampada con flores rojas con mis lágrimas.