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UN PARAÍSO MUY LEJANO

Los planes de la boda continuaban su curso y el día se iba acercando. Mi vestido estaba pedido —la última talla seis que llevaría nunca— y se iban ultimando todos los detalles para una preciosa boda episcopal, a pesar de la agitación que se estaba produciendo en el que una vez fue mi pacífico y feliz hogar de la niñez.

El matrimonio de mis padres pendía de un hilo cada vez más fino. Todos los días esperaba con el corazón en vilo que pudieran aguantar hasta mi boda. Había momentos en que deseaba que se divorciaran lo antes posible para que todos pudiéramos continuar con nuestras vidas, pero entonces veía signos de mejoría… que terminaban en decepción con la siguiente disputa, la siguiente crisis. Al menos una vez por semana deseaba haber hecho caso de mi instinto y haberme fugado.

Era una mala época para pensar en los entrantes.

Aun así, encontraba consuelo en los planes de la boda. Como amante impenitente de la comida que soy, el menú se encontraba entre las prioridades de mi lista de cosas para distraerme del derrumbe del matrimonio de mis padres, aunque estaba demostrando ser un tema espinoso. Y es que además de los cirujanos y los directivos de empresa que asistirían a la fiesta en el club de campo habría también vaqueros y otros trabajadores del rancho, granjeros y veterinarios, y no creía que ninguno de ellos apreciara ser recompensado con unas crudités y queso brie con masa de hojaldre después de hacerse todo el trayecto hasta mi ciudad.

Por otra parte, iba a ser una celebración bastante formal, que incluía invitaciones impresas en relieve y con etéreo tul blanco. Unas salchichas de cóctel con salsa barbacoa no pegarían demasiado. Además, siempre me ha gustado la comida bien presentada y elegante. Y gracias a mi fijación adolescente con la Martha Stewart de la década de los ochenta, sabía exactamente el tipo de comida que quería para mi boda.

Tomates cherry rellenos. Pepinos con mousse de salmón ahumado. Caviar. Quesos y rábanos a las finas hierbas. Tirabeques rellenos. Brochetas de pollo marinado. Langostinos hasta donde alcanzara la vista.

La hija mediana que había en mí tenía que encontrar la manera de satisfacer a ambas partes. La recepción tenía que ser un guiño a los distintos ambientes familiares en los que nos habíamos criado mi vaquero y yo. No se podía quedar fuera ni uno solo de los invitados.

La noche en que se me ocurrió la manera perfecta de organizar el menú él estaba fuera. Había tenido que ir al sur del Estado en busca de tierras de cultivo.

Estaba tirada en la cama, en chándal, mirando el techo, cuando de repente tuve la gran idea: en una zona del club de campo se instalarían sillas doradas de bambú, arreglos de orquídeas y rosas y mantelería de encaje antiguo. Música de violines acompañaría a los invitados mientras comían rosbif de solomillo y bebían champán en el banquete. Martha Stewart estaría presente en espíritu y declararía: «Ésta es mi hija bienamada. Estoy muy complacida con ella».

Pero la prima tercera de Martha, Mabel, preferiría el salón del otro extremo del club, donde habría una auténtica carreta de las que se empleaban para el transporte de provisiones para los vaqueros en las duras jornadas de arreo del ganado, allá por el siglo XIX: carne a la barbacoa, galletas y salsa de carne, pollo frito, cerveza Coors Light.

Habría manteles a cuadros blancos y azules en las mesas de picnic, una banda de country tocaría All My Exes Live in Texas y flores silvestres en jarrones de peltre adornarían todo el salón.

Sonreí al imaginar lo divertido que iba a ser. Nuestros dos mundos —el mundo rural del hombre Marlboro y mi mundo del club de campo— se encontrarían, se combinarían y unirían en un banquete armonioso que marcaría mi abandono definitivo de la vida de ciudad, los capuchinos y la talla seis.

Cuando estaba ensimismada en mi fantasía, en un episodio más de perfecta sincronía, el hombre Marlboro llamó desde la carretera.

—Hola —dijo, a través de un teléfono móvil de mediados de los noventa que sonaba entrecortado, pero conseguía acentuar la encantadora aspereza de su voz.

—Justo la persona con quien quería hablar —dije, cogiendo papel y un boli—. Tengo que hacerte unas preguntas…

—Te he comprado tu regalo de boda —me interrumpió él.

—¿Eh? —dije yo, desprevenida—. ¿Regalo de boda?

Siendo como era un persona decidida a hacer las cosas como es debido, me dio vergüenza que no se me hubiera ocurrido a mí comprarle también un regalo.

—Sí —dijo él—. Pero tendrás que darte prisa en casarte conmigo para que pueda dártelo.

Me reí como una niña.

—¿Y qué es? —pregunté.

No se me ocurría nada. Esperaba que no fuera una pulsera de diamantes.

—Tendrás que casarte conmigo para saberlo.

Jo. ¿Qué sería? ¿No se suponía que el anillo de compromiso ya era el regalo? Yo contaba con ello. ¿Qué podía regalarle yo? ¿Unos gemelos? ¿Un maletín de cuero italiano? ¿Una pluma Montblanc? ¿Qué se le regala a un hombre que monta a caballo todos los días?

—Y dime —dijo él cambiando de tema—, ¿qué me querías preguntar?

—Ah, sí —contesté, centrándome de nuevo en el menú—. Quiero que me digas cuáles son tus platos favoritos del mundo.

Él hizo una pausa antes de preguntar:

—¿Para qué?

—Estoy haciendo una encuesta —respondí.

—Hum. —Se detuvo a pensar un momento—. Probablemente, filete de ternera.

—Ya, bueno, aparte.

—Filete de ternera.

—¿Y qué más?

—A mí me parece que eso está bien.

—De acuerdo —respondí—. Entiendo que te gustan los filetes, pero me hace falta algo más.

—Pero ¿para qué?

—Porque estoy haciendo una encuesta —repetí.

Él se rió suavemente.

—Está bien, pero tengo un hambre que me muero ahora mismo y estoy a tres horas de casa.

—Lo tendré en cuenta —dije yo.

—Galletas con gachas… solomillo… tarta de chocolate… costillas a la barbacoa… huevos revueltos —recitó él.

«Bingo», pensé yo, sonriendo.

—Date prisa en casarte conmigo —exigió—. Estoy harto de esperarte.

Me encantaba cuando se ponía mandón.

Seguí en la cama. Me daba un poco de vértigo la nueva dirección que había tomado el banquete de boda: sería el puente ideal entre la vida antigua y la nueva, el símbolo perfecto de lo mejor de nuestros dos mundos. Puede que resultara superficial o que fuera un éxito rotundo. Comoquiera que fuese, no importaba.

Yo me imaginaba las risas de los invitados, la banda tocando el banjo, el champán. Cerré los ojos y vi las sillas doradas de bambú y los elaborados arreglos florales y me relamí al pensar en los tirabeques rellenos. Siempre me han gustado. Se lo debía a Martha.

Llena de energía, me levanté de un salto de la cama y bajé a contárselo a mi madre, que en cuanto a los planes de la boda, lo mismo pasaba de involucrarse con entusiasmo a caer en la distracción más absoluta.

Pero yo sabía que la emocionaría el giro que habían tomado los preparativos. Pese a la angustia que estaba viviendo, en el fondo mi madre era divertida y aventurera.

Sin embargo, cuando llegué abajo, vi la puerta de la salita cerrada, como siempre. Oí la tensa conversación de mis padres en susurros, hablando, obviamente, de sus problemas. Y de quién tenía la culpa.

Los tirabeques tendrían que esperar.

Di media vuelta, pues no tenía ganas de tomar parte en la situación, y volví a mi cuarto, el único lugar que escapaba del dramatismo que se vivía en toda la casa. Era tarde para ir a ver una película, a tomar un café o a una librería y el que se había convertido en mi refugio habitual, mi vaquero, se encontraba en algún punto de la autopista que recorría Oklahoma.

A falta de otra alternativa más apetecible, me preparé un baño caliente con abundantes burbujas de aromaterapia. Me metí en el agua y apoyé la cabeza en el borde de la bañera. Cerré los ojos inhalando el romero y la lavanda e hice todo lo que estaba en mi mano para quitarme de encima la opresiva sensación de que los problemas de mis padres iban a empeorar aún más.

No habían mejorado en absoluto en los meses transcurridos desde que el hombre Marlboro me pidió que me casara con él y la única cuestión pendiente era si el desastre golpearía antes, durante o después de la ceremonia.

Así pasé la velada, tomando un baño de burbujas, tratando de suavizar la contractura que se me estaba formando en los hombros e intentando no perder la razón.

El hombre Marlboro fue a recogerme al día siguiente por la tarde, cuando quedaba exactamente un mes para la boda. Un día sin vernos nos había ablandado el corazón, lo que propició que nos saludáramos con un apretado abrazo y un beso maravilloso. La forma en que me estrechó entre sus brazos, cómo casi siempre se valía de su fuerza superior para levantarme del suelo, me llegaba al alma. Yo era una aspirante a mujer fuerte e independiente, pero no dejaba de sorprenderme lo mucho que me gustaba que me levantara del suelo.

Nos dirigimos directamente hacia la puesta de sol y llegamos al rancho justo cuando el cielo cambiaba del color salmón al carmesí. Ahogué un grito de maravillada sorpresa. En mi vida había visto algo tan brillante y hermoso. El interior de la camioneta resplandecía lleno de color y la hierba de las praderas se mecía con la brisa vespertina.

Las cosas eran muy distintas en el campo. La tierra ya no era sólo un lugar donde vivir, hacía que me sintiera viva. Tenía pulso. El paisaje —la inmensidad de la llanura cubierta de hierba verde, las nubes que se extendían hasta el infinito— me dejó sin aliento. Estar allí era una experiencia espiritual.

Miré a mi alrededor y me di cuenta de que no íbamos por el camino de siempre.

—Tengo que darte tu regalo de boda —dijo mi vaquero sin darme tiempo a preguntar adónde íbamos—. No puedo esperar un mes para dártelo.

Sentí que se me encogía el estómago.

—Pero… —titubeé—. Yo aún no tengo el tuyo.

Me cogió la mano sin dejar de mirar a la carretera.

—Sí que lo tienes —contestó, llevándose mi mano a los labios y convirtiéndome en un charco de mantequilla derretida dentro de su camioneta.

Avanzamos trazando sinuosas curvas, mientras yo intentaba recordar si ya habíamos estado allí alguna vez. Mi sentido de la orientación era pésimo. Todo me parecía igual. Por fin, justo cuando el sol ya se ponía tras el horizonte, llegamos a un viejo establo y el hombre Marlboro se detuvo junto a él.

Yo miré a mi alrededor, confusa. ¿Me había comprado un establo?

—¿Qué… qué estamos haciendo aquí? —pregunté.

No respondió. Apagó el motor de la camioneta, se volvió hacia mí y sonrió.

—¿Qué es? —le pregunté, mientras bajábamos y nos acercábamos al establo.

—Ya lo verás —respondió él.

Estaba claro que se guardaba un as en la manga.

Estaba nerviosa. Nunca me ha gustado abrir un regalo delante de la persona que me lo da. Me causa incomodidad. Es como estar en una habitación a oscuras con un enorme foco sobre la cabeza.

Me removí incómoda. Quería dar media vuelta y salir corriendo. Esconderme en la camioneta. Entre la hierba. Desaparecer durante unas semanas. No quería un regalo de bodas. No me sentía bien.

—Pero… pero… —titubeé, tratando de retroceder—. Pero yo aún no te he comprado el tuyo —repetí, como si mis palabras fueran a hacerle cambiar de idea.

—No te preocupes —respondió él, rodeándome la cintura. Olía tan bien que inspiré profundamente—. Además, mi regalo es para los dos.

«Qué cosa tan extraña», pensé. La posibilidad de una pulsera o un collar de brillantes o cualquier otra chuchería no parecía verosímil. ¿Cómo íbamos a compartir una pulsera de brillantes?

«Igual me ha comprado uno de esos colgantes con un corazón partido en dos para que cada uno llevemos un trozo», pensé. No lo veía, pero el hombre Marlboro no dejaba de sorprenderme.

Seguimos acercándonos al establo.

Puede que fuera un mueble para la casa, un tú y yo, tal vez. Seguro que estaba tapizado en piel de vaca, pensé, o algún tipo de brocado del Viejo Oeste. Me encantan los tejidos que se ven en las películas de John Wayne. ¡Puede que las patas estuvieran hechas con cuernos! Tenía que ser un mueble. Tal vez una cama. Una cama en la que tendría lugar toda la magia del mundo, donde concebiríamos a nuestros hijos, ya fueran uno o seis, donde la llanura se incendiaría con la explosión de nuestra pasión y deseo, donde…

O quizá un perrito.

¡Sí! Tenía que ser eso, me dije.

«Probablemente sea un perrito, un doguillo tal vez, ¡un homenaje a la primera vez que perdí los nervios y me eché a llorar delante de él! Oh, Dios mío, me ha comprado un perrito para reemplazar a Puggy Sue», pensé.

Había esperado a que la fecha de la boda estuviera próxima, pero no quería que se hiciera demasiado grande antes de dármelo. Ay, mi hombre Marlboro… posiblemente eso fuera lo más romántico que podía haber hecho por mí. Ni en sueños podría haber imaginado un regalo mejor. Un perrito sería el puente perfecto entre mi mundo antiguo y el nuevo, un peludo recordatorio permanente de mi antigua vida en el campo de golf.

Cuando abrió las puertas correderas y encendió las enormes luces de las vigas, el corazón empezó a latirme desaforadamente. Me moría de ganas de acariciar a mi cachorrito.

—Feliz boda —me dijo con dulzura, apoyándose en la pared del establo, al tiempo que señalaba el centro del mismo con los ojos.

Los míos se ajustaron a la luz y poco a poco enfocaron lo que tenía delante.

No era un perrito. Tampoco era un diamante ni un caballo ni una resplandeciente pulsera de oro… no era ni siquiera una batidora. Ni tampoco un tú y yo ni una lámpara. Ante mis ojos, rodeado por balas de heno, había un cortacésped verde de John Deere nuevecito, con asiento y todo, una máquina muy grande, muy verde, muy mecánica y muy diésel.

De fondo se oía el chirrido de los grillos, literal y figuradamente. Y por enésima vez desde que nos comprometimos, la realidad del futuro al que me había apuntado pasó ante mis ojos como una exhalación. Sentí un momento de pánico al ver cómo se esfumaba la pulsera de brillantes que creía que no quería, hasta desaparecer por completo.

¿Nuestros regalos iban a ser siempre de ese tipo? ¿Acaso existía un catálogo de presentes de aniversario de boda distinto para el mundo agrícola? ¿El primer aniversario sería de papel… o de aceite de motor? ¿El segundo sería de algodón o discos con hilo de nailon para la desbrozadora?

Una cosa más para añadir a la lista de cosas a las que tendría que acostumbrarme.