13

SOLO ANTE EL PELIGRO

Durante la primera semana de mi relación con el hombre Marlboro había pasado más tiempo a solas con él que con J en los cuatro años que estuvimos juntos. Y ahora, después de varios meses, me daba cuenta de lo importante que es para una pareja enamorada sentarse en silencio de vez en cuando. Tranquilamente. Acariciarse las manos mutuamente y dejar que los sonidos de la naturaleza se conviertan en música un rato.

J y yo jamás lo hicimos. Siempre teníamos mucha gente alrededor.

Yo reflexionaba sobre ese tema —el drástico giro que había dado mi vida y mi actitud hacia el amor— durante las veladas que mi hombre Marlboro y yo pasábamos juntos, sentados por la noche en la tranquilidad de su porche, sin las luces de la ciudad a la vista ni el ruido del tráfico.

Normalmente cenábamos juntos, fregábamos los platos y veíamos una película. Pero casi siempre terminábamos en el porche, sentados o de pie, contemplando la oscuridad, la pradera iluminada únicamente por la clara y pura luz de la luna.

Supuse que, si no estuviéramos abrazados, el campo envuelto en silencio y oscuridad sería un lugar terriblemente solitario. Pero mi vaquero no me dio oportunidad de comprobarlo.

En aquel porche me había dicho que me amaba por primera vez, ni dos semanas después de nuestra primera cita. Lo dijo en apenas un susurro, un mero pensamiento que salió de sus labios en un estallido primitivo e impetuoso que me sorprendió y derritió al instante por su sinceridad, su espontaneidad, la emoción desenfrenada.

Pero aunque mi instinto me decía que yo sentía exactamente lo mismo, seguía sin encontrar el valor para decírselo. A pesar del enorme cariño que él me demostraba, yo me mostraba comedida. Estaba desencantada. Mi anterior relación tenía la culpa de ello y ver cómo se desmoronaba el matrimonio de mis padres después de treinta años no había ayudado.

Por algún motivo me resultaba complicado decir «te quiero», aunque sabía, sin lugar a dudas, que lo quería. Lo quería con toda mi alma. Pero me aferraba al silencio como si me fuera la vida en ello, temerosa de lo que podía significar que yo le dijera esas palabras, temerosa del resultado.

Ya había comido carne, algo que jamás habría creído que haría cuando era vegetariana. Me había levantado a las cuatro de la mañana para trabajar en el rancho. Y había suspendido indefinidamente mis planes de irme a vivir a Chicago. Al menos, eso era lo que me decía a mí misma todo el tiempo. Que mis planes estaban suspendidos indefinidamente.

Con eso tenía que bastar, ¿no? Suspender indefinidamente mis planes por él tenía que demostrarle que lo amaba. Cuando estábamos juntos, parecía siempre confiado, abierto, sincero, transparente y seguro. Con él no existía el toma y daca. Él daba generosamente, abría su corazón con toda libertad y, o bien no le importaba especialmente lo que yo sintiera por él o, lo más probable, ya lo sabía.

A pesar de mi silencio, a pesar de mi miedo a dejar de ser la persona que yo era, la chica independiente que durante tanto tiempo había querido creer que era… él lo sabía. Y tenía la paciencia necesaria como para esperar a que yo lo dijera.

Un martes decidí por fin abandonar la prudencia y pronunciar las palabras que sabía que sentía, pero que, por el motivo que fuera, siempre me había dado miedo decir. Fue espontáneo, inesperado. Había algo en la noche que me empujó a ello.

Él salió a recibirme al coche.

—Oye —dijo, al verme cerrar con el mando las puertas por pura costumbre—, ¿crees que llegará un día en que lo dejes sin cerrar? —me preguntó con una risilla.

Yo ni siquiera me había dado cuenta.

—Oh —dije riéndome—. Es que lo hago sin pensar. —Y me puse roja como un tomate.

Él sonrió y, rodeándome la cintura, me levantó del suelo. Una de las cosas que más me gustaba que hiciera.

—Hola —me dijo, esbozando una amplia sonrisa.

—Hola —respondí yo, devolviéndole la sonrisa.

Estaba tan guapo, con sus vaqueros gastados pero cómodos y su camisa gris oscuro almidonada. Qué bien le quedaba aquel tono de gris. Seguro que se creó pensando en él.

Y entonces me besó de aquella forma reservada a las parejas que llevan tiempo sin verse y han acumulado la pasión para el momento en que vuelvan a encontrarse. En nuestro caso no habían pasado ni veinticuatro horas.

En ese momento no existía en el mundo más que nosotros dos y, teniendo en cuenta lo apretado de nuestro abrazo, incluso habíamos dejado de ser dos.

Un hormigueo me recorrió todo el cuerpo cuando entramos en la casa. Aquella noche sentía el amor.

Mi hombre Marlboro me preparó solomillo a la plancha. La pieza de carne más sabrosa que cabe imaginar, y que si se prepara bien, se corta muy fácilmente. Ya me lo había preparado en un par de ocasiones con anterioridad y a veces yo sentía, normalmente tras el primer o segundo bocado, que me daban ganas de llorar de lo bueno que estaba.

Ponía la carne sobre una bandeja de papel de aluminio, la salpimentaba generosamente y, por último, vertía sobre ella la mantequilla derretida en una sartén antes de colocarla sobre la plancha unos veinte o treinta minutos, hasta que la carne estuviera entre poco hecha y al punto por dentro.

Estaba segura de que no podía haber un manjar como aquél.

Cenamos y hablamos y yo me bebí el vino bien frío muy despacio, saboreando cada trago, igual que saboreaba cada segundo junto a aquel hombre. Me encantaba mirarlo cuando hablaba, me encantaba el movimiento de su boca.

«Tiene la mejor boca del mundo», pensaba para mí. Aquella boca me volvía loca de remate.

Terminamos en el sofá, viendo una película de submarinos y enrollándonos como salvajes con el estribillo del himno de la Marina de fondo. Y entonces ocurrió: el comandante acababa de relevar al capitán del mando del barco. Era un momento tenso de la película y, de repente, la emoción me invadió y no me pude controlar. Con la cabeza apoyada en su hombro y mi corazón en sus manos, susurré:

—Te quiero.

Pensé que quizá no me habría oído, estaba demasiado concentrado en la película.

Pero sí que me oyó. Lo noté. Sus brazos me rodearon con más cuidado y me apretó con más fuerza. Tomó aire y lo soltó mientras jugaba con mi pelo.

—Me alegro —dijo en voz baja y sus tiernos labios se encontraron con los míos.

En el coche, mientras conducía de vuelta a casa, me sentí mucho mejor. Ya no era aquella tía rara que después de pasarse todo el día con un hombre durante meses es incapaz de decirle lo que siente por culpa de un extraño defecto mental, aquella tía que deja que él le exprese su amor una y otra vez, pero se niega a hacer lo propio.

También me sentía bien por haber tenido la valentía, inusual en mí, de decirle que lo amaba antes de que él me lo dijera a mí esa noche. Quería decirle «Te quiero», no «Yo también te quiero».

Las películas de submarinos me gustaban por algún motivo.

No tenía ni idea de adónde íbamos juntos, pero lo que sí sabía era que se lo había dicho de corazón.

Aquella noche dormí como un bebé.

A la mañana siguiente me despertó la llamada de mi hombre Marlboro. Eran casi las once.

—Hola. ¿Qué haces? —me dijo.

Yo me levanté de la cama de un salto y recorrí torpemente la habitación.

—¿Quién, yo? Oh, nada. —Me sentía como si estuviera drogada.

—¿Estabas durmiendo?

—¿Quién, yo? —repetí, tratando de salir de mi estupor. Luego me quedé callada, intentando orientarme.

—Sí, tú —dijo él, riéndose—. ¡No me puedo creer que estuvieras durmiendo!

—¡No estaba durmiendo! Estaba… estaba… —Era una perdedora. Una perdedora patética y dormilona.

—Eres una persona muy activa por las mañanas, ¿no?

Me encantaba cuando jugaba conmigo.

Me froté los ojos y me pellizqué las mejillas, tratando de despertarme.

—Sí, más o menos —respondí y añadí, cambiando de tema—: ¿Y tú qué haces?

—Tenía que ir a la ciudad esta mañana temprano y… —contestó.

—¿De verdad? —lo interrumpí. La ciudad estaba a más de dos horas—. ¡Sí que has madrugado, pues! —Jamás comprenderé eso de madrugar. ¿Cuándo duerme la gente?

—Ah, y, por cierto, estoy tomando el camino de entrada de tu casa —continuó él, impertérrito.

«¿Cómo?».

Corrí a mirarme en el espejo del cuarto de baño y me estremecí al verme: ojos hinchados, pelo sucio, marcas de almohada en la mejilla izquierda. Pijama deforme y sin color ya por los lavados.

Pinta de mendiga.

Dormir hasta las once no había resultado beneficioso para mi aspecto.

—No será verdad —supliqué.

—Sí —respondió.

—No —repetí yo.

—Que sí —dijo él.

Cerré de un portazo la puerta del baño y eché el pestillo.

«Por favor, Señor, por favor, que sea una broma», rogué, cogiendo el cepillo de dientes.

Me los lavé como una loca mientras me miraba al espejo. ¿Por qué no podía ser yo como esas mujeres de los anuncios, que se despiertan en camas con las sábanas perfectamente planchadas, con el cutis fresco e hidratado y el pelo perfectamente arreglado?

No estaba presentable para ojos humanos y mucho menos los perspicaces ojos de mi sexy y magnético hombre Marlboro, quien en ese momento subía la escalera rumbo a mi habitación. Oía el ruido de sus botas.

Las botas estaban ya en mi cuarto, al igual que la voz grave que las acompañaba.

—Hola —le oí decir.

Me apliqué sobre la cara un paño mojado en agua fría y recé tres avemarías sin poder creer que estuviera atrapada otra vez en un cuarto de baño mientras él, mi vaquero, aguardaba al otro lado. ¿Qué demonios hacía él allí? ¿No tenía vacas que cuidar? ¿Cercados que arreglar?

Era pleno día. ¿No tenía un rancho que dirigir?

Debía hablar con él acerca de la ética del trabajo.

—Ah, hola —respondí a través de la puerta, registrando el cesto de la ropa sucia a ver si encontraba algo, lo que fuera, mejor que el sacrilegio que adornaba mi cuerpo. ¿Es que no tenía respeto por mí misma?

Oí la risa suave del hombre Marlboro.

—¿Qué haces ahí dentro?

Encontré mis vaqueros desgastados favoritos.

—Esconderme —respondí, poniéndomelos y abrochándomelos.

—Venga, sal ya —dijo con voz queda.

Sentía los vaqueros húmedos, tras dos días en el cesto de la ropa sucia junto a algo mojado, y lo mejor que pude encontrar para ponerme arriba fue una camiseta de color granate y dorado del equipo de la universidad. No estaba sucia ni olía mal y fue lo mejor que pude encontrar.

Qué bajo había caído desde mis tacones negros y el lustre de Los Ángeles. Me encogí de hombros aceptando la derrota y abrí la puerta.

Él estaba allí de pie, sonriendo. Su sonrisa pícara me agarró por sorpresa, como siempre.

—¡Por fin! Buenos días —dijo, rodeándome la cintura con los brazos.

Posó los labios en mi cuello. Menos mal que se me había ocurrido vaporizarme con un poco de Giorgio.

—Buenos días —le respondí en un susurro, con un deje de vergüenza en la voz por tener los ojos hinchados y por haber dormido hasta tan tarde, pero lo abracé con fuerza esperando en vano que no me soltara ni retrocediera lo suficiente como para ver la pinta que tenía. Tal vez si seguíamos así cincuenta años las arrugas terminaran ocultando la hinchazón.

—¿Qué has estado haciendo toda la mañana? —me preguntó.

Yo vacilé un momento y al final opté por un amplio monólogo.

—He corrido mis treinta y dos kilómetros de rigor, después he ido a dar un paseo por el campo y luego he leído la Ilíada. Dos veces. No creo que quieras saber el resto. Te cansarías con sólo oírlo.

—Ya, ya —dijo él, con sus ojos azul verdoso fijos en los míos.

Me derretí en sus brazos una vez más. Era lo que me ocurría siempre que me abrazaba, absolutamente siempre.

Me besó a pesar de la camiseta que llevaba.

Yo tenía los ojos cerrados y estaba inmersa en un agujero negro, un remolino de amor, como si mi existencia tuviera lugar fuera de un cuerpo humano. Flotaba sobre las nubes.

—Entonces… —me susurró al oído, estrechándome con más fuerza.

Y en ese momento volví de golpe a la tierra, a mi habitación, con un sonoro golpetazo.

—¿R-R-R-R-Ree? —gritó una estruendosa voz. Era mi hermano Mike, que llegaba corriendo como una bala hacia nosotros, con los brazos extendidos—. ¡Hola! —gritó—. ¿Qu-qu-qu-qué hacéis, chicos? —Y antes de que pudiéramos evitarlo, nos rodeó a los dos con un inmenso abrazo de oso.

—Hola, Mike —dijo el hombre Marlboro, tratando de aceptar el hecho de que mi hermano adulto lo estuviera abrazando.

A mí no me resultaba extraño, tan sólo molesto. Mike había interrumpido nuestro momento. Siempre hacía esas cosas.

—¿Qué pasa, Mike? ¿De dónde demonios has salido?

—Carl me acaba de traer a casa en ambulancia —dijo.

La ambulancia era una de las cosas predilectas de Mike después del parque de bomberos número tres.

Me solté de mi hombre Marlboro y pregunté:

—Y dime, Mike, ¿qué puedo hacer por ti esta bonita mañana? —(Traducción: ¿Qué quieres?).

—Bu-bu-bu-bueno… He quedado con Dan en el centro comercial para comer, porque me dijo que hacía mu-mumucho que no cogía vacaciones y que su mujer está muy estresada, así que ella y él se van a ir de vacaciones, pero me dijo que quería verme un rato antes de irse. —A mi hermano siempre le gustaba dar muchos detalles.

—Qué bien, ¿no? —dije yo. (Traducción: Adiós, Mike. Largo).

—Y necesito que me lleves al centro comercial. —Siempre igual. Algo quería.

—A ver, Mike —dije yo—. Ahora estoy un poco ocupada. Y tengo visita, como puedes ver.

—Pe-pe-pero ¡si no me llevas, llegaré tarde y Dan pensará que me ha pasado algo! —Oh, no, se estaba poniendo nervioso.

—¿Cómo es que no le has dicho a Carl que te dejara allí? —pregunté.

Mike no siempre hacía las cosas del modo más lógico.

—¡Porque le he di-di-dicho que mi hermana estará encantada de llevarme! —respondió Mike.

Le gustaba comprometerme en actividades sin mi consentimiento, pero no estaba dispuesta a ceder. No estaba dispuesta a dejarme apabullar por él.

—Está bien, Mike, te llevaré al centro comercial dentro de un ratito, pero antes tengo que terminar de vestirme. Así que relájate, venga. —Me encantaba decirle que se relajara.

El hombre Marlboro había estado observando nuestra conversación, divertido ante el partido de ping-pong que tenía lugar entre mi hermano y yo. Había visto a Mike ya varias veces. Entendía cómo funcionaba y, aunque aún no conocía todos los secretos para negociar con él, parecía disfrutar de su compañía.

De repente, Mike se volvió hacia él y le rodeó los hombros con un brazo.

—¿Pu-pu-puedes llevarme tú al centro comercial?

Sin dejar de sonreír, mi vaquero me miró y asintió.

—Claro, yo te llevaré, Mike.

A mi hermano casi le dio una apoplejía.

—¡Oh, Dios mío! ¿De verdad? ¿De verdad me vas a llevar?

Y a continuación lo abrazó cariñosamente de nuevo.

—Está bien, está bien —dijo el hombre Marlboro, soltándose y negando con la cabeza—. Un abrazo al día entre hombres es suficiente.

—Ah, vale —dijo Mike, estrechándole la mano como agradeciéndole el consejo—. Ya lo entiendo.

—¡No, no, no! No hace falta que lo lleves tú —intervine—. Mike, espera un poco. ¡No tardo nada!

—Yo tengo que volver al rancho ya de todos modos —continuó el hombre Marlboro—. No me importa dejarlo allí de camino.

—¡Eso, Ree! —dijo mi hermano en tono beligerante, colocándose a su lado en solidaridad con él, como si acabara de ganar una importante batalla—. ¡T-t-t-tú ocúpate de tus asuntos!

Lo miré con cara de pocos amigos, mientras bajábamos hacia la puerta principal.

—¿Vamos a ir en tu camioneta blanca? —preguntó, loco de contento.

—Sí, Mike —respondió el hombre Marlboro—. ¿Quieres darle al contacto? —preguntó, balanceando las llaves delante de sus ojos.

—¡¿Qué?! —exclamó Mike, y sin darle ni tiempo a decir nada agarró las llaves y corrió hacia la camioneta, dejándonos solos en nuestro ya familiar primer escalón del porche.

—Bueno —dije juguetona—. Gracias por llevarlo al centro comercial.

Mike puso el motor en marcha.

—No hay problema —dijo él, inclinándose para darme un beso—. Hasta la noche.

Teníamos una cita pendiente.

—Hasta luego.

Mike tocó el claxon.

El hombre Marlboro se dirigió a la camioneta, pero se detuvo a mitad de camino y se volvió hacia mí de nuevo.

—Ah, por cierto —dijo, regresando a la puerta de entrada—. ¿Quieres que nos casemos? —Se llevó la mano al bolsillo de los vaqueros.

Se me paró el corazón allí mismo.

Sacó la mano de aquellos vaqueros gastados que le quedaban divinamente… sosteniendo entre los dedos algo pequeño.

«Dios bendito —me dije—. ¿Qué porras está pasando aquí?».

En su cara había un sonrisa de lo más dulce.

Yo me había quedado de piedra.

—Hum… ¿Cómo dices? —No pude decir otra cosa.

Él no respondió de inmediato. En vez de eso, me cogió la mano izquierda y me colocó un anillo con un diamante en la palma, que a esas alturas ya me empezaba a sudar.

—He dicho —cerró mi mano alrededor del anillo— que deseo que te cases conmigo. —Hizo una pequeña pausa—. Si necesitas tiempo para pensártelo, lo entiendo.

—Sus manos seguían cubriendo las mías. Se acercó más y los ligamentos de mis rodillas se convirtieron en espaguetis.

«¿Casarme contigo?».

Mi mente iba a kilómetro por minuto. Diez kilómetros por segundo. Tenía tres millones de pensamientos en la cabeza al mismo tiempo y el corazón me latía de una manera atroz dentro del pecho.

«¿Casarme contigo? Pero entonces tendría que cortarme el pelo. Las mujeres casadas llevan el pelo corto y se lo arreglan en la peluquería.

»¿Casarme contigo? Entonces tendría que hacer guisos.

»¿Casarme contigo? Tendría que ponerme guantes de goma amarillos para fregar los platos.

»¿Casarme contigo? ¿Te refieres a que me mude al campo y que viva contigo? ¿En tu casa? ¿En el campo? Pero yo… yo… yo no vivo en el campo. Yo no sé cómo se hace. Ni siquiera sé montar a caballo. Y me dan miedo las arañas».

Me obligué a contestar.

—Hum… ¿Cómo dices? —repetí, con un deje de frenética premura en la voz.

—Ya me has oído —dijo él, sin dejar de sonreír. Sabía que me había pillado por sorpresa.

Entonces mi hermano tocó el claxon de nuevo. Se asomó a la ventanilla y gritó a voz en cuello:

—¡Venga! ¡Voy a lle-lle-lle-llegar tarde a comer! —A Mike no le gusta llegar tarde.

El hombre Marlboro se echó a reír.

—¡Ya voy, Mike!

Yo también me habría reído de la hilarante escena que se estaba desarrollando ante mis ojos. Un anillo. Una proposición de matrimonio. Mi hermano discapacitado intelectual y tremendamente impaciente esperando al hombre Marlboro para que lo llevara al centro comercial. El claxon de la camioneta.

En condiciones normales me habría reído. De no haberme quedado completamente atónita.

—Será mejor que me vaya —dijo el hombre Marlboro, dándome un beso en la mejilla. Yo seguía sosteniendo el anillo en la mano cálida y sudorosa—. No quiero que a Mike le estalle una vena o algo así. —Y soltó una carcajada. Era obvio que estaba disfrutando con aquello.

Intenté decir algo, pero no pude. Me había quedado totalmente muda. Nada podría haberme preparado para aquellos diez minutos. Lo último que recordaba era que me había despertado a las once de la mañana y momentos después estaba escondida en el cuarto de baño, con mi fealdad de recién levantada, tratando de evitar que mi vaquero, que se había presentado sin avisar, me viera. Y ahora estaba de pie en el porche de mi casa, con un diamante en la mano.

Era surrealista.

El hombre Marlboro dio media vuelta.

—Puedes responderme luego —dijo con una sonrisa de oreja a oreja. Y sus pantalones vaqueros se despidieron de mí bajo el sol del mediodía.

Y en ese momento todo pasó a la velocidad de la luz ante mí. Él en el bar, con sus ojos azul verdoso, sus botas, la camisa almidonada, los vaqueros… Luego la primera cita, las largas conversaciones, mi crisis nerviosa en su cocina, las películas, las noches en el porche, los besos, los largos paseos en la camioneta, los abrazos… la inmensa pasión que yo sentía. Todo eso pasó fotograma a fotograma por mi mente.

—Espera —le pedí, caminando hacia él mientras me ponía el anillo en el dedo sin problema.

Le rodeé el cuello con los brazos y él me rodeó la cintura con los suyos por mero instinto, levantándome del suelo a continuación, como siempre hacía.

—Sí —dije sin esfuerzo.

Él sonrió y me abrazó con fuerza. Mike tocó el claxon de nuevo, ajeno a lo que acababa de ocurrir. El hombre Marlboro no dijo nada más. Sólo me besó, sonrió y se fue a llevar a mi hermano al centro comercial.

En cuanto a mí, entré, subí a mi habitación y me dejé caer en el suelo.

«¿Qué… ha pasado? —Intenté asumirlo mirando el techo. Empecé a darle vueltas a todo, tratando de comprender—. ¿Tendré que aprender a tallar madera? ¿A cocinar pollo frito? ¿A montar a caballo? ¿A utilizar una guadaña? —Notaba la cara enrojecida—. ¿Y qué pasa con los niños? Ay, Dios mío. ¡Eso significa que podríamos tener hijos! ¿Qué nombres les pondremos? ¿Travis y Dolly? Oh, por favor. En mi futuro hay niños. —Lo veía claramente—. Niños pelirrojos con los ojos verdes, como yo, y pecosos. Tendré diez, puede que once. Me pondré en cuclillas en el jardín y daré a luz mientras recojo hortalizas».

Todos los estereotipos de la vida doméstica en el campo salieron a la superficie. Muchos de ellos tenían que ver con el embarazo.

Entonces me abandonó la tensión, me relajé y me sentí satisfecha al recordar todas las veces que había entrado en aquella misma habitación después de pasar varias horas con el hombre Marlboro, mi vaquero, mi salvador. Me acordé de cómo me tiraba en la cama en un estado de burbujeante euforia, suspirando y buscando en mi camisa su olor por última vez en la noche. De cada vez que había cogido el teléfono por la mañana temprano para escuchar su sensual voz al otro lado. De que me moría por verlo a los dos minutos de haberme dejado en casa.

Estaba haciendo lo correcto, sí, era lo correcto. Si se me hacía duro estar un día sin él, estaba claro que no podría pasarme toda una vida…

Me sobresaltó el timbre del teléfono, que empezó a sonar en ese preciso instante. Era Betsy, mi hermana.

—Hola. ¿Qué hay? —preguntó. Estaba conduciendo. Venía de camino a hacernos una visita.

Me enrollé un mechón de pelo en el dedo. No estaba preparada para responder con sinceridad.

—Nada especial —contesté, mientras mi dedo pulgar jugueteaba con el anillo de compromiso que llevaba en el anular.

Estuvimos cinco minutos hablando de cosas de hermanas y colgamos sin tocar el tema. Quería esperar un poco para decírselo a todos. Todavía tenía que hacerme yo a la idea.

Aún en el suelo de mi habitación, inspiré profundamente y me miré la mano. Notaba una sensación extraña, como de hormigueo, casi como si la tuviera separada del cuerpo.

Yo no estaba allí realmente, me dije. Estaba en Chicago, observando cómo todo aquello le ocurría a otra persona. Era una película, puede que de cine, o tal vez de televisión por cable. Pero no podía ser mi vida… ¿o sí?

Otra vez el teléfono. Era el hombre Marlboro.

—Hola —dijo. Oía el motor diésel de fondo—. Acabo de dejar a Mike en el centro comercial.

—Hola —contesté yo, sonriendo—. Gracias.

—Sólo quería decirte que… soy feliz —susurró.

El corazón se me salió del pecho y subió disparado al techo.

—Yo también —dije—. Sorprendida… y feliz.

—Ah —continuó—, se lo he contado a Mike. Pero me ha prometido que no se lo dirá a nadie.

«Ay, Señor, es obvio que no sabe con quién está tratando».