LLEVABA UN VESTIDO BLANCO AZUCENA DE VERA WANG
Abrí los ojos. Ya era de día. Oí el ruido metálico de un carrito de golf pasando por la calle siete y olí el aroma a café que subía del piso de abajo. Café Gevalia, la marca que mi madre pedía por correo desde que oyó hablar de ella en Hilton Head a principios de los ochenta.
—Ge-vaal-ia —canturreaba cuando llegaba su pedido mensual—. Me encanta mi Ge-vaal-ia.
A mí también me encantaba su Gevalia.
Se oía el vozarrón de Mike. Estaba hablando por teléfono, como siempre.
—Mi-mi-mi-mi hermana se casa —lo oí anunciar a quienquiera que estuviera hablando con él—. Y yo voy a can-can-can-cantar en la recepción.
Se produjo una larga pausa. Me preparé para lo peor.
—Oh, se-se-se-seguramente Elvira —dijo Mike.
Perfecto, pensé yo, levantándome de la cama. Mi hermano iba a cantar Elvira en mi banquete de boda. Como si no tuviera ya bastante con que se me estuviera pelando la barbilla, otro tema de preocupación más.
Me lavé los dientes y bajé en pijama. Necesitaba una taza de Gevalia para hacer frente a los desafíos que tenía por delante.
—¡Ohhhhhh, qué guapa! —Mike abrió unos ojos como platos cuando me vio entrar en la cocina.
Estaba claro que no tenía ni pizca de gusto. Como había metido ya todos los camisones bonitos y todos los pijamas en la maleta de la luna de miel, sólo me había dejado fuera el viejo pijama de raso gris que hacía tanto tiempo que tenía. Uno de Victoria’s Secret de allá por 1986, cuando la modelo Jill Goodacre era la reina. Suave y descolorido ya de tanto ponérmelo, era una prenda cómoda y desgastada. Decididamente, no podía estar guapa, como decía mi hermano.
—Buenos días, Mike —mascullé, yendo directa a la cafetera.
—¡Ohhhh! —empezó a bromear él—. ¡Alguien se va a casar esta tarde! Ohhhhhh…
—Sí —contesté yo, bebiendo el primer sorbo del maravilloso café de Java—. Cuesta creerlo, ¿verdad?
Mi hermano se tapó la boca con la mano y ahogó una risilla. Después me preguntó:
—¿Y… vais a… besaros?
—Eso espero —dije yo. Lo que sólo sirvió para que Mike se riera aún más.
—¡Ohhhhhh! —chilló—. ¿Y vais a tener un bebé?
«Oh, Dios mío».
Bebí otro sorbo y respondí:
—Hoy no.
Él soltó otra carcajada. Estaba en racha.
—¿Qué te hace tanta gracia esta mañana, Mike?
—Te-te-te-te-te pondrás gorda —respondió.
Se estaba acercando a una de sus crisis, resultado de un fin de semana largo y muy ajetreado, que había alterado su rutina. Tarde o temprano acabaría estallando. Sólo esperaba estar ya en el avión camino de Australia, porque no iba a ser agradable.
—Vale, Mike, como tú digas —respondí yo, fingiendo estar indignada.
Entonces, mi maravilloso y especial hermano se levantó y cruzó la cocina hasta donde yo estaba, junto a la cafetera. Era un palmo más bajo que yo y me rodeó la cintura con sus brazos cortos en un cariñoso abrazo de oso. Luego apoyó su cabeza casi pelada en mi pecho y me dio unas afectuosas palmaditas en la espalda.
—Eres tan guapa —dijo.
Yo le rodeé los hombros con los brazos y apoyé la barbilla en su cabeza brillante. Intenté responder, pero se me había hecho un nudo en la garganta. Me mordí el labio y noté el picor en la nariz.
—Eres mi guapa y encantadora hermana —repitió él, sin soltarse.
Era justo lo que yo necesitaba aquel sábado por la mañana: un cariñoso abrazo de mi hermano.
—Te quiero, Mike —conseguí decir. Y una lágrima agridulce me corrió por la mejilla.
Lo siguiente que hice fue darme un largo y estimulante baño de burbujas, exfoliarme de nuevo la cara, cada vez más descamada, y contestar llamadas de amigos; me notaba el estómago encogido a causa de los nervios. El almuerzo con las damas de honor sería al mediodía: sándwiches de espárragos, charla, risas y cotilleos sobre la luna de miel, planes, excitación. Y hablar sin parar del campo y de cómo demonios me las iba a arreglar yo allí.
Me notaba los nervios en el estómago.
Al volver de la comida, intenté dormir una siesta, pero fue en vano. No había manera. La adrenalina me lo impedía. Comprobé la maleta para la luna de miel una vez más. Estaba todo, igual que las otras diez veces que lo había comprobado. Me tumbé en la cama y me quedé mirando el papel de las paredes, consciente de que sería la última vez.
Pero antes de que quisiera darme cuenta, se hicieron las cuatro. Era hora de ducharse. Faltaban tres horas para la boda.
Los nervios me atenazaban el estómago con fuerza. Igual no sobrevivía.
Salí hacia la iglesia a las cinco y media, con vaqueros, chanclas y los labios pintados de color teja. Mi madre, calmada y fría como un lago de las montañas, llevaba mi vestido blanco, sencillo y romántico, con un cuerpo que se ataba a la espalda a modo de corsé y mangas de delicada gasa. Yo cargué con los zapatos, los pendientes, el maquillaje y el exfoliante, no fuera a ser que mi cara decidiera seguir pelándose. No pensaba rendirme sin luchar. Y menos el día de mi boda.
Subí la escalera de la iglesia de mi juventud, la hermosa iglesia episcopal de piedra gris, con su bonita puerta roja y el reconfortante olor a escuela dominical y café, a incienso y vino.
Allí me bautizaron, me confirmaron y me enseñaron el Credo y también a apreciar la celestial belleza del sol de la mañana colándose a través de las vidrieras.
Aquella iglesia había estado presente en mi vida durante una infancia llena de travesuras y una adolescencia marcada por la angustia vital y fue el lugar donde viví muchos tempranos enamoramientos: Donnie, que pertenecía al grupo de amigos de mi hermano mayor, un chico un tanto torvo y peligroso, que probablemente no supiera ni cómo me llamaba; o Stevo, dos años mayor que yo, que me tuvo consumida durante todo el séptimo curso y me rompió el corazón cuando se enamoró de mi amiga Carrie. Y más adelante Bruce, viudo y padre de dos niños, a quien pensé fugazmente que tal vez podría rescatar, pero que sólo veía en mí a una estúpida colegiala que no sabía nada de la vida, de la pérdida, ni del dolor. Y tenía razón.
Todo eso resonaba en mi cabeza mientras subía la escalera de la iglesia, todos los momentos importantes, las enseñanzas y los chicos que habían moldeado mi experiencia espiritual. Y el momento más importante de todos: mi boda con el único hombre de la tierra con quien me imaginaba viviendo. Hasta la fecha, ése era mi sacramento favorito.
Eric, mi peluquero alemán, me esperaba en los vestuarios del piso de arriba. Llevaba cortándome el pelo desde que yo tenía seis años y se había ocupado de mí tras mis intentos de cortarme el flequillo sola con resultados trágicos, mi uso abusivo del producto para aclararme el pelo durante el verano y algunas desastrosas permanentes caseras.
Nunca se reprimió a la hora de reñirme por mis travesuras foliculares, orientándome de paso a su modo teutón sobre todos los temas, desde los chicos con granos del instituto hasta asuntos de actualidad y política. Y en más de una ocasión había hecho que me sintiera estúpida e inculta con sus ingentes conocimientos sobre teatro, arte u ópera.
Pero lo adoraba. Era importante para mí. Así que cuando le pedí que me hiciera un recogido elegante y sexy, exquisito pero sin artificio, Eric me contestó simplemente, sí.
Y nada más sentarme en la silla, me riñó por haberme lavado el pelo antes de ir a la iglesia.
—Está demasiado suavvve —dijo.
—Lo siento —me disculpé—. No me regañes, Eric, por favor. No quería que la cabeza me oliera mal en mi noche de bodas.
Y, por primera vez en la vida, vi que esbozaba una sonrisa suave y relajada.
Me gustaba que Eric estuviera allí.
Se iban acercando las siete. Oí que mi hombre Marlboro, vestido con esmoquin, había llegado. Había pasado el día con sus acompañantes e invitados. Los había llevado a la ciudad y les había regalado a todos botas negras de vaquero a juego con sus trajes. Los mocasines de charol negros —o las bolsas de aseo de cuero con sus iniciales grabadas— no eran exactamente su estilo.
Incluso Mike se puso sus botas de motero, que enseñaba con orgullo a todos los invitados que iban entrando en la iglesia.
Mi hermana me subió la cremallera del vestido y me ató los lazos del delicado corpiño. Eric me colocó un sencillo velo de tul mientras yo me calzaba mis zapatos de tacón forrados de satén blanco.
Inspiré, tratando de llenarme los pulmones de aire, pero daba igual lo que hiciera, porque lo conseguía sólo a medias. Mi vestido talla seis —a caballo entre la talla perfecta y una talla pequeña— no me ayudaba a respirar.
—Tenemos que bajar en cinco minutos —anunció el sacristán desde la puerta.
Noté que me encogía cuando los miembros de mi comitiva —y Mike, que había abandonado su puesto de acomodador para subir a los vestuarios— chillaron nerviosos.
Lo primero que pensé fue en mis padres. Si lo estarían pasando bien o seguirían absorbidos por sus propios problemas; si mi padre se encontraría abajo, saludando a los invitados y pensando para sus adentros en lo irónico de la situación, mientras su matrimonio se desmoronaba ante sus ojos.
Miré a mi madre mientras se disponía a bajar. Estaba guapísima, radiante. ¿Tendría la cabeza en otra parte?
Empecé a notar cosas raras en el estómago al ver a mis tres damas de honor cogiendo sus ramos y ayudándose mutuamente con el maquillaje. Mi mente hiperactiva iba a mil por hora.
«¿Y si a Mike le da una crisis de ansiedad durante la ceremonia? ¿Y si monta una escenita? ¿Habré metido suficientes zapatos para la luna de miel en la maleta? ¿Y si no me gusta vivir en el campo? ¿Se supone que tengo que plantar cosas en el jardín? No sé ensillar un caballo. ¿Y si me siento fuera de lugar? Nunca he aprendido a bailar una contradanza. ¿Era espalda con espalda o izquierda y derecha? Un momento… ¿se baila formando cuadrado o con pasos laterales? Si ni siquiera me sé las danzas. Ése no es mi lugar. ¿Y si quiero trabajar en algo? No podría. ¿Sabrá J que me caso hoy? ¿Lo sabrá Collin? ¿Y Kev? ¿Y si me desmayo en mitad de la ceremonia? Lo he visto montones de veces en programas de vídeos caseros. Alguien se desmaya. ¿Y si la comida está fría cuando lleguemos al banquete? Un momento… se supone que es una cena fría. Un momento… hay comida fría y comida caliente. ¿Y si no soy lo que el hombre Marlboro espera? ¿Y si me cae un trozo de piel de la cara cuando estoy diciendo “sí, quiero”? ¿Y si el vestido se me queda metido por dentro de las medias? De repente estoy temblando. Me sudan las manos y las siento frías…».
Nunca había sufrido un ataque de pánico. Pero pronto descubriría que siempre hay una primera vez para todo.
«Tranquila, Ree, tranquila».
El corazón me latía con fuerza. Repetidas veces intenté coger aire para tranquilizarme y que mi cuerpo no se quedara sin oxígeno. Pero me notaba los pulmones cerrados y no sólo porque el vestido me fuera pequeño, sino por la presión. Sentía que la cabeza me temblaba como las de esos perros de los coches. Toda yo temblaba, estaba nerviosa y asustada. Necesitaba más tiempo. ¿Podíamos dejarlo para otro momento?
A pesar del temblor, mi comitiva nupcial y yo comenzamos a bajar hasta el templo. Las rodillas casi se me doblaban a cada paso. Sentía como si me estuviera clavando púas de puercoespín en las mejillas.
Mi hermana me miró.
—¿Estás bien? —preguntó preocupada.
—Sí, ¿por qué? —me apresuré a decir, tratando de obligar a mi sistema nervioso a calmarse, al menos durante los siguientes cuarenta minutos.
—No, por nada —dijo ella con delicadeza, tratando de no alarmarme aún más.
Pero en ese momento mi dama de honor y amiga de infancia, Becky, exclamó:
—¡Oh, Dios mío! ¡Qué pálida estás! ¡Tienes la cara tan blanca como el vestido! —Becky era de las que no se andaban por las ramas.
—Ay, Dios… —murmuré y lo decía totalmente en serio—. Por favor, Dios, ayúdame…
Notaba que me sudaba el labio superior, el entrecejo, la nuca. Si alguna vez había necesitado ayuda divina en un asunto superficial, era entonces. Sin duda alguna.
—¡Dadme un kleenex! —exclamé—. ¡Deprisa!
Mis tres damas de honor reaccionaron ante mis frenéticas exigencias. El sacristán se quedó a un lado educadamente, mirando la hora mientras Betsy, Becky y Connell dejaban sus ramilletes de rosas de color lavanda en el suelo para limpiarme, secarme y abanicarme como si fuera a morirme.
—¡Ponédmelo debajo de las axilas! —ordené, levantando los brazos.
Becky obedeció, riéndose a carcajadas cuando me encajó donde pudo, dentro de mi vestido de Vera Wang, un kleenex de color lavanda. Me fijé en que éstos hacían juego con los ramilletes. Qué bonita coincidencia.
Oí que el órgano empezaba a tocar música de Bach, mientras fogonazos del ataque de sudor frío que había tenido en la boda de la prima del hombre Marlboro en agosto del año anterior inundaban mi mente, lo que sirvió únicamente para hacerme sudar aún más.
Betsy cogió unas revistas de la mesa del vestíbulo y las tres intentaron sacarme de mi súbito acceso de diaforesis abanicándome.
¿Qué me pasaba? Era una mujer joven, sana y saludable. Supuse que si Vera me viera, me devolvería el dinero y reclamaría el vestido al ver lo que mis glándulas sudoríparas le estaban haciendo a su hermosa creación.
Tomé nota mental de no volver a casarme. Demasiada presión. Demasiado sudor provocado por ésta.
—Es la hora —dijo el sacristán con severidad.
Yo corrí al baño para evaluar mi estado. Estaba roja. Esperaba que eso se interpretara como «resplandeciente y saludable». Pero sin polvos a mano, o rímel o una máscara que pudiera ponerme, no me quedaba más remedio que peinarme un poco el flequillo, tomar otra exigua bocanada de aire y bajar a ocupar mi lugar en la entrada del corredor de la muerte.
Ni en plena locura de los meses anteriores, fugarme me había parecido tan apetecible.
Ordené a mis esclavas que me retirasen todos los kleenex húmedos y empezamos a bajar.
Becky no paraba de reírse. Siempre había tenido un gran apoyo en ella.
Nada más llegar al atrio, mis preocupaciones relacionadas con el sudor desaparecieron cuando mis ojos se encontraron con los de mi padre, cuyos problemas con mi madre se dejaban ver incluso a través de su temporal alegría.
Yo sabía que tenía que estar pasándolo fatal. Ni siquiera un feliz acontecimiento familiar como aquél conseguía aliviar la pena de estar perdiendo a la que había sido su mujer desde la juventud. De hecho, puede que la empeorase.
Aunque ese día él no pudiera saber lo rápido que ocurriría todo, sé que era totalmente consciente de que su relación con ella corría un peligro inminente. Al mirar a su alrededor, todas aquellas corbatas negras, las perlas y los rostros sonrientes, debió de sentir que sería la última vez que estaría toda la familia junta. Que las cosas ya no volverían a ser igual.
Y a pesar de la breve distracción de mi casi ataque de pánico —y de la humedad del sudor en mi vestido— yo también lo sentía.
—Estás preciosa —me dijo, al tiempo que me ofrecía el brazo.
Lo dijo con voz queda —aún más que su tono habitual—, que enseguida se le quebró, se apagó, murió.
Yo me cogí de su brazo y los dos avanzamos hacia las enormes puertas de madera que conducían al hermoso templo en el que me bautizaron, justo después de que mi familia se uniera a la Iglesia episcopal.
Allí mismo el obispo me había confirmado a los doce años. En esa ocasión, yo llevaba un vestido de cuadros escoceses verdes y azules de Gunne Sax. Tenía un delicado vivo y una cinta a la espalda, una especie de cierre estilo corsé que ya anunciaba el tipo de vestido de novia con el que me casaría.
Miré por las ventanas y al final del pasillo me vi arrodillada, con las manos arrugadas y envejecidas del obispo sobre mi cabeza pelirroja.
Me estremecí de emoción, noté el picor en la nariz y la calidez de las lágrimas impulsadas por la nostalgia.
Me mordí el labio inferior y di un paso al frente. Connell había comenzado a recorrer el pasillo hacia el altar cuando el organista empezó a tocar Jesu, Joy of Man’s Desiring. Si cerraba los ojos, podía oír la misma música en el reproductor de la vieja ranchera Oldsmobile de mi madre.
¿Era la Orquesta Sinfónica de Londres o el Coro del Tabernáculo Mormón? De repente no me acordaba. Pero yo lo había elegido por eso para mi recorrido hasta el altar, porque me recordaba mi niñez, a Bach, mi hogar, no porque apareciera en la lista de temas aceptables a tal efecto según la revista Modern Bride.
Vi a Becky salir detrás de Connell y después a mi hermana, con el pelo casi negro azabache resplandeciente a la hermosa luz del templo. Me alegraba mucho de tener una hermana.
El sacristán nos indicó amablemente a mi padre y a mí que nos colocáramos junto a la puerta.
—Es la hora —susurró.
Sentí que se me encogía el estómago. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Dónde me encontraba? ¿Quién era yo?
En ese momento, mis mundos colisionaron, el antiguo y el nuevo, la vida pasada y la futura. Sentí que mi padre inspiraba profundamente y yo lo imité. Estaba nervioso. Lo notaba. Yo también estaba nerviosa. Nos colocamos en el umbral y, dándole un suave apretón en el brazo, le susurré:
—Te quiero. —Era nuestra pequeña rutina.
—Yo también te quiero —me susurró él.
Y al volver la cabeza hacia el altar, mis ojos buscaron los del hombre Marlboro, de pie en su sitio, mirándome.
Llegué a su lado como si me transportaran en una nube. Había más gente en la iglesia —lo sabía por una cuestión de lógica—, pero yo sólo lo veía a él. Nada más que a mi hombre Marlboro y su esmoquin negro con pajarita y sus botas negras de vaquero, compradas especialmente para la ocasión. Con su pelo corto del color del peltre y su amable sonrisa.
Era un sueño verlo allí, fuerte, sólido, perfecto. Pero fue su sonrisa la que me impulsó hacia delante, la expresión alentadora de su rostro. No era una sonrisa de superioridad y exceso de confianza. Era una sonrisa llena de emoción, tal vez recuerdos de nuestra historia.
De la historia que nos había llevado hasta ese momento. También alivio al haber alcanzado el fin para el que estábamos destinados, que en realidad era un hermoso comienzo. Gratitud por habernos conocido por casualidad y haber terminado encontrando el amor.
Y de repente estaba a su lado. Mi brazo sobre el suyo. Mi corazón en sus manos.
—Queridos hermanos, nos hemos reunido hoy aquí, en presencia de Dios, para ser testigos y bendecir la unión de este hombre y esta mujer en sagrado matrimonio. Dios estableció la alianza del matrimonio con la creación y nuestro Señor Jesucristo honró este modo de vida con su presencia y el primer milagro en las bodas de Caná de Galilea. Para nosotros simboliza el misterio de la unión entre Cristo y su Iglesia, y las Sagradas Escrituras nos encomiendan a todos que la honremos.
»Dios busca la unión de marido y mujer en corazón, cuerpo y alma para su mutuo gozo; para ayudarse y reconfortarse en la prosperidad y la adversidad; y cuando Dios quiera, para la procreación de los hijos y su educación en el respeto al Señor. Por todo esto, el matrimonio no es algo que se pueda tomar a la ligera, sino con respeto, conciencia y según el propósito para el que fue instituido por Dios.
Miré a mi vaquero, que escuchaba con suma atención, atento a cada palabra. Le apreté ligeramente el brazo, tratando de escuchar al padre Johnson a pesar de la distracción que suponían para mí los músculos tonificados de mi hombre.
Todo lo demás es un recuerdo borroso: los candelabros de hierro en el extremo de cada banco, la chaqueta de seda de color verde oliva de mi madre y su collar mandarina, el esmoquin de Mike, su cabeza pelada…
—¿Quieres a este hombre como esposo para vivir en la alianza del matrimonio? ¿Lo amarás, reconfortarás, honrarás y cuidarás en la salud y en la enfermedad y le serás fiel todos los días de tu vida?
—Sí, quiero —susurré.
El olor de las rosas… la luz de la tarde a través de las vidrieras.
—¿Quieres a esta mujer como esposa para vivir en la alianza del matrimonio? ¿La amarás, reconfortarás, honrarás y cuidarás en la salud y en la enfermedad y le serás fiel todos los días de tu vida?
—Sí, quiero.
Aquella voz. La voz de las llamadas telefónicas. Me estaba casando con aquella voz. No me lo podía creer.
Estábamos de pie el uno frente al otro, con las manos entrelazadas.
—En nombre de Dios, yo te tomo como esposa y me entrego a ti a partir de este momento, en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y la enfermedad, para amarte y respetarte hasta que la muerte nos separe. Éste es mi voto solemne.
Lo había dicho muy serio. El corazón me dio un vuelco. Después me tocó a mí.
—En nombre de Dios, yo te tomo como esposo y me entrego a ti a partir de este momento, en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y la enfermedad, para amarte y respetarte hasta que la muerte nos separe. Éste es mi voto solemne.
Él me miraba mientras lo decía, me escuchaba. Se me quebró la voz por la emoción. Fue un momento sublime, el más hermoso desde que nos habíamos conocido.
—Bendice, Señor, estos anillos como símbolo de los votos que han unido a este hombre y a esta mujer.
Nos arrodillamos y el padre Johnson nos dio su bendición.
—Señor misericordioso… Permite que su amor selle sus corazones, que sea un manto sobre sus hombros y una corona sobre sus cabezas… Bendícelos en su trabajo y en su compañía mutua; en el sueño y al despertar; en las penas y las alegrías; en su vida y en su muerte… Bendice a éstos, tus siervos, para que puedan amar, honrar y respetarse con fidelidad y paciencia, con sabiduría y piedad verdadera, para que su hogar sea un refugio de paz y amor.
El corazón me martilleaba en el pecho. Estaba pasando de verdad, no era un sueño. Mi amado me sostenía la mano con la suya.
—Yo os declaro marido y mujer.
No había pensado en el beso ni una sola vez. Supongo que había dado por hecho que sería como los besos de las bodas. Contenido. Apropiado. Dulce. Un roce de labios. Que guardaríamos los besos de verdad para más tarde, cuando estuviéramos a solas.
Las chicas del club de campo no se enrollan con sus parejas en público. Como mascar chicle, eso es algo que debería hacerse sólo en privado, donde no te vean.
Pero el hombre Marlboro no era un chico del club de campo. No había leído el memorándum de las normas que había que seguir para besar en público de forma apropiada.
Lo descubrí cuando me rodeó con sus adorables y protectores brazos, y me besó como si quisiera poseerme allí mismo, en la iglesia episcopal. Delante de nuestras familias, delante del padre Johnson y el sacristán y nuestra comitiva nupcial y la congregación entera, la mitad de los cuales me veían por primera vez aquella tarde.
Pero a él no parecía importarle. Me besó exactamente igual que lo había hecho la primera noche que salimos juntos, la noche en que se me enganchó el tacón de la bota en una grieta y estuve a punto de caerme al suelo. La noche en que me sujetó con los labios.
Nos estábamos besando como amantes, no había otro modo de describirlo. Y me sentí flotar, igual que aquella primera noche. El beso duró horas, días, semanas… probablemente no más de diez o doce segundos en tiempo real, lo que, en una ceremonia nupcial, es bastante. Y se habría alargado más si los aplausos de alguien no hubieran interrumpido el apasionado momento.
—¡Yuju! ¡Bien, bien! —gritó la persona en cuestión—. ¡Sí!
Era Mike.
La gente estalló en carcajadas cuando el hombre Marlboro apoyó la frente en la mía, grabando así el momento en nuestra memoria para siempre.
Éramos uno. Para mí ya era algo tangible. Ya no era una palabra vacía, un concepto teológico, una ilusión. Era una designación oficial, tú y yo contra el mundo. Los dos habíamos dejado atrás nuestras vidas como entes separados. A partir de ese momento, nada de lo que cualquiera de los dos hiciera, dijera o planeara sería un concepto ajeno para el otro.
Ya no celebraríamos las fiestas por separado con nuestras respectivas familias. Se acabaron los viajes de último minuto con los amigos a México, aunque ninguno de los dos tuviera tendencia a viajar en el último minuto con los amigos a México. Pero aun así.
El beso sellaba un trato en muchos aspectos.
Salí orgullosamente de la iglesia como flamante esposa del hombre Marlboro. Cuando atravesamos las mismas puertas por las que mi padre y yo habíamos entrado media hora antes, él soltó el brazo que yo le sujetaba y me rodeó la cintura instintivamente, ocupando el lugar que le correspondía. A ese brazo lo siguió el otro y, antes de que pudiese darme cuenta, estábamos enlazados en un dulce abrazo que se hacía más sólido por momentos, disfrutando de aquel instante de intimidad antes de que nuestra comitiva —hermanas, primas, hermanos, amigos— saliera detrás de nosotros.
Nos habíamos casado.
Tomé una profunda y estimulante bocanada de aire y luego lo solté. Había dejado de sudar. Y el potente aire acondicionado de la iglesia había secado casi por completo mi vestido blanco azucena de Vera Wang.
Tras la sesión de fotos en el jardín de la iglesia, nos dirigimos al banquete en el club de campo. La fiesta comenzó en menos que canta un gallo: había gente como para llenar una isla pequeña y suficiente comida como para alimentarlos durante diez días. Champán como para llenar una piscina olímpica y montones de felicidad y buenos deseos que durarían mucho tiempo.
Los rancheros habían concluido con el apareamiento del ganado.
Los granjeros habían recogido la cosecha. Dos familias se unían. Había motivos de celebración.
Toda la familia del hombre Marlboro me abrazó, incluida su abuela Ruth, su primo Matthew y la hermosa y vital madre de Matthew, Marie, que estaba en la cuarta fase de un cáncer de mama, pero no había querido dejar de ver a su hijo, que había sido uno de los acompañantes del novio. Se la veía feliz.
Bailamos al ritmo de I Swear en la voz de John Michael Montgomery. Cortamos la tarta de siete pisos, pero decidimos ahorrarnos la escenita de mancharnos la cara con la nata.
Hicimos la ronda por las mesas, riendo y brindando. Nos mezclamos con los invitados cogidos de la mano. Pero, al cabo de un rato, me di cuenta de que hacía mucho que no veía a los acompañantes del novio, sobre todo a sus amigos de la universidad.
—¿Dónde están los chicos?
—Abajo, en los vestuarios de hombres —me dijo.
—¿De veras? ¿Están fumando puros o algo?
—Es que… —Vaciló, con una sonrisa de oreja a oreja—. Están viendo un partido de fútbol.
Solté una carcajada.
—¿Cuál? —Tenía que ser uno bueno.
—La Universidad Estatal de Arizona contra Nebraska.
¿La Universidad Estatal de Arizona? ¿Su universidad? ¿Y contra los campeones nacionales? ¿Cómo no me había enterado? El hombre Marlboro no me había dicho nada.
Con lo fanático que era del fútbol universitario, no me podía creer que no hubiera pensado en cambiar la fecha de la boda por ese partido excepcional. Aparte del trabajo en el rancho, el fútbol había sido siempre lo más importante para él. Había jugado en el instituto y en la universidad. Veía religiosamente todos los partidos televisados que jugaba el equipo de su universidad y los que no se televisaban se los contaba Tony, su mejor amigo, que asistía a todos.
—¡Ni siquiera sabía que jugaban! —dije. No sé por qué no lo sabía. Al fin y al cabo estábamos en septiembre. Pero no se me había ocurrido. Supongo que había estado muy liada preparándome para cambiar de vida y todo eso—. ¿Y cómo es que tú no estás con ellos?
—No quería dejarte aquí sola —respondió—. Lo mismo alguien intentaba ligar contigo —añadió, con aquella risa queda suya tan sexy.
Yo solté una carcajada. Me podía imaginar la escena: un invitado mayor, borracho, en la barra del bar, mirando mi vestido blanco de vuelo y mascullando cosas como: «¿Vives por aquí? Me gusta mucho tu vestido… ¿Y… estás casada?».
No había ningún peligro. De eso estaba totalmente segura.
—¡Ve a ver el partido! —le dije, haciéndole gestos para que bajara.
—No —contestó él—. No me hace falta. —Tenía tantas ganas de ver el partido que su deseo crepitaba en el aire.
—¡Te lo digo en serio! Tengo que ir un rato con las chicas de todos modos. Vete. Ya.
Di media vuelta y me alejé sin mirar atrás. Quería ponérselo fácil.
Estuve sin verlo más de una hora. Pobrecillo. Inseguro del protocolo relativo a que el novio estuviera viendo un partido de fútbol universitario en plena celebración de su boda, se había pasado toda la primera parte entrando y saliendo de los vestuarios.
Había tenido que ser una agonía. Intensa y larga. Me alegraba mucho de que finalmente se hubiera ido con sus amigos.
Volví a la fiesta a tiempo de oír a Mike cantar por cuarta vez Elvira. Su voz resonaba por toda la ciudad. Esa canción estaba hecha para él.
Todos los presentes se movían al son de la música: mi flamante cuñado, Tim, que bailaba con mi prima Julie…, el primo del hombre Marlboro, Thatcher, que hacía girar a Betsy por todo el salón…, el vecino de mis padres, el doctor Burris, que bailaba con todo el mundo.
Me crucé de brazos y me apoyé en la pared, disfrutando de un momento a solas en la oscuridad.
El hombre Marlboro estaba feliz viendo el partido con sus amigos de la universidad. Los invitados estaban felices bailando, riendo y comiendo galletas con gachas de harina con absoluto abandono. Mi madre bebía vino y se ponía al día con amigos a los que hacía tiempo que no veía en la zona formal del salón y mi padre bailaba con Beth y Barbara, las hermanas de mi dama de honor y amiga, Becky. Nuestros padres habían ido juntos al instituto y nos conocíamos desde que nacimos.
Los tres se reían. Mi padre las hacía girar y las tumbaba y ellas se lo pasaban en grande. A él también se lo veía feliz. Aunque fuera durante un breve lapso de tiempo.
Inspiré y cerré los ojos. Quería recordar aquel momento.
Entonces la música se detuvo. La banda quería descansar un poco de las peticiones de Mike. Se estaban alejando del estrado cuando se oyó un tremendo alboroto, una explosión de júbilo procedente del sótano del club de campo.
La Universidad Estatal de Arizona había asombrado a todos ganando a Nebraska por goleada. Marcador: 19-0.
El 21 de septiembre iba a entrar en la historia como el día más memorable para el hombre Marlboro.
Poco después llegó el momento de marcharnos. El reloj dio las doce de la noche y teníamos por delante un montón de kilómetros antes de poder dormir. Tras lanzar el ramo y despedirnos de todo el mundo, mi flamante marido y yo salimos del club y nos metimos en una limusina de color negro que nos llevaría a la gran ciudad, a casi cien kilómetros de distancia, donde nos hospedaríamos en un hotel antes de salir hacia Australia al día siguiente.
En cuanto el vehículo se separó de la acera del club de campo, desde donde los invitados nos despedían con la mano y nos lanzaban el alpiste de la buena suerte, nos abandonamos de inmediato a los brazos del otro, ahogándonos en un mar de seda blanca, botas negras y romanticismo desenfrenado y algo adormilado.
Todo era nuevo. Vestido nuevo, amor nuevo, un país nuevo —Australia— que ninguno de los dos conocía. Cristalería, vajilla y cubertería nuevas. Una casita de campo reformada que sería nuestra casa de la pradera a nuestro regreso de la luna de miel.
Y un marido nuevo. Mío. Mi marido. Quería repetirlo una y otra vez, quería gritarlo a los cuatro vientos. Pero no podía hablar. La pasión había tomado el mando, la bestia había sido liberada.
Aún exhaustos y con falta de sueño tras las celebraciones de la semana, una vez dentro del santuario de la limusina fuimos incapaces de detenerla y terminamos por darle alas. Era la misma pasión que se había adueñado de nosotros en las primeras fases de nuestra relación y, en el fondo, ante la posibilidad de decir adiós a cualquier vida que me hubiera imaginado viviendo, para pasar a formar parte en cambio de la vida del hombre Marlboro.
La misma pasión que me aseguraba que todo era como debía ser. Que hacía que todo tuviera sentido.
Durante todo el año siguiente, la intrusión de la vida real nos cayó encima como una bomba.
A los pocos días de nuestra boda, recibiríamos una inesperada y alarmante noticia que nos obligaría a acortar la luna de miel. En cuestión de semanas, tendríamos que hacer frente al sufrimiento que supone una muerte, un divorcio, una decepción.
En nuestro primer año de vida juntos tendríamos que tomar decisiones difíciles, vivir conflictos dolorosos y un drástico cambio de planes.
Y a lo largo de todo ese camino, sería la pasión lo que nos daría fuerzas.