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LOS ENFERMOS Y LOS ATERRORIZADOS

En cuanto el avión tocó tierra en Sídney me froté los ojos, tan hinchados y cerrados después de catorce horas de vuelo tras la celebración de la boda, que no veía más allá de quince centímetros. Aparte de una película australiana titulada Cosi, con Toni Collette, y las manitas que el hombre Marlboro y yo habíamos hecho por debajo de la manta un par de veces, me había pasado todo el viaje durmiendo, consecuencia del agotamiento, no sólo por la boda, con más de seiscientos invitados, sino también por la montaña rusa emocional vivida con mis padres durante casi un año.

Había sido la vez que más profundamente había dormido desde hacía meses.

Al haber cruzado la línea internacional de cambio de fecha, cuando nos registramos en el Park Hyatt, situado en la bahía de Sídney, era martes por la mañana. Hambrientos, nos comimos unos huevos revueltos en el bufé del vestíbulo del hotel antes de subir a nuestra habitación, que daba al puente de la bahía y tenía unas cortinas que se corrían con mando a distancia y una bañera de mármol lo bastante grande como para dos recién casados decididos a conocer hasta el último rincón del cuerpo del otro lo antes posible.

No paramos para coger aire hasta el miércoles por la tarde.

—¿Por qué no nos quedamos aquí las tres semanas? —propuso el hombre Marlboro, recorriéndome la clavícula con un dedo, mientras descansábamos lánguidamente en nuestra cama de luna de miel.

—Por mí no hay problema —dije yo, mirando su incipiente barba.

Sídney se había convertido en mi nuevo lugar preferido de la tierra.

Él me estrechó contra sí, nuestras cabezas estaban cómodamente alojadas en el cuello del otro, las piernas enlazadas en torno a las del otro tan fuerte como era físicamente posible. No podíamos ser más dos cuerpos en uno. No había vuelta de hoja.

Sin embargo, no tardamos en darnos cuenta de que no habíamos comido nada desde los huevos revueltos a nuestra llegada, hacía veinticuatro horas. Comer era el único deseo carnal que no habíamos satisfecho.

Recordaba haber visto un McDonald’s cerca de la entrada del hotel y como necesitaba hacer un poco de ejercicio, me ofrecí a hacer un viaje rápido en busca de algo de comida americana, predecible pero segura, que nos daría fuerzas para aguantar hasta la cena, la cual pensábamos salir a tomar afuera.

Teníamos el azúcar demasiado bajo como para salir a recorrer la ciudad buscando un lugar para un almuerzo rápido.

Sabía que a él le gustaban las hamburguesas sólo con ketchup y eso fue lo que pedí al llegar al mostrador: «Hamburguesa sólo con ketchup, por favor».

—¿Entonces sólo káchup? —preguntó inocentemente la chica que me atendió.

—¿Perdona?

—¿Káchup y nada más?

—¿Cómo dices?

—La hamburguesa, ¿sólo káchup?

—Hum, ¿cómo? —No entendía lo que la chica me decía.

Tardé un buen rato en comprender que la pobre australiana simplemente estaba repitiendo lo que yo había dicho para confirmar el pedido, pero con pronunciación australiana. Conseguir una hamburguesa fue una experiencia traumática.

Cuando volví al hotel, el hombre Marlboro y yo nos abalanzamos sobre la comida como bestias salvajes.

—Sabe un poco raro —dijo él.

Estaba de acuerdo. La carne no estaba buena. No sabía como en América.

Aquella noche nos pusimos elegantes —mi marido con sus vaqueros que tan bien se le ajustaban y una camisa negra, yo con un vestido vaporoso de color gris topo y zapatos de tacón negros— para ir al restaurante que, según un folleto turístico, ofrecía la más sublime experiencia gastronómica de todo Sídney.

Cogimos un taxi hasta el rascacielos en cuyo último piso se encontraba el restaurante.

—Eres mía —dijo el hombre Marlboro, acariciándome la rodilla con su fuerte mano de tal forma que se me pasó por la cabeza pedirle al taxista que nos llevara de vuelta al hotel.

Sólo mis ganas de una comida sustanciosa lo impidieron.

Tardamos segundos en subir los treinta y seis pisos del edificio y, al llegar, el ascensor se abrió directamente en lo que parecía un bonito restaurante de cinco tenedores, en el que nos dieron la bienvenida con una variedad de preciosos acentos australianos.

Inspiré profundamente y olí: carne a la brasa, ajo, vino, pan recién hecho. Distaba mucho de la peculiar experiencia que había tenido horas antes en McDonald’s y, una vez sentados y tras haber echado un vistazo a la carta, vi que no había peligro. Era un restaurante alucinante.

Pero de repente las letras empezaron a bailar ante mis ojos. Parpadeé varias veces en un intento de detener la molestia, pero sólo conseguí ver más borroso.

Miré al hombre Marlboro, que estaba leyendo también la carta, y de inmediato sentí unas desagradables náuseas. Cogí el vaso de agua que nos acababan de llevar a la mesa, pero para cuando quise dar el primer sorbo, la situación ya era delicada.

De repente, el aroma que se respiraba en aquel restaurante de cinco estrellas se convirtió en un castigo, un avión no tripulado que disparaba malestar sobre mí. Sentí que me ponía verde.

—Ahora vuelvo —dije, dejando la carta sobre la mesa para ir a toda prisa a los servicios, a los que se accedía por una escalera de caracol en la otra punta del comedor.

Cuando llegué arriba, me tapaba ya la boca con la mano, tratando de evitar el vómito, que a esas alturas ya sabía que no iba a poner contener. Y, efectivamente, apenas tuve tiempo de alcanzar el retrete antes de echar todo lo que aparentemente había comido en los últimos seis meses.

«¿Qué demonios es esto?», me pregunté.

Nunca había tenido unas ganas de vomitar como aquéllas. ¿Podría ser la carne del McDonald’s? Igual era canguro.

Me sentí mejor de inmediato. Después, me acerqué tambaleándome a la zona de los lavabos, donde dos chicas australianas muy guapas se cepillaban la rubia melena y se colocaban las minifaldas de forma que les quedaran en el punto justo de sus bronceados muslos.

No había duda de que aquel tono dorado tenía que ver con el intenso sol australiano. Yo, por el contrario, vi que tenía el rímel corrido y los ojos hinchados debido a los esfuerzos por vomitar.

Me había levantado de la mesa tan deprisa que me había olvidado el bolso y no tenía maquillaje con que arreglar el desaguisado. De modo que hice lo que pude por limpiarme el rímel corrido con el jabón de manos perfumado y luego me adecenté rápidamente con uno de los peines de cortesía.

Confiaba en que no se me hubiera quedado algún trozo de la vomitona pegado al pelo. Eso seguro que le estropearía la cena al hombre Marlboro.

—¿Estás bien? —me preguntó cuando regresé a la mesa. Había pedido Coca-Cola y en su plato del pan sólo quedaban las migas.

Me había ausentado más de diez minutos.

—Sí —contesté—. Lo siento. Es que… es que me he sentido mareada de repente.

—¿Qué te pasa? —preguntó, seguramente alarmado al ver el tono verde de la piel de su flamante esposa.

—No tengo ni idea. Ha sido como si me cayera encima una tonelada de ladrillos —dije—. Pero ya estoy bien.

—A lo mejor estás embarazada —sugirió con una pícara sonrisa.

Sabía lo suficiente sobre la concepción y las molestias del embarazo como para estar segura de que aún no estaba encinta.

—No creo que sea eso… —dije, pero las náuseas me sobrevinieron con más fuerza que antes y tuve que salir corriendo a los servicios de nuevo, donde volví a vomitar, sólo que en otro de los cubículos.

Sídney, tenemos un problema.

Volví a sentirme mejor nada más vomitar y luego me arreglé como pude, resignándome a saltarme la parte de la comida en aquella cena y a entrar en modo supervivencia.

No pensaba estropear la primera comida de verdad de nuestra luna de miel. El hombre Marlboro necesitaba alimento.

«Por favor, Dios mío, por favor, que sea la última vez».

De nuevo me atusé el flequillo, que ya empezaba a tener un poco húmedo de sudor.

Cuando salí del servicio esta vez, el hombre Marlboro estaba esperándome fuera, igual que el día del ataque de sudor en la boda de su prima, en casa de sus abuelos. Me rodeó con un brazo mientras yo me secaba las comisuras de los ojos con un kleenex. El esfuerzo me había activado los conductos lagrimales.

—¿Qué te pasa, cariño?

Era la primera vez que me llamaba así. Me sentí casada.

—¡No lo sé! —contesté—. Debo de haber cogido algún virus estomacal o algo. ¡Lo siento mucho!

—No pasa nada. Podemos volver al hotel.

—¡No! Quiero que tú cenes…

—Estoy bien. Me he comido una cesta entera de pan y bebido dos Coca-Colas. Podemos irnos.

Las náuseas golpearon de nuevo y tuve que entrar otra vez en el servicio. Tras vomitar una vez más, decidí hacerle caso.

Al salir del taxi en el hotel, vi que me costaba trabajo andar. No había bebido una sola gota de alcohol, pero de repente no era capaz de caminar en línea recta. Me agarré al brazo del hombre Marlboro para no caerme hasta que llegamos a la habitación, donde me tumbé en la cama y me tapé con el edredón.

—Lamento que te encuentres así —me dijo, sentándose en la cama y acariciándome el pelo, gesto que fue demasiado para mí.

—¿Podrías dejar de hacer eso? El movimiento me está mareando.

Estaba fatal.

Era una perdedora con vomitona.

Pero era del hombre Marlboro de quien había que compadecerse.

Me quedé dormida a las nueve de la noche y no me moví hasta las nueve de la mañana siguiente. Me desperté vestida y envuelta como una crisálida en el edredón del hotel Park Hyatt.

El hombre Marlboro no estaba en la habitación. Desorientada y mareada, me dirigí al cuarto de baño tambaleándome como una estudiante borracha después de una noche de fiesta.

Pero no parecía una estudiante. Tenía una pinta horrible: pálida, verdosa y demacrada. Supuse que mi marido habría cogido un vuelo de vuelta a Estados Unidos al despertarse y ver con qué había estado durmiendo.

Me obligué a ducharme con agua tibia, aunque el precioso cuarto de baño de mármol daba vueltas a mi alrededor como un tiovivo. Notar el agua en la espalda me alivió un poco.

Cuando entré en la habitación con el albornoz del hotel, me encontré al hombre Marlboro sentado en la cama, leyendo un periódico australiano que había subido junto con un zumo de naranja y un bollo de canela para mí, esperando que comer algo me hiciera sentir mejor.

—Ven aquí —me dijo, palmeando el colchón a su lado.

Yo hice lo que me pedía.

Me acurruqué a su lado.

Empezamos a rodearnos mutuamente con brazos y piernas, como si nos hubieran dado cuerda, hasta que volvimos a ser una única carne.

Estuvimos así casi una hora: él acariciándome la espalda y preguntándome si me encontraba bien; yo muriéndome de gusto según pasaban los minutos y tratando de ahuyentar las náuseas, que aún se cernían sobre nuestra felicidad.

Me obligué a levantarme y a vestirme. Estaba decidida a ser una recién casada joven y vital, paseando con su espectacular pareja en su luna de miel.

Salimos a comer e intentamos visitar un museo, pero el mareo empeoró. Tenía que hacer algo.

—Voy a volver al hotel y a preguntar por un médico —dije—. Tengo que quitarme este mareo como sea o terminará estropeándonos la luna de miel.

—Yo creo que estás embarazada —volvió a decir el hombre Marlboro, pero yo sabía que no era eso.

Encontramos una clínica de medicina general cerca del hotel y nos atendió la doctora Salisbury, una mujer rubia natural, alta y muy bella, con una voz fuerte y reconfortante. Tras hacerme una batería de pruebas neurológicas y una letanía de preguntas de diagnóstico habituales, por último dijo:

—¿Ha volado últimamente?

Le dije que sí, de Oklahoma a Los Ángeles y después de Los Ángeles a Sídney.

—¿Durmió mucho rato?

—Casi todo el tiempo —respondí. Mi preocupación aumentaba. ¿Sería algo grave e infeccioso? ¿Tuberculosis tal vez? ¿Un tipo de malaria que se transmitía por el aire?—. ¿Qué es, doctora? Dígamelo sin rodeos. Podré soportarlo.

—Creo que tiene un trastorno del oído interno, producido probablemente por haber dormido durante el largo vuelo.

¿Un trastorno del oído interno? Qué rollo. Qué vergüenza.

—¿Qué tiene que ver eso con que haya dormido mucho? —pregunté. Como hija de médico, necesitaba más datos.

Me explicó que, al no estar despierta durante el vuelo, no había bostezado ni tomado ninguna medida para aliviar el taponamiento de los oídos producida por el cambio de presión de la cabina y el resultado era que los oídos se me habían llenado de líquido y me estaban causando un acceso de vértigo normal y corriente.

«Estupendo —pensé—. Soy una debilucha».

Memorable.

—¿Y se pueden tratar los síntomas de alguna manera? —preguntó el hombre Marlboro, buscando una solución concreta.

La doctora me prescribió un descongestionante y un medicamento para las náuseas y salí de la consulta totalmente avergonzada.

A la mañana siguiente me desperté mucho mejor —¡aleluya!—, y menos mal, porque teníamos que ir a recoger nuestro coche de alquiler para el viaje que teníamos previsto hacer por la costa australiana.

El hombre Marlboro había organizado todo el viaje, incluido el alquiler del coche con el que recorreríamos toda la costa este desde Sidney. Estaba muy ilusionado con aquel viaje. Siempre había querido conocer los ranchos australianos, llamados estaciones de ganado.

Estábamos a mediados de los noventa, unos cuantos años antes de que en el mundo tuviera lugar la popularización de los todoterreno ligeros. Aun así, como nuestra idea era quedarnos en Oz tres semanas, lo que suponía mucho equipaje, y él estaba acostumbrado a conducir sólo vehículos de gran tamaño, por lo que no se sentiría cómodo en un coche normal, había alquilado un todoterreno ligero para nuestro viaje por la costa australiana.

Britz Rentals of Australia era una empresa de alquiler de coches lo bastante grande como para ofrecer ese tipo de vehículos. Y no unos todoterreno cualquiera, sino un Toyota Land Cruiser, que en aquella época se consideraba un vehículo de lujo.

El hombre Marlboro estaba muy contento por haber reservado y pagado por adelantado el Land Cruiser con el fin de conseguir un mejor precio.

Abandonamos nuestro precioso hotel en Sídney y metimos el equipaje en un taxi para ir a recoger el Toyota a Britz y comenzar nuestro viaje de amor por la costa.

Cuando el chico que nos atendió nos enseñó el vehículo que habíamos alquilado para viajar por el país, los ojos se me salieron de las órbitas. Era un todoterreno ligero, sí, y un Toyota Land Cruiser ciertamente, tal como había pedido el hombre Marlboro. Era blanco y estaba limpio y reluciente. Pero pintado con letras enormes de un llamativo color naranja y azul oscuro, en el capó, el techo, las cuatro puertas y la del maletero se podía leer: BRITZ RENTALS OF AUSTRALIA.

Vi que mi marido apretaba la mandíbula al contemplar la horrible pesadilla que teníamos ante los ojos. Casi no podía mirar aquella estridente abominación, mucho menos conducirla por todo el continente.

Lamentablemente, nuestros intentos de última hora de cambiarlo por otro vehículo fueron inútiles. Aun en el caso de que no los hubieran tenido todos reservados esa semana, no habría servido de nada. Todos los coches de su flota llevaban pintado el mismo rótulo promocional naranja y azul.

Incapaces de conseguir un transporte alternativo, partimos envueltos en una nube de visibilidad y, en el caso del hombre Marlboro, de un terror que nos seguía allá adonde íbamos.

Como hija mediana que siempre quería llamar la atención, a mí no me importaba realmente. Pero para él aquello era más de lo que podía soportar.

Fue un fallo en lo que podría haber sido la luna de miel perfecta.

Dejando aparte mi trastorno en el oído interno. Y los vómitos. Y el ligero trasfondo marsupial de las hamburguesas.