20

LA DINAMITA ME EXPLOTÓ EN LA CARA

Tenía una lista de cosas que hacer para la boda de más de un kilómetro de larga: los regalos para las damas de honor, el almuerzo, decisiones sobre el catering, y todo ello tratando de mantener la paz y la armonía entre mis padres, que ya no eran capaces de ocultar que la tensión entre ambos había alcanzado su cota máxima.

Su matrimonio se desangraba, empeoraba día a día. Cualquier esperanza infantil que pudiera haber albergado de que la alegría ante mi boda transformaría y rescataría su matrimonio, de que le daría la vuelta a la situación, había demostrado ser un absurdo sueño imposible.

El avión había perdido los motores y caía en picado. Sólo esperaba que no impactara contra el suelo antes de que llegara mi día, mi momento de recorrer el pasillo hasta el altar.

Los preparativos para la boda por parte del hombre Marlboro eran igual de complicados. No sólo tenía que completar una larga lista de las tareas propias de un rancho para poder irnos nuestras tres semanas de luna de miel, sino que todavía tenía que cerrar el plan de la propia luna de miel, de la que se había ocupado él.

Además, venía de vez en cuando a recoger cajas para llevarlas a la casa que pronto compartiríamos como recién casados. Era una construcción pequeña, situada detrás del edificio de ladrillo amarillo que habíamos empezado a reformar unos meses antes.

Como la casita llevaba más de veinte años desocupada, en las últimas semanas nos habíamos dedicado a limpiarla de arriba abajo en nuestro tiempo libre. Habíamos cambiado las losetas del suelo y reformado el baño y la cocina para poder vivir allí a la vuelta de la luna de miel.

Se encontraba en un emplazamiento más céntrico dentro de los terrenos del rancho que la casa que ocupaba el hombre Marlboro en esos momentos, y vivir allí nos permitiría además controlar mejor el avance de las reformas en la casa grande. Luego, cuando nos mudáramos a ésta, tendríamos una pequeña casa de invitados perfecta para la visita de abuelas o hermanos. Y para las fiestas de pijama de los niños.

Aquél iba a ser nuestro hogar: la casita de noventa metros cuadrados y la casa principal de dos plantas, totalmente remodelada. Más los corrales en la parte trasera, oxidados y con la pintura desportillada, el viejo pero estructuralmente sólido establo, los arbustos descuidados y las ramas muertas del jardín.

Había mucho trabajo que hacer, trabajo constante. Dependería de nosotros dejarla como queríamos.

Pero era nuestra y nos encantaba.

Al carecer de experiencia real en el estilo de vida rural, aquel sitio me parecía un trocito de paraíso en la tierra, un lugar donde mi hombre Marlboro y yo viviríamos días de bucólica y romántica dicha. Donde yo ordeñaría las vacas cada mañana con mi falda de volantes, como una que me había comprado en The Limited allá por 1983. Donde los pájaros cantarían alegremente y vendrían a posarse en el alféizar de la ventana de la cocina mientras yo fregaba los cacharros. Donde el sol saldría siempre por el este y se pondría por el oeste. Donde nada decepcionante o triste o aterrador o trágico ocurriría nunca.

Al menos no me equivocaba respecto al sol.

Estábamos ya en la semana de la boda, la semana más importante de mi vida hasta la fecha, muchos kilómetros por delante de ganar el concurso de Miss Simpatía, el único concurso de belleza en el que había participado.

Aquélla sería la semana en la que todo iba a cambiar. Adiós a la existencia tal como la conocía hasta ese momento. Adiós a la vida en el campo de golf, los edificios de apartamentos o los lofts en la ciudad. Adiós a las fiestas. Y a los capuchinos. Y a las librerías. Pero gracias a un amor cegador, nada de eso me importaba.

Desde que el hombre Marlboro entró en mi vida, había renacido; aquel loco abandono y aquella pasión desenfrenada me habían liberado de los grilletes del cinismo, de pensar que el amor tenía que ser algo que costara ímprobos y angustiosos esfuerzos.

Él había llegado a mi vida a lomos de un caballo gris para impedir que mi corazón se endureciera. Me había enseñado que cuando amas a alguien, se lo dices, y que en lo relacionado con los asuntos amorosos, los juegos son propios de adolescentes con granos.

Hasta entonces eso era lo que yo había sido: una niña disfrazada de adulta desilusionada, que miraba el amor como miraría el desarrollo de la gallinita ciega en la piscina del club de campo: cuando al que le tocaba venía a por mí, yo me alejaba nadando. En ese juego siempre hay quien te acusa de mirar a hurtadillas y hacer trampas y uno siempre termina quemándose con el sol, arrugado como una pasa y hecho polvo.

Y nunca gana nadie.

Fue el hombre Marlboro quien me ayudó a salir de la piscina, me cubrió los hombros quemados con una toalla y me llevó a un mundo donde el amor no tiene nada que ver con la competición, el deporte ni la estrategia. Me dijo que me amaba cuando le apeteció decírmelo, cuando así lo sintió. No vio ninguna razón para no hacerlo.

Estábamos ya en la semana de la boda. Mi madre, contenta de aprovechar cualquier oportunidad de evitar los conflictos y el estrés de su matrimonio, se ocupó de cerrar los últimos detalles de la recepción en el club de campo. Betsy se ausentó una semana entera de la universidad para ayudar a mi madre a recortar cuadrados de pañuelos rojos y azules, rellenarlos de alpiste y cerrar los paquetitos con hilo de bramante. Además, recogieron los hermosos regalos que la gente me había hecho y me ayudaron a abrirlos uno a uno.

Y escogieron conmigo los presentes para mis tres damas de honor, una de ellas mi hermana, por supuesto, y tuvieron entretenido a Mike, que debido al aumento de actividad en casa estaba a punto de sufrir una crisis de ansiedad. Finalmente, se aseguraron de comprobar que estuviesen listas las habitaciones de hotel para los invitados de fuera y me hicieron la colada.

Mientras tanto, yo decidí ir a hacerme una limpieza facial. Necesitaba algo así. Tumbarme a oscuras, lejos del timbre de la puerta, del teléfono y de las flores, lejos de los paquetitos azules y rojos y del hilo de bramante.

Ya por entonces, aunque sólo tuviera veintipocos años, sabía reconocer cuándo las cosas podían sobrepasarme. Sabía cuándo me hacía falta relajarme. Un tratamiento en un spa siempre había sido el remedio.

Pedí hora para un exfoliante facial de una hora, más por la duración del tratamiento que por el tratamiento en sí, y me encantó.

El aroma de los aceites esenciales llenaba la habitación y de fondo sonaba una suave música espiritual africana. Cuando quedaban diez minutos para que terminara, Cindy, la esteticista, sacó un botecito con un fluido especial.

—Y esto —dijo, abriendo el botecito y cogiendo un bastoncillo de algodón—, esto es magia.

—¿Qué es? —pregunté, sin que me importara realmente lo que me pusiera, siempre y cuando pudiera quedarme un rato más allí tumbada.

La música africana me estaba relajando de lo lindo.

—Te proporciona ese resplandor saludable —respondió ella—. Nadie sabrá lo que te has hecho, pero te preguntarán cómo es que tienes tan buena cara. Perfecto en la semana de tu boda.

—¡Ohhhh! ¡Qué bien! —exclamé yo, acomodándome en el sillón de vinilo acolchado.

Me aplicó el fluido con suavidad con el bastoncillo de algodón, dejándome una agradable sensación de frescor. Me lo pasó por la frente, la nariz, las mejillas y la barbilla. Consiguió que me relajara por completo y, poco a poco, noté que me iba quedando dormida. Consideré la posibilidad de pagar una hora más para quedarme allí.

Pero entonces empecé a sentir la quemazón.

—Hum —dije, abriendo lo ojos—. Cindy, esto no es muy agradable.

—Bien —contestó ella, sin dar muestras de preocupación—. ¿Empiezas a sentirlo?

A los pocos segundos el dolor era insoportable.

—¡Ya lo creo que lo siento! —respondí yo, agarrándome a los brazos del sillón hasta que los nudillos se me pusieron blancos.

—Se te pasará enseguida —insistió ella—. Ahora es cuando la magia está surtiendo efecto…

Sentía como si la cara se me estuviera derritiendo.

—¡Ay! En serio, Cindy. ¡Quítame esta cosa de la cara! ¡Qué dolor!

—Oh, por favor… está bien, está bien —respondió ella, limpiándome la solución de la cara con un paño húmedo.

Por fin la intensa quemazón empezó a remitir.

—Por Dios —dije, tratando de ser educada—. Creo que no voy a volver a probar esa cosa. —Tragué con dificultad, intentando convencer a mis receptores del dolor de que ya se estaba pasando.

—Bueno —dijo ella, perpleja—, lamento que te haya escocido un poco. Pero ¡ya verás cuando te levantes mañana! Sentirás la piel fresca e hidratada.

«Será mejor que así sea», pensé mientras le pagaba por la tortura y salía del pequeño salón de belleza.

La cara me escocía de una manera muy desagradable. A medida que me acercaba al coche, se abrieron de nuevo las compuertas de las preocupaciones previas a la boda: «¿Y si no sube la cremallera del vestido?». «¿Y si la banda de música no aparece?». «¿Y si los langostinos no están frescos?». «No sé bailar el pasodoble». «¿Cuántas horas de vuelo hay hasta Australia?». «¿Habrá tarántulas?». «¿Y si encontramos escorpiones en la cama?».

El tratamiento facial no me había relajado mucho.

El hombre Marlboro y yo habíamos quedado esa noche. Era el jueves anterior a la boda y el ensayo sería al día siguiente. Sería nuestra última noche solos antes del «Sí quiero».

Me moría de ganas de verlo. Habían pasado dos días enteros. Cuarenta y ocho horas de agonía y lo echaba muchísimo de menos.

Cuando llegó a la casa de mis padres, le abrí la puerta y sonreí. Estaba guapísimo. Sólido. Irresistible.

Muy sonriente, dio un paso al frente y me besó.

—Tienes buena cara —dijo con voz queda, retrocediendo—. Te ha dado un poco el sol.

Yo tragué saliva, recordando el angustioso momento que había pasado durante el tratamiento facial que me había hecho por la tarde, temiendo por el futuro de mi cutis.

En vez de ir a la esteticista, tendría que haberme quedado todo el día en casa, preparando cajas para la mudanza.

Fuimos al cine; los dos teníamos ganas de estar un rato a oscuras, en silencio. Y no teníamos ningún otro sitio donde lograrlo: en casa de mis padres había mucho jaleo, entre gente, regalos y preparativos y él tenía a sus primos en el rancho. Un cine poco iluminado era nuestro único refugio y aprovechamos que éramos sólo dos parejas en la sala.

Regresamos descaradamente a la adolescencia, aumentando la intensidad de los besos a medida que avanzaba la película. Yo llegué incluso a rodearle una pierna con la mía y apoyar una mano en su bíceps bronceado. Él me estrechó por la cintura cuando la temperatura comenzó a subir.

A dos días para la boda, estábamos enrollándonos en la oscuridad neblinosa de un cine. Fue uno de los momentos más románticos de mi vida.

Hasta que me rozó con la barba la sensibilizada piel de la cara e hice una mueca de dolor.

Después me acompañó a casa de mis padres sujetándome estrechamente por la cintura.

—Será mejor que duermas un poco.

El corazón me dio un vuelco.

—Lo sé —dije, deteniéndome a abrazarlo con fuerza—. No puedo creer que falte ya tan poco.

—Me alegro de que no te fueras a Chicago —me susurró, acompañando las palabras con aquella queda suave risa con que había empezado todo.

Recuerdo haber estado en aquel mismo lugar, en aquella misma postura, la noche que me pidió que no me fuera. Que me quedara y le diera una oportunidad a lo nuestro. Me costaba creer que ahora estuviéramos allí.

Tras despedirme de él, subí directamente a mi habitación. Tenía que terminar de empaquetar mis cosas. Y tenía que hacer algo con mi cara, que me molestaba cada vez más.

Me miré en el espejo del cuarto de baño. Estaba roja como si me hubiera quemado con el sol. Con el cutis irritado, inflamado.

Oh, no. ¿Qué me había hecho Cindy, esa funcionaria de prisiones? ¿Qué debería hacer?

Me lavé con agua fría, me apliqué un tónico suave y me volví a mirar al espejo. Estaba peor. Parecía una langosta. Haría juego con el conjunto de color cereza que pensaba ponerme para la cena del ensayo al día siguiente.

Pero mi vestido blanco del sábado era otra historia.

Dormí como un tronco y me desperté temprano a la mañana siguiente. Abrí los ojos y, durante unos maravillosos cuatro segundos, conseguí olvidar el traumático tratamiento facial del día anterior. Me llevé las manos a la cara rápidamente. La sentía tensa y áspera.

Me levanté de un salto, encendí la luz y me miré al espejo para valorar el estado de mi cutis.

La rojez había remitido, me di cuenta de ello de inmediato. Eso era bueno. Alentador. Pero al mirar con más atención, me fijé en que empezaba a aparecer una descamación en torno a la barbilla y la nariz.

El corazón me dio un vuelco. Era el día del ensayo. El día en que no sólo iba a ver a mis amigos y familia, que estaba segura de que me querrían igual, sin importarles el grotesco aspecto que había adquirido mi piel en las últimas horas, sino que también iba a conocer a mucha gente a la que no había visto en mi vida: vecinos del rancho, primos, socios y amigos de la universidad del hombre Marlboro.

No me hacía ninguna gracia que la primera impresión que se llevaran de mí fuera que tenía escamas. Quería estar fresca. Hidratada. Resplandeciente. No áspera, seca e irritada. No en ese momento. No en esa semana.

Examiné los daños ante el espejo y deduje que el plutonio que Cindy, la funcionaria de prisiones, me había puesto en la cara el día anterior era en realidad una especie de exfoliación al ácido.

Había notado la quemazón. Por lógica, el paso siguiente tenía que ser que se me pelara la cara.

Eso podía ser malo. Muy malo en realidad. ¿Y si aceleraba el proceso? Tal vez alimentando su deseo de mudar la piel, la bestia me dejara en paz durante las siguientes cuarenta y ocho horas al menos.

Sólo quería cuarenta y ocho horas. No me parecía que fuera pedir demasiado.

Cogí mi exfoliante favorito, el mismo que había utilizado durante mis años de universidad, no tan abrasivo como los exfoliantes de melocotón de marca blanca, pero lo bastante granulado como para notar que arrastraba la piel muerta. Tenía que funcionar.

Empecé limpiando mi desafortunado cutis con un tónico suave y después me puse un poco de exfoliante en los dedos y comencé a facilitar la descamación.

Aguanté la respiración. Me dolía mucho la cara.

Froté y froté mientras me preguntaba para qué demonios existían los tratamientos faciales si luego tenías que pasar por aquella tortura china.

«Soy buena persona —pensaba—. Voy a la iglesia. ¿Por qué se me tiene que rebelar la piel de esta forma?».

Se suponía que la semana de la boda de una chica tenía que ser un momento feliz en su vida. Yo debería estar dando saltos de alegría por la casa de mis padres, rozando con un plumero con purpurina los regalos que adornaban cada rincón de la casa para que relucieran. Debería haber estado comiendo bolitas de melón, riéndome en la cocina con mi madre y mi hermana por lo cerca que estaba el gran momento.

«¿No te encanta este jarrón Waterford?». «Ooooh, qué preciosa es la tarta de boda».

Y, sin embargo, allí estaba, amenazando a mi cara a punta de pistola, obligándola a pelarse por completo.

Me saqué el exfoliante y me volví a mirar al espejo. El resultado era alentador. Las escamas parecían haber remitido. Se me veía algo sonrosado de tanto frotarme, pero al menos ya no se desprendían trocitos de piel muerta de mi cutis como si fuera confeti trágico.

Para evitar que se me secara, me unté bien con crema hidratante. Escocía —el efecto del alcohol isopropílico de la crema—, pero después del dolor agónico del día anterior, podía soportarlo.

En lo que a terminaciones nerviosas faciales se refería, me había curtido, estaba preparada para pasar al siguiente nivel.

Al día siguiente, a las tres empecé a vestirme para el ensayo. Me puse el precioso conjunto color cereza, pespunteado de negro. Había llevado la falda a una modista para que me la acortara, pues la quería un poco más arriba de la mitad del muslo, desafortunado hábito que había adquirido de tanto ver la serie California a finales de los ochenta.

Yo estaba relativamente delgada, no tenía mucho pecho y mi trasero era firme, aunque bastante corriente. Si quería acentuar algún rasgo de mi anatomía, tenían que ser las piernas.

Al llegar a la iglesia para el ensayo, mi abuela me besó y, al mirarme entera, me dijo:

—¿No se te ha olvidado la parte de abajo del traje?

La modista se había entusiasmado demasiado.

Los amigos y familiares fueron llegando a la iglesia: Becky y Connell, mis amigas de toda la vida y damas de honor. Los primos del hombre Marlboro y sus amigos de la universidad. Mi querido hermano Mike, que abrazaba a todo el que entraba en la iglesia, desde ancianitas menudas hasta corpulentos jugadores de fútbol de la universidad.

Justo cuando yo estaba saludando al tío John, vi que mi hermano se lanzaba a por todas cuando Tony, el mejor amigo del hombre Marlboro de la universidad, entró por la puerta.

—¿Có-có-có-cómo te llamas? —Su estruendosa voz resonó por toda la iglesia.

—Hola, soy Tony —dijo éste, tendiéndole la mano.

—¡Me-me-me-me alegro de conocerte, Tony! —gritó Mike sin soltarle la mano.

—Igualmente, Mike —dijo él, seguramente preguntándose cómo iba a acabar aquello.

—Eres muy guapo —dijo mi hermano.

«Dios mío, no, por favor», pensé.

—Vaya… Gracias, Mike —respondió Tony, sonriendo con incomodidad.

De no ser porque estábamos en el ensayo, me habría tumbado a disfrutar del espectáculo con unas palomitas, pero no podía quedarme de brazos cruzados. Las muestras de afecto de Mike no conocían el respeto hacia las personas.

Después de eso, el ensayo transcurrió sin incidentes, hasta que el padre Johnson decidió que era hora de enseñarnos el modo correcto de dirigirnos hacia el altar. Evidentemente, la culminación de todos sus estudios teológicos y su principal objetivo en la vida era que el hombre Marlboro y yo camináramos hacia el altar como era debido, porque si no, no se explicaba aquella determinación.

—En este punto —nos explicó—, tú empezarás a darte la vuelta y Ree se cogerá de tu brazo. —Empujó a mi vaquero en la dirección correcta y los dos echamos a andar.

—No, no, no —dijo entonces el padre Johnson en tono autoritario—. Atrás, atrás.

Los amigos de la universidad del hombre Marlboro se reían disimuladamente.

—Pero ¿qué hemos hecho mal? —le pregunté yo humildemente.

Puede que hubiera descubierto que habíamos hecho trampa con los collages.

Nos lo mostró de nuevo. El hombre Marlboro tenía que girar y echar andar no muy deprisa. Entonces yo lo cogía del brazo y él me conducía al altar.

¿Y no era eso lo que habíamos hecho?

Repetimos el movimiento y el padre Johnson volvió a corregirnos.

—No, no, no —dijo, llevándonos a los dos del brazo hasta el punto de partida.

El estómago me hacía ruidos, los amigos del hombre Marlboro seguían riéndose, y éste se contenía, a pesar de que el cura de su prometida no dejaba de corregirlo por algo cuya relevancia en el compromiso que estábamos dispuestos a asumir para el resto de nuestras vidas era discutible.

Lo repetimos por lo menos siete veces y a cada intento era más consciente de que a su lado, el collage era una nimiedad.

Ver si podíamos mantener la calma y obedecer órdenes cuando nos esperaban la cena y las bebidas en el club de campo era su manera de decidir si el hombre Marlboro y yo éramos lo bastante maduros, serenos y razonables como para casarnos.

Y mientras sabía que mi prometido apretaría los dientes y lo soportaría estoicamente, yo no estaba tan segura de ser capaz de hacerlo.

Pero no hizo falta. Al octavo intento, justo después de que el padre Johnson volviera a decirnos: «No lo entendéis, hijos…», el vozarrón de Mike retumbó por todo el templo de madera y mármol.

—¡Va-va-va-vamos, padre Johnson!

Las risas quedas se convirtieron en carcajadas y con el rabillo del ojo vi que Tony chocaba los cinco con mi hermano disimuladamente.

Bendito fuera Mike. Tenía hambre. Quería que empezara la fiesta.

Finalmente llegamos al club de campo para la elegante cena a la que invitaban los padres del hombre Marlboro. El encuentro reunió a todos los amigos y familiares presentes en las vidas de ambos y estuvo lleno de risas y brindis… y mi hermano Doug se pasó toda la noche llamando «Ann» a mi futura suegra.

Debo decir que mi suegra no se llama Ann.

Una vez servida la cena, llegó el momento de los brindis oficiales: Becky, mi amiga de la infancia, que hizo chistes que, hasta la fecha, sólo ella y yo comprendemos; el tío del hombre Marlboro, que había escrito un jocoso poema para la ocasión y cuya voz imponente hizo que todos guardáramos silencio; mi hermana, cuyos dulces sentimientos arrancaron conmovidas exclamaciones a todos los presentes; mi padre, al que se le quebró la voz y no pudo continuar… y dejó a todas las mujeres al borde del llanto ante tal demostración de emoción paterna.

A mí se me hizo un nudo en la garganta. Sabía que las lágrimas de mi padre se debían a algo más que a la emoción de brindar por el futuro de su hija mayor.

Hasta el momento, el ajetreo de la semana previa a la boda había mantenido cómodamente ocultas las tensiones entre ellos dos.

Que su matrimonio pendiera de un hilo cuando yo comenzaba una nueva aventura con el amor de mi vida parecía una broma de mal gusto. Pero si me paraba a pensar en ello, me derrumbaría.

Me acerqué a toda prisa a su lado, le quité el micrófono y le demostré mi comprensión con un fuerte abrazo, justo cuando uno de los amigos de infancia del hombre Marlboro, Tom, se acercaba para hacer su brindis.

Tom llevaba una copa de vino que resultaba obvio que no era la primera de la noche y llegó tambaleándose y con los ojos medio cerrados.

—Para mí —comenzó a decir—, esto es el amor.

No estaba mal.

Arrastraba un poco la voz por el alcohol, pero lo que decía era sencillo y bonito.

—Y… y… y, para mí —continuó—, sé que esto, que es… que es amor lo que hay aquí.

«Ay, Dios».

—Y lo único que puedo decir es que, para mí —farfulló—, es genial saber que el amor verdadero es posible ahora, en esta época.

Los grillos. Tamborileo nervioso.

«¿De verdad está pasando esto?».

—Conozco a este tipo desde hace mucho, mucho tiempo —continuó, señalando al hombre Marlboro, que escuchaba respetuosamente desde su asiento—. Y…, para mí, lo único que puedo decir es que ha pasado mucho, mucho tiempo.

Tom estaba muy serio. El suyo no era un brindis chistoso. No era un brindis de colegas. Quería expresar lo que significaba «para él». Eso lo estaba dejando bien claro.

—Sólo quiero terminar diciendo que…, para mí, el amor es… el amor es… todo —concluyó.

Se oían risas ahogadas por todas partes. En la amplia mesa donde el hombre Marlboro y yo estábamos con nuestros amigos la gente empezó a partirse de risa.

Todos menos mi prometido. En vez de reírse de su amigo —al que conocía desde que eran niños y que había pasado un par de años malos—, nos mandó callar con un discreto «Chist», seguido de: «No os riáis de él» dicho en voz baja.

Y acto seguido hizo lo que yo debería haber supuesto que haría. Se levantó, se acercó a Tom, que se estaba metiendo en terreno pantanoso a marchas forzadas, y le estrechó la mano amistosamente, acompañando el gesto con unas palmadas en el hombro.

Y los presentes, en vez de estallar en carcajadas, como parecía inminente que iba a ocurrir momentos antes, aplaudió.

Me quedé mirando al hombre con quien me iba a casar, el hombre que siempre había demostrado ternura y compasión por la gente que era objeto de burlas, ya fuera en las películas o en la vida real.

Nunca se había mostrado incómodo en presencia de mi hermano discapacitado, ni siquiera cuando éste se le sentaba en el regazo o le pedía que lo llevara al centro comercial. Jamás se había burlado ni había ridiculizado a nadie desde que yo lo conocía.

Y si bien su amigo Tom no era lo que se dice una persona intelectualmente discapacitada, había estado a punto de quedar como el payaso de la clase en un salón lleno de invitados a la cena de ensayo de nuestra boda.

Pero el hombre Marlboro había salido a la palestra y se había asegurado de que no ocurriese tal cosa.

Se me hinchó el corazón dentro del pecho.

Más tarde, cuando la fiesta comenzaba ya a decaer, Betsy y yo fuimos al baño a empolvarnos la nariz y mi hermana me habló de la caballerosidad del hombre Marlboro, suspirando ante su amable demostración de afecto.

Entonces se me acercó y se quedó mirándome la barbilla.

—Oh, Dios mío… —dijo, tapándose la boca con la mano—. ¿Qué le pasa a tu cara?

Se me cayó el alma a los pies. Encontré un tubo de crema hidratante Jergens y empecé a extendérmela por la cara, decidida a someter la descamación.

La mayoría de los invitados había abandonado ya la cena en el club de campo; los pocos que quedaban —un grupo heterogéneo de figuras importantes en la vida de los dos— se encaminaron al hotel situado en el centro en el que se iban a hospedar los invitados que no vivían en la ciudad.

El hombre Marlboro y yo, poco deseosos de despedirnos todavía el uno del otro, nos quedamos un rato con ellos en el bar del hotel, con su luz tenue; una suerte para mí, teniendo en cuenta el estado de deterioro de mi piel.

Nos acomodamos en torno a unas mesitas bajas unidas, charlando y riendo, brindando entre nosotros y reiterando los «Me alegro tanto de haberte conocido» y los «Te quiero» en diversas versiones de última hora de la noche.

En medio de la locura que conlleva organizar una boda, pasar un rato tomando una copa y charlando con parientes, amigos de la universidad y hermanos relajaba y calmaba.

Me habría gustado embotellar la sensación y guardarla para siempre. Pero se estaba haciendo tarde. Vi que el hombre Marlboro miraba el reloj del bar.

—Creo que voy a volver al rancho —me dijo en voz baja, mientras su hermano contaba otro chiste.

Le quedaba por delante un camino largo en coche, por no mencionar el resto de su vida conmigo. No podía culparlo por querer irse a casa a echar un sueñecito.

—Yo también estoy cansada —dije yo, cogiendo el bolso de debajo de la mesa.

Y era cierto. Las actividades del día empezaban a hacer mella en mi resistencia.

Los dos nos levantamos y nos despedimos de todas aquellas personas a las que queríamos tanto. Los hombres se levantaron, algunos tambaleándose, y le estrecharon la mano a mi futuro marido. Las mujeres nos dimos besos al aire y nos dijeron a los dos que nos querían, mientras nosotros salíamos por la puerta y nos despedíamos con la mano.

Pero nadie más salió del bar. Nadie nos quería tanto.

Nosotros nos encaminamos hacia nuestros vehículos, estacionados simbólicamente el uno junto al otro en el aparcamiento del hotel, bajo unos árboles del amor. Me caía de sueño. Apoyé la cabeza en su hombro mientras caminábamos. Él me rodeó tranquilizadoramente la cintura con los brazos. Y en cuanto llegamos a mi Camry plateado la temperatura empezó a subir.

—Me muero de ganas de que llegue mañana —dijo, apoyando mi espalda contra la puerta de mi coche, al tiempo que me besaba el cuello.

Todos mis receptores nerviosos se encendieron simultáneamente al notar sus fuertes manos en la parte baja de mi espalda. Tiré de él y lo acerqué lo máximo posible a mí.

Nos besamos sin parar en el aparcamiento del hotel, llegando al punto de casi pasarnos de la raya. Un fuego descontrolado, como uno de esos incendios de las praderas, ardía en mi interior. Hasta las rodillas me quemaban.

No podía creer que aquel hombre, aquel Adonis que me abrazaba apasionadamente, fuera mío. Que en poco menos de veinticuatro horas lo fuese a tener para mí solita.

«Es demasiado bueno para ser cierto», pensaba, mientras le rodeaba la pierna con la mía y le clavaba los dedos en el poderoso bíceps.

Era como si me hubieran dejado encerrada dentro de una tienda de bombones donde además se vendía delicioso Chardonnay y patatas fritas, y ponían todo el día Lo que el viento se llevó y películas de Joan Crawford, y me hubieran dicho: «Que lo pases bien».

Aquel hombre iba a ser mi parque de juegos privado el resto de mi vida. Casi me sentía culpable, como si estuviera arrebatándole algo al mundo.

Estaba tan oscuro que se me olvidó dónde estábamos. Cuando enmarcaba mi rostro entre sus manos y apoyaba la frente contra la mía, con los ojos cerrados, como si quisiera saborear la intensidad del momento, yo perdía todo el sentido de la orientación, el tiempo o el espacio.

—Te quiero —me susurró, mientras yo me moría allí mismo.

No era muy oportuno morirse la noche antes de casarse. No sabía cómo se lo explicaría mi madre a la florista, pero tendría que hacerlo. Yo estaba completamente ida.

Había bebido sólo media copa de vino en toda la velada, pero me sentía ebria del todo.

Cuando por fin llegué a casa, no tenía ni idea de cómo lo había hecho. Estaba borracha, embriagada de mi vaquero. Un vaquero que, en menos de veinticuatro horas, se convertiría en mi marido.