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DULCE RENDICIÓN

A la mañana siguiente, salí de la cama a rastras, sintiéndome fatal. Tenía un vacío en el estómago. Era una niña perdida en el bosque. De la noche a la mañana me habían echado de mi elevada posición en la Iglesia del Hogar Estable, y no estaba preparada para enfrentarme a la nueva situación.

Ni siquiera era capaz de pensar en el hombre Marlboro para buscar la energía emocional necesaria para huir a mis normalmente intensas y deliciosas ensoñaciones con él. Estaba abrumada, de repente insegura de cuál era mi posición respecto a todo.

Nunca había tenido un especial deseo de casarme, de compartir mi vida con alguien para siempre; había vivido demasiado el presente como para pensar en el futuro y, por otra parte, no había tenido el tipo de relaciones que te impiden ser cínica respecto al amor.

Pero mi vaquero había cambiado todo eso. Aunque aún no habíamos hablado de matrimonio, era el primer hombre con el que había estado en el que no podía dejar de pensar las veinticuatro horas del día; el único a quien, cuatro segundos después de dejarme en casa, ya tenía ganas de volver a ver; el único de quien no me imaginaba estar nunca separada.

Y, sin embargo, aquella mañana mi cinismo había regresado. Volvía a sentir que esa idea de encontrar el amor verdadero era un estúpido sueño imposible. Era verdad que en ese momento estaba enamorada del hombre Marlboro, pero ¿y dentro de cinco años? ¿O quince? ¿O treinta? Estaría justo donde se encontraban mis padres, suponía; luchando entre un amor muerto, la apatía y la ambivalencia. Después de todo, hubo un día en que también ellos estuvieron enamorados.

—Mamá, ¿qué pasa? —pregunté al bajar de mi habitación.

Se estaba escabullendo de la cocina en dirección a la puerta.

—Me iba al comedor de caridad —dijo—. Tengo prisa, cariño…

—Mamá —dije con más decisión—. ¿Qué pasa entre papá y tú?

La piel de la cara me escocía mientras hablaba. Seguía sin poder creerme lo que me había contado mi padre.

—Cariño, ya hablaremos luego… —dijo ella.

—Me refiero a… —insistí yo, sin encontrar la manera de decirlo—. ¿Cuál es el problema?

—Es… es demasiado complicado para tratarlo en este instante —respondió, moviéndose por la cocina fingiendo estar muy ocupada—. Ya hablaremos de ello en otro momento.

Estaba claro que no tenía ganas de tratar el asunto. En cuestión de minutos, había sacado el coche del camino de entrada y se había ido, dejando a su hija mayor regodeándose en su desgracia en la casa desierta de sus padres.

Me estremecí. Una corriente de aire frío se había colado en el que una vez fue un hogar cálido.

Me preparé unos huevos revueltos y me senté en el porche trasero, en pijama, a mirar la calle del hoyo siete. Era una hermosa mañana de verano, fresca, tranquila, serena, que contrastaba brutalmente con el caos que había estallado en mi alma.

No podía quedarme allí. Ahora todo era muy diferente. Ya no era la hija pródiga acogida amorosamente en el hogar familiar tras un largo período viviendo inmoralmente en Los Ángeles. Ahora era una intrusa que irrumpía en la vida de sus padres en el momento más inoportuno.

Tendría que haberme buscado un sitio para vivir para darles espacio. Pero ¿dónde? Allí, en mi ciudad natal, no, eso no tendría sentido. Ojalá estuviera en Los Ángeles. En Chicago. En algún lugar anónimo. En cualquier otra parte.

Necesitaba aire. El campo de golf parecía una opción atractiva. Me puse mis mallas negras de Gap, mis favoritas, una camiseta de tirantes con el logo de la universidad y unas zapatillas de deporte y salí a paso ligero, siguiendo el camino de tierra por el que circulaban los carritos.

Me encantaba pasear por el campo de golf; estaba y olía igual que cuando era pequeña. Comencé por la calle siete, la misma que siempre recorría para llegar al club de campo y pedir cócteles Shirley Temple para llevar, y antes de que me diera cuenta, me encontraba cerca del hoyo ocho, situado cerca de un cruce residencial con bastante tráfico.

Un Cadillac negro que pasaba por allí tocó el claxon y una amiga de mis padres me saludó sonriéndome. Yo le devolví el saludo, preguntándome si estaría al tanto de los problemas matrimoniales de mis padres; si lo estaría alguien.

Mis padres siempre habían sido «una de esas parejas», no sólo para mí, sino para toda la comunidad. Eran, sencillamente, los Smith, el rey y la reina de la estabilidad, el éxito y la felicidad de barrio residencial. En caso de que ocurriera lo peor, de que no fueran capaces de resolver su conflicto y terminaran divorciándose, no estaba segura de que la ciudad pudiera sobreponerse a la sorpresa.

Me dirigí hacia el oeste y eché a correr. Nunca me ha gustado hacerlo. No es que se me fuera a confundir con Dolly Parton, pero el pecho me dolía cuando corría. Era molesto tanto rebote. Nocivo. Además, cuando hacía ballet nos habían enseñado a correr con los pies hacia fuera, de puntillas y con los delgados brazos extendidos como si fuéramos cisnes. Ahora, cada vez que intentaba hacerlo como una atleta tenía una pinta horrible, como de cigüeña psicótica… Pero esa mañana no me importaba.

Mi trote lento se convirtió en un sprint y antes de que me diera cuenta, mis pulmones jadeantes enmascaraban la tristeza producida por los problemas de mis padres. Y cuando por fin llegué al hoyo dieciocho, me detuve a descansar.

Un sudor purificador me resbalaba por la espalda, y la cara y el torso me ardían como un horno. Me incliné hacia delante, con las manos apoyadas en las rodillas, y traté de tomar aliento. Me encontraba en lo alto de una alta colina, la colina del hoyo dieciocho. Era ideal para lanzarse en trineo en invierno, por lo que los niños del club de campo acudían allí en tropel, en compañía de sus aventureros padres, y bajaban en trineo a la velocidad del rayo, subiendo luego trabajosamente entre la nieve para repetir.

De pie allí arriba aquella mañana de verano, casi podía ver a mi padre empujando a mis hermanos en su trineo rojo de plástico, el de las asas de cuerda gruesa, y oír a mi madre reír y gritar alegremente mientras nos daba un empujoncito a mi hermana y a mí para que nos deslizáramos por nuestro tobogán.

Éramos una familia feliz. No me lo podría haber imaginado.

La carrera me había ayudado. Me sentía renovada, fresca, aunque mi capacidad de raciocinio estuviera un poco desequilibrada. Regresé a casa caminando lentamente, inspirando hondo y absorbiendo las vistas y los sonidos de un campo de golf con club de campo privado: el ruido de la marcha atrás de un carrito a lo lejos, el ladrido de los perros que el doctor Burris llevaba a cazar con él todos los años en otoño e invierno, el canto triunfal de millones de pajarillos. Era lo más cercano a estar en medio de la naturaleza que había estado hasta ese momento.

Y mis pensamientos viraron hacia el hombre Marlboro.

Estaba pensando en él cuando entré en casa, imaginando su preciosa voz en mi oído, cuando sonó el teléfono en mi habitación. Subí los escalones de tres en tres y descolgué sin aliento.

—¿Sí? —dije con la respiración entrecortada.

—Hola —me saludó él—. ¿Qué haces?

—Había salido a correr por el campo de golf —respondí como si lo hiciera todos los días.

—Llamo para decirte que iré a recogerte a las cinco —me dijo—. Tengo mono de Ree.

—¿Desde la medianoche de ayer, cuando nos vimos por última vez? —bromeé. Lo cierto era que sabía exactamente lo que quería decir.

—Sí —contestó—. Eso es mucho tiempo, demasiado, y no puedo aguantarlo más. —Me encantaba cuando tomaba el mando.

—Está bien, de acuerdo —dije, rindiéndome—. No quiero discutir. Nos vemos a las cinco.

El hombre Marlboro llegó cinco minutos antes de la hora, cuando aún no se me había secado la segunda capa de rímel. Estaba guapísimo allí en la puerta de entrada, sus fuertes brazos bronceados parecían obras de arte bajo su polo de color gris grafito. Se me acercó para abrazarme y permaneció así un momento, acariciándome la espalda.

Subí con él a la camioneta y nos dirigimos al rancho, charlando, mientras el paisaje se iba haciendo más rural. No dije nada de mis padres y conseguí mantener el asunto bien encerrado en un silencioso rincón de mi cabeza. Pero el escozor seguía allí y una pequeña nube de melancolía nos acompañó durante todo el camino.

Aunque en mi interior sabía que estaba junto al amor de mi vida, no tenía ni idea de lo que nos deparaba el futuro. En ese momento, ni siquiera estaba segura de lo que significaba la palabra «futuro». Me puse a pensar en mis cosas mientras contemplaba los campos por la ventanilla.

—Estás muy callada —dijo el hombre Marlboro, apoyando la mano en el asiento, por detrás de mi cabeza.

—¿Sí? —pregunté, haciéndome la tonta—. No ha sido a propósito.

—No estás como siempre —dijo él, acariciándome la nuca.

Sentí como si un millón de hormigas me recorriera la espina dorsal.

—Estoy bien —contesté, tratando de parecer fuerte y equilibrada—. Creo que los treinta y dos kilómetros de esta mañana me han dejado agotada.

Él se rió suavemente. Ya sabía yo que lo haría.

—¿Treinta y dos? Sí que tiene que ser un campo de golf grande —señaló.

Los dos nos reímos a carcajadas, perfectamente conscientes de que yo no estaba en forma para correr tantos kilómetros.

Pero de ninguna manera iba a sacar el tema que me angustiaba. Aún no estaba preparada para admitir, para reconocer, que las cosas en mi familia no iban tan bien como yo siempre había creído. Y, desde luego, no estaba dispuesta a arriesgarme a que me empezara a temblar el labio, lo que siempre era una posibilidad últimamente, cada vez que sacaba un tema delicado.

Aún no me había perdonado por la escenita que monté en su cocina el día que atropellé a Puggy Sue. A saber la llantina que me podía coger si nos poníamos a hablar de mis padres. No creo que pudiera sobrellevar la humillación.

Cuando llegamos a su casa, vi que mi Camry estaba en el camino de entrada. No esperaba verlo allí. Creía que seguiría volcado en la zanja, donde lo había dejado el día anterior. El hombre Marlboro lo había sacado de la cuneta y cambiado las ruedas y, conociéndolo, probablemente también le habría llenado el depósito.

—Oh, muchas gracias —dije, mientras nos dirigíamos a la entrada—. Creía que lo había dejado para el desguace.

—No tiene importancia —respondió—. Pero tal vez tendrías que aprender a conducir antes de subirte en él de nuevo. —Me dirigió una sonrisa traviesa.

Le di un puñetazo en el brazo mientras él se reía. Entonces se abalanzó sobre mí al tiempo que me agarraba por los brazos y me ponía la zancadilla con una pierna. En un momento me tenía tumbada en el suelo, sobre la suave hierba verde del jardín delantero.

Yo chillé y grité, tratando en vano de liberarme de su abrazo juguetón, pero la debilucha parte superior de mi cuerpo no era rival para su fuerza física. Me hizo cosquillas y yo, que soy la persona con más cosquillas de todo el hemisferio norte, grité como una posesa. Temerosa de hacerme pis en las bragas (una preocupación justificada), me defendí de la única manera que sabía: agarrándole la camisa, sacándosela de la cinturilla de los vaqueros y metiendo luego la mano por debajo para clavarle los dedos en las costillas.

Las cosquillas cesaron de repente. El hombre Marlboro se apoyó en los codos, sosteniéndome el rostro entre las manos y me besó en serio, apasionadamente. Habíamos empezado jugando y terminamos enrollándonos improvisadamente en el jardín de su casa. Era un lugar insólito para hacer tal cosa, y teniendo en cuenta que acabábamos de empezar nuestra cita, más insólito aún. Sin embargo, era perfecto.

Porque entre las cosquillas y las risas, el forcejeo y rodar por la hierba, la preocupación por mis padres se diluyó como por arte de magia.

Sólo cuando los bichos empezaron a picarnos, él sugirió otro plan:

—Vamos adentro —dijo—. Estoy preparando la cena.

«Ñam —pensé—. Eso significa carne».

Mientras entrábamos, le sonreí alegremente, consciente de que el estrés de las veinticuatro horas previas había desaparecido. Y ya en ese momento lo supe: el hombre Marlboro sería mi salvador, mi distracción, mi vía de escape de los problemas, mi fuerza frente al caos, mi belleza en momentos de fealdad horrible y descorazonadora, no sólo aquella noche, sino a lo largo de muchos meses después. Ese vaquero tenía mi corazón absolutamente en sus manos y por primera vez en mi vida, a pesar de mis creencias sobre el feminismo, la independencia y la autonomía emocional sabía que estaría incompleta sin él.

Ése sí que fue un momento aterrador.