SENDERO DE TORMENTO
Estaba en el camino de entrada, sin saber si correr tras él o irme. La segunda era la salida más sencilla. Nunca me había sentido tan exhausta. Era como si me clavaran agujas en los ojos cada vez que parpadeaba. A saber cómo debían de estar los del hombre Marlboro después de haberle plantado cara al fuego más de cuatro horas.
Oí el mugido de una vaca a lo lejos. ¿Qué me estaba diciendo? «Has sido una estúuuuuupida. Ve detrás de él». No sabía cuál era el paso acertado. Nunca antes me había visto en semejante situación.
Él tomaba siempre la iniciativa. Siempre era él quien salvaba las situaciones.
Lo romántico, lo correcto, lo valiente habría sido seguirlo a su casa, abrazarlo, besarlo, decirle que lo sentía, fuera cierto o no. Reconocer que los dos habíamos pasado una noche difícil. Admitir que me había pasado. Demostrarle que podía contar conmigo en todo lo que la vida nos pusiera delante y que lo amaba más que a nada. Eso era lo que mi corazón me ordenaba.
Pero mi cabeza tomó el mando y le recordó a mi corazón, que en esos momentos me martilleaba con fuerza dentro del pecho, el tono empleado por el hombre Marlboro un momento antes, su «Hasta luego» frío, distante y seco, que me había hecho sentir como si me clavaran mil carámbanos de hielo en el pecho.
A los pocos minutos me alejaba por el camino de grava, tratando de convencerme de que las últimas horas habían sido una pesadilla, que pronto me despertaría de ésta con el familiar sonido de su voz diciéndome hola por teléfono. Tenía que haber sido una pesadilla.
Pero el teléfono del coche mantuvo un ensordecedor silencio todo el camino de vuelta a casa.
Una hora después entraba en el camino de la casa de mis padres, el lugar donde tantas veces él y yo nos habíamos abrazado y besado apasionadamente.
Había vivido en aquella casa desde tercer curso, había subido los escalones de aquel porche con todo tipo de calzado, desde los náuticos Sperry Top-Sider hasta las zapatillas abotinadas Reebok o las Birkenstock. Allí me había despedido de novios y de acompañantes de bailes de graduación, de fans de grupos de música y de profesores de tenis. Pero los fantasmas de esas citas hacía tiempo que habían desaparecido. Aquel porche había quedado marcado para siempre ya con las suelas de las botas del hombre Marlboro. Él se había adueñado de todo, de mi concentración y mi atención desde el mismo instante en que lo vi en aquel bar.
Había sido como un huracán, un tsunami, un desastre natural para mi buen juicio, mi resolución y mi persona. Una semana con unos vaqueros Wranglers había cambiado por completo el curso de mi vida.
Mientras recorría el camino de entrada donde todo empezó con un beso, comprendí sin ningún género de duda que él era lo único que realmente había deseado en la vida.
Me dejé caer en mi cama y me cubrí la cabeza con la almohada, deseando con desesperación poder quedarme dormida. Pero el sueño no llegaba, por mucho que deseara que me aliviara aquella horrible sensación. No quería sentir lo que estaba sintiendo, como si una burbuja hubiera estallado en mi interior, el arrepentimiento por haberme enfadado y haber perdido los nervios como lo había hecho.
Incapaz de dormir, me levanté, me duché y salí a dar un paseo por el campo de golf.
Caminé en sentido contrario al de los hoyos: bajé por la calle del séptimo hasta el tee de partida y luego tomé la dirección del sexto. Vi a los golfistas madrugadores a lo lejos —jubilados con calcetines hasta media pierna— y atravesé por el hoyo seis para continuar por el áspero, un tipo de terreno que era el reflejo exacto de mi situación.
Un perro cazador atado me ladró al pasar a su lado.
—Calla —le espeté, como si me pudiera oír o le importara.
Estaba de mal humor, eso era evidente. Miré a mi alrededor en busca de algún pájaro o ardilla que pudiera molestarme. Los fulminaría con una fría mirada.
Llevaba despierta veinticuatro horas, exceptuando el breve sueñecito que me había echado con la cara pegada al cristal de la ventanilla de la camioneta del hombre Marlboro, mientras él combatía las llamas esa misma madrugada.
Habíamos tenido nuestra primera pelea desde que empezó nuestra deliciosa historia de amor. No había sido un encontronazo largo y duro. En cierto modo desearía que lo hubiera sido. Porque entonces sabría reconocer, identificar, comprender lo ocurrido.
Pero en vez de eso me había quedado con el escalofrío que me había provocado el sonido de la voz de mi amor, de mi hombre Marlboro diciéndome «Hasta luego», mientras se alejaba de mí.
No recordaba siquiera lo que había ocurrido antes. No me importaba. Sólo sabía que estaba cansada, rota, mal.
Y que el único con quien podía hablar en ese momento era un perro de caza sin nombre en un campo de golf.
Para entonces ya casi me encontraba en el tercer hoyo, cerca de la casa de un médico jubilado. Éste estaba sentado en un banco de madera en su jardín escrupulosamente podado, rodeando con el brazo a un atractiva mujer mayor, una que no era la mujer con la que había estado casado cincuenta años y que había muerto súbita e inesperadamente hacía dos años.
El marido de la mujer que estaba con el médico, que también había sido médico en nuestra misma ciudad, había muerto de un ataque al corazón poco antes. En su pena por la pérdida y su soledad habían terminado encontrando un vínculo que los unía y se habían casado hacía unos pocos meses.
—Buenos días —dije, saludando al pasar con una tenue sonrisa.
Ellos me saludaron y me sonrieron y luego adoptaron de nuevo la postura de antes de llegar yo: él rodeándole los hombros con el brazo, la mano de ella en la cara interna de la pierna de él.
Me encantaba ver esas demostraciones físicas de cariño entre dos personas mayores, que sugerían la existencia de una relación mucho más íntima. Como la mujer locamente enamorada que era, me hizo echar mucho de menos al hombre Marlboro.
Yo no era de las que llamaban, de las que perseguían, de las que suplicaban perdón. Yo había heredado mucho de mi madre: demasiado «Estoy bien», «Soy fuerte», «No te necesito», como para sincerarme mediante una arrepentida llamada telefónica.
Pero sin embargo, esa mañana, inexplicablemente, rodeé un enorme olmo y me lancé a una loca carrera de vuelta a casa de mis padres. Tenía que hablar con el hombre Marlboro enseguida, no podía seguir manteniendo aquella pose de no ceder terreno.
Aquella húmeda mañana corrí pensando en el médico y su nueva esposa sentados en el banco de madera. Había alegría en sus rostros. La alegría los rodeaba como un halo a pesar de la pena de perder a sus parejas que había alterado sus vidas. Juntos habían recogido los pedazos y reencontrado la felicidad. No habían sido el golf ni el bridge ni las compras ni los amigos, sino ellos dos.
Ésa era la felicidad que yo había encontrado con el hombre Marlboro. Y no estaba dispuesta a que mi orgullo lo estropease. Apreté el paso y, finalmente, llegué al jardín de mis padres.
Entré en la silenciosa casa. Mis padres se habían ido a pasar el fin de semana fuera, uno de los que serían un puñado de desesperados intentos de salvar su matrimonio.
Tenía los ojos hinchados y cansados, pero el paseo me había puesto el corazón en marcha. Y aunque sabía que probablemente él estaría durmiendo, agotado después de la noche que había tenido, debía llamarlo. Tanto si estaba dormido como si no, no quería que pasara ni un minuto más sin intentar hablar con él. Quería que supiera que había sido ese mismo agotamiento el que había provocado mi arrebato de esa mañana, un agotamiento mezclado con la adrenalina por haber estado tan cerca de la muerte, pero ése era un tema para otro momento.
Quería que supiera que en realidad no era una mocosa malcriada e histriónica. Que lo que pasaba era que me había sentido superada por el incendio.
Y que quería sentarme con él en un banco de madera de nuestro jardín cuando tuviéramos ochenta años, que me rodeara los hombros con el brazo y yo posara la mano en la cara interna de su pierna.
Estaba tan ocupada pensando todo eso que no me di cuenta de que ya había marcado el teléfono de su casa y que éste había sonado más de una docena de veces. Me recompuse y colgué. Sólo los psicópatas dejan que el teléfono suene una docena de veces.
«No pasa nada», pensé.
Tenía que descansar. Entonces el agotamiento se apoderó de mí y me metí en la cama de mis padres —el que una vez fue un lugar seguro y feliz en aquella casa— y me quedé profundamente dormida.
Me desperté en una habitación casi a oscuras. ¿Era de madrugada? ¿Había dormido toda la noche? Miré el despertador electrónico de mi padre, que debía de datar de 1984. Las 19.23. Me sentía el cuerpo pesado y débil, como si me acabara de despertar después de hibernar.
Cuando puse los pies en la alfombra y traté de levantarme, las rodillas prácticamente se me doblaron. Miré hacia el jardín, frotándome los ojos con los puños. Era casi de noche, de eso estaba segura. Había dormido más de nueve horas. Inspiré profundamente y me arrastré hasta la ducha. La siesta había sido tan larga y profunda que tenía que despejarme.
Tras la ducha, me sentí renacer. Estaba convencida de que el hombre Marlboro habría descansado ya; seguro que antes, cuando había llamado, debía de estar dormido. Así que me puse mis vaqueros favoritos y mi camiseta de tirantes rosa preferida y me serví una copa del Chardonnay Far Niente de mi madre. Me arrellané en un confortable sillón del salón y marqué el número de la casa del hombre Marlboro.
Me moría de ganas de oír su voz. De saber que todo estaba bien.
Pero en vez de su voz oí el seductor susurro de una mujer.
—¿Sí? —dijo en voz baja, como si no quisiera que la oyeran.
Sorprendida, colgué.
«Me he equivocado», pensé y volví a marcar.
Respondió la misma voz:
—¿Sí? —Era una mujer joven, y su voz sonaba como si le faltara el aliento, como si estuviera ocupada con algo.
Me quedé de piedra y colgué rápidamente.
«¿Qué demonios… qué demonios está pasando?».
Me quedé donde estaba, incapaz de moverme; la voz de la chica sin aliento todavía resonaba en mis oídos. Sentía un hormigueo en las mejillas y se me agarrotó todo el cuerpo. Ni en un millón de años habría esperado algo así.
Me estaba destrozando con los dientes la uña del pulgar.
¿Qué había ocurrido? ¿Quién era aquella mujer? Los pensamientos más horrorosos se movían enloquecidos por mi cabeza, pero yo me había quedado sin palabras. Desde luego no era su madre, que tenía una voz queda y sofisticada inconfundible. Su hermano, Tim, no salía con nadie, por lo que tampoco cabía esa posibilidad. El hombre Marlboro no tenía asistenta, ni chef personal, ni terapeuta de acupuntura, ni hermanas… y vivía demasiado lejos del camino principal como para recibir muchas visitas inesperadas.
No se me ocurría nada, absolutamente nada que tuviera un mínimo de sentido.
Y aun en el caso de que hubiera una buena razón que justificara la presencia de aquella mujer en su casa, no podía pasar por alto el tono susurrante, secreto y seductor de su voz. No era la voz que emplearía una madre o una tía para contestar al teléfono en casa ajena.
Ella parecía joven. La voz era íntima, lujuriosa.
Por su tono se diría que estaba desnuda. Desnuda, bronceada, menuda y con mucho pecho. Casi podía ver su cara, sus ojos azul violáceo y sus labios rojos y carnosos. Quería desconectar mi mente para hacerla desaparecer y que se perdiera en la tierra de las personas inexistentes, donde vivía antes de aquella llamada.
Pero no iba a marcharse.
Había visto suficientes películas y sabía exactamente lo que significaba la voz susurrante de aquella mujer. Lo sabía sin necesidad de estar allí. Estaba con el hombre Marlboro. Estaba tan enamorada de él como yo. Se había mantenido al margen desde que nosotros empezamos a salir. Y ahora, frustrado después de discutir conmigo esa mañana, había buscado consuelo en aquella chica… aquella mujer… aquella voz que destilaba lujuria por teléfono.
Habían pasado todo el día juntos, él descansando y disfrutando de su compañía; ella curándole las heridas y extendiéndole su bálsamo de amor en el alma. Él le había contado lo del incendio que había combatido y ella le había masajeado los hombros, lamentando que hubiera tenido que enfrentarse al fuego… y después le había masajeado la espalda, besándole hasta el último centímetro de piel para hacer que se sintiera mejor.
«¡Aghhhhhhhhhh!». Me tapé la cara con las manos, incapaz de frenar mi imaginación.
«El hombre Marlboro acaba de meterse en la ducha, cerrando la puerta tras de sí. El teléfono suena. La gatita sexual se levanta de un salto, envuelta en una sábana limpia —el blanco de la sábana hace resaltar su resplandeciente piel bronceada—, y va corriendo al vestíbulo a cogerlo. No tiene pecas. Su sensual pelo revuelto cae hacia delante y le roza las mejillas cuando se inclina para coger el teléfono. Sospecha que soy yo —él le ha advertido que quizá llamara— y por eso responde en voz baja, consciente de que el hombre Marlboro no querría que contestara. Pero tiene que hacerlo, quiere marcar su territorio, decirme cómo están las cosas. Ella está allí. Yo estoy aquí. Y él está en la ducha. Desnudo. Y ella está dispuesta a frotarle la espalda toda la noche».
«Aghhhhh».
Levanté las piernas y me hice un ovillo en el sillón, maldiciendo todas las películas que había visto en las que salía un personaje femenino menudo, bronceado y con mucho pecho.
Inspiré profundamente, tratando de reprimir mi creciente agitación. Me estaban entrando ganas de vomitar. No estaba ni remotamente preparada para enfrentarme a aquella emoción, ni esa noche ni en el pasado ni en el futuro.
Habíamos estado la tarde-noche juntos todos los días de los últimos meses, ¿cómo podía haber ocurrido algo así? ¿Cuándo?
De todas las cosas que podría haber sospechado, que el hombre Marlboro buscara consuelo en los brazos de otra mujer estaba tan abajo en la lista que ni se me había pasado por la cabeza. Contradecía todo lo que sabía de él. Era alguien demasiado franco como para escabullirse por un lateral con otra, por muy menuda y bronceada que fuera. No podía creer que me hubiera estado engañando todo el tiempo, ¿o sí?
Aunque es algo que ocurre muchas veces. Podía ser que yo fuera una de esas chicas que no se enteran hasta que estalla la bomba y la traición y el dolor la arrasan por completo. Pero… ¡eso era imposible! ¿O no?
Adiós a la uña del pulgar. Tenía las pupilas dilatadas y fijas en un punto. La camiseta me subía y bajaba de lo rápido que me latía el corazón.
En ese momento se abrió la puerta de casa.
—¿Ha-ha-ha-hay alguien? —preguntó una voz estruendosa.
Genial. Era Mike.
Inspiré hondo.
—Hola, Mike —conseguí decir, apoyando la cabeza en la mano.
Mi mente trabajaba a un millón de revoluciones por minuto.
—Oye —empezó a decir mi hermano.
Me preparé para la que se me venía encima. No estaba de humor para Mike. No estaba de humor para nada ni para nadie. Sólo quería quedarme allí sentada, obsesionándome. Hacía sólo siete minutos que la gatita sexual había hecho acto de presencia en mi mundo y tenía que buscar una explicación.
—¿Sí, Mike? —pregunté irritada.
Él se detuvo.
—¿Qué-qué-qué te pasa? —Mi hermano siempre sabía cuándo no estaba de buen humor.
—¡Nada! —le espeté, pero acto seguido me arrepentí y, suavizando un poco la voz, añadí—: Es… es que no me encuentro muy bien ahora mismo. Tengo muchas cosas en la cabeza.
—Vale, ¿pu-pu-pu-pu-puedes llevarme al centro comercial? —preguntó.
—Mike, ¿quién te ha traído?
—Karole Coz-Coz-Coz-Cozby.
—¿Y por qué no le has dicho a Karole que te llevara al centro comercial? —pregunté.
Justo lo que sabía que iba a pasar. Las cosas nunca son fáciles cuando Mike está cerca.
—Por-por-por-porque tengo que cambiarme de camisa y no quería que tuviera que esperarme, ¡por eso, mochuela! —me espetó.
Y dicho esto, subió con grandes pisotones a su habitación. Mike tenía todo un arsenal de improperios.
Habría seguido discutiendo con él, pero no tenía ganas. No podía dejar de buscarle explicación a la presencia de la mujer que había cogido el teléfono en casa del hombre Marlboro, pero no la encontraba. Sin embargo, tenía que haberla. Pero no la había. Aunque me quedara allí toda la noche, seguiría sin conocer la respuesta.
Me levanté y subí la escalera.
—¡Luego te llevo al centro comercial, Mike! —le grité—. Pero tendrás que esperar un poco, ¿vale?
Él no respondió.
Me volví hacia la habitación de mis padres con la intención de meterme de nuevo en la cama, olvidarme del mundo y, con un poco de suerte, volver a dormirme, en un intento por evitar la realidad de la noche, aunque después de una siesta de nueve horas, no creía que fuera a conciliar el sueño.
Me sentía rara, fuera de mí, aturdida. Y al pasar por delante de la puerta principal me sorprendió oír que llamaban con los nudillos.
«Quizá sea uno de los amigos de Mike —pensé—. ¡Bien!». Así no tendría que llevarlo a ninguna parte.
Abrí la puerta y allí estaba el hombre Marlboro, con sus vaqueros Wranglers, una impoluta camisa blanca y botas. Y una sonrisa tan dulce que derretía el corazón.
«¿Qué haces tú aquí? —pensé—. Se supone que estás en la ducha con esa gatita sexual».
—Hola —dijo, entrando y abrazándome por la cintura.
No pude evitar rodearle los hombros con los brazos, ni que mis labios buscaran los suyos. Era tierno, cálido, seguro… y nuestro primer beso se convirtió en un tercero y un sexto y un séptimo. Era el mismo beso de la noche anterior, antes de que el teléfono lo alertara del fuego.
Yo seguía teniendo los ojos cerrados mientras saboreaba cada segundo, tratando de conciliar el presente con la película de terror que había estado imaginando momentos antes.
No tenía ni idea de lo que estaba pasando. Y en ese momento ni siquiera me importaba.
—Hum. ¡Lo voy a contar! —bromeó Mike desde lo alto de la escalera, justo antes de bajar a la carrera para abrazar al hombre Marlboro.
—Hola, Mike —dijo él, dándole una amable palmadita en el hombro.
—Mike —dije yo, sonriendo y parpadeando—. ¿Nos disculpas un momento?
Mi hermano accedió y fue hacia la cocina riéndose por lo bajo y mascullando.
El hombre Marlboro me cogió por la cintura y me levantó para que nuestros ojos estuvieran a la misma altura. Entonces, con una sonrisa, dijo:
—He intentado llamarte esta tarde.
—¿Ah, sí? —dije yo. No había oído el teléfono—. Yo… me he quedado dormida. Nueve horas.
Él se rió suavemente. Cuánto necesitaba aquella risa suya esa noche.
Me dejó de nuevo en el suelo.
—¿Sigues de mal humor? —bromeó.
—No —respondí por fin, sonriendo.
«Entonces ¿quién es la mujer que está en tu casa? ¿Qué has estado haciendo todo el día? ¿Has dormido algo? Entonces ¿quién es la mujer que está en tu casa?».
—Yo he tenido que ayudar a Tim esta mañana y luego he dormido unas horas en el sofá. Me ha sentado bien.
«¿Quién es esa mujer? ¿Cómo se llama? ¿Qué talla de sujetador tiene?».
—Me habría quedado durmiendo todo el día —continuó—, pero Katie y su familia se han presentado en mitad de la siesta. Se me había olvidado que esta noche duermen en casa.
Katie. Su prima Katie. La que tenía dos niños pequeños, que probablemente estarían durmiendo cuando he llamado.
—¿Ah… sí? —dije, dejando escapar un suspiro de alivio por fin.
—Sí… la casa está llena de gente —contestó—. Por eso me ha parecido buena idea venir a buscarte y llevarte al cine.
Sonreí y le acaricié la espalda.
—Me parece perfecto. —La misteriosa chica bronceada y pechugona fue cayendo lentamente en el olvido.
Mike salió a todo correr de la cocina, desde donde había estado escuchando toda la conversación.
—Si vais a ir al cine, chicos, ¡¿po-po-po-podéis llevarme al centro comercial?! —gritó.
—Claro que sí, Mike —respondió el hombre Marlboro—. Te llevaremos al centro comercial. Pero te va a costar diez pavos.
Y mientras salíamos de la casa en dirección a la camioneta, tuve que morderme los labios para no pronunciar las únicas seis palabras que había en mi vocabulario en ese momento: «Dios bendito, amo a este hombre».