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EL BUENO, EL MALO Y LA SUDOROSA

El verano pasó, marcado por el calor, la humedad y hermosas y románticas veladas nocturnas. Durante el día ayudaba a mi padre a pasar al ordenador su anticuado sistema de contabilidad médico. Y por las tardes me abandonaba a los fuertes brazos del hombre Marlboro, a los que me aferraba cariñosamente mientras veíamos viejas películas del Oeste en su gastado sofá de cuero.

Éramos inseparables, estábamos juntos siempre que podíamos… y la pasión entre nosotros no parecía mostrar signos de estar enfriándose.

Mi vida había dado un giro extraordinario, de eso no me cabía la más mínima duda mientras, relajada junto a aquel vaquero, en un rancho aislado, contemplaba el andar decidido y arrogante de John Wayne en la televisión.

Tan sólo unos meses antes, cuando aún estaba en Los Ángeles, no me veía viviendo sin planes. Siempre tenía cosas que hacer, quedar con amigos, cenas, y los variopintos cócteles era tan abundantes como los coloquialismos propios de la ciudad que brotaban de mis labios pintados de rojo brillante. A veces me sentía eufórica. Otras exaltada. Tenía un apartamento estupendo en Marina del Rey y, en general, la vida era maravillosa. Totalmente maravillosa.

Era una boba de campeonato.

Sin embargo, llegó un momento en que el sushi, los tacones, las Interestatales 10, 110 y 405 empezaron a parecerme una soga al cuello. Era como si me fueran quitando el aire de los pulmones un poco cada día. Empecé a sentir que la persona que tenía dentro se estaba muriendo lentamente. Podría haber seguido allí toda la vida, podría haber continuado con mi ambicioso proyecto de probar todos los restaurantes del Gran Los Ángeles y haberme casado con J, mi ingeniero particular. Podría haberme acomodado a una vida envidiable de ama de casa en Orange County, con 1,6 hijos, vientre plano y garaje para tres coches. Iba camino de todo ello.

Pero en cuestión de unos pocos meses, ante mis ojos el sushi se había metamorfoseado en un filete y los clubes nocturnos en el porche delantero de la tranquila casa del hombre Marlboro en medio del campo. Llevaba meses sin sentir el retumbar de la música de un club. Mi sistema nervioso no había estado nunca tan relajado.

Bueno, hasta que mi vaquero me llamó una mañana de agosto para pedirme algo «sencillo».

—Mi prima Kim se casa el próximo fin de semana. ¿Podrás venir?

Una ola de incomodidad me recorrió todo el cuerpo.

—¿Estás ahí? —me preguntó.

Yo estuve callada más de lo que había pretendido en un principio.

—Sí… estoy aquí —respondí—. Pero… ¿tendré que conocer a alguien?

Él se echó a reír. La respuesta, obviamente, era que sí. Tendría que conocer a «alguien». De hecho, tendría que conocer a todo el mundo: los miembros de una familia numerosa, compuesta por primos, tíos, abuelos y amigos; una familia amplia en todos los sentidos.

Habíamos hablado de nuestras familias ya y él sabía perfectamente que yo sólo tenía tres primos. Tres. Él en cambio tenía cincuenta. Era consciente de lo intimidatorio que sería una boda familiar para una foránea, sobre todo con una familia como la suya. Sabía que aquello era sacarme de mi zona de confort. Y tenía razón.

Decidí centrarme en la ropa y me lancé a la búsqueda del vestido adecuado. Era una ocasión importante —mi debut como novia del hombre Marlboro— y fui de compras con eso en mente. ¿Debería comprame un traje elegante y sexy? Eso podría hacerme parecer demasiado segura y atrevida. ¿Falda floral de seda? Demasiado obvio para una boda. ¿Vestido negro corto? Demasiado conservador y prudente.

Las alternativas me aporreaban el cerebro mientras revisaba perchas llenas de sugerencias. Me probé vestidos, trajes y conjuntos y mi frustración aumentaba con el sonido de cada cremallera que subía.

Quería ser un hombre. Ellos no se rompen la cabeza con qué ponerse para una boda. No tienen que pasarse siete horas probándose ropa. No repasan las posibilidades como si fuera una decisión de vida o muerte.

Y entonces lo encontré: un traje entallado precioso, de color mantequilla. Era ceñido, con un toque sexy compensado por aquel color tan inocente. Era de lana fría, pero teniendo en cuenta que la boda iba a ser de noche, sería perfecto. Me encantaba. Con él no sólo estaría guapa para mi vaquero, sino que aparecería como una mujer moderada, aunque no abiertamente, segura de mí misma de cara a sus primas y apropiada y correcta para sus abuelas.

Cuando llegamos a la casa de los abuelos del hombre Marlboro, donde se iba a celebrar la boda, aguanté la respiración. Había gente absolutamente por todas partes. Gente entrando y saliendo y mezclándose con los demás invitados, gente bebiendo champán y riéndose fuera, en el césped.

La primera persona conocida que vi fue a la madre del hombre Marlboro. Una elegante y escultural visión con su vestido de lino marrón, que me saludó de inmediato y acudió a recibirme.

—Qué traje tan bonito —dijo, dándome un cariñoso abrazo.

Había acertado. Me sentí mejor.

Tras la ceremonia, conocí al primo T., el primo H., el primo K., el primo D. y a más tíos y conocidos de los que podría enumerar. Cada miembro de la familia era más amable y acogedor que el anterior y no tardé en sentirme como en casa. Todo estaba saliendo bien. Muy, pero que muy bien.

Pero hacía calor y había humedad en el ambiente y de pronto mi traje de lana ligera ya no me lo pareció tanto. Estaba enfrascada en una conversación con un grupo de mujeres —sonriendo y charlando—, cuando noté que un hilo de sudor me caía por la espalda. Traté de ignorarlo, procurando así que desapareciera, pero el hilo pronto se convirtió en dos y los dos en cuatro. Preocupada, me excusé y desaparecí hacia el aire acondicionado del interior de la casa. Tenía que refrescarme un poco.

Encontré un cuarto de baño en la planta de arriba, lejos de la fiesta. En circunstancias normales, me habría entretenido en admirar los lavabos de pie y las baldosas hexagonales de estilo antiguo, pero el sudor que brotaba profusamente de todos los poros de mi cuerpo me distraía.

Mucho me temía que en poco tiempo tendría la chaqueta empapada. Al no ver otra salida, me la quité y la colgué del gancho que había en la puerta, mientras buscaba desesperadamente una toalla de rizo por todo el cuarto de baño. Nada.

Vi entonces la salida del aire en el techo y me subí al inodoro para que el chorro me refrescara la cara.

«Venga, Ree, cálmate», me dije.

Algo me estaba pasando… aquello no era simplemente una reacción a la humedad de agosto. Estaba sufriendo una especie de ataque de sudor psicópata, causado por los nervios —recordad a Albert Brooks en Al filo de la noticia—, que me mantenía presa en el cuarto de baño del primer piso de casa de los abuelos del hombre Marlboro en plena boda de su prima.

Sentía que la cinturilla de la falda se me clavaba en la piel. Oh, Dios, lo que me faltaba. Desesperada, me quité la falda y las agobiantes medias de compresión para realzar la figura que había cometido el horror de ponerme, y que se despegaron de mi piel como una piel de plátano reblandecida. Y me quedé desnuda y sudorosa, con el flequillo pelirrojo empapado.

«Conque así es el infierno», pensé.

Agonizando en pleno acceso de diaforesis sin parangón. Y tenía que ser precisamente el día de mi entrada triunfal en la familia del hombre Marlboro. Cómo no.

Me miré al espejo y negué con la cabeza, mientras el nerviosismo seguía manifestándose por todos mis poros, llevándose consigo mi maquillaje y mi loción corporal perfumada.

De repente, oí que llamaban con los nudillos a la puerta.

—¿Sí? Un momento. —Cogí apresuradamente las medias empapadas.

—Oye, ¿estás… estás bien?

Ay, Dios, era el hombre Marlboro.

En Los Ángeles, retomé la amistad con mi novio de primer año de universidad, Collin, con quien nos hicimos aún más amigos cuando una noche oscura y emocionalmente intensa me confesó que finalmente había aceptado su homosexualidad.

Por aquella época, su madre había ido a verlo desde Dallas y Collin me invitó a un brunch en el hotel Bel Air para que la conociera. Me puse para la ocasión la quintaesencia de los conjuntos de brunch de principios de los noventa: blusa sin mangas de color cobre, a juego con una falda de vuelo blanca con lunares, por debajo de la rodilla. Una réplica perfecta de Julia Roberts en la escena del partido de polo en Pretty Woman. Me encantaba aquel conjunto.

Pero era de seda y se pegaba a la piel, y nada más sentarme supe que iba a tener problemas. Empecé a sentir frescor y humedad en las axilas y entonces me fijé en que el tejido de debajo de mis brazos estaba cada vez más mojado.

Para cuando llegaron los cócteles mimosa, el cerco de sudor me llegaba por la tercera costilla y cuando empezamos a comer, había alcanzado la cintura de la falda. Cuanto más trataba de olvidarme para que desapareciera, peor se ponía. Terminé comiéndome los huevos florentina con los codos pegados al cuerpo para que ni Collin ni su madre se dieran cuenta. Pero la seda de color cobre, cuando se humedece, es el tejido más inclemente del planeta.

Hacía poco que Collin les había contado a sus padres que era homosexual, así que al final determiné que lo que me había pasado era que había sufrido una especie de ataque de nervios de solidaridad hacia mi amigo. No volví a ponerme aquel conjunto. Y no conseguí quitarle las manchas.

Como tampoco volvería a ponerme aquel traje de color mantequilla.

—Oye, ¿estás bien? —repitió el hombre Marlboro.

El corazón me dio un vuelco de horror. Quería salir por la ventana del cuarto de baño, bajar por la espaldera y largarme de allí como alma que lleva el diablo, olvidar que me habían presentado a todas aquellas personas.

Sólo que no había espaldera. Y debajo de la ventana había ciento cincuenta invitados a la boda. Y yo estaba sudando por mí y por todos ellos.

Estaba desnuda y sola, soportando el acceso de sudor más grave de mi vida hasta la fecha.

Normalmente, cuando mejor y más guapa me sentía, terminaba siempre poniéndome en evidencia de una manera colosalmente extraña.

Recordé también la vez en que viajé a la promoción del hijo de mi madrina, en una ciudad lejana, y estuve bailando durante una hora sin darme cuenta de que llevaba la falda del vestido metida por dentro de las medias. O la vez en que llegué a la fiesta posterior a mi última actuación en el Cascanueces, tropecé con la alfombra y me caí encima de uno de los bailarines invitados, empujando al mismo tiempo a una anciana y tirándole al suelo la copa de vino que sostenía con sus frágiles dedos.

Después de las cosas que me habían pasado, cualquiera pensaría que ya debería estar acostumbrada a ese tipo de humillaciones.

—¿Necesitas algo? —continuó el hombre Marlboro.

Yo tenía la cara bañada en sudor.

—¡No, no… estoy bien! —respondí al fin—. ¡Enseguida salgo! ¡Vuelve a la fiesta!

«Venga, por favor. Vete, por favor. Te lo suplico».

—Me quedaré aquí fuera —respondió él.

Maldición. Oí el sonido de sus botas, yendo y viniendo. Tenía que vestirme. Aquello ya era ridículo.

Mientras se me enganchaba el dedo gordo del pie en la empapada media, oí la voz de Tim, el hermano del hombre Marlboro.

—¿Qué hace ahí? —susurró, en un tono demasiado alto, poniendo énfasis en el verbo «hacer».

Cerré los ojos y me puse a rezar fervientemente. «Por favor, Dios mío, llévame. Ya no quiero estar aquí. Quiero estar en el cielo contigo, donde no hay humedad y la gente no es castigada por su mala elección de los tejidos».

—No lo sé muy bien —respondió el hombre Marlboro.

El géiser comenzó a brotar de nuevo.

No me quedaba más remedio que tirar para delante, vestirme y plantar cara a la fiesta en todo mi churretoso y salado esplendor. Era mejor que quedarse en el cuarto de baño de la planta de arriba de sus abuelos toda la noche. Y que el hombre Marlboro o su hermano empezaran a pensar que tenía algún problema de índole femenina, o peor aún, ¡estreñimiento o diarrea!

Preferiría irme a vivir a otro país y no volver nunca más a que pensaran eso de mí.

Me subí las medias a toda prisa y me puse la falda de mi maldito traje de lana fría de color mantequilla. Después me sequé el sudor de la barbilla, la nuca, las axilas y la espalda con papel higiénico. Me miré al espejo y maldije en silencio la desgraciada imagen que me devolvió.

Luego me puse la chaqueta, me la abroché y abrí el bolso para intentar salvar lo que pudiera del maquillaje.

No estaba guapa. Nada guapa. El rímel se me había acumulado en las comisuras de los ojos y la sombra de color pardusco que con tanto esmero me había aplicado en los párpados a esas alturas la tenía por las mejillas. Menuda pinta.

Pero ya no me importaba. Seguir allí escondida me iba a causar más perjuicio que el maquillaje corrido. Así que me cepillé el flequillo húmedo y pegajoso, me colgué el bolso del hombro y salí a hacer frente a los tiburones.

El hombre Marlboro y Tim estaban en el descansillo, a pocos pasos del cuarto de baño.

—Ahí está, por fin —dijo Tim cuando me vio salir.

Yo sonreí con nerviosismo.

El hombre Marlboro me puso una mano en la parte baja de la espalda y me acarició suavemente con el pulgar.

—¿Estás bien? —preguntó.

Una pregunta normal, teniendo en cuenta que llevaba más de veinte minutos encerrada en el cuarto de baño.

—Sí, sí, estoy bien —respondí, apartando la vista.

Quería que Tim desapareciera. Pero como no lo hizo, los tres nos pusimos a charlar hasta que mi vaquero preguntó, echando a andar hacia la escalera:

—¿Quieres beber algo?

Gatorade. Quería Gatorade helado, bueno para recuperar electrolitos. Y vodka.

—Te acompaño —dije.

Después de hacernos con algo de beber, nos sentamos los dos solos en un banco de piedra ornamental, en el jardín trasero. De repente, milagrosamente, mi sistema nervioso se cansó de enviar señales a mis glándulas sudoríparas y la racha de transpiración incontenible pareció llegar a su fin. El sol se había puesto, lo que también benefició mi aspecto. Me sentía como un animal de circo.

Me terminé mi bebida en cuatro segundos y tanto la vitamina C como el vodka me hicieron efecto casi al instante. Normalmente, sabía que reemplazar los fluidos corporales con alcohol no era lo más aconsejable, pero aquélla era una situación especial. En ese momento lo que más falta me hacía era automedicarme.

—¿Te ha sentado algo mal? —me preguntó él—. ¿Estás bien? —Y me puso una mano en la rodilla.

—No —respondí—. Tenía… tenía calor.

Me miró y dijo:

—¿Calor?

—Sí. Calor. —A la porra mi orgullo.

—¿Y qué… hacías en el cuarto de baño?

—He tenido que desnudarme y dejar que el aire acondicionado me refrescara —respondí con sinceridad. La vitamina C y el vodka funcionaban como el suero de la verdad—. Y secarme el sudor del cuello y la espalda. —Con eso lo pescaba para siempre, seguro.

Él me miró para asegurarse de que no estaba de broma y acto seguido soltó una carcajada. Tuvo que taparse la boca para no escupir el whisky. Entonces, inesperadamente, se inclinó y me dio un dulce y tranquilizador beso en la mejilla.

—Eres muy divertida —dijo, acariciándome la espalda húmeda.

Y, de ese modo, todos los horrores de la tarde desaparecieron de mi cabeza. Ya no me importaba ser estúpida, torpe, rara o sudorosa. En aquel banco de piedra me quedó meridianamente claro que el hombre Marlboro me amaba. Me amaba de verdad. Como no me habían amado nunca antes, una forma de amar que ni siquiera sabía que existiera.

Otros chicos —al menos los que a mí me solían gustar— se habrían sentido avergonzados si me hubiera escondido en el baño en mitad de una fiesta. O les habría dado asco la historia del sudor, o habrían hecho bromas a mis expensas. Eso por no mencionar a los que me habrían mirado sin saber qué decir.

Pero el hombre Marlboro no. A él nada le hacía perder la serenidad. Él sólo se rió, me besó y ya está. Y el corazón casi me estalló en el pecho al darme cuenta de que, sin duda alguna, había encontrado a la persona perfecta para mí.

Porque la mayor parte de las veces metía la pata en algo y me sucedían cosas raras y embarazosas con cierta regularidad. Aquélla no había sido la primera vez y seguro que tampoco sería la última. Lo cierto es que, a pesar de todos mis esfuerzos por aparentar ser normal y equilibrada, siempre me había sentido una de esas niñas raras.

Pero al fin se había obrado el milagro: había encontrado un hombre al que le encantaba eso de mí. Había encontrado al hombre que comprendía mis imperfecciones… y no trataba de pulirlas.