FUEGO EN EL CIELO DEL OESTE
Era jueves, hora de irme a casa. Habíamos estado viendo Ciudadano Kane —un regreso a mi clase Cinema 190 en la universidad— y era tarde. Y aunque dormir en la cómoda y blanda cama de una de las habitaciones de invitados sonaba mucho más apetecible que conducir hasta casa, no quería acostumbrarme a pasar la noche en casa del hombre Marlboro.
Eso se debía por un lado a que era de las que fingen ser una buena chica del club de campo y, por otro, a una buena dosis de miedo a que la madre o la abuela del hombre Marlboro pasara por allí por la mañana temprano para llevarle unas magdalenas recién hechas o cualquier otra cosa y viera mi coche aparcado en la puerta. O, peor, que entrara en la casa y yo no supiera si decir: «He dormido en la habitación de invitados», lo que me haría parecer aún más culpable.
«¿Qué necesidad hay de eso?», me dije y me juré que nunca me pondría en una situación tan embarazosa.
Con el hombre Marlboro masajeándome los cansados hombros, atravesé el pasillo hacia el estrecho porche y el camino de entrada, donde aguardaba mi polvoriento coche. Pero antes de que pudiera ir hacia allá, él me detuvo agarrándome por una trabilla de los vaqueros Anne Klein y tiró de mí con una fuerza que me asustó.
—¡Ehhhh! —exclamé, sorprendida por el tirón.
Solté un chillido tan agudo que hasta los coyotes me contestaron. Estaba desconcertada. El hombre Marlboro pegó el torso a mi espalda y me rodeó la cintura con los brazos. Apoyé las manos sobre las suyas y la cabeza en su hombro, mientras él enterraba el rostro en mi cuello. De repente, septiembre me parecía muy lejano. Tenía que tener a aquel hombre para mí sola las veinticuatro horas del día lo antes posible.
—Me muero de ganas de casarme contigo —susurró, haciéndome estremecer con cada palabra.
Sabía exactamente a qué se refería. No hablaba de la tarta de boda.
Me quedé sin habla, como siempre. Tenía ese efecto sobre mí. Cuando exponía sus sentimientos o hacía reflexiones sobre nuestra relación, yo siempre respondía con sonidos ridículos… torpes… titubeantes… engorrosos. Si alguna vez conseguía articular algo más, era del tipo: «Sí… yo también» o «Yo siento lo mismo» u otra torpeza como «Qué bonito».
Por eso había aprendido a empaparme del momento y no tratar de responderle con palabras, sino demostrándole que yo sentía lo mismo. Esa vez no fue distinto. Eché el brazo hacia atrás y le acaricié la nuca, mientras él hundía la nariz en mi pelo y, de pronto, me di la vuelta y le rodeé el cuello con los brazos con toda la pasión que sentía.
Minutos más tarde, estábamos de nuevo en la puerta corredera de cristal que conducía al interior de la casa, yo apoyada en el cristal, mientras él me devoraba con sus convincentes y fuertes labios.
Estaba perdida. Le rodeé lentamente la pantorrilla con mi pierna derecha.
Y entonces, el agudo sonido del teléfono se oyó dentro de la casa. Él no hizo caso de los tres primeros timbrazos, pero era tarde y, al final, le pudo más la curiosidad.
—Será mejor que lo coja —dijo, cada palabra destilando calor.
Corrió adentro, dejándome en una nube humeante y sensual.
«Salvada por la campana», pensé.
Maldita fuera. Me sentía mareada, incapaz de recuperar el equilibrio. ¿Sería por el vino? Un momento… no había bebido nada. Estaba borracha de sus músculos. Ebria de su masculinidad.
En cuestión de segundos, el hombre Marlboro salió por la puerta trasera.
—Hay un incendio —dijo a toda prisa—. Uno grande. Tengo que irme. —Y, sin detenerse, salió corriendo hacia la camioneta.
Yo me quedé allí parada, todavía aturdida y excitada, todavía incapaz de sentir las piernas. Y entonces, cuando ya empezaba a reflexionar sobre la ironía de que un incendio en una pradera hubiera salvado mi alma de arder en el infierno por los pecados carnales, el hombre Marlboro dio marcha atrás y frenó en seco al borde del porche, nuestro porche. Bajó la ventanilla, se asomó y gritó:
—¡¿Vienes?!
—¡Sí… claro! —respondí, corriendo hacia la camioneta y subiéndome de un salto.
«Un incendio en una pradera. Un incendio de verdad —pensé, mientras la camioneta se alejaba de la casa—. ¡Genial! ¡Va a ser la bomba!».
Momentos después, desde lo alto de la colina que había junto a su casa, vi el ominoso resplandor naranja en la distancia.
Un escalofrío me recorrió entera, haciéndome estremecer.
La actitud del hombre Marlboro había cambiado. Estaba serio. Conducía con la mirada fija al frente y un claro propósito: llegar al incendio lo antes posible.
Me estremecí de expectación. Nunca había visto un incendio en una pradera y menos aún de noche. Me sentía como viviendo una aventura, excitada y con el mismo cosquilleo de emoción que cuando mis amigos y yo explorábamos las zonas más sórdidas de Los Ángeles. Cuando te metías con el coche por las zonas peligrosas de la ciudad, te daba siempre un subidón de adrenalina, una descarga de energía. Distaban tanto del idílico paraje del hoyo siete donde yo había crecido.
Lo mismo pasaba con los pastos de alrededor del rancho del hombre Marlboro. Eran tan naturales, tan salvajes y era tan maravilloso ver cómo se mecían con la brisa de la noche, la misma que en ese momento avivaba el fuego en el horizonte. No había allí nada como el césped del campo de golf, siempre con la altura precisa, prescrita —normalmente medida en centímetros o en pulgadas—, nunca indisciplinado ni descontrolado.
Al mirar por la ventana de la camioneta la altísima hierba, iluminada de una forma sobrecogedora por los faros, empecé a tomar conciencia de por qué los incendios de las praderas eran algo tan grave. Y cuando la camioneta alcanzó la cumbre de la colina y pude ver las tierras del rancho al completo, se disolvieron todas mis dudas.
—Oh, Dios mío… —susurré al comprobar el alcance del fuego.
—Es enorme —dijo el hombre Marlboro, acelerando.
La emoción que había sentido unos momentos antes, fue reemplazada por la conciencia de la inminente catástrofe, provocada por el infierno cada vez más grande que teníamos delante. Cuando llegamos, otras camionetas —muchas con maquinaria en la parte de atrás— se habían ido congregando. Vaqueros y rancheros —meras siluetas recortadas contra el enorme muro de fuego— se movían de un lado a otro, subiéndose a camiones con depósitos de agua y empezando a luchar contra las llamas.
Al bajar de la camioneta sentimos el calor.
«¿Qué estoy haciendo yo aquí?», me pregunté, mirando mi calzado: unas bailarinas de Joan & David, con adornos de color bronce y plata. Perfectas para la ocasión.
—¡Venga! —gritó el hombre Marlboro, subiéndose a la trasera de un camión con depósito, que conducía un hombre de cierta edad—. ¡Tú súbete ahí delante con Charlie! —me dijo a mí, señalando la puerta del viejo vehículo de color azul.
A falta de otras alternativas más seductoras, salí corriendo y me subí de un salto.
—¡Hola, guapa! —dijo el hombre, poniendo el camión en marcha—. ¿Lista?
—Creo que sí —contesté.
¿Quién era Charlie? ¿Nos conocíamos? ¿Qué hacía yo en su camión-depósito y adónde me llevaba?
Se lo habría preguntado al hombre Marlboro si éste no se hubiera subido tan deprisa a la parte de atrás. Pero por lo que podía ver, estaba en un camión, con un anciano que se disponía a meternos a los tres en el corazón del infierno.
Supongo que tendría que dejar las preguntas para después, para cuando ya no tuvieran importancia.
El incendio parecía el doble de grande que al llegar, momentos antes. Deseé estar en otro lugar. Una sórdida zona de Los Ángeles estaría fenomenal.
Charlie se detuvo a poca distancia de las llamas, cuyo calor se podía sentir a través del parabrisas. Entonces giró a la derecha y empezó a avanzar en paralelo al fuego. Vi al hombre Marlboro bajarse y dirigir la manguera hacia el incendio, cubriéndose la cara de vez en cuando con el otro brazo.
No se veía casi nada. Sólo fuego, siluetas y mi vida desfilando delante de mis ojos.
Cuando se produce un incendio forestal acude todo el mundo. Es una regla no escrita, una verdad universal. Todos los vecinos ayudando a sofocar las llamas constituye la mayor demostración de apoyo y buena voluntad, por no mencionar que esos incendios no respetan a las personas ni los cercados y pueden saltar de un rancho a otro, llevándose por delante nutritivos pastos, animales y construcciones.
Además, aunque sólo sea en parte, es también una excusa para que un puñado de hombres se reúnan para combatir un peligro… para que se junten en torno a un verdadero infierno y utilicen las mangueras… para que intenten extinguir las llamas desde los vehículos, muy cerca del fuego… para que abran contrafuegos y traten de anticipar cambios en la dirección del viento. Ellos, lo admitan o no, se crecen en ese tipo de circunstancias.
Las mujeres, por nuestra parte, no nos parecemos en absoluto a los hombres.
A los pocos minutos de que Charlie nos llevara al borde de las llamas, a mí se me pasó la novedad y caí en un estado de irritabilidad y miedo causado por una combinación de la hora que era, el temor por mi seguridad y, sobre todo, la ansiedad por tener que ver al padre de mis noventa y cuatro futuros hijos haciendo frente a lo que parecía un planeta entero de violentas lenguas de fuego.
Mi niñez observando placas de rayos X en la consulta de mi padre cirujano, viéndolo calcular los riesgos de todo, desde esquiar hasta los circuitos de karts o los monopatines, asistiendo a tragedias y desafíos médicos de primera mano… todo eso salió a la superficie.
Y no haber podido evitar que, en el instituto, la hermana de mi mejor amiga sufriera graves quemaduras en una explosión… Entonces pude ver lo devastadoras que pueden ser las quemaduras.
En eso estaba pensando, impotente, dentro de la camioneta del tal Charlie, al que no conocía de nada, mientras seguíamos de cerca al hombre Marlboro, que en ese momento bajaba una empinada y escarpada colina, siguiendo la línea del fuego.
El vehículo avanzaba tambaleándose sobre las grandes piedras del camino. De vez en cuando, Charlie tenía que acelerar para superar los baches de mayor tamaño, o pegar frenazos para no atropellar a mi vaquero, que podía resultar herido… atrapado… quemado.
¡Su comportamiento era arriesgado, extremadamente arriesgado! Desafiaba por completo mi idea de evitar con sentido común las tragedias médicas. ¿Y por qué había tenido que llevarme allí, por qué? ¿Por qué no había dejado que me fuera? Ahora estaría ya muy cerca de mi casa y de mi cama libre de humos, sana y salva en el campo de golf. Lejos de los pastos en llamas. Lejos del calor y el miedo de que algo terrible ocurriese y cambiase mi vida.
De hecho, mi vida ya había cambiado drásticamente en el último año. No estaba preparada para que volviera a hacerlo.
Pero ¿qué podía hacer yo? ¿Bajar la ventanilla y decirle al hombre Marlboro que dejara de hacer de bombero? ¿Que volviera a su casa conmigo y se quedara allí? Podríamos ver una buena peli de acción; todo fácil y libre de peligro.
«Sí —me dije—, me parece un plan perfecto».
Entonces oí una voz por encima de la de la radio.
—¡Estás ardiendo! ¡Estás ardiendo! —dijo primero y luego, con más premura, añadió—: ¡Charlie! ¡Fuera de aquí! ¡Estás ardiendo!
Me quedé de piedra, incapaz de procesar lo que acababa de oír.
—¡Oh, mierda! —exclamó el dulce Charlie, agarrando el tirador de su puerta—. Tenemos que salir de aquí, guapa. ¡Fuera de aquí!
Abrió, sacó las endebles piernas por un lado y dejó que la gravedad tirase de él hacia el suelo. Yo hice lo mismo. Me cubrí la cabeza instintivamente y salí corriendo del vehículo, para ir a darme de bruces con el hermano del hombre Marlboro, Tim, que estaba mojando con la manguera el lateral de la camioneta de Charlie, completamente en llamas.
Yo seguí corriendo hasta que me aseguré de que estaba fuera de peligro.
—¡Ree! ¡¿De dónde sales tú?! —gritó Tim, casi sin apartar los ojos del fuego de la camioneta, que ya estaba casi extinguido. No sabía que yo estaba allí—. ¡¿Estás bien?! —gritó, mirando hacia donde me encontraba, para asegurarse de que no estuviera yo también ardiendo.
Un vaquero llegó corriendo en ayuda de Charlie por el otro lado. El anciano también estaba bien, gracias a Dios.
El hombre Marlboro se acababa de dar cuenta de que algo había ocurrido, no porque lo hubiera visto entre el humo, sino porque la manguera no daba más de sí y la camioneta de Charlie ya no lo seguía.
Otra camioneta con depósito de agua se acercó al lugar y reanudaron la tarea de combatir el fuego, ese fuego que podría haber engullido una vieja y destartalada camioneta, a su dueño igualmente destartalado y a mí.
Por suerte, Tim estaba cerca cuando una racha de viento llevó las llamas en dirección a Charlie, y actuó deprisa.
El fuego de la camioneta ya estaba extinguido cuando el hombre Marlboro se me acercó corriendo, me agarró por los hombros y me miró de pies a cabeza, tratando, en mitad de la confusión, de asegurarse de que estaba de una pieza.
Y así era. Físicamente estaba bien. Sin embargo, mi sistema nervioso estaba hecho trizas.
—¡¿Estás bien?! —gritó por encima del crepitar de las llamas.
Sólo pude morderme el labio para no perder los papeles allí mismo. «¿Puedo irme a casa?», era lo único que se me ocurría decir. Eso y «Quiero ir con mi mamá».
El fuego se había alejado, pero parecía haber aumentado de intensidad. Incluso yo notaba que el viento era más fuerte.
El hombre Marlboro y Tim se miraron… y soltaron una carcajada nerviosa, el tipo de carcajada que se te escapa cuando casi te despeñas o cuando tu coche casi se cae por un precipicio pero logra detenerse justo al borde, o cuando tu equipo, que va ganando, casi pierde un pase de gol, o cuando tu prometida y un vaquero local están a punto de ser devorados por las llamas, pero no.
Yo también me habría reído si hubiera tenido aliento suficiente. Pero me sentía los pulmones congestionados. No era capaz de lograr que cogieran aire. Quería creer que era por el humo, pero sabía que no era otra cosa más que pánico.
Tim y su hermano miraron el fuego.
—Venga, Charlie —dijo Tim—. Vamos hacia el norte para intentar sofocarlo por ahí.
El anciano, que probablemente había visto montones de incendios en su vida, subió de un salto al asiento del conductor de la camioneta de Tim sin inmutarse.
¿Era consciente de lo cerca que había estado de sufrir unas horribles quemaduras? Pero como vaquero duro y curtido que era, estaba tan pancho. Mientras que yo estaba pasmada. Anonadada. La adrenalina se me salía por los ojos.
—Venga —dijo el hombre Marlboro, cogiéndome de la mano.
Pero mis pies no se movieron. No pensaba acercarme al fuego ni un centímetro.
—Ve tú —dije, negando con la cabeza—. Yo te espero en la camioneta.
—Está bien —contestó, echándome un rápido vistazo—. No te pasará nada.
—Y corrió para subirse a la trasera de la camioneta con Tim, mientras yo miraba a aquellos tres valientes locos dirigirse hacia el Hades.
Di media vuelta y caminé a buen paso hacia la camioneta de mi hombre Marlboro, que brillaba con el resplandor naranja de las llamas a mi espalda. Me subí en el asiento trasero y observé cómo fuego —y todos los que lo combatían— se alejaban más y más.
El aire de la noche aumentó, yo apoyé la cabeza contra la puerta y acabé cayendo en una especie de coma. Soñé que mi vaquero y yo jugábamos al golf y que él llevaba un polo de un brillante color verde. Su caddy se llamaba Teddy. Y justo cuando empezábamos a jugar los últimos nueve hoyos, oí la puerta de la camioneta.
—Hola —dijo, frotándome delicadamente la espalda.
Oí el traqueteo de los demás vehículos alejándose.
—Hola —respondí, irguiéndome en el asiento al tiempo que miraba la hora. Las cinco de la mañana—. ¿Estás bien?
—Sí —contestó él—. Al final lo hemos controlado. —Tenía las ropas ennegrecidas y el exhausto rostro cubierto de denso hollín.
—¿Me puedo ir ya a casa? —pregunté medio en broma. En realidad lo decía totalmente en serio.
—Siento lo que ha pasado —se disculpó él, frotándome la espalda de nuevo—. Ha sido una locura. —Se rió suavemente y me besó la frente.
Yo no supe qué decir.
Regresamos a su casa en silencio. Mi mente trabajaba de forma frenética y eso no es bueno a las cinco de la mañana. Y, de repente, sin previo aviso, cuando enfilábamos ya el camino de entrada, perdí los nervios.
—¿Para qué me has traído? Quiero decir, sólo he estado metida en la camioneta de alguien que no conozco; ¿para qué venir? Tampoco es que haya servido de mucha ayuda…
Él me miró. Tenía los ojos enrojecidos.
—¿Querías manejar una de las mangueras? —me preguntó, con un tono de voz desconocido.
—No, lo que… lo que quiero decir… —Me detuve, buscando las palabras—. ¡Lo que quiero decir es que ha sido absurdo! ¡Peligroso!
—Los incendios forestales son peligrosos —contestó él—. Pero así es la vida. Estas cosas pasan.
Yo no estaba de humor. La breve cabezada que había dado no me había calmado.
—¿Qué es lo que te pasa? ¡Te lanzas a un incendio, abandonando toda precaución! Quiero decir que podría haber muerto gente ahí. Yo podría haber muerto. ¡Tú podrías haber muerto! ¿Te das cuenta de que ha sido una locura?
Él miró al frente, se restregó el ojo izquierdo y parpadeó. Parecía exhausto. Agotado.
Llegamos a la puerta de la casa justo cuando el sol asomaba por encima del establo. Detuvo la camioneta y, sin dejar de mirar al frente, dijo:
—Te he llevado conmigo… porque he pensado que te gustaría ver un incendio. —Apagó el contacto y abrió la puerta—. Y porque no quería dejarte aquí sola.
Yo no dije nada. Los dos salimos del vehículo y él echó a andar hacia la casa. Y, sin detenerse, dijo algo que me dejó helada.
—Hasta luego. —Ni siquiera se dio la vuelta.
Yo me quedé allí de pie, sin saber qué decir, aunque en el fondo sabía que no tendría que decir nada. Sabía que, igual que hacía siempre que me quedaba sin palabras en su presencia, él diría algo, se volvería, acudiría a rescatarme, me estrecharía entre sus brazos… y le infundiría a mi alma aquel amor suyo, como sólo él podía hacer. Siempre llegaba a tiempo para salvarme y esta vez no sería diferente.
Pero no se volvió. No dijo nada. Caminó hacia la casa, hacia la puerta del porche trasero, el mismo porche en el que horas antes nos habíamos dejado llevar por un arrebato de pasión, cuando el fuego entre nosotros había presagiado el fuego que nos esperaba en aquella lejana pradera. Un lugar donde me sentía segura y a gusto y tenía al hombre Marlboro como yo quería: lejos de todo peligro, de todo riesgo, de las irrupciones del mundo exterior, del miedo. Donde lo había tenido según mis propias condiciones.
Y ahora un estúpido incendio descontrolado en una pradera había tenido que estropearlo todo.
No volvió corriendo para estrecharme entre sus brazos, ni me susurró palabras de amor al oído. Estaba allí de pie, sola, en el camino de entrada de su casa, y de repente fui dolorosamente consciente de lo odioso que había sido mi arrebato.
Lo único que oí esa mañana fue el quedo sonido de la puerta al cerrarse tras él.