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UN HOGAR EN LA PRADERA

Tim nos esperaba a la salida de la recogida de equipajes. Nos recibió con una sonrisa un tanto forzada y luego le estrechó la mano a su hermano y le dio unas palmaditas en el hombro para tranquilizarlo.

Mi nuevo cuñado me abrazó afectuosamente y nos dio la bienvenida, pero yo notaba la preocupación en el aire; era densa, turbia y gris como el carbón, como una nube de ceniza.

El trayecto hasta el rancho transcurrió en silencio en su mayor parte, salpicado con alguna que otra anécdota de nuestra luna de miel llena de vómitos y las llamadas de Tim para informarnos de la grave situación de los mercados de grano.

Los dos hermanos se centraron en el momento presente, evitando a propósito los «¿Y si?» y los «¿Qué haremos?» para dedicarse a intentar comprender cómo las cosas podían haberse precipitado hacia el desastre de esa forma en tan poco tiempo. Y la inoportunidad de todo ello, teniendo en cuenta que había ocurrido después de un acontecimiento feliz, de celebración.

El sol se ocultaba ya tras el horizonte cuando llegamos a nuestra casita de la pradera. A pesar de la grave situación en la que estábamos inmersos, no pude evitar sonreír al ver nuestro pequeño hogar.

«Hogar», pensé. Extraña reacción por mi parte, dado que nunca habíamos vivido en él. Pero volver allí me hizo sentir el latido de la historia de amor que había comenzado en aquellas mismas tierras, los paseos que habíamos dado, las cenas que habíamos compartido, las noches que habíamos pasado viendo películas de submarinos en el viejo sofá de cuero del hombre Marlboro, que éste ya había trasladado a nuestra casita para que pudiéramos disfrutarlo inmediatamente.

Pobre sofá. Tenía que haberse sentido muy solo sin nosotros.

Tim se despidió tras ayudarnos a meter en la casa mi maleta de ciento treinta y cinco kilos.

El hombre Marlboro y yo miramos a nuestro alrededor la casa silenciosa, impecable y con olor a recién pintada y las botas de cuero que se alineaban a lo largo de la pared junto a la puerta de entrada. El vestíbulo resplandecía con la luz del sol poniente que se colaba por la ventana.

Me incliné para coger una de mis bolsas y llevarla al dormitorio. Pero antes de que mi mano llegara a tocarla, mi vaquero me abrazó con fuerza por la cintura y me llevó hasta el sofá de cuero, donde nos dejamos caer, cansados por el jet lag, mentalmente agotados y —por irónico que parezca después de la semana que habíamos tenido— presas del deseo.

—Bienvenida a casa —me dijo, acercando la nariz en mi cuello.

Mmmm, aquella sensación me resultaba familiar.

—Gracias —contesté yo, cerrando los ojos y saboreando cada segundo.

Podía oír el dulce y tranquilizador sonido de las vacas pastando cerca de la casa mientras los labios de mi hombre recorrían mi cuello. Estábamos en casa.

—Qué bien sabes —dijo, buscando con las manos la cremallera de mi chaqueta negra.

—Y tú —contesté, acariciándole el pelo corto de la nuca, mientras él me estrechaba la cintura con más fuerza—. Pero… yo… —Me detuve.

Mi chaqueta negra estaba ya en el suelo.

—Yo… esto… —continué—. Creo que tengo que ducharme.

Y eso hice. No podría calcular con precisión lo que representaba para mi higiene haber cruzado la línea internacional de cambio de fecha, pero en lo que mí respectaba, era como si hiciese una década que no me duchaba.

No quería ni imaginarme bautizando nuestra nueva casa en semejante estado. Necesitaba oler a lilas, lavanda y jabón Dove la primera noche que íbamos a pasar en nuestro hogar. No a combustible de avión. Ni a aeropuerto. Ni a ropa que había llevado puesta dos días seguidos.

Él se rió con suavidad —la primera risa que le oía en muchos días— y apoyó la frente contra la mía, como había hecho tantas veces en los meses que llevábamos saliendo.

—Yo también lo necesito —dijo con un toque de picardía.

Y nos fuimos juntos al cuarto de baño, donde, entre aromáticos productos de higiene, agua de depósito rural y determinación, nos quitamos de encima los restos de la luna de miel, que se fueron por el desagüe.

—Lamento lo de nuestra luna de miel —dijo el hombre Marlboro cuando nos despertamos a la mañana siguiente.

Eran las cuatro y media de la mañana. Aún era de noche y estábamos tensos, con nuestros relojes internos confusos. Me acarició el costado mientras yo me estiraba y suspiraba. Nuestra cama era cálida, cómoda e invitaba a soñar.

—No pasa nada —dije yo sonriendo—. Me alegro de estar en casa… Me encanta estar aquí.

El dormitorio era pequeño, menos de tres metros por tres, pero nos rodeaba como si estuviéramos en un capullo protector.

—A mí me encanta que estés aquí —respondió él.

Nos quedamos en la cama toda la mañana, decididos a negar que existiera mundo más allá de nuestro capullo.

Los dos nos fuimos adaptando, disfrutando de lleno de los primeros tiempos de nuestra vida de casados en el rancho que ahora era mi hogar.

Él se pasaba los días marcando ganado, mientras que por las noches se dedicaba a calcular las consecuencias que tendría para el negocio la delicada situación financiera en que se encontraban Tim y él.

Yo, por mi parte, me dedicaba a organizarme y lavar su ropa embarrada, fracasando estrepitosamente en mis intentos de quitar las manchas parduscas de estiércol y planteándome hacer un pedido de cien pantalones vaqueros para que pudiera ir cambiándoselos cada día. No veía otra alternativa.

Fui sacando mi ropa poco a poco y colgándola en el diminuto armario que compartíamos el hombre Marlboro y yo, doblando lo que no cabía para guardarlo en cajas de almacenaje debajo de la cama.

La miríada de exfoliantes, cremas faciales y lociones que había coleccionado en los últimos años llenaban ahora mi mitad del armario del baño, colgado sobre el lavabo de pie. Mis libros de cocina —viejos y nuevos— ocuparon su lugar en las estanterías superiores de la alacena.

No teníamos dónde poner los montones de regalos de boda que nos habían hecho, ni las bandejas de plata, ni las copas de cristal fino ni las fuentes de peltre.

Mi suegra se acercó para ayudarme a desembalar cosas y separar lo que no nos cupiera y almacenarlo en el edificio destinado a garaje, anexo a la casa grande de ladrillo amarillo, cuyas obras avanzaban día a día.

Por las noches, trataba de adaptarme al equipamiento de mi nueva cocina: un hornillo de gas portátil con cuatro quemadores, un fregadero de acero inoxidable y un reluciente frigorífico de tamaño familiar. Para la pared había elegido unos pintorescos azulejos con vacas pintadas sobre las que se señalaban los distintos cortes de carne, todo ello escrito en francés; un último intento por mi parte de ser sofisticada. La palabra boeuf salpicaba la encimera. Al hombre Marlboro le hacía gracia.

La sexta noche que pasábamos en casa, tras subsistir prácticamente a base de sándwiches fríos y huevos cocidos, herví un pollo en la olla Calphalon que me había regalado Jill, mi compañera de piso de la universidad, y lo saqué con las pinzas de acero inoxidable obsequio de la madre de una amiga de la niñez. Cuando se hubo enfriado y pude manipularlo, despegué meticulosamente la carne del hueso, sin saber cuánta grasa y cartílago dejar.

Había decidido inaugurar nuestra cocina con los espaguetis con pollo de mi madre, una reconstituyente comida que me pareció que sería perfecta para nuestra primera semana en casa.

Cocí los espaguetis y luego les añadí el pollo, cebolla, pimiento verde y pimiento rojo de bote. Y para dar el toque final de reina de la cocina, eché también crema de champiñón, sosteniendo durante un minuto largo las dos latas sobre el recipiente en el que lo estaba mezclando todo, hasta que la crema solidificada cayó por fin en sendas masas cilíndricas. Vertí también un poco del caldo de la cocción y un puñado de queso rallado, aderecé con sal y cayena y lo removí todo. Después lo metí en el horno en una fuente de cerámica, cortesía de la prima de mi suegra.

La pasta con pollo olía igual que cuando era pequeña, que debía de ser la última vez que la había comido. Me maravilló que el olor de un guiso pudiera permanecer en la conciencia de una persona más de dos décadas. Exceptuando el color del pelo y un matrimonio que hacía agua, me había convertido oficialmente en mi madre.

El hombre Marlboro, feliz de poder comer algo caliente, declaró que era el plato más rico que había probado nunca. Yo miré el desastre en que había quedado convertida la cocina y sentí que me emocionaba.

Aquella noche vimos una película. Aún no nos habían instalado la televisión por satélite, así que él había trasladado su colección de películas y el reproductor de vídeo de la otra casa. Y yo ya no tenía que marcharme a mi casa al terminar, porque ya estaba en la mía.