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CASI MURIÓ CON LAS BOTAS PUESTAS

Estaba segura de que a esas alturas Mike ya le habría dicho a medio centro comercial que «¡mi-mi-mi-mi hermana se va a ca-ca-ca-casar!». Lo que significaba que en una o dos horas lo sabría todo el Estado. Sería vox pópuli en menos que canta un gallo.

El dependiente del Subway se enteraría primero y después lo seguiría la chica de la tienda de chucherías Candy Craze, que seguro que conocía a mi hermana del instituto; entonces llamaría a su madre, que probablemente habría sido paciente de mi padre en algún momento y que posiblemente conocería a mi madre. Y la chica de los cosméticos de Dillards, que vendía a mi abuela base de maquillaje Estée Lauder una vez al mes, también lo sabría en breve. Y lo mismo los guardias de seguridad y los conserjes, todos se enterarían en menos de una hora, aunque probablemente no le importaría a casi ninguno de ellos.

Pero que todo el mundo lo sabría era un hecho.

Para Mike, las noticias, fueran del tipo que fuesen, había que contarlas. Y si podía ser el primero en darlas, mejor. Gracias a Dios que no tenía móvil, porque si no ya habría llamado a la radio local para pedir que lo anunciaran en el momento de máxima audiencia.

Ésa era una de las debilidades de Mike: le encantaba ser portador de noticias.

Pero no podía permitir que eso me preocupara. Todavía en el suelo, entre el hormigueo y la sorpresa, contemplé mi mano separando ligeramente los dedos y examiné el anillo que el hombre Marlboro me había dado. No podría haber escogido uno más bonito o que simbolizara mejor nuestra relación. Desprovisto de adornos, consistía en un delicado aro de oro con un precioso diamante engarzado orgullosamente en él.

Era un anillo elegido por un hombre que desde el primer momento me había hecho saber lo que sentía. Y, como él, era fuerte, sin artificios, sólido, directo. Me gustaba verlo en mi dedo. Me hacía sentir bien saber que estaba allí.

Sin embargo, tenía el estómago encogido. Estaba prometida. Prometida. No estaba preparada para esa sensación tan extraña.

¿Por qué no había oído hablar nunca de esa sensación? ¿Por qué no me lo había contado nadie?

Me sentía a la vez adulta, excitada, sorprendida, asustada, formal, rara y feliz, una combinación extraña para ser un día laborable por la mañana.

¡Estaba prometida, santo cielo!

Con la otra mano cogí el teléfono y, sin pensar, llamé a mi hermana.

—Hola —dije cuando Betsy contestó.

No habían pasado ni diez minutos de nuestra anterior conversación.

—Hola —respondió ella.

—Esto… quería decirte una cosa. —Noté que mi corazón empezaba a latir con fuerza—. Estoy… prometida.

Se produjo un silencio que me pareció que duraba horas.

—Anda ya —exclamó Betsy al fin. Y lo repitió—: Anda ya.

—Que es verdad —respondí yo—. Acaba de pedirme que me case con él. ¡Estoy prometida, Bets!

—¡¿Qué?! —chilló ella—. Oh, Dios mío… —Se le quebró la voz y, a los pocos segundos, se echó a llorar.

A mí también se me hizo un nudo en la garganta. Y de inmediato comprendí a qué se debían las lágrimas de Betsy. Yo también lo sentí. Era una sensación agridulce: las cosas cambiarían a partir de ese momento.

Los ojos se me llenaron de lágrimas y me empezó a picar la nariz.

—No llores, tontorrona —dije, riéndome entre mis propias lágrimas.

Ella también se rió, sorbiendo con fuerza por la nariz, totalmente incapaz de dejar de llorar.

—¿Podré ser tu dama de honor?

Eso era demasiado para mí.

—No puedo seguir hablando —conseguí articular casi con la boca cerrada.

Colgué y me quedé allí, lloriqueando en el suelo.

El teléfono sonó de nuevo casi al momento. Era Mike desde una cabina del centro comercial.

«Ay, Señor —pensé—. Seguro que tiene un montón de monedas».

—¡Hola! —gritó mi hermano.

Se oía a la gente de fondo.

—Hola, Mike —respondí, secándome las lágrimas de la cara.

Él me dijo en tono juguetón:

—Esta mañana me han contado una co-co-co-cosa… —Y estalló en una carcajada traviesa.

Yo le seguí el juego.

—No me digas, Mike. ¿Y qué cosa es ésa?

—¡Me han contado… que… al-al-al-alguien se va a caca-ca-casar! —chilló y rió con aquel nerviosismo histérico propio de él.

—Oye, Mike, no se lo habrás dicho a nadie, ¿verdad?

No respondió.

—¿Mike? —insistí.

Al final dijo:

—Creo… que… que no.

—¡Mike, recuerda que has prometido no decírselo a nadie! —lo provoqué.

—Ten-ten-ten-tengo que colgar —dijo mi hermano. Y, sin más ni más, cortó la comunicación.

Estaba claro que saldría en la edición vespertina del periódico, hablando figuradamente.

Me pasé las siguientes dos horas al teléfono, adelantándome a las noticias, para informar a los miembros más cercanos de la familia de que su hija/hermana/nieta se iba a casar con un vaquero del condado de al lado.

No me topé con mucha resistencia, más allá de un par de contundentes exclamaciones por parte de mi hermano mayor, que, al igual que me sucedía a mí en el pasado, creía que la vida fuera de una gran ciudad no merecía la pena.

En general, mi familia me dio su aprobación. Era obvio que sabían lo enamorada que estaba del hombre Marlboro. Casi no me habían visto desde que estábamos juntos.

Sin embargo, la evidente precariedad del matrimonio de mis padres se cernía en el horizonte como una negra nube de tormenta que amenazaba con ensombrecer mi perfecto día primaveral. Pero intenté ignorarlo y disfrutar del momento. De aquel precioso y extraordinario momento.

A la mañana siguiente, temprano, iba en mi coche camino del rancho. El hombre Marlboro me había llamado la noche anterior, una de las pocas en que no habíamos estado juntos, para pedirme que fuera a su casa a esa hora.

Acababa de salir de mi ciudad cuando sonó el teléfono. Había niebla y estaba todo cubierto de rocío.

—Date prisa —dijo él con voz juguetona—. Quiero ver ya a mi futura esposa.

El corazón me dio un brinco. Esposa. Me iba a costar un poco acostumbrarme a la palabra.

—Ya voy —dije yo—. ¡Para el carro! —Colgamos y me reí. «Para el carro». Jaja. Tenía toda una vida por delante de bromas como ésa. Qué divertido iba a ser todo aquello.

Salió a recibirme vestido con vaqueros, botas y una camisa también vaquera muy suave y gastada. Yo salí del coche y me dejé abrazar. Eran apenas las ocho, pero en cuestión de segundos estábamos apoyados en el capó, besándonos apasionadamente.

Sólo el hombre Marlboro es capaz de hacer de las ocho de la mañana una hora perfecta para la pasión. Yo jamás habría sabido algo así de no haberlo conocido.

—Y dime… ¿qué vamos a hacer hoy? —pregunté, tratando de recordar qué día era.

—Pensaba que podíamos ir a dar una vuelta con la camioneta… —contestó él, abrazándome por la cintura— y hablar de dónde podríamos vivir.

En alguna ocasión le había oído mencionar, de pasada, que algún día le gustaría instalarse en otra parte del rancho, pero no le había prestado demasiada atención. Nunca me importó realmente dónde viviera, siempre y cuando se llevara aquel tipo de pantalones vaqueros.

—Quiero que sea una decisión de los dos.

Nos pasamos la mañana juntos en la camioneta. Recorrimos los lugares más recónditos y alejados del rancho familiar; cruzamos ríos de abundantes aguas e innumerables pasos, subimos colinas y atravesamos bosques a la búsqueda del lugar perfecto donde comenzar nuestra nueva vida juntos.

A él le gustaba la casa en la que vivía, pero estaba bastante alejada del corazón de las tierras del rancho y siempre había pensado que buscaría un sitio más definitivo para instalarse en otra parte.

El hecho de que nos hubiésemos comprometido hacía que fuera el momento ideal para la transición.

A mí me gustaba también su casa. Era rústica y sin adornos, pero bonita en su sencillez. Podría vivir allí. O en cualquier otra casa. O en su camioneta o en el establo o en un tipi en mitad de la pradera, siempre que estuviésemos juntos.

Pero él quería que mirásemos algo entre los dos mientras conducíamos. Y miramos. Cogidos de la mano. Y hablamos. Y en algún momento, bajo el resplandeciente sol de la mañana, detuvo la camioneta a la sombra de un árbol, se inclinó sobre el asiento y me tomó en sus cálidos y sensuales brazos. Y allí nos quedamos, besándonos como dos adolescentes en un autocine. Un autocine de 1958. De antes de la revolución sexual. Antes del Cinemax, aunque en mi mente seguíamos estando en los noventa. Costaba contenerse en la camioneta aquella mañana. No había nadie alrededor.

Pero nos contuvimos. Los besos duraron minutos en vez de horas, como a mí me habría gustado. Sin embargo, teníamos toda una vida por delante. Cosas que hacer. Pasos que atravesar. Así que continuamos con nuestro paseo, inspeccionando algunos de los lugares más adecuados para convertirse en nuestro hogar en un futuro.

Comenzamos en Home Place, la pintoresca y modesta granja en la que vivieron sus abuelos nada más casarse. La buena carretera por la que íbamos no siempre estuvo así, según me contó el hombre Marlboro, y, cuando llovía, su abuela se quedaba bloqueada durante días en la granja, sin poder cruzar el caudaloso río.

Su abuela era una chica de ciudad, como yo, me dijo, que al principio se resistía a vivir en el rancho. Pero como quería casarse con el abuelo del hombre Marlboro, cogió el toro por los cuernos y se fue allí con él.

—Qué bonita historia —dije—. ¿Al final se adaptó a vivir aquí?

—Lo intentó —contestó él—. Pero la primera vez que se subió a un caballo mi abuelo cometió el error de reírse de ella. Se bajó y dijo que era la última vez que montaba. —Se rió de aquella forma tan suya.

—Oh —dije yo, sonriendo con nerviosismo—. ¿Y cuánto tiempo tardó en acostumbrarse?

—Nunca lo hizo —respondió él—. Al final se compraron una casa y se mudaron a la ciudad. —Volvió a reírse.

Miré por la ventana, enrollándome un mechón de pelo en el dedo. Algo me decía que Home Place no era el lugar ideal.

Continuamos la búsqueda sin tomar ninguna decisión definitiva sobre dónde íbamos a vivir. Al fin y al cabo, llevábamos menos de veinticuatro horas comprometidos. No había tanta prisa.

Cuando por fin regresamos a su casa, nos acurrucamos en el sofá a ver una película. Lo que el viento se llevó, ni más ni menos. Él era fan de esa película. Y aquella tarde, viendo por enésima vez cómo el Sur se derrumbaba alrededor de Escarlata O’Hara, acaricié los brazos que me estrechaban con tanta dulzura y me daban tanta seguridad, y suspiré satisfecha, preguntándome cómo demonios había dado con aquel hombre.

Cuando me acompañó al coche un poco más tarde, minutos después de que Escarlata declarase «Ya lo pensaré mañana», me sujetó levemente por la cintura y me acarició las costillas arriba y abajo, apoyando la frente contra la mía con los ojos cerrados, como si estuviera grabando aquel momento en su memoria.

Me hacía cosquillas, pero no me importaba. Estaba prometida a aquel hombre, me dije, y habría muchas caricias como aquélla en el futuro. Tenía que acostumbrarme, ser capaz de soportar aquellas demostraciones de amor sin que se me doblaran las rodillas, sin olvidar el apellido de soltera de mi madre y quién había sido mi profesora de primero. Si no, tenía por delante muchos años de problemas y poca productividad.

Así que permanecí allí de pie y lo soporté con los ojos cerrados, tratando con todas mis fuerzas de no pensar en las cosquillas. No había sitio para ellas en aquel momento.

«¡Vete, Satán! Ree, sé fuerte».

Ganó mi mente y permanecimos allí de pie, plantándole cara a la realidad de que éramos dos cuerpos, mientras el sol pasaba de amarillo a naranja y después a rosa hasta adoptar un rojo brillante, el mismo color del fuego que ardía entre nosotros.

De camino a casa, me sentía acalorada. Como cuando te despiertas después del mejor sueño de tu vida, aún estás medio dormida y te parece que el sueño es real. Me obligué a pensar, a mirar a mi alrededor, a absorber todo aquello.

«Un día —me dije mientras conducía por aquella carretera rural—, conduciré por una carretera como ésta para ir a hacer la compra al pueblo, o a recoger el correo, o a llevar a mis hijos a clase de violonchelo».

¿Clases de violonchelo? Sería posible, ¿verdad? O de ballet. Seguro que habría alguna academia por allí cerca.

Habíamos mencionado algunas fechas para la boda: agosto, septiembre, octubre. Después del verano, cuando empezase a refrescar. Cuando terminara la temporada de apareamiento del ganado. Cuando pudiéramos relajarnos y disfrutar de una bonita y larga luna de miel sin la presión de todo el trabajo que conllevaban las vacas.

Quedaban aún muchos meses, lo que no me suponía ningún problema. Me llevaría todo ese tiempo enviar las invitaciones a toda su familia, entre primos, tíos y demás parientes, que al parecer vivían todos en un radio de ochenta kilómetros y querrían celebrar la primera boda en la familia más inmediata del hombre Marlboro, una familia que se había visto sacudida por la trágica muerte del hijo mayor, diez años atrás.

Y me llevaría todo ese tiempo romper con mi antigua vida, cortar el cordón umbilical entre mi antiguo y mi futuro yo.

Mientras tanto, la noticia de mi compromiso había empezado a extenderse por la ciudad (de treinta y cinco mil habitantes), gracias en gran parte a mi hermano y su política de anunciar mi compromiso por todo el centro comercial, o por teléfono, el día anterior.

Mi vuelta después de haber vivido en Los Ángeles había llamado bastante la atención, puesto que yo siempre había dado la sensación —a veces de forma muy impertinente— de ser alguien cuyo lugar estaba en una ciudad más grande, más cosmopolita.

El hecho de que estuviera colgando mis tacones negros de Los Ángeles para vivir en un rancho perdido en mitad del campo había sorprendido a no pocos. Casi podía oír los cotilleos.

—¿Ree se va a casar?

—¿En serio? ¿Ree se va a casar con un ranchero?

—¿Va a vivir en el campo?

—No me la imagino montando a caballo.

—Es la última persona a la que veo viviendo en el campo.

—¿Qué pasó con el novio que tenía en California?

A mitad de camino, sonó el teléfono. Era mi hermana, que llevaba un día en casa de visita.

—Mamá se ha encontrado a Carolyn en la tienda de regalos —dijo Betsy, riéndose—. Le ha dicho que se ha enterado de que te has comprometido y no se podía creer que te fueras a vivir al campo…

Las dos nos reímos, conscientes de que ése iba a ser un comentario habitual en los próximos meses.

No podía culpar a la gente por pensar así. Lo cierto era que yo misma aún no sabía cómo iba a llevar lo de la vida en el campo. A pesar de todo el tiempo que había pasado en casa del hombre Marlboro, la realidad de la vida en un rancho me resultaba desconocida.

Me concentré y traté de conciliar mi futuro —un futuro en una casa aún por definir, probablemente al final de un polvoriento camino de grava aún por definir, lejos de restaurantes, tiendas y estands de maquillaje— con mi existencia urbanita, mimada y materialista.

¿Qué iba a hacer allí todo el día? ¿A qué hora tendría que levantarme? ¿Tendría que ver con gallinas? Aunque ya llevaba un tiempo saliendo con el hombre Marlboro, no me había quedado nunca a pasar la noche con él… Nunca me había despertado a la hora que él se levantaba, ni había presenciado el desarrollo de su día desde que ponía los pies en el suelo.

No podía ni imaginarme lo que haría por la mañana, cuando ya estuviésemos casados. Si desayunaría cereales frente a él o esperaría a que saliera de casa para irse al despacho. Un momento, él no tenía despacho. ¿Tendría que trabajar a su lado o me pasaría el día lavando ropa en la tabla y colgándola en una cuerda?

En cuanto estaba sin hacer nada, empezaba a divagar y todos los estereotipos sobre la vida rural desfilaban por mi cabeza como un banco de pececillos. Era incapaz de apartarlos.

Por fin llegué a casa. Betsy había salido con sus amigos del instituto y cuando entré en la cocina pude ver claramente el elefante rosa en medio de la habitación: la puerta de la sala de estar estaba cerrada. Con mis padres dentro.

El aire se volvió pesado y asfixiante. En el aire de la casa de mi niñez veía flotar lo que normalmente era invisible: la tensión, las riñas domésticas, el conflicto, el dolor. Me di cuenta de que estaba dividida en dos: la persona alegre y contenta por su futuro y, a la vez, la persona destrozada y asustada al saber que su estable, normal y feliz vida familiar se está desmoronando ante sus ojos.

¿Cómo podía haberse precipitado aquel hogar feliz a semejante pozo de tristeza? Que coincidiera con que yo acabara de encontrar al gran amor de mi vida tenía que ser una broma de mal gusto.

Y, para empeorar las cosas, había empezado a encajar las piezas de la catástrofe matrimonial. Y ninguna de esas piezas era agradable de mirar.

Me arrastré hasta mi habitación, me quité los zapatos y me hice un ovillo en el sillón que había al lado de mi cama. Me moría de ganas de irme de allí, de evitar el maldito desastre. Al fin y al cabo, era problema de mis padres, no mío. Yo, desde luego, no tenía el poder de volver a unirlos.

Pero en vez de ser una mujer liberada que se resigna a la realidad, yo no podía dejar de pensar en cómo demonios iba a hacer frente a los meses que tenía por delante: un interminable y esquizofrénico ciclo de picos de euforia tras haber estado con mi amado y caídas en picado al abismo nada más entrar en la casa de mis padres.

No estaba segura de tener un estómago tan resistente como para soportar aquella montaña rusa.

En ese momento llamó mi salvador. Telefoneaba como hacía siempre tras haber pasado un día o una tarde juntos. Para darme las buenas noches, decirme que lo había pasado muy bien conmigo, preguntarme qué iba a hacer al día siguiente y susurrar que me quería.

Sus llamadas eran una panacea. Tenían el poder de revivirme de forma instantánea, de tranquilizarme, sanarme, hacer que mi vida estuviera completa de nuevo. Aquella llamada no fue diferente.

—Hola —me dijo, con una voz que había alcanzado nuevas cotas de sensualidad.

—Hola —respondí, suspirando en voz baja.

—¿Qué haces?

—Estaba aquí sentada —contesté, oyendo las voces amortiguadas de mis padres en el piso de abajo—. Pensando…

—¿En qué?

—Pensaba… —Vacilé un momento antes de continuar—. Que creo que quiero fugarme para casarme contigo.

Él al principio se rió. Pero al darse cuenta de que yo no lo hacía, se calló y los dos nos quedamos en silencio.

—¿De verdad? —preguntó él—. ¿Quieres fugarte para que nos casemos?

—Bueno, sí, más o menos —respondí—. ¿Qué opinas?

—¿Cómo se te ha ocurrido algo así?

No lo dijo, pero yo sabía que él no quería fugarse para casarse. Él quería tener una boda. Quería celebrarlo.

—No sé. —Vacilé, no muy segura de mis sentimientos ni de qué decir—. Pensaba en ello cuando me has llamado.

Se calló un momento y luego preguntó:

—¿Estás bien? —Había detectado un cambio en mi voz, la nube negra que se cernía sobre mí.

—¡Sí, claro que sí! —lo tranquilicé—. Perfectamente. Yo… Es sólo que he pensado que podría ser divertido.

Pero no quería decir eso en absoluto.

Lo que quería decir era que no deseaba tener nada que ver con celebraciones familiares, tensiones, estrés o problemas matrimoniales. No quería tener que preocuparme de que, de un día para otro, mis padres no fueran a ser capaces de vivir juntos los próximos meses de preparativos.

No me apetecía lidiar con todo eso. Quería librarme. Quería que el problema desapareciera.

Pero no lo dije; era demasiado para una charla nocturna, demasiado para ponerme a explicárselo en ese momento.

—Bueno, yo estoy abierto —respondió bostezando—. Ya lo hablaremos mañana.

—Sí —dije yo, bostezando también—. Buenas noches…

Me quedé dormida en mi cómodo sillón, abrazada al zorro Johnson, un peluche muy viejecito que mis padres me habían regalado cuando aún éramos la perfecta familia feliz.

—Hoy vas a salir de casa —me dijo mi vaquero a la mañana siguiente—. Puedes venir a ayudarme con la quema.

Sonreí, consciente de que no necesitaba mi ayuda para nada, pero me encantaba cómo me lo decía.

—¡Está bien! —dije, frotándome los ojos—. ¿Qué ropa tengo que ponerme?

Él se echó a reír, preguntándose con toda seguridad cuántos años tendrían que pasar para que dejara de hacerle esa pregunta.

La quema controlada, o simplemente «quema», como la llaman los hombres del campo, suele llevarse a cabo en primavera, antes de que brote la hierba nueva. Con el fuego se limpian los pastos de los restos de hierba muerta del invierno y se favorece el crecimiento de pastos nuevos. Además, se eliminan las malas hierbas que ya han empezado a brotar a comienzos de primavera.

Normalmente, la quema se lleva a cabo desde un jeep o algún otro vehículo abierto. El conductor saca una antorcha y va incendiando la hierba a su paso.

Yo había visto a mi hombre Marlboro hacerlo de lejos, pero nunca había estado cerca de las llamas.

«¡Quizá necesita que conduzca el jeep! —pensé—. ¡O, mejor aún, que prenda la hierba!».

Podía ser divertido.

Quedamos en el establo que había cerca de su casa, donde estaba aparcado el jeep. Cuando detuve el coche, lo vi salir del establo… con dos caballos. El estómago me dio un vuelco, arrugué la nariz y maldije en silencio.

No me sentía cómoda sobre un caballo e, igual que con los problemas matrimoniales de mis padres, tenía la secreta esperanza de que el asunto de los caballos desapareciera como por arte de magia.

No era que les tuviera miedo, en absoluto. Los caballos me parecen hermosos y los animales en general no suelen ponerme nerviosa. El problema tampoco era montar o desmontar, ésa era una de las pocas cosas relacionadas con un rancho para las que servía de algo tener experiencia como bailarina. Y no me molestaba el olor de los caballos, me gustaba incluso.

Mi problema tenía que ver con que cada vez que el animal se ponía al trote, yo empezaba a rebotar contra la silla. Daban igual las instrucciones que me diera el hombre Marlboro, daban igual los consejos, para mí, ir al trote en un caballo significaba golpearme repetida y violentamente el trasero sobre la silla.

No tenía problema con los pies, que llevaba perfectamente encajados en los estribos. Sencillamente, no sabía cómo utilizar los músculos de las piernas de manera correcta y aún no había aprendido a llevar bien el ritmo sobre la silla.

Resumiendo, montar a caballo me resultaba de lo más incómodo: además del golpeteo en el trasero, el torso se me ponía rígido y luego me dolía todo el cuerpo durante días, por no mencionar la pinta que debía de tener: una especie de tronco con el pelo rojo y despeinado.

Excepto con lo de tomarles la temperatura rectal a las vacas, jamás me había sentido tan fuera de lugar con algo.

Todo esto pasó por mi mente cuando vi al hombre Marlboro caminar hacia mí con dos caballos, uno de los cuales estaba claramente destinado a mí.

«¿Dónde está el jeep? —pensé—. ¿Dónde está la antorcha? No quiero un caballo. Mi trasero no lo soportará. ¿Dónde está mi jeep?».

Nunca había tenido tantas ganas de conducir un jeep.

—Hola —saludé, caminando hacia él con una sonrisa, tratando de que me viera tranquila y despreocupada ante lo que se me venía encima—. Creía que íbamos a quemar rastrojos.

Me salió voz de pito.

—Y así es —me contestó con una sonrisa—. Pero tenemos que llegar a zonas a las que no tenemos acceso con el jeep.

El estómago me dio un nuevo vuelco. Durante un par de segundos valoré la posibilidad de fingir que estaba enferma para no acompañarlo.

«¿Qué le digo? —me pregunté—. ¿Que me están entrando ganas de vomitar? ¿O me agarro el estómago y empiezo a quejarme antes de salir corriendo en plan dramático fingiendo náuseas?».

Eso podría ser muy eficaz. Él lo sentiría por mí y me diría:

—De acuerdo… Entra en casa y quédate descansando. Yo vuelvo dentro de un rato.

Pero no me veía capaz de llevarlo a cabo.

Vomitar es de lo más embarazoso. Y, además, pensé, si vomitaba igual me quedaba sin beso…

—Está bien —dije, sonriendo de nuevo, al tiempo que intentaba que mi rostro no delatara el pavor que sentía.

En mi tortura y confusión interna, no me había dado cuenta de que el hombre Marlboro y los caballos se me habían seguido acercando y, antes de que me diera cuenta, me rodeó con un brazo por la cintura, mientras sujetaba las riendas de los dos animales con la otra mano.

Lo siguiente que supe es que me estrechó contra su pecho y me dio un beso dulce y tierno que pareció seguir saboreando aun después de que nuestros labios se hubieran separado.

—Buenos días —dijo con ternura, dirigiéndome una de sus sonrisas mágicas.

Las rodillas se me doblaron. No sabía si por el beso en sí o por el miedo a cabalgar.

Montamos en nuestros caballos y empezamos a subir poco a poco la colina. Al llegar a lo alto, él me señaló una vasta pradera.

—¿Ves aquella arboleda? Hacia allí nos dirigimos.

Y, nada más decirlo, dio un leve toquecito a la grupa de su montura y atravesó la llanura al trote. Mi caballo lo siguió sin esperar instrucciones por mi parte.

Mi reacción fue ponerme rígida y tiesa y resignarme a parecer un bicho raro delante de mi amor y a que me dolieran hasta las pestañas durante una semana por lo menos.

Me sujeté a la silla y a las riendas como si me fuera la vida en ello, mientras mi caballo salía corriendo detrás del hombre Marlboro.

No llevábamos ni dos minutos trotando por la llanura, cuando mi montura hizo un movimiento extraño tras meter la pata en un hoyo. Como yo no tenía experiencia en esas cosas, mi reacción fue ponerme a gritar como una posesa y tirar de las riendas al tiempo que me ponía aún más rígida.

La combinación no le gustó a mi caballo, que, como es comprensible, decidió que no quería seguir llevándome a la chepa. Empezó entonces a corcovear y mi vida pasó ante mis ojos como un relámpago: por primera vez me dieron miedo los caballos.

Me sujeté desesperada, mientras la enorme criatura saltaba y levantaba las patas y mi cuerpo quedaba suspendido unos segundos en el aire; sabía que era cuestión de tiempo que saliera despedida.

Oí la voz del hombre Marlboro a lo lejos.

—¡Tira de las riendas! ¡Tira! ¡Tira!

Reaccioné de inmediato —estaba acostumbrada a responder instantáneamente a aquella voz— y tiré con fuerza de las riendas, obligando al animal a levantar la cabeza, lo que imposibilitó literalmente que siguiera encorvándose.

El problema fue que tiré demasiado fuerte y demasiado rápido y él reaccionó levantando las patas delanteras.

Me incliné hacia delante y me aferré a la silla, rogando al cielo que no me cayera de espaldas y me diera un golpe en la cabeza. Me gustaba mi cabeza. No estaba preparada para decirle adiós.

Para cuando las patas del animal tocaron el suelo, mi pierna izquierda se soltó del estribo y quedó colgando, igual que mi dignidad colgaba de un hilo. Gracias a mi agilidad de bailarina, desmonté de un salto, tropezando y dando traspiés nada más tocar el suelo.

Por instinto, empecé a alejarme del caballo, del rancho, de la quema. No sabía hacia adónde iba (de vuelta a Los Ángeles, supuse, o puede que a Chicago, después de todo). No me importaba. Lo único que sabía era que tenía que seguir andando.

Mientras, el hombre Marlboro llegó a la escena y calmó al caballo, que a esas alturas pacía tan tranquilo en las hierbas muertas del invierno que aún no se habían quemado. El muy jamelgo.

—¿Estás bien? —me preguntó.

No respondí. Seguí caminando, decidida a irme de allí como alma que lleva el diablo.

Tardó cinco segundos en alcanzarme. Yo no caminaba a un paso muy rápido.

—Oye —dijo, agarrándome por la cintura para obligarme a que me diera la vuelta—. No pasa nada. Esas cosas ocurren.

No quería hablar de ello. Tampoco quería oír hablar de ello. Quería que me dejara en paz y seguir andando. Quería bajar la colina, darle al contacto de mi coche e irme de allí. No sabía adónde, sólo sabía que quería irme. Quería alejarme de todo aquello —caballos, sillas de montar, riendas, bridas—, no quería saber nada más del asunto. Odiaba todo de aquel rancho. Todo era estúpido, absurdo… y estúpido.

Me zafé de su abrazo de consuelo chillando:

—¡No puedo hacerlo!

Las manos y la voz me temblaban con violencia. Me empezó a picar la nariz y los ojos se me llenaron de lágrimas. Semejante exhibición de histeria delante de un hombre no era propia de mí, pero haber estado a punto de matarme me había llevado a esos extremos.

Me sentía como un animal salvaje. Era incapaz de contenerme.

—¡No quiero hacer esto el resto de mi vida! —exclamé.

Di media vuelta para irme, pero al final me rendí y me desplomé en el suelo, derrotada. Era humillante, no sólo mi estilo rígido y patoso de montar a caballo, o que hubiera estado a punto de despanzurrarme contra el suelo, sino también aquel ataque de histeria.

Yo no era así. Yo era una mujer fuerte y segura de mí misma, por el amor de Dios. ¿Qué estaba haciendo en medio de una pradera? Con mi suerte, seguro que me había sentado en un montón de estiércol. Pero ya no podía ni andar. Hasta las rodillas me temblaban y no sentía los dedos. El corazón me latía frenéticamente en el pecho.

Si el hombre Marlboro tuviera sentido común, habría dejado los caballos y se habría largado con viento fresco, dejándome allí, pobre histérica, sollozando en el suelo.

«Debe de estar pasando alguna crisis hormonal —seguro que pensó—. No se le puede decir nada cuando está así. No tengo tiempo para estas tonterías. Tendrá que apechugar con todo esto si va a casarse conmigo».

Pero no se largó. Ni me dejó llorando allí sola, sino que se sentó a mi lado y me puso la mano en la pierna, asegurándome que ese tipo de cosas pasaban y que yo no había hecho nada mal. Aunque estaba convencida de que mentía.

—¿Has dicho en serio que no quieres hacer esto el resto de tu vida? —me preguntó. La sonrisa juguetona que tan bien conocía apareció en una de las comisuras de su boca.

Parpadeé varias veces y tomé aire profundamente, devolviéndole la sonrisa y asegurándole con la mirada que no, que no lo había dicho en serio, pero que odiaba a aquel caballo. Después volví a inspirar profundamente, me levanté y me sacudí mis vaqueros rectos Anne Klein.

—No tenemos que hacer esto ahora mismo —me dijo él, levantándose también—. Ya lo haré yo más tarde.

—No, estoy bien —respondí, regresando hacia mi caballo con renovada determinación.

Inspiré profundamente una vez más y monté. Según nos acercábamos a la arboleda, lo comprendí de repente: si estaba dispuesta a casarme con aquel hombre, a vivir en aquel rancho aislado y a sobrevivir sin capuchinos ni comida para llevar, no podía dejar que aquel caballo pudiera más que yo. Tendría que endurecerme y enfrentarme a las cosas.

Seguimos avanzando y lo fui viendo cada vez más claro. Tendría que echarle el mismo valor a todos los aspectos de mi vida, no sólo a las actividades diarias del rancho, sino también a la realidad del hundimiento del matrimonio de mis padres y a cualquier otro problema que pudiera surgir en los años siguientes.

De pronto, fugarme para casarme ya no me parecía la aventura romántica que trataba de convencerme que sería. Me di cuenta de que si lo hacía, si me fugaba para dar el «Sí quiero» en algún rincón perdido del mundo, jamás sería capaz de afrontar los rigores y agobios de la vida en el campo. Y eso no sería justo ni para el hombre Marlboro ni para mí.

Cuando nos pusimos en marcha de nuevo, me fijé en que él iba al mismo ritmo que yo.

—Hay que herrar a estos caballos —dijo con una gran sonrisa—. No les venía bien salir a trotar hoy de todos modos.

Lo miré.

—Así que iremos despacio, tranquilos —añadió.

Miré hacia la arboleda e inspiré profundamente para calmarme, agarrándome tan fuerte a la silla que se me pusieron los nudillos blancos.