PROBLEMAS EN LA EMPALIZADA
Había encontrado el amor en brazos de un vaquero al que yo llamaba hombre Marlboro. Y menudos brazos: grandes y musculosos a fuerza de toda una vida de trabajo físico; fuertes en el sentido más literal, pero al mismo tiempo suaves y protectores en el mejor sentido figurado. Nunca me había abrazado nadie con unos brazos como aquéllos, nunca en toda mi vida. Unos brazos que me hacían sentir novecientas cosas diferentes a la vez. Y hasta entonces yo pensando que sólo existían un puñado de emociones. Felicidad. Tristeza. Enfado. Alegría. Excitación. Aburrimiento.
Qué equivocada estaba. El mero hecho de oír su voz al teléfono desencadenaba unas doscientas sinapsis distintas en mi sistema nervioso central; una hora en sus brazos y sentía cómo éstas se volvían a producir, multiplicadas por dos. Una euforia hormigante, efervescencia, júbilo absoluto… y un pánico atenazador ante la idea de que no me volviese a abrazar.
Aquellos brazos. Más allá del atractivo físico obvio, había algo mágico en ellos. Poseían una especie de sustancia química especial que se liberaba cuando me rodeaban apasionadamente por la cintura. Y era una sustancia química potente, embriagadora, como el segundo sorbo de vino o el aroma del aceite de pachulí en un quemador. Como todo eso un millón de veces. Brazos como ésos deberían inmortalizarse en bronce. Preservarse para toda la eternidad.
Pasábamos juntos todo el tiempo que podíamos, recorriendo en coche el rancho, preparándonos mutuamente la cena, viendo películas… intentando practicar la contención en el cómodo sofá del salón de su aislado rancho.
La mayor parte de las veces nuestras citas eran los dos solos, porque no teníamos clubes nocturnos ni fiestas a mano. Y tampoco ninguna necesidad de ellos. Hacer vida social y conocer gente no estaba en nuestra lista de prioridades. Teníamos mucho que aprender el uno del otro.
Sin embargo, al cabo de poco tiempo el hombre Marlboro decidió que era el momento de que conociera a su hermano, Tim. La llamada me pilló en el coche, una tarde que iba de camino al rancho, mirando con expectación la carretera ante la maravillosa velada que me esperaba. Iba a tener a mi vaquero para mí sola. Me acurrucaría entre aquellos brazos mágicos suyos y olvidaría todo lo demás. Pese a no hacer ni veinticuatro horas que lo había visto por última vez, necesitaba mi chute diario.
—Hola —dijo—. ¿Dónde estás?
Como si lo supiera. En algún sitio entre mi casa y la suya.
—Pues… en alguna parte entre mi casa y la tuya —dije, haciendo patente mi imposibilidad de orientarme.
Él se rió suavemente.
—Está bien, a ver así: ¿estás a más de la mitad de camino de mi casa o no tan lejos? —Comenzaba a hablar mi idioma.
—Hum… —dije, mirando a mi alrededor intentando recordar a qué hora había salido de mi casa—. Yo diría… diría… que estoy justo a medio camino.
—Está bien —respondió con una sonrisa evidente incluso a través del teléfono—. Cuando estés cerca del rancho, quiero que nos encontremos en casa de mi hermano.
«Vaya. ¿La casa de tu hermano? ¿De verdad vas a empezar a introducir a terceras personas en nuestra relación? ¿Quieres decir que hay otras personas en el mundo además de nosotros? Lo siento. Se me había olvidado».
—¡Oh! De acuerdo —dije con entusiasmo, comprobando el estado de mi maquillaje en el retrovisor—. ¿Y… cómo se llega allí? —Sentía mariposas en el estómago.
—Más o menos a dos kilómetros del desvío hacia mi casa, verás una verja blanca en el lado norte de la carretera —me explicó—. Gira y baja por el camino unos ochocientos metros. Te encontrarás con la casa.
—De acuerdo… —repetí vacilante.
—¿Te has enterado?
—Sí —respondí y, tras una pausa—: Pero… Quiero decir… ¿Cuál es el norte? —Bromeaba sólo a medias.
Milagrosamente, media hora más tarde encontré la casa del hermano. Cuando detuve el coche, vi la conocida camioneta blanca aparcada junto a un enorme tráiler. El que supuse que era su hermano y él estaban en la cabina.
El hombre Marlboro levantó la vista y sonrió al tiempo que me hacía gestos para que me acercara. Yo saludé con la mano y salí del coche, tras llevar a cabo el, dadas las circunstancias, inadecuado acto de coger el bolso. Como remate, cerré las puertas con el mando a distancia, sin darme cuenta de lo fuera de lugar que debió de sonar el dichoso pitidito en mitad de tan bucólico silencio.
Mientras me acercaba al monstruoso camión para conocer al hermano de mi nuevo amor, me di cuenta de que no sólo no había estado nunca en la cabina de un tráiler, sino que no recordaba haber estado nunca a treinta metros de uno. Empecé a sentir humedad en las axilas y a temblar de nervios, no sólo porque estaba a punto de conocer a Tim, sino ante la idea de subir a un vehículo nueve veces más grande que mi Toyota Camry, que en aquellos momentos era el coche más grande que había tenido nunca.
Estaba nerviosa. ¿Qué iba a hacer yo allí dentro?
El hombre Marlboro abrió la puerta del copiloto. Yo me agarré a una manija que salía de un lateral y, dándome impulso, me subí a los escalones de metal del camión.
—Ven, entra —me dijo, empujándome al interior. Tim estaba en el asiento del conductor—. Ree, éste es mi hermano Tim.
Tim era guapo. Curtido. Se lo veía un poco polvoriento, como si acabara de terminar de trabajar. Vi que se parecía un poco al hombre Marlboro, tenían el mismo brillo en los ojos.
Tim me estrechó la mano sin apartar la otra suya del volante de lo que después sabría que era un camión de ganado nuevecito, de apenas unas horas.
—¿Te gusta? —me preguntó, sonriendo de oreja a oreja. Parecía un niño con zapatos nuevos.
—Es bonito —respondí, mirando a mi alrededor.
Había un montón de indicadores y de mandos. Daban ganas de meterse en la parte de atrás a buscar los dormitorios y ver si había tele. O jacuzzi.
—¿Te apetece dar una vuelta? —propuso Tim.
Yo quería dar la sensación de mujer capaz, fuerte, preparada para cualquier cosa.
—¡Claro! —respondí encogiéndome de hombros. Y me dispuse a coger el volante.
El hombre Marlboro se rió por lo bajo, mientras Tim, sin moverse de su sitio, me decía:
—Tal vez sea mejor que no. Podrías romperte una uña. —Me miré la manicura recién hecha. Había sido muy amable al darse cuenta—. Además —continuó—, no creo que fueras capaz de cambiar las marchas.
¿Se estaba riendo de mí? Tenía las axilas empapadas. Gracias a Dios que iba de negro.
Tras diez minutos más de incómoda charla, el hombre Marlboro me salvó diciendo:
—Bueno, creo que nos vamos, Tim.
—Está bien, Slim —respondió su hermano—. Ha sido un placer conocerte, Ree. —Y me dirigió una bonita sonrisa que me resultaba familiar.
Decididamente, era un chico muy mono. Decididamente, era hermano del hombre Marlboro.
Pero no era el auténtico.
Éste me abrió la puerta del copiloto y dejó que saliera antes que él, mientras Tim lo hacía por su lado para despedirse.
«No ha ido tan mal», pensé mientras bajaba. Aparte del comentario de la manicura y de mi problema con el sudor, conocer al hermano del hombre Marlboro había ido como la seda.
Esa noche estaba guapa, había sido capaz de hacer un par de comentarios ingeniosos y me había puesto la ropa perfecta para ocultar mis nervios. La vida era bella.
Entonces, como si los Dioses de las Situaciones Delicadas se hubieran empeñado en dejarme en mal lugar, el tacón de una de mis absurdas botas negras se me enganchó en la rejilla del último escalón haciendo que perdiera el equilibrio y obligándome a agarrarme de forma ridícula a la manija para evitar darme de bruces contra el camino de grava. Pero aunque no me caí, el bolso se me escurrió y fue a parar al suelo boca abajo, desparramándose todo el contenido.
Sólo una mujer puede comprender lo horrible que es que se te desparrame el contenido del bolso delante de un hombre. De repente, mi alma estaba por todas partes, expuesta a la vista del vaquero y de su hermano: brillo de labios de hacía un año, un boli que perdía tinta, envoltorios de chicle arrugados y un cepillo del pelo con cientos, si no miles, de pelos rojos enredados (los hombres no saben lo que es tener el pelo largo; según ellos, si se te cae es que tienes algún tipo de problema con los folículos y te vas a quedar calva). Por suerte, no había productos femeninos, pero sí una cajita de seda dental con un trozo de unos veinte centímetros colgando de la abertura, flotando en el aire.
Y caramelos Tic Tac. Montones y montones de caramelos de naranja.
Y dinero. Monedas sueltas y billetes de cinco, diez y veinte, que tan bien dobladitos estaban en un bolsillo interior del bolso, revoloteaban de cualquier manera por el camino de grava de Tim, arrastrados por el creciente viento de la tormenta que se acercaba.
Nada podría haberme preparado para el horror de ver al hombre Marlboro, mi nuevo amor, y a su hermano Tim, a quien acababa de conocer, lanzarse en caballerosa carrera por el camino de grava, tratando valientemente de atrapar mis díscolos billetes, y todo porque yo no había sido capaz de mantener el equilibrio al bajar de su reluciente tráiler nuevo.
Dejé el coche en casa de Tim y, cuando nos marchábamos en la camioneta, me asomé por la ventanilla, negando con la cabeza mientras me disculpaba por ser tan colosalmente torpe.
Cuando llegamos a la carretera, el hombre Marlboro me miró y giró a la derecha.
—Sí, pero eres mi torpe —dijo para consolarme.
A veces, salíamos al mundo real: íbamos a la ciudad a ver una película, a comer, a estar con otros seres humanos. Pero lo que mejor se nos daba era quedarnos en casa juntos, preparando la cena y recogiendo, y después sentarnos en las tumbonas del porche o en el sofá del salón a ver películas y a buscar nuevas y originales formas de abrazarnos sin dejar un centímetro de espacio entre ambos. Era nuestro pasatiempo favorito. Y se nos daba bien.
La cosa se iba poniendo seria. Estábamos cada vez más próximos. Día a día, nuestros sentimientos se hacían más profundos, la pasión más intensa; yo estaba viviendo un amor como no había conocido antes.
Estar con un hombre a quien, pese a su obvia masculinidad, no le asustaba en absoluto mostrar su lado tierno y cariñoso; que no tenía miedo ni problemas en declarar lo que sentía abiertamente y con frecuencia; que, al parecer, no sabía lo que era la manipulación y la intriga… ése era el tipo de romance que yo quería tener.
Sin embargo, de vez en cuando, al volver a casa por la noche, me quedaba despierta en la cama, pensando en el giro que había dado mi vida. Aunque no dudaba de mis sentimientos por el hombre Marlboro, a veces me preguntaba adónde nos llevaría todo aquello.
No estábamos prometidos —era demasiado pronto para eso—; y, en cualquier caso, ¿funcionaría? No me imaginaba viviendo en el rancho. Apreté los ojos e intenté ver más allá de la pasión cegadora que sentía, imaginar lo que implicaba esa vida. ¿Grava? ¿Estiércol? ¿Vestir un mono? ¿Aislamiento?
Entonces, casi sin falta, justo cuando mi mente alcanzaba su máxima capacidad de vacilación y todos los «¿Y si?» amenazaban con quitarme el sueño, sonaba el teléfono. Y era el hombre Marlboro, de quien se podían decir muchas cosas, pero no que tuviera la mente dispersa. Él pensaba algo y actuaba sin perder un minuto en calcular los pros y los contras, los riesgos y las recompensas.
Me susurraba palabras que, en lo que a mí respectaba, era como si no existieran antes de que él las pronunciara: «Ya te echo de menos… Estoy pensando en ti… Te quiero…». Y entonces, yo recordaba su aroma y levitaba hasta el País de los Sueños.
Ése era el patrón por el que se regían mis días con él. Estaba tan contenta, me sentía tan absolutamente feliz… Por mí, podría haber seguido así para siempre. Pero inevitablemente, en algún momento llegaría el día en que la realidad hiciera acto de presencia y me zarandeara por los hombros.
Y, como siempre, yo no estaba preparada.
El hombre Marlboro vivía a treinta y dos kilómetros de la ciudad más cercana, un pueblo más bien, donde no había más vida nocturna que un bar en el que trabajadores del yacimiento petrolífero y vaqueros jubilados chismorreaban y contaban historias entre whisky y whisky.
Casi todos sus amigos de la niñez se habían marchado para llevar una vida más a lo grande en una ciudad mayor. Sin embargo, después de la universidad él volvió al rancho donde había crecido. A una tierra en la que, exceptuando los postes de teléfono y los pozos de petróleo, estaba igual que hacía cien años, cuando su tatarabuelo había llegado a América desde Escocia.
Era una vida tranquila, aislada. Pero allí era donde estaba su corazón.
Por extraño que parezca, yo lo comprendía. Había algo en las praderas, algo radicalmente distinto a las olas que rompían en la costa californiana, los escarpados acantilados de Laguna o las palmeras, las montañas, el sol y la neblina. Era un lugar abierto, sin autovías ni autopistas a la vista, que exudaba historia y serenidad. La población, más allá de los caballos y el ganado, era escasa; había kilómetros entre una casa y otra.
A pesar de que había regresado de Los Ángeles hacía varios meses, el ritmo y jaleo de la ciudad seguían formando parte de mí. A veces, aún sentía el zumbido en los oídos, me salía la agresividad al volante mientras conducía y seguía calculando una hora para un trayecto de diez minutos en coche.
Pero cinco minutos en las praderas y me olvidaba de todo. Mi alma se apaciguaba, se relajaba, se dejaba llevar. El rancho estaba tan apartado de cualquier ciudad, que resultaba fácil olvidar por completo que éstas existían, imaginar una sociedad atestada de tráfico, ajetreo y estrés. Y sin todo el ruido y las poderosas distracciones que habían regido mi vida los últimos siete años, me resultaba muy fácil pensar con claridad, concentrarme en mi relación con el hombre Marlboro, asimilar y reflexionar sobre todos los deliciosos momentos.
Lejos de todos los amigos, conocidos y colegas de fiesta de los que me había rodeado cuando vivía en Los Ángeles, no tardé en acostumbrarme a tener a mi vaquero para mí sola. Con la excepción de unos pocos y breves encuentros con su hermano o con mi madre, apenas estábamos en contacto con nadie más. A mí me encantaba. Pero no era el mundo real.
Y no podía durar eternamente.
—Ven mañana por la mañana temprano —me pidió por teléfono una noche—. Estamos reuniendo el ganado y quiero que conozcas a mis padres.
—Oh, de acuerdo —respondí, preguntándome por qué no podíamos seguir en nuestro romántico y aislado mundo.
Lo cierto era que todavía no estaba preparada para conocer a sus padres. Aún no había conseguido divorciarme del todo de los por mí queridísimos padres de J. Habían sido maravillosos conmigo durante los años en que su hijo y yo estuvimos juntos, convirtiéndose en la versión californiana de mis propios padres, mi hogar lejos del hogar.
Me disgustaba que nuestra relación no pudiera continuar por culpa del pequeño detalle de que había roto con su hijo, ¿y ya iba a añadir otros padres? No estaba preparada.
—¿A qué hora quieres que vaya? —pregunté. Haría cualquier cosa por él.
—¿Podrías a eso de las cinco?
—De la tarde, ¿no? —respondí yo, esperanzada.
Él se rió suavemente. Oh, no. Aquello no pintaba nada bien.
—Hum… no —dijo—. De la mañana.
Suspiré. Para llegar al rancho a las cinco tendría que levantarme a las cuatro… antes incluso si quería ducharme y ponerme presentable. Eso significaba que tendría que despertarme en plena noche, lo cual era totalmente inaceptable. De ninguna manera. Tenía que decirle que no.
—De acuerdo. ¡No hay problema! —respondí, apretándome el estómago.
Él volvió a reírse por lo bajo y me dijo:
—Si quieres, puedo ir a buscarte. Así podrás dormir todo el camino hasta el rancho.
—No lo dirás en serio —respondí yo—. De todas formas, suelo estar levantada a las cuatro. Es la hora a la que normalmente voy a correr, como sabrás.
—Ya, ya —dijo—. Está bien. —Otra risa. Sustento para mi alma.
Colgué y salí corriendo hacia el armario. ¿Qué se ponía uno para ir a un rancho a esas horas de la mañana?, me pregunté. Estaba perpleja. Gracias a Dios, tenía el sentido común suficiente como para saber que de mis botas de punta negras —las que llevaba prácticamente en todas mis salidas con el hombre Marlboro— ni hablar. No quería que se me ensuciaran y, además, quizá me mirarían con cara rara.
Tenía una buena selección de vaqueros, sí, pero ¿cuál elegir? ¿Los oscuros de pernera recta de Anne Klein o los desgastados de pernera ancha con costuras en contraste de Gap?
¿Y qué demonios iba a ponerme arriba? Estaba hecha un mar de dudas. Tenía un par de bonitos y decentes jerséis, pero empezaba a hacer calor y el estilo no me parecía muy «ranchero». También tenía una camisa larga de lino de color linaza de Banana Republic; me encantaba con un collar de gruesas cuentas turquesa y sandalias. Pero eso era más propio de una tarde de barbacoa en Texas que para reunir al ganado a horas intempestivas en un rancho de Oklahoma. Luego disponía de un montón de camisetas con llamativos estampados, brillos, pedrería y demás adornos exagerados. Pero lo último que quería era asustar al ganado y provocar una estampida. Lo había visto en Cowboys de ciudad, cuando Billy Crystal encendía su molinillo de café sin cable y el resultado era desastroso.
Consideré la posibilidad de llamar y decir que no iba. No tenía absolutamente nada que ponerme. Todos mis zapatos eran negros, a excepción de un par con tacones de color amarillo chillón, que compré un día en un impulso en Westwood y ésos tampoco eran adecuados. Y no tenía ni una camisa que no dijera a voz en cuello: ¡URBANITA FUERA DE ONDA! ¡URBANITA FUERA DE ONDA! ¡URBANITA FUERA DE ONDA! Quería esconderme debajo de las mantas.
Entré en la habitación de Betsy. Era cinco años menor que yo y estaba en la universidad. Su estilo era más bien grunge y hippy, pero quizá, con un poco de suerte, encontrase alguna camiseta que no tuviera la cara de Kurt Cobain o Bob Marley estampada en el pecho. Podría ser.
Abrí su armario y, como por arte de magia, allí estaba, bañada por una maravillosa luz: una camisa vaquera desgastada, lo bastante grande como para, a pesar de lo flaca que estaba mi hermana, llevarla abierta con estilo desaliñado con sus asquerosas chanclas, pero lo bastante pequeña como para metérmela por dentro de los vaqueros y tener un aspecto decente. Me la probé rezando al cielo. Me quedaba perfecta. Ahora sólo me faltaba el calzado.
El destino quiso que, al levantar la vista, viera las botas marrones con suelas con grabado de Ralph Lauren que le habían regalado en Navidad tres años antes. Betsy las había abandonado a favor de sus chanclas, más molonas para la universidad, y su estilo grunge/hippy, y llevaban desde entonces en el estante de arriba del armario.
Se ataban por delante, eran muy gruesas y me iban algo pequeñas, pero teniendo en cuenta mis otras alternativas —botas negras de punta o zapatos de tacón amarillo chillón— aquélla era la única posible.
Dejé la ropa preparada, me puse el despertador a las tres cuarenta de la mañana y bajé a meter dos cucharas en el congelador. Las iba a necesitar.
Mis padres hablaban en voz baja en el cuarto de estar. Siempre me parecía que estaban hablando en el cuarto de estar.
—Me voy a levantar a las cuatro —dije, saludándolos—. Voy a ir al rancho, a hacer no sé qué con el ganado. ¡Deseadme suerte!
Mis padres sonrieron.
—Que te diviertas —dijeron, y regresé a mi habitación para meterme en la cama y estar lista a la mañana siguiente.
Me levanté de un salto cuando sonó el despertador. Tenía que ser una broma. ¡Era de noche! ¿Estaban locos o qué? Me duché, con el corazón acelerado ante la perspectiva de conocer a los padres del hombre Marlboro en su terreno. Envuelta en la toalla, bajé a sacar las cucharas del congelador, subí con ellas y me las puse en los ojos. No quería que se me vieran hinchados.
Al cabo de veinticinco minutos, me había maquillado, secado y ondulado el pelo y vestido y salía por la puerta de punta en blanco, con mi camisa vaquera, mis vaqueros anchos de Gap y las botas de montaña Ralph Lauren de Betsy, aunque algo me decía que no estaban diseñadas para demasiados trotes. Me subí al coche y partí en dirección al rancho.
Casi me quedé dormida al volante. Dos veces.
El hombre Marlboro me esperaba en la carretera que conducía a casa de sus padres, y lo seguí durante ocho kilómetros por un camino de tierra, en medio de la oscuridad. Cuando paramos los vehículos en el camino de entrada pavimentado, vi la figura de su madre por la ventana de la cocina. Estaba bebiendo café. Mi estómago gruñó. Debería haber comido algo en casa, un cruasán, un tazón de cereales. Aunque sólo hubiera sido un pastelito relleno de crema. Tenía el estómago encogido por culpa de los nervios.
Cuando salí del coche, el hombre Marlboro ya estaba allí. Escudados en la oscuridad, pudimos saludarnos con un romántico y estrecho abrazo y un dulce beso. Me alegré de que no se me hubiera olvidado lavarme los dientes.
—Has venido —dijo, sonriendo y frotándome la parte baja de la espalda.
—Sí —respondí, disimulando un bostezo—. Y he corrido ocho kilómetros antes de hacerlo. Me siento genial.
—Ya, ya —dijo él, cogiéndome de la mano y dirigiéndose a la casa—. Ojalá yo fuera tan madrugador como tú.
Al llegar, sus padres estaban en la entrada.
—¡Hola! —saludó su padre con aquel tipo de voz grave que yo no había oído nunca antes. El hombre Marlboro la había heredado.
—Hola —dijo su madre afectuosamente.
Estaban allí fuera para recibirme. Su casa olía maravillosamente a algo parecido al cuero.
—Hola —dije yo—. Soy Ree. —Y les estreché la mano a ambos.
—Estás muy guapa —señaló su madre.
Ella parecía cómoda, como si acabara de levantarse de la cama y se hubiera puesto lo primero que había pillado. Su aspecto era natural, no como si se hubiera tenido que poner el despertador a las tres cuarenta de la mañana para aplicarse nueve capas de rímel. Llevaba zapatillas de deporte. Se la veía relajada y muy atractiva. Me empezaron a sudar las manos.
—Siempre está guapa —le dijo el hombre Marlboro a su madre, tocándome suavemente la espalda.
Ojalá no me hubiera ondulado el pelo. Me había pasado. En eso y en la raya gris oscuro en los ojos. Y también en el brillo de labios de color frambuesa.
A poco más de tres kilómetros nos esperaban los demás vaqueros para empezar a reunir el ganado desde allí.
—Mamá, ¿por qué no os adelantáis Ree y tú en su coche? Nosotros os seguimos —dijo el hombre Marlboro.
Su madre y yo salimos de la casa, subimos a mi coche y nos fuimos. Íbamos hablando. Era una mujer serena y sin artificios y charlé a gusto con ella, aliviada al ver lo accesible que era. Cuando llevábamos más o menos la mitad del camino, dijo como si nada:
—Tienes que estar atenta al giro que hay algo más adelante. Es un poco cerrado.
—Ah, vale —respondí, sin escucharla realmente.
Era evidente que no sabía que había vivido y conducido en Los Ángeles durante años. Conducir no era ningún problema para mí.
Casi al momento, me encontré con un giro de noventa grados delante de mis narices, señalándome con el dedo y riéndose de mí como una cacatúa al verme en semejante apuro. Giré el volante hacia la izquierda lo más rápido posible, derrapando sobre la grava y levantando una nube de polvo. Pero de nada sirvió, la curva pudo conmigo y el coche acabó en la cuneta en una complicada posición, con el asiento del copiloto más de un metro por debajo del mío.
La madre del hombre Marlboro estaba bien. Menos mal que no puedes chocar con nada en un rancho aislado, donde no hay pasos a nivel, ni medianas de hormigón, ni muros de contención, ni otros vehículos.
Yo también estaba bien, al menos físicamente. Me temblaban violentamente las manos y sudaba con profusión por las axilas.
El coche se había quedado atascado. Las dos ruedas de la derecha estaban encajadas en la profunda zanja de la cuneta.
En la lista de las diez cosas que no me gustaría que me sucedieran el día que conozco a la madre de mi novio aquélla ocuparía el cuarto lugar.
—Oh, Dios mío —dije—. Lo siento mucho.
—No te preocupes —respondió ella mirando por la ventana—. Espero que no le haya pasado nada al coche.
El hombre Marlboro y su padre se detuvieron a nuestro lado y se bajaron de la camioneta. Mi hombre abrió la puerta.
—¿Estáis bien?
—Sí, sí, estamos bien. Íbamos despistadas, hablando —dijo su madre.
Yo me sentía como Lucille Ball hasta arriba de esteroides, speed y vodka. Era un chiste, una caricatura. Aquello no me podía estar pasando de verdad. Y precisamente aquel día y en ese momento.
—Vale, yo me voy a casa —dije, tapándome la cara con las manos.
Quería ser otra persona. Una persona normal, una buena conductora quizá.
El hombre Marlboro examinó las ruedas, completamente destrozadas.
—Me parece que no vas a ir a ninguna parte. Subid a la camioneta.
Mi coche había quedado para el arrastre.
Pese a mi accidentado comienzo, al final lo pasé muy bien en el rancho con el hombre Marlboro y sus padres. No monté a caballo —aún me temblaban las rodillas después de que casi mato a su madre nada más conocerla—, pero sí lo vi montar a él en su leal caballo Blue, mientras yo lo seguía en un camión cisterna con otro de los vaqueros, que nada más llegar me dio un refresco Dr. Pepper helado.
Me sentí bienvenida en el rancho, me sentí como en casa, y en un abrir y cerrar de ojos, el coche volcado en la zanja se convirtió en un recuerdo lejano, bueno, eso siempre y cuando el hombre Marlboro no me susurrara al oído lindezas como «¿Conduces a menudo?».
Al final del día de trabajo, conocía a mi vaquero un poco mejor.
Volvíamos los cuatro juntos de los corrales cuando pasamos por delante de mi pobre Toyota Camry, abandonado de cualquier manera en la cuneta.
—Yo te llevaré a casa, Ree —dijo el hombre Marlboro.
—No, no… Para —pedí, tratando de parecer una mujer fuerte e independiente—. Seguro que puedo hacer que funcione.
Todos se echaron a reír a carcajada limpia. No iba a conducir en un tiempo.
De camino a mi casa, le pregunté por sus padres. Dónde se habían conocido, cuánto llevaban casados, cómo eran cuando estaban juntos. Él me preguntó por los míos. Nos cogimos de la mano mientras pensábamos en lo increíble que parecía que tanto sus padres como los míos llevaran casados más de treinta años.
—No es muy habitual en estos tiempos, es alucinante —dijo él.
Y lo era. En los años que había vivido en Los Ángeles, me reconfortaba pensar que el matrimonio de mis padres era feliz y estable. Era de los pocos de mi círculo californiano de amistades que procedía de una familia intacta y me sentía afortunada de poder decir siempre que mis padres seguían juntos.
Me alegraba que mi vaquero pudiera decir lo mismo. Me proporcionaba cierta sensación de seguridad saber que el hombre del que me enamoraba un poco más cada día tenía unos padres que aún se querían.
Me besó la mano, acariciándome el pulgar con el suyo.
—Es una buena señal —dijo.
El sol empezaba a ponerse. Llegamos a mi casa en agradable silencio.
Me acompañó hasta la puerta y nos detuvimos en el último escalón del porche, mi porche favorito de todo el mundo. Algunos de nuestros momentos más mágicos habían tenido lugar allí y aquella noche no fue diferente.
—Me alegro mucho de que hayas venido —me dijo, estrechándome entre sus brazos con cariño—. Me ha gustado tenerte allí.
—Gracias por invitarme —contesté yo, recibiendo de buena gana su dulce beso en la mejilla—. Lamento haber tenido el accidente con tu madre en el coche.
—No pasa nada. Yo lo siento por tu coche —respondió él.
—No importa —contesté yo—. Mañana a las cinco de la mañana me acercaré con una palanca para cambiar las ruedas.
Él soltó una carcajada y me rodeó con sus maravillosos brazos una última vez.
—Buenas noches —susurró.
Qué hombre tan maravilloso.
Entré en casa como en una nube, a pesar de que me hubiera quedado sin coche. Vi a mi padre en la cocina y fui a saludarlo.
—¡Hola, papá! —dije, dándole una palmadita en el hombro.
Cogí una Coca-Cola Light de la nevera.
—Hola —respondió él, sentándose en un taburete—. ¿Qué tal lo has pasado?
—¡Oh, ha sido absolutamente genial! ¡Me ha encantado! Hemos ido a…
Miré a mi padre. Había pasado algo malo. Tenía una expresión muy seria y se lo veía preocupado.
—¿Qué ocurre, papá? —Sentía calor en el rostro.
Él fue a hablar, pero se detuvo.
—¿Qué ocurre, papá? —repetí.
Había pasado algo.
—Tu madre y yo tenemos problemas.
Sentí que se me doblaban las rodillas. Y mi pequeño mundo perfecto, tal como lo conocía, cambió en un instante.
Me quedé de piedra, como si me hubieran quitado el suelo de debajo de los pies. Me ardían las mejillas y se me tensó la nuca. El corazón se me paró. De repente sentí náuseas. Reacciones lógicas al enterarte de que la relación más larga y estable entre dos personas que has visto en tu vida ya no es estable.
¿Problemas? No me podía creer lo que estaba oyendo. Pero si ya estaban en la línea de meta. Habían criado a cuatro hijos, habían salido victoriosos de la lucha. Su hija menor, mi hermana, estaba en la universidad, por el amor de Dios. Lo peor ya había pasado.
Mi padre me hizo un resumen de la situación y después subí a mi habitación arrastrando los retazos de mi alma. Me sentía como si me hubieran vaciado por dentro. Me seguía picando la cara cuando entré en mi cuarto y me quité la ropa, que estaba sucia y polvorienta después de haber pasado un día maravilloso con el ganado en compañía del hombre Marlboro y sus padres.
Mientras me duchaba, medité sobre el giro de los acontecimientos: me sentía genial cuando mi amor me había acompañado a la puerta, eufórica, muy enamorada, completa. Tan sólo una hora antes, en su camioneta, habíamos estado hablando de lo alucinante que era que el matrimonio de nuestros padres siguiera intacto. Ahora todo me parecía absurdo.
Yo, que siempre había llevado esa etiqueta como una medalla, el orgullo de ser una de los pocos veinteañeros cuyos padres disfrutaban de un matrimonio sólido, a quienes el divorcio no había sacudido los cimientos de su familia. Y justo ahora, en un abrir y cerrar de ojos, todas mis ilusiones de vida hogareña estable y perfecta se habían hecho pedazos.
Y aunque yo siempre había sido una persona optimista, de esas que ven el vaso medio lleno, una Suzy Sunshine a lo bestia, también me había curtido lo bastante en Los Ángeles como para saber que mi padre hablaba totalmente en serio. Y que la situación no pintaba nada bien.
Me dejé caer en la cama boca abajo, completamente desanimada. Con el día tan maravilloso que había tenido.
Conocer a los padres del hombre Marlboro. Intimar un poco con su madre. Estar a punto de matarla con mi Toyota Camry en una curva de noventa grados. Reírme con ella. Ver lo mucho que la sonrisa del hombre Marlboro se parecía a la suya. Volcar con mi coche. Dejarlo accidentado en la cuneta de un camino rural. Pasar vergüenza y que después me desapareciera. Hablar con el hombre Marlboro mientras, como un perfecto caballero, me llevaba de vuelta a mi casa. Enamorarme aún más de él a cada kilómetro que avanzábamos, de cada sensual sonrisa que me dirigía.
¿Y qué sentido tenía todo eso ahora? Era obvio que el amor no duraba eternamente, era imposible. La prueba era que dos personas de cincuenta y pico años, casadas desde hacía más de treinta, con cuatro hijos, dos perros y toda una vida de recuerdos, no podían permanecer juntos.
¿Qué estaba haciendo yo? ¿Por qué me molestaba siquiera con aquella historia de amor? ¿Adónde me conduciría?
Una desconocida desesperanza me invadió de repente, llenándome de pavor y espanto. La realidad, fea y cruda, me agarró por el cuello y empezó a apretar.
Tendida en la cama, miré las innumerables estrellas por la ventana de mi habitación, tratando de buscarle sentido a todo, aunque mis cansados ojos no paraban de verter abundantes lágrimas saladas. Entonces, y como ya era costumbre, sonó el teléfono. Sabía quién era, claro. El hombre Marlboro, la fuente de tanta felicidad que a veces me abrumaba. Me llamaba para torturarme con su voz grave pero susurrante. Me llamaba para darme las buenas noches.
Yo me había acostumbrado a recibir sus llamadas después de haber estado juntos. Me las bebía como si fueran una poción mágica, las inhalaba como si fueran una potente y relajante droga. Me había convertido en una completa adicta.
Pero aquella noche, en vez de levantarme de un salto a coger el teléfono como una colegiala enamorada, di media vuelta y me cubrí la cabeza con el edredón, intentando amortiguar el sonido. Después de cuatro timbrazos, dejó de sonar, dejándome en el oscuro y deprimente silencio de mi habitación, en la casa donde había crecido.
La almohada se empapó de lágrimas de dolor y confusión, mientras los conceptos de estabilidad y compromiso se desvanecían. Y por primera vez en semanas, por primera vez desde que el hombre Marlboro y yo nos dimos aquel precioso primer beso, el amor se convirtió de repente en lo último que deseaba.