DOMINAR LA SITUACIÓN
—Entonces ¿cuántos hijos quieres tener? —me preguntó el hombre Marlboro mientras cenábamos.
Yo casi me atraganté con mi filete al punto, que él me había preparado en la parrilla con sus hábiles manos.
—Oh, Dios mío —respondí, tragando con dificultad. Se me habían quitado las ganas de comer—. No lo sé… ¿Cuántos quieres tú?
—No lo sé —respondió con una sonrisa traviesa—. Seis más o menos. Siete tal vez.
Me entraron ganas de vomitar. Tal vez fuera un mecanismo de defensa y mi cuerpo se estuviese preparando para las náuseas matutinas que me esperaban, aunque yo aún no lo supiera.
«¿Seis o siete hijos? Seguro, hombre Marlboro. ¡Seguro que no!».
—Jajajaja —me reí, al tiempo que me echaba el pelo hacia atrás, como si acabara de gastarme una broma muy graciosa—. Ya, ya. Seis niños… ¿te lo imaginas? Jajajaja. —La carcajada era en parte diversión y en parte nervios y terror.
Nunca habíamos hablado de hijos hasta ese momento.
—¿Por qué? —Me miró un poco más serio esta vez—. ¿Cuántos crees tú que deberíamos tener?
Me dediqué a extender el puré de patatas por el plato, sintiendo cómo mis ovarios daban un brinco dentro de mi cuerpo. Aquello no podía ser bueno.
«¡Basta ya! —les ordené en silencio—. ¡Calmaos! ¡A dormir de nuevo!».
Parpadeé y bebí un sorbo del vino que el hombre Marlboro había comprado para mí.
—A ver… —dije, tamborileando con los dedos sobre la mesa—. ¿Uno? ¿Uno y medio? —Metí la barriga hacia dentro, otro movimiento defensivo en un intento de negar el que, aun sin saberlo, iba a ser mi inevitable y blandengue futuro.
—¿Uno? —repitió él—. Pero eso no me llega para una cuadrilla de trabajo. ¡Voy a necesitar mucha más ayuda!
Entonces se rió y empezó a recoger los platos, mientras yo lo miraba completamente desconcertada, sin saber si lo decía en serio o en broma.
Fue la conversación más rara que he tenido en mi vida. Me sentí como si la montaña rusa se hubiera puesto en movimiento y el parque de atracciones se hubiera quedado a oscuras. No tenía ni idea de a quién tenía delante y me disponía a entrar en una tierra desconocida.
Mis ovarios, por su parte, seguían dando saltos mortales, como si hubieran estado vagando por una tierra baldía y por fin, milagrosamente, hubieran llegado a una cascada de aguas abundantes. Y la cascada medía más de un metro ochenta de alto, tenía pelo canoso y unos potentes bíceps. Jamás creyeron poder sentir una esperanza semejante.
Después de cenar, como habíamos hecho tantas noches en los últimos meses, el hombre Marlboro y yo salimos al porche. Estaba oscuro —habíamos cenado bastante tarde— y, a pesar de mis cinco minutos batallando en silencio con mi sistema reproductor, aquella noche tenía algo especial.
Yo estaba junto a la barandilla, respirando la fresca brisa nocturna y escuchando los sonidos del campo que algún día sería mi hogar. El bombeo de un pozo petrolífero en la lejanía, la sinfonía de grillos, el mugido de alguna vaca, el penetrante aullido de los coyotes… el alboroto de la vida campestre estaba tan presente y era tan tranquilizador como la cacofonía de cláxones, tráfico y sirenas cuando vivía en Los Ángeles. Me encantaba.
Él se colocó detrás de mí y me rodeó la cintura con sus fuertes brazos. Todo aquello era real, aquel hombre era real. Al tocar sus antebrazos y pasarle la palma de las manos desde los codos hasta las muñecas, cobré aún más conciencia de lo real que era.
Allí, abrazándome, estaba el Adonis de todas las fantasías de novela romántica que en ningún momento me había fijado que estuviera viviendo. Habían estado representándose con apasionado detalle bajo la superficie de mi subconsciente y yo sin darme cuenta de lo que me estaba perdiendo.
Cerré los ojos y apoyé la cabeza en su pecho, mientras notaba sus suavísimos labios y la sutil barba incipiente contra mi cuello. Desde un punto de vista romántico, la situación era perfecta y la brisa nocturna suave, casi imperceptible.
Física, visceralmente, era casi más de lo que podía soportar. ¿Seis bebés? Claro que sí. ¿Qué tal siete? ¿Serían suficientes? Allí de pie, aquella noche, habría dicho que ocho, nueve, diez. Y podría haberme puesto manos a la obra de inmediato.
Pero eso tendría que esperar. Habría tiempo de sobra.
Por el momento, nos quedamos en el porche, sumidos en la oscuridad de aquella noche perfecta, y nos dejamos llevar por un beso hermoso y apasionado tras otro. Y antes de que nos diéramos cuenta, no sabríamos decir dónde acababan sus brazos y comenzaba mi cuerpo.
Al cabo de poco tiempo encontramos el sitio donde viviríamos algún día, el lugar perfecto en el que empezar nuestra vida en común. Era una antigua casa de ladrillo amarillo, la «casa india», como la llamaban por allí, en una parte separada y más moderna del rancho familiar.
Había sido construida en la década de 1920 por los indios nativos, que habían obtenido inesperados beneficios durante el auge del petróleo, y, tras cambiar de manos varias veces a lo largo de los años, el interior de la casa era una mezcla de techos de dos metros, electrodomésticos de color verde aguacate y moqueta mohosa, en la que debían de habitar todo tipo de criaturas de la tierra. Se habían empezado pequeñas reformas aquí y allá que habían quedado inacabadas y apestaba a orina de ratón.
—Me encanta —exclamé, cuando el hombre Marlboro me la empezó a enseñar, apartando tablones caídos para que pudiera cruzar el vestíbulo de entrada y dándome la mano para que no me hiciera daño.
Y era cierto, me encantaba. La casa era muy muy vieja. Atesoraba muchas muchas historias.
—¿De verdad? —me preguntó con una sonrisa—. ¿En serio te gusta?
—Oh, sí —aseguré, mirando a mi alrededor—. ¡Es un sitio genial!
—Bueno, es obvio que no podremos vivir aquí hasta que arreglemos algunas cosillas —dijo—. Pero siempre me ha gustado esta vieja casa. —Miró a su alrededor con un respeto evidente hacia el lugar.
Las cosas dejadas por el último propietario —un viejo ranchero que les había vendido sus tierras al hombre Marlboro y a su hermano hacía pocos años— salpicaban diversas zonas del polvoriento interior.
Había un trofeo antiguo y pulido, en forma de urna, volcado en un rincón. Lo levanté y le limpié el polvo. «Estudiante del año, 1936». Debajo aparecía el nombre del ranchero. Junto al trofeo, había una caja de papel de cartas sin usar con el membrete del rancho, un membrete antiguo y amarillento, con una imagen pintada en acuarela del anciano, no tan anciano entonces, de pie junto a un rebaño de vacas Hereford, con gafas de pasta y los pantalones de algodón con pinzas metidos por dentro de sus enormes botas marrones.
Calculé que el papel sería de los años cincuenta. Me lo acerqué a la nariz y lo olí.
Había polvo y suciedad, telarañas y recuerdos… en el suelo, en el techo y flotando en el aire. Resultaba extraño, casi fascinante, que entre los electrodomésticos verdes y las capas de mugre, sintiera una conexión inmediata con aquella casa de ladrillo. Puede que fuera porque enseguida me di cuenta de que a mi vaquero le encantaba, o por la singularidad de la casa en sí. O quizá por el hecho de saber que sería nuestra, la primera cosa de los dos, o simplemente por la sensación de saber que mi lugar estaba allí.
—Ten cuidado donde pisas —me advirtió el hombre Marlboro mientras subíamos la desvencijada escalera.
Nos esperaba un espacioso descansillo con un espejo de hierro forjado pintado de blanco en la pared. Él me ayudó a pasar por un pequeño corredor que daba al dormitorio principal, inundado por la luz que entraba por los ventanales del suelo al techo que cubrían todas las paredes. Por esas ventanas se alcanzaba a ver hasta tres kilómetros hacia el este, más allá de un río que discurría entre los árboles de la propiedad.
A través de la puerta del cuarto de baño, vislumbré los antiguos azulejos hexagonales, cubiertos de mugre, y un agujero en el suelo donde en su momento habría habido un inodoro. Al otro lado de la habitación había una cómoda desvencijada de madera clara, del mismo tono dorado de los ladrillos de la fachada.
¿Por qué la habrían dejado allí?, me pregunté. ¿Qué habría dentro de los cajones?
—Bueno, ¿qué te parece? —me preguntó el hombre Marlboro, mirando a su alrededor.
—Dios mío… me encanta —dije, rodeándole estrechamente el cuello con los brazos.
Lo cierto era que no tenía ni idea de cómo conseguiríamos hacer de ella un lugar habitable ni de cuánto tardaríamos. Quizá la obra durase siete años o puede que terminara convirtiéndose en un diabólico pozo negro de desesperación y de gasto de dinero. Había visto Esta casa es una ruina; sabía lo fácil que era que las cosas empezaran a ir cuesta abajo.
Pero por alguna razón no estaba preocupada. Me sentía tan bien en aquel dormitorio en el que el hombre Marlboro y yo comenzaríamos nuestra vida juntos, donde nos despertaríamos juntos cada día o donde, si era antes de las ocho de la mañana, yo me taparía y me quedaría en la cama mientras él iba a trabajar.
En algún momento pondríamos allí una cama, una mesilla, una o dos lámparas y, probablemente, conociéndonos, un televisor para ver películas de submarinos y de Schwarzenegger, y también Lo que el viento se llevó, sin salir del refugio de las sábanas.
Mientras yo imaginaba todo eso, él me sacó de nuevo al vestíbulo, atravesamos el descansillo y echamos un vistazo a los otros dormitorios.
—Hay dos habitaciones más —dijo, pisando un montón de escombros—. Y también están en bastante buen estado.
—Conque siete niños, ¿eh? —bromeé yo al entrar en uno de los dormitorios, aguantándome la risa mientras observaba el espacio vacío sonriendo con superioridad.
Él me miró astutamente y, sin inmutarse un ápice, pregunto:
—¿Has oído hablar de las literas?
Yo tragué con dificultad y me preparé para lo que pudiera ocurrir, mientras mis ovarios lanzaban vítores de triunfo.
Antes de que me diera cuenta, se pusieron en marcha los trabajos de demolición del interior de nuestra casa de ladrillo, a la vez que la organización de una boda para seiscientos invitados avanzaba a toda máquina. Esas cosas ocurren, aunque nunca en tu vida te hayas parado a pensar en tu boda ideal y aunque poco antes estuvieras pensando en fugarte para casarte en secreto.
Cuando te encuentras con cientos de alternativas y cientos de miles de cambios y alteraciones relacionados con todo, desde la fecha del enlace hasta las invitaciones, pasando por la comida y las flores, te convences de que si todas esas opciones existen es que deben de ser realmente importantes. Y te concentras para asegurarte de que las decisiones que tomes sean las correctas.
Sin embargo, en mi caso, obsesionarme con la planificación de mi boda tenía un objetivo mucho más importante. Aparte de asegurarme de que la maquinaria nupcial siguiera moviéndose y pudiera asimilar la creciente lista de invitados a la celebración —gran parte compuesta por la enorme familia del hombre Marlboro—, sumergirme en los planes de boda se convirtió para mí en la Gran Distracción, la huida perfecta de la oscura nube de tormenta que se cernía sobre mi antes feliz y normal familia.
La perspectiva de una fiesta de ese tipo no había ayudado con los problemas de mis padres. De hecho, éstos habían empeorado. Aunque tras tomar la decisión de no fugarme, intenté pensar positivamente. «Tal vez para cuando se vaya acercando la fecha de la boda, estén otra vez bien», me dije.
No me había dado cuenta de que mi madre tenía ya un pie fuera de casa. Más que un pie, se diría que había salido corriendo por el camino de entrada, dispuesta a esprintar calle abajo. Que yo no lo viera claro en su momento, es la prueba del poder que tiene hacerse ilusiones. Hacerse ilusiones y dejarse envolver por un manto de negación.
—Estamos pensando en septiembre —le dije a mi madre cuando me presionó para que fijáramos la fecha.
—Oh… —respondió vacilante—. ¿Septiembre? ¿En serio? —Parecía sorprendida. Faltaban muchos meses—. ¿No os gustaría más en… mayo o junio?
Veía adónde quería llegar con todo aquello, pero eso sólo hizo que me mantuviera aún más en mis trece.
—El verano es una época de mucho trabajo en el rancho —dije—. Y queremos irnos de luna de miel. Además, hará más fresco.
—Está bien… —contestó con voz apagada.
Sabía lo que estaba pensando. No quería aguantar tanto tiempo. No quería que mi casamiento prolongara lo inevitable. Todo esto yo no lo supe hasta mucho después, pero aunque lo hubiera sabido entonces, no habría tenido el valor de hacer nada al respecto.
Los planes de la boda estaban en todo su apogeo y en vez de ahondar más en el asunto para comprender la dimensión de lo que estaba ocurriendo, aparqué el tema y me puse a buscar vajillas de porcelana para la lista de regalos. Con todos los diseños, detalles, flores, mariposas y cerámica azul y blanca que había, tenía más que suficiente para mantener la mente ocupada.
Aunque no había porcelana, por muy elaborada y elegante que fuera, más seductora que mi prometido, mi futuro marido, que seguía comiéndome con aquellos ojos azul hielo. Que no me esperaba en la puerta de su casa para saludarme, cuando llegaba casi todas las noches, sino que venía a hacerlo a mi coche. Que no me daba la bienvenida con una palmadita cariñosa o un leve abrazo, sino que me estrechaba entre sus fuertes brazos para comerme a besos. Y cuyos besos de buenas noches empezaban en cuanto llegaba, no horas después, cuando era el momento de volver a casa.
Ya estábamos jugando a las casitas, con mis viajes diarios al rancho, nuestras cenas a las cinco de la tarde y nuestras películas en el sofá de piel que sus padres habían comprado treinta años atrás, de recién casados.
Habíamos visto suficientes películas juntos para toda una vida. Gigante, con James Dean; El bueno, el feo y el malo; Reservoir Dogs; Adivina quién viene esta noche; El graduado; Sin novedad en el frente y, un buen puñado de veces, Lo que el viento se llevó.
Me seguía sorprendiendo la gran variedad de películas que le gustaban a mi hombre Marlboro —tenía un gusto sorprendentemente ecléctico— y me encantaba descubrir más cosas sobre él a través de su colección en VHS. Si incluso tenía Historias de Filadelfia. Con él, las sorpresas aguardaban en cada rincón.
Ya éramos una pareja casada, excepto por el hecho de quedarme a dormir y que no nos hubiéramos casado aún realmente.
Nos quedábamos en casa, como cualquier pareja de más de sesenta años, y seguíamos aprendiéndolo todo del otro lejos de fiestas, citas y reuniones con otras personas. Todo eso quedaba muy muy lejos —como mínimo una hora y media hasta la ciudad grande más próxima— y, además, él era como un pez fuera del agua en un bar atestado de gente. En cuanto a mí, ya había estado en esos lugares mil veces. Salir de juerga no me resultaba necesario y estaba absolutamente fuera de lugar con respecto a la vida que íbamos a construir.
Me di cuenta de que eso era lo que nos dábamos mutuamente. Él me enseñaba a vivir a un ritmo más pausado y me permitía sentirme cómoda sin necesidad de hacer planes excitantes. Yo le daba algo diferente. Diferente de las chicas con las que había salido antes de conocerme, chicas que sí sabían una o dos cosas sobre la vida de campo. Diferente de su madre, que también se había criado en un rancho. Diferente de todas sus primas, que sabían ensillar un caballo y montar y que habían nacido con las botas puestas.
Al ser el menor de tres hermanos, quizá buscara vivir la vida con alguien que veía el campo por primera vez. Alguien capaz de apreciar lo milagrosamente contracultural, lo extraño y diferente que era todo aquello. Alguien que fuera una negada montando a caballo e incapaz de distinguir el norte del sur, el este del oeste.
Si eso definía sus criterios para encontrar su pareja ideal, definitivamente yo era la mujer que buscaba.