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POR EL CAMINO POLVORIENTO

En toda mi vida había conocido a nadie como el hombre Marlboro. Era atento —todo lo contrario a distante— y, tras mi relación de año y medio con Collin en mi primer año de universidad, cuya orientación sexual, por entonces aún no reconocida, ya obstaculizó su interés por mí, y mis cuatro años con el muy poco afectuoso J, que un hombre se mostrara atento era la droga que necesitaba.

No pasaba ni un día sin que mi vaquero me llamara para decirme que estaba pensando en mí o que me echaba de menos o que se moría de ganas de volver a verme.

Oh, qué hermosa me parecía su sinceridad desenfrenada.

Nos encantaba salir juntos en coche. Él se conocía al dedillo aquella zona rural: cada bifurcación, cada puente de madera, cada cerca, cada hectárea.

Los rancheros conocen la tierra que los rodea. Conocen al dueño de esos pastos, al arrendatario de aquellos otros, saben a quién pertenecen las tierras por las que pasa la carretera rural o de quién es el ganado que cruza por el camino del lago.

Para mí todo era igual, pero no me importaba. Nunca me había sentido tan feliz como yendo de copiloto en aquella camioneta. Nunca antes había ido de copiloto en una camioneta. Jamás. De hecho, ni siquiera conocía a nadie que tuviera una.

Los chicos del instituto que iban en camioneta no formaban parte de mi grupo, probablemente porque sus familias tenían un rancho o trabajaban en uno y cuando ellos no tenían clase, tenían que ayudar en el negocio familiar. Eso o eran imitadores —de esos que sólo se ponían sombrero vaquero para ir a los bares—, y tampoco eran mi tipo.

Fuera por la razón que fuese, los caminos de las camionetas y el mío nunca se cruzaron. Pero ahora, con todo el tiempo que pasaba con el hombre Marlboro, era casi como si viviera en una.

Lo único que sabía sobre ese tipo de vehículo era que, cuando era jovencita, siempre me burlaba para mis adentros de las parejas que se paseaban en ellos. La chica iba sentada en el asiento central, al lado del chico, y él le rodeaba los hombros con el brazo derecho, mientras con el izquierdo sujetaba el volante.

No sé muy bien por qué, pero había algo en el hecho de haberme criado en un campo de golf que me hacía sentir cierto rechazo por esa escena. «¿Por qué va en el asiento central? —me preguntaba—. ¿Por qué es tan importante que vayan pegados mientras conducen? ¿No pueden esperar a llegar a casa?».

Para mí era un signo de debilidad, algo digno de lástima. Puede que hasta pasara por mi mente una o dos veces que eran parejas sin vida, como si su particular forma de mostrarse afecto en público me lastimara de forma directa.

Pero eso es lo que les ocurre a las personas que, sólo por su lugar de nacimiento, se ven privados de la oportunidad de pasear en camioneta. Que tienen prejuicios sobre cosas que no tendrían por qué ser negativas.

Aun así, de vez en cuando, mientras el hombre Marlboro me mostraba la belleza de su tierra desde su camioneta Ford F250 blanca, no podía evitar preguntarme si él habría sido uno de esos chicos cuando iba al instituto.

Sabía que cuando era jovencito había tenido una novia formal, Julie. Una chica preciosa que fue el amor de su adolescencia, igual que Kev lo fue para mí. Y me preguntaba si Julie habría ido en el asiento central, mientras el hombre Marlboro la llevaba al cine el viernes por la noche. Si él le habría rodeado los hombros con el brazo y ella habría entrelazado los dedos con los suyos.

Sólo sesenta y cinco kilómetros separaban su ciudad de la mía; tal vez la hubiera llevado a ver una película allí una noche. ¿Había alguna remota posibilidad de que hubiera visto a mi hombre Marlboro con Julie, dando una vuelta por la ciudad en su camioneta, sentados el uno junto al otro? ¿Era posible que aquel hombre, aquel maravilloso, milagroso y perfecto hombre que había aparecido en mi vida como por arte de magia, hubiera sido uno de los inocentes destinatarios de mi actitud intolerante y superficial?

Y en caso de haber hecho él eso, ¿se cansó luego de ello sin más? ¿Cómo podía ser que no fuera yo quien ocupara el asiento central de su camioneta? ¿Se suponía que me tocaba a mí dar el primer paso? ¿Era lo que se esperaba de mí? Porque probablemente debería haberlo sabido desde el principio. Pero ¿no me habría hecho él alguna indicación para que me sentara a su lado de haberlo querido así?

Tal vez, sólo tal vez, resultara que aquellas chicas le gustaban más que yo. Quizá hubiera entre ellos una intimidad que les permitía pasearse juntitos en la camioneta, una intimidad que nosotros dos no compartíamos.

«Por favor, por favor, que no sea ése el motivo. No me gusta ese motivo».

Tenía que preguntárselo. Tenía que saberlo.

—¿Puedo preguntarte una cosa? —dije, mientras circulábamos por el camino que separaba su rancho del rancho vecino.

—Claro —respondió y, alargando la mano, me tocó la rodilla.

—¿Solías ir por ahí en tu camioneta, con tu chica sentada en el asiento central, a tu lado? —Intenté que mi tono no sonara acusador.

Una sonrisa asomó a la comisura de su boca.

—Claro —contestó. Su mano seguía sobre mi rodilla—. ¿Por qué?

—Por nada. Curiosidad —contesté yo. Quería dejarlo ahí.

—¿Cómo es que estabas pensando en eso?

—Era sólo curiosidad, de verdad —repetí—. Cuando era jovencita, alguna vez vi a parejas paseando en sus camionetas y me preguntaba si tú también lo hacías. Eso es todo. —Estuve a punto de decirle que jamás comprendí por qué lo hacían y de preguntarle por qué quería más a Julie que a mí.

—Pues sí, lo hacía.

Miré por la ventana, pensativa.

«¿Qué soy yo? ¿Hígado picado? ¿Hay alguna razón por la que no me estrecha contra sí mientras conducimos por el rancho? ¿Por qué no me rodea los hombros afectuosamente para dejar claro que soy la mujer de su camioneta?».

No sabía que deseara tanto pasear sentada junto a un hombre en su camioneta, pero al parecer era un sueño reprimido de toda la vida. Y de pronto, allí con él, era como si nunca hubiese deseado nada tanto en toda mi vida.

No pude seguir callada.

—Entonces… —empecé. «¿Era algo que se hacía en el instituto? O peor, ¿es porque yo no soy y nunca seré una chica de campo? ¿Es que las chicas de campo poseen un sentido salvaje con el que yo no nací? Un lado temerario, divertido y aventurero que las hace dignas de sentarse junto a los chicos en sus camionetas. ¿Soy intocable? ¿Demasiado recatada? ¿Demasiado prudente? ¡No lo soy! ¡De verdad que no! Soy divertida y aventurera. ¡Y temeraria! Llevo vaqueros. ¡De Anne Klein! Y quiero ser digna de sentarme en tu asiento central. Por favor, hombre Marlboro, por favor. Jamás he deseado nada tanto»—. Entonces… ¿por qué ya no lo haces? —pregunté por fin.

—Porque ahora los asientos no son corridos —respondió él con su mano aún en mi rodilla.

Tenía sentido. Me recliné y me relajé un poco.

—¿Te importa que te haga otra pregunta? —le dije.

—Adelante —respondió él.

Carraspeé y me puse recta en el asiento.

—¿Por qué… por qué tardaste tanto tiempo en llamarme? —No pude evitar sonreír. Era una de las preguntas más directas que le había hecho nunca.

Él me miró y después volvió a mirar la carretera.

—No hace falta que me lo digas —dije.

Y no lo hizo. Pero me lo había preguntado muchas veces, y ya que estaba siendo sincero con lo de los asientos corridos y otros asuntos importantes, me pareció que era un buen momento para preguntarle por qué había dejado pasar cuatro meses entre la primera vez que nos vimos en aquel bar lleno de humo y el día en que me llamó para invitarme a cenar.

Me acordaba de cómo su magnetismo me noqueó aquella noche de las vacaciones de Navidad. ¿Qué impresión le causé yo? ¿Se olvidó de mí al momento y no volvió a acordarse hasta abril, después de la boda de mi hermano? ¿O acaso había esperado a propósito cuatro meses para llamarme? ¿Sería algún protocolo de chico de campo del que yo no estaba al corriente?

Era una chica. Sencillamente, tenía que saberlo…

—Yo… —empezó a decir él—. Verás, yo por entonces salía con otra persona.

«La mataré con mis propias manos».

—Oh —dije. No pude decir nada más.

—Además, tuve que transportar un rebaño de vacas a Nebraska y tenía que ir allí todas las semanas —continuó—. No estaba aquí el tiempo suficiente como para romper con ella como era debido… y no quería llamarte e invitarte a salir hasta haber dejado las cosas resueltas.

—Oh —repetí.

«¿Cómo se llamaba? Aunque para mí esté muerta».

—Pero me gustaste —dijo sonriéndome—. Pensaba en ti.

No pude evitar sonreír yo también.

—¿De verdad? —pregunté en voz baja, ansiosa por saber cómo se llamaría aquella otra chica.

No descansaría hasta averiguarlo.

—Sí —contestó con dulzura, acariciándome la pierna—. Eras diferente.

Estuve a un paso de seguir interrogándolo, de pedirle que me concretara a qué se refería con «diferente». Pero no hacía falta tener mucha imaginación para comprenderlo. Mientras me llevaba a su hogar, era evidente lo que veía en mí de «diferente».

No sabía ni una palabra de campo.

Me encantaba ir en coche con el hombre Marlboro. Veía cosas que no había visto nunca, cosas que ni se me había ocurrido pensar en mis dos décadas y media de vida en la ciudad. Por primera vez empezaba a comprender los conceptos norte, sur, este y oeste, aunque suponía que me llevaría otros veinticinco años más dominarlos. Veía vallas y cercas hechas con tubo de hierro soldado, y kilómetros interminables de alambre de espino. Veía arroyos con su fondo rocoso, que discurrían entre zonas boscosas, y frente a los cuales, el domesticado cauce de agua que discurría por detrás de la casa de mis padres parecía un pobre charco.

El hombre Marlboro disfrutaba enseñándomelo todo, señalándome pastos y señales, barrancos y lagos y contándome las historias que se ocultaban detrás de todo lo que veíamos. La tierra, tanto la del rancho de su familia como la de los otros ranchos de alrededor, tenía un significado para él: no era simplemente un espacio abierto que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, sino una serie de organizadas parcelas, cada una con su razón de ser y su historia.

—Esta parte de nuestro rancho era de Betty Smith y su marido. No tuvieron hijos y eran los mejores amigos de mis abuelos —me decía.

Y a continuación me contaba algo sobre el abuelo del marido de Betty Smith, refiriendo algunos detalles de manera tan vívida que cualquiera diría que había estado allí.

Yo me empapaba de todo lo que explicaba, de cada palabra. La tierra que lo rodeaba palpitaba con el latido de los corazones de todos los que habían vivido allí antes y, como si fuera su obligación rendir homenaje a todos y cada uno de ellos, me dijo sus nombres, me contó sus historias, las relaciones que había entre ellos, me habló de sus vidas.

Me encantaba que supiera todas esas cosas.

Una tarde, atravesamos un río y llegamos a una arboleda en mitad de unos pastos, a bastante distancia de las tierras de su familia. Al mirar más detenidamente, vi que entre los árboles había una casa blanca rodeada por una valla también blanca.

Al acercarnos con la camioneta, un movimiento en el jardín me llamó la atención. Una mujer corpulenta, mayor, con una larga cabellera de color gris suelta sobre los hombros, segaba el césped del jardín acompañada por dos perrillos que ladraban y la seguían a todas partes. Lo más curioso es que iba en ropa interior, con lo que parecía ser un último modelo de sujetador Playtex. Al pasar junto a su casa, nos miró un momento y luego siguió con lo suyo.

—¿Quién es? —le pregunté al hombre Marlboro con fingida indiferencia. Quizá fuera el comienzo de otra historia.

Él me miró y me dijo:

—No tengo ni idea.

No volvimos a hablar de ella.