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CON UN POCO DE PEGAMENTO

Completado el trámite del regalo, el hombre Marlboro y yo aún teníamos que ocuparnos de otro asunto antes de entrar en la Zona Boda: el cursillo prematrimonial. Esas sesiones de una hora con el cura interino y casi jubilado que dirigía la iglesia en ese momento eran un requisito de la Iglesia episcopal.

Desde un punto de vista lógico, entendía el razonamiento que había detrás de esas sesiones con un hombre que vestía sotana. Antes de autorizar una unión matrimonial, la Iglesia quiere asegurarse de que la pareja entiende el significado y la gravedad del compromiso eterno (esperemos) que se disponen a contraer. Quiere dar a la pareja cosas en que pensar, ideas sobre las que reflexionar, asuntos que aclarar. Quiere asegurarse de que no envía a dos jóvenes enamorados a lo que podría ser una catástrofe doméstica evitable.

Sí, desde el punto de vista lógico, entendía el concepto.

Sin embargo, desde el punto de vista práctico, me parecía muy incómodo tener que pasar una hora sentada frente a un amable cura, que, si bien tenía buenas intenciones y hacía las preguntas adecuadas, era evidente que había perdido todo el entusiasmo en lo referente al matrimonio.

Para mí era emocionalmente agotador; no sólo tenía que repasar cosas obvias sobre las que ya había pensado mil veces, sino que además tenía que ver al hombre Marlboro, un chico de campo callado y tímido, asimilar y responder a las preguntas que le hacía un cura al que acababa de conocer sobre el tema del amor, el romanticismo y el compromiso nada menos.

Lo sentía mucho por él. Aunque se mostrara amable y respetuoso, aquéllas eran cosas que un vaquero no le contaba a un desconocido.

—¿Qué harías si Ree cayera gravemente enferma? —le preguntó el padre Johnson.

—Cuidaría de ella, señor —respondió él.

—¿Quién se ocupará de hacer la comida?

El hombre Marlboro sonrió.

—Ree es muy buena cocinera —dijo.

Yo me erguí orgullosa en mi silla, tratando de no acordarme de los linguini con almejas y la falda de ternera marinada y cualquier otro intento bien intencionado que había masacrado al principio de nuestra relación.

—¿Y quién fregará los platos? —continuó el padre Johnson, convertido en un adalid del feminismo—. ¿Te ves ayudándola?

Mi vaquero se rascó la barbilla y pensó un momento.

—Claro —contestó finalmente—. La verdad, no son temas que nos hayamos sentado a discutir —añadió en tono amable y educado.

Yo quería meterme en un agujero. Quería que me arañaran las encías. Quería salir a combatir un incendio en una pradera. Cualquier cosa antes que estar allí.

—¿Habéis hablado de cuántos hijos os gustaría tener?

—Sí, señor —dijo el hombre Marlboro.

—¿Y? —prosiguió el padre Johnson.

—A mí me gustaría tener más o menos seis —respondió él y a su rostro asomó una viril sonrisa.

—¿Y Ree?

—Bueno, ella dice que le gustaría tener uno —contestó, mirándome y poniéndome una mano en la rodilla—. Pero estoy convenciéndola.

El padre Johnson frunció el cejo.

—¿Cómo resolvéis los conflictos?

—Bueno… —respondió él—, lo cierto es que no hemos tenido ningún conflicto. Nos llevamos bastante bien.

El padre Johnson nos miró por encima de las gafas.

—Estoy seguro de que habrá algo.

Quería trapos sucios.

El hombre Marlboro tocó el pulido suelo del estudio del padre Johnson con el pie y lo miró directamente a los ojos.

—Bueno, una vez que salimos a montar juntos se cayó del caballo —empezó a contar— y se enfadó un poco. Y hace un tiempo la llevé a un incendio que resultó un poco arriesgado… —Los dos nos miramos. Ése había sido el mayor «conflicto» que habíamos vivido y duró doce horas.

El padre Johnson me miró.

—¿Cómo manejaste la situación, Ree?

Me quedé de piedra.

—Yo… esto… —Toqué el suelo con mi zapato de tiras de Donald Plinter—. Le dije cómo me sentía y lo solucionamos.

Odiaba tener que hacer aquello. No quería que me examinaran. No quería que diseccionaran mi relación con preguntas genéricas de talla única. Yo quería ir a dar una vuelta en la camioneta y admirar los pastos y acurrucarme en el sofá con él a ver una película.

Así nos había ido bien, ésa era la naturaleza de nuestra relación. Pero el interrogatorio del padre Johnson estaba logrando que me pusiera a la defensiva, como si de alguna manera estuviéramos faltando a nuestra responsabilidad con el otro por no pasarnos todo el día en profunda y contemplativa reflexión sobre las nimiedades de nuestro futuro. ¿Acaso esas cosas no iban saliendo de forma natural con el tiempo? ¿De verdad tenía sentido pensar en ellas en ese momento?

Pero el interrogatorio continuó:

—¿Qué queréis para vuestros hijos? ¿Habéis hablado de asuntos económicos? ¿Qué papel tienen vuestros padres en vuestras vidas? ¿Habéis discutido sobre política? ¿Y sobre vuestras posturas en temas importantes? ¿Y sobre la fe? ¿Y sobre la religión?

Y mi pregunta favorita: «¿Cómo pensáis alimentar la creatividad del otro a largo plazo?».

Yo no tenía una respuesta. Pero en el fondo sabía que, de un modo u otro, tendría que ver con las gachas.

No tenía nada en contra de las preguntas del padre Johnson. Para una noche con los amigos jugando a colar la moneda en el vaso de chupito y con ganas de conversación profunda estaban genial. Pero había algo en ellas que no pegaba para nada con nosotros dos, ni con ninguna otra pareja que se amara y estuviera ansiosa por empezar su vida juntos.

Algunas parecían obviedades, cosas que todos sabíamos y no hacía falta discutir. Otras se me antojaban prematuras, asuntos que no deberíamos conocer necesariamente, pero que ya iríamos viendo con el tiempo. Las más eran dolorosamente vagas.

—¿Qué sabéis el uno del otro? —preguntó el padre Johnson para terminar la sesión.

El hombre Marlboro y yo nos miramos. No lo sabíamos todo. Era imposible. Sólo sabíamos que queríamos estar juntos. ¿No era suficiente?

—Bueno, yo hablo por mí —empezó él—. Siento que sé todo lo que tengo que saber para estar seguro de que quiero casarme con Ree. —Posó la mano en mi rodilla y el corazón me latió muy deprisa—. Y el resto supongo que lo iremos viendo.

Su calmada confianza en nosotros me tranquilizó, aunque no podía pensar más que en cuánto tiempo tardaría en aprender a manejar mi cortacésped. Jamás había cortado el césped. ¿Sabría eso el hombre Marlboro? Tal vez debería haber empezado comprándome un modelo más barato.

En ese momento, el padre Johnson se levantó y se despidió de nosotros hasta la semana siguiente. Yo cogí mi bolso.

—Gracias, padre Johnson —dije, levantándome.

—Esperad un momento —nos pidió, alzando las manos—. Voy a daros deberes. —Casi había conseguido escaparme—. Quiero que me mostréis cuánto sabéis el uno del otro —comenzó—. Quiero que hagáis un collage.

Me quedé mirándolo un momento.

—¿Un collage? —repetí—. Pero ¿en plan fotos de revistas y pegamento?

—Exactamente —respondió él—. No tiene que ser grande ni muy elaborado. Basta con que cojáis una hoja de un bloc cualquiera y lo llenéis con fotos que representen las cosas que sabéis de la otra persona. Traedlo la próxima semana para que le echemos un vistazo juntos.

Fue un giro inesperado.

Cometí el error de mirar al hombre Marlboro, que suponía que jamás en la vida se había sentido tan incómodo como en ese momento, ante la perspectiva de tener que sentarse a hacer manualidades, para demostrarle a una persona a la que no conocía de nada todo lo que sabía de la mujer con la que se iba a casar.

Vi que intentaba no reírse y mostrarse respetuoso, pero yo había observado sus preciosas facciones lo suficiente como para saber cuándo las aguas no estaban calmadas bajo la superficie. Había seguido el juego con amabilidad durante los cursillos y hacer un collage era su recompensa.

Puse cara de alegría.

—Será divertido —dije con entusiasmo—. Podemos hacerlo juntos algún día de la semana…

—No, no, no —me riñó el padre Johnson, agitando un dedo delante de mí—. No lo podéis hacer juntos. La idea es que lo hagáis de forma independiente.

El padre Johnson era muy mandón.

Le estrechamos la mano y prometimos llevarle la tarea a la semana siguiente y después salimos al aparcamiento.

Una vez fuera, el hombre Marlboro me dio una bofetada juguetona.

—¡Ay! —chillé yo, sintiendo el escozor—. ¿A qué ha venido eso?

—Tus azotes del martes —respondió él.

Yo sonreí. Siempre me han gustado los martes.

Subimos a la camioneta y la puso en marcha.

—Oye —me dijo, volviéndose hacia mí—. ¿Me puedes prestar alguna revista? —Yo me reí y nos alejamos de la iglesia—. Y tampoco me vendría mal un poco de pegamento. No creo que tenga en casa.

Los preparativos de la boda avanzaban a gran velocidad. Escogí la tarta, compré los zapatos, confirmé el menú, envié a la banda de country su adelanto y alejé a mi madre de su crisis matrimonial el tiempo suficiente como para ir a la floristería a confirmar que quería orquídeas y margaritas. Asistí a diversas fiestas de amigos de mis padres para que me dieran sus regalos de boda; todos ellos desconocían los problemas por los que estaban pasando sus amigos de toda la vida.

Empecé a embalar mis cosas para mudarme a mi nuevo hogar en el rancho, igual que hice cuando creía que me iba a instalar en Chicago. Saber que pronto viviría con el hombre de mis sueños y abandonaría definitivamente el hogar de mi niñez se me antojaba surrealista.

Reanudé las cenas de los martes con Ga-Ga, Delphia, Dorothy y Ruthie, empapándome de su conversación de pueblo como si mi vida —y mi supervivencia en el que sería mi nuevo lugar de residencia— dependieran de ello.

Me encantaban esas cenas.

El filete de pollo frito nunca me había parecido una comida tan deliciosa.

Mientras tanto, el hombre Marlboro se dejaba la piel trabajando. Para que pudiéramos irnos tres semanas a Australia de luna de miel, había readaptado el calendario de tareas del rancho, reduciendo la temporada de apareamiento, normalmente más larga, a un máximo de dos semanas.

Yo notaba esos cambios. Sus llamadas eran menos frecuentes y más espaciadas y se levantaba más temprano que de costumbre. Y por la noche, cuando me susurraba las buenas noches, segundos antes de caer rendido sobre la almohada, notaba su voz áspera, más cansada de lo normal. Estaba trabajando como un esclavo.

Y, por si fuera poco, la fecha de entrega del collage se acercaba.

El lunes por la tarde, la víspera de nuestra reunión con el padre Johnson, yo sabía que ni el hombre Marlboro ni yo habíamos hecho los deberes. Teníamos demasiado trabajo: demasiadas vacas, demasiadas decisiones que tomar para la boda, demasiadas películas en el cómodo sofá de cuero de su casa. Demasiados momentos románticos de los que ocuparnos cuando estábamos juntos y, además, el padre Johnson nos había dicho de manera explícita que no podíamos hacer los collages en compañía del otro.

Yo lo tenía claro: recortar fotos de revistas sentada a una mesa era lo último que me apetecía hacer con un hombre como él cerca. Sería criminal malgastar nuestro tiempo juntos así.

Pese a todo, no quería presentarme con los deberes sin hacer, así que me encerré en mi habitación, decidida a no salir hasta tener mi collage «¿Hasta qué punto conoces a tu prometido?» para el padre Johnson.

Revolví en el trastero de mis padres y cogí las únicas revistas viejas que pude encontrar: Vogue. Golf Digest y también el número de Phoebe Cates de Seventeen.

Perfecto. Seguro que de allí sacaba un montón de material.

«Esto es una chorrada», pensaba, cuando mi teléfono empezó a sonar escandalosamente. Tenía que ser el hombre Marlboro.

—¿Sí?

—Hola —dijo—. ¿Qué haces? —Parecía hecho polvo.

—Pues no mucho. ¿Y tú? —respondí yo.

—Bueno… —empezó a decir con voz grave, seria—. Tengo un pequeño problema.

Quizá no conociera mucho a aquel hombre, pero sí lo suficiente como para saber que algo iba mal.

—¿Qué pasa? —pregunté, pegando una foto de un balón de fútbol que había encontrado en un póster de la revista Seventeen en el collage de mi amado.

—Se acaban de presentar aquí un montón de camiones de ganado que se suponía que tenían que llegar mañana por la noche, pero se han adelantado… —explicó, tratando de hacerse oír por encima de la sinfonía de mugidos de su alrededor.

—Oh, no… qué mal —dije yo, sin saber muy bien adónde quería ir a parar.

—Así que tengo que marcar a todas estas vacas esta noche y prepararlas para el apareamiento y para cuando termine la tienda habrá cerrado —continuó. Nuestra cita con el padre Johnson era a las diez de la mañana del día siguiente—. Así que creo que tendré que ir mañana por la mañana temprano a tu casa para hacer la cosa esa —dijo.

Yo apenas lo oía entre tanta vaca.

—¿Estás seguro? —le pregunté—. ¿A qué hora pensabas venir? —Me preparé para lo peor.

—Más o menos a las seis —dijo—. Así me dará tiempo de acabar antes de irnos.

¿A las seis? ¿De la mañana?

«Jolines —pensé—, sólo me queda una semana más para dormir hasta tarde. Cuando nos casemos, a saber a qué hora tendré que levantarme».

—De acuerdo —dije. La voz me temblaba de nervios—. Hasta mañana pues. Ah, y si tardo un poco en abrirte la puerta, probablemente sea porque esté haciendo pesas o algo por el estilo.

—Entendido —respondió él, siguiéndome la corriente—. Oye, a ver si te va a dar un tirón o te vas a cansar demasiado. Nos casamos en menos de una semana.

Sentía los nervios en el estómago cuando colgué y reanudé mi tarea. Decidí dedicarme a ésta en cuerpo y alma y fingir que estaba otra vez en sexto curso, cuando la profesora Stinson nos mandó que hiciéramos un collage parecido, pero sobre nosotros.

En esa ocasión me pasé más de una semana destripando un montón de revistas viejas sobre ballet, pegando con sumo cuidado fotos de Gelsey Kirkland, Mijaíl Baryshnikov y otros grandes del ballet a los que idolatraba en aquel momento, y adornando los cortes y los bordes de la cartulina con fotos de zapatillas de punta, tutús, tiaras, bolsas de ballet y calentadores.

El ballet era mi vida entonces, en la escuela. Mi único centro de interés hasta que aparecieron los chicos en escena, y aun así, éstos tenían que disputarse con el ballet mi tiempo, energía y atención.

Se me hizo de noche recordando el pasado, mientras hacía un collage sobre el hombre de mi futuro y experimentaba de vez en cuando una amarga nostalgia al pensar en cómo me sentía cuando estaba en sexto curso haciendo mi collage sobre ballet, y en séptimo y en octavo, cuando mi única preocupación por el mañana era decidir qué color de peine combinaría con el bolsillo trasero de mis vaqueros Lee. Cuando mis padres aún estaban juntos y enamorados. Cuando aún era felizmente ignorante de lo mucho que podía doler la ruptura de una familia.

Trabajé sin parar, y antes de que me diera cuenta había terminado mi collage. Mi obra maestra, todavía húmeda de pegamento, incluía imágenes de caballos —cortesía de los anuncios de cigarrillos Marlboro, casualmente— y balones de fútbol. Había fotos de camionetas Ford y hierba, todo lo que pude encontrar que tuviera alguna relación, aunque fuera remota, con la vida en el campo.

Había también una serpiente de cascabel: el hombre Marlboro odiaba las serpientes de cascabel. Y una foto de una oscura noche cuajada de estrellas: de niño le daba miedo la oscuridad. Puse asimismo fotos de refresco Dr Pepper, tarta de chocolate y a John Wayne, que me vino muy bien que apareciera en un anuncio en Golf Digest a principios de los ochenta.

Tendría que valer, aunque faltaran imágenes que hicieran referencia a cosas menos tangibles —las cosas que de verdad importaban— que sabía sobre él. Que echaba de menos a su hermano Todd todos los días de su vida. Que se sentía cohibido en ambientes sociales. Que sabía muchas historias de la Biblia, más allá de las típicas de Sansón y Dalila o David y Goliat, unas mucho menos conocidas que a mí, que sólo la había hojeado por encima, ni se me habría ocurrido jamás que llegaría a leer. Que una vez en el parque de atracciones, jugando al escondite cuando tenía siete años, se escondió en un contenedor de la basura y tuvieron que sacarlo los bomberos porque se quedó atascado. Que odiaba los espaguetis porque le parecían difíciles de comer. Que era dulce. Cariñoso. Serio. Fuerte.

El collage estaba incompleto, le faltaba información absolutamente vital. Pero tendría que servir. Estaba cansada.

El teléfono sonó a medianoche, justo cuando estaba terminando de recoger las tijeras, las revistas y el pegamento de encima de la cama. Era el hombre Marlboro, que acababa de regresar a casa después de haberse ocupado de doscientas cincuenta cabezas de ganado. Sólo llamaba para darme las buenas noches. Siempre lo amaría por hacer eso.

—¿Qué has estado haciendo? —me preguntó. Tenía la voz áspera. Parecía agotado.

—Mis deberes para mañana —respondí, frotándome los ojos y mirando el collage que estaba encima de la cama.

—Qué bien —dijo—. Tengo que dormir un poco si quiero pasarme por tu casa mañana por la mañana y hacer el mío… —Su voz se fue apagando.

Pobrecito, lo sentía mucho por él. Tenía a sus vacas por un lado y al padre Johnson por otro, una boda en menos de una semana y unas vacaciones de casi un mes en otro continente. Lo último que necesitaba era ponerse a revisar números viejos de Seventeen buscando fotos de brillo de labios y champú. Lo último que necesitaba era ponerse a jugar con pegamento.

Mi mente trabajaba a toda velocidad y hablé desde el corazón.

—Escucha… —dije, tras ocurrírseme una idea genial—. He tenido una idea. Tú mañana quédate durmiendo, estás cansado…

—No, estoy bien —dijo—. Tengo que hacer el…

—¡Te lo haré yo! —lo interrumpí.

Me parecía la solución perfecta.

Él se rió suavemente.

—¡Ja! De eso nada. Yo hago mis deberes.

—¡No, de verdad! —insistí—. Te hago yo el collage. Tengo aquí mismo las revistas y todo lo necesario. Tardaré menos de una hora. Así los dos podremos dormir hasta las ocho.

Como si él hubiera dormido hasta las ocho alguna vez en su vida.

—No importa —dijo—. Iré a tu casa mañana por la mañana…

—Pero… pero… —Lo intenté de nuevo—. Así me dejarías dormir a mí hasta las ocho.

—Buenas noches… —contestó y su voz se fue apagando. Seguro que se estaba quedando dormido al teléfono.

Decidí ignorar sus protestas y pasarme la siguiente hora haciendo su collage. Lo hice con toda el alma, recorriendo el camino completo, maravillándome de lo bien que me conocía a mí misma y tronchándome de vez en cuando al caer en la cuenta de que le estaba haciendo los deberes del cursillo prematrimonial a mi futuro marido, deberes obligatorios si queríamos que nos casara aquel cura episcopal. Así, en caso de que se diera la remota casualidad de que el cuerpo exhausto del hombre Marlboro se quedara dormido, al menos no llegaría a la reunión con las manos vacías.

Me despertó al amanecer, llamando a la puerta principal. Como buen ranchero que era, había cumplido la promesa de estar en mi casa a las seis. Debería haber sabido que lo haría. Había dormido menos de cinco horas.

Bajé la escalera dando tumbos, tratando en vano de mantener el equilibrio para que no pareciera que llevaba despierta siete segundos. Cuando abrí la puerta allí estaba, con sus vaqueros Wranglers, guapo hasta decir basta a pesar de lo poco que había dormido. La dulzura de su sonrisa sólo era igualada por sus ojos adorablemente hinchados, que le daban un aspecto infantil a pesar de su cabello canoso. Sentí un cosquilleo en el estómago. Me preguntaba si dejaría de pasarme alguna vez.

—Buenos días —dijo, entrando en casa y acercándome la nariz al cuello.

Sentí como si mil plumas me acariciaran la piel.

Luego anunció que estaba listo para hacer su collage. Lo acompañé arriba, sonriendo, me metí directamente en el cuarto de baño y me lavé los dientes como una posesa. Dos veces. Iba en pijama, tenía los ojos hinchados y parecía que tuviese el doble de mi edad.

Cuando por fin entré en mi habitación, acicalada como mejor pude para ser las seis de la mañana, me encontré al hombre Marlboro de pie junto a mi cama, con un collage en cada mano, observándolos.

—Te has metido en un buen lío —dijo él, levantando el que había hecho para él.

—¿En un lío? —Sonreí—. ¿Contigo o con el padre Johnson?

—Con los dos —respondió, lanzándose sobre mí y tirándome sobre la cama—. Se suponía que no debías hacer esto.

Me reí y traté de soltarme, mientras él me hacía cosquillas y yo gritaba.

Tres segundos después, cuando consideró que ya me había castigado lo suficiente, nos sentamos y apoyamos la cabeza en el cabecero de la cama.

—Me has hecho los deberes —dijo, cogiendo otra vez el collage.

—Tenía insomnio —expliqué—. Necesitaba un poco de actividad creativa.

Él me miró como si no supiera si besarme, darme las gracias o seguir haciéndome cosquillas.

Yo no le di la oportunidad. Cogí el collage y le expliqué lo que significaban las fotos, para que pudiera hablar de ello en la reunión.

—Aquí hay un paquete de cigarrillos, porque cuando estaba en la universidad solía fumar.

—Ya. Lo sabía —dijo él.

—Y una copa de vino blanco —continué—. Porque… me encanta el vino blanco.

—Ya me he fijado —respondió él—. Pero… ¿no le molestará eso al padre Johnson?

—No… —dije yo—. Es episcopal.

—Entendido.

Seguí con mi explicación de mi época universitaria, señalando el reloj Swatch de mi color turquesa favorito, el doguillo, la zapatilla de ballet, los bombones Hershey’s Kisses.

Él miraba y escuchaba atentamente, preparándose para el interrogatorio del padre Johnson. Poco a poco, aquella hora tan temprana y lo calentito que se estaba allí pudo con nosotros y antes de que nos diéramos cuenta, sucumbimos a la irresistible blandura de mi cama en un caos de brazos y piernas entrelazados.

—Creo que te quiero —me susurró con voz áspera, casi rozándome la oreja con los labios.

Me estrechó aún más fuerte entre sus brazos, engulléndome casi por completo.

Nos despertamos justo a tiempo para llegar a nuestra cita de las diez de la mañana. Lo más irónico de todo fue que, después de prepararlo para el interrogatorio sobre mí, el padre Johnson apenas nos pidió detalles de los collages.

Nos pasamos casi todo el rato recorriendo el santuario y organizando el ensayo. Por mucho que apreciara al padre Johnson, estaba contentísima de que aquélla fuese a ser la última reunión antes de la boda.

Al final pasamos el examen con buena nota y sólo nos sentimos un poquito culpables por haber hecho trampas con los deberes.

En cualquier caso, no quedaba mucho tiempo para la culpa; faltaban cinco días para la boda.