7

CHICAGO, ADIÓS

Un momento. ¿Qué era lo que acababa de decidir? ¿Qué significaba todo aquello? Miré las cajas con mi ropa y el resto de mis cosas apiladas junto a la puerta de mi habitación. Lo había embalado todo con seguridad y determinación. Había sido un gesto racional, mi nuevo comienzo como mujer independiente del Medio Oeste. Y ahora, en un abrir y cerrar de ojos, mi decisión se había convertido en lo que el viento se llevó.

¿Qué había hecho? Me encantaba aquel apartamento. Había dedicado un montón de tiempo a imaginarme instalándome en él: dónde pondría la cama, dónde colgaría mi colección de fotos en blanco y negro de Mijaíl Baryshnikov. Al cabo de unos meses, cuando recuperase el sentido común y decidiera irme a vivir por fin a Chicago, como era mi plan original, no volvería a encontrar otro apartamento como ése.

En pleno ataque de pánico, cogí el teléfono y le di a rellamada. Tenía que hablar con Rhonda, tenía que pedirle que esperase, que retuviera el apartamento, que mantuviera vigente la reserva, no sé, que me diera un día o dos… o tres más. Pero cuando el número se terminó de marcar, no oí señal de llamada; en vez de eso, en un momento perfecto de ironía, coincidencia y golpe de suerte, oí la voz del hombre Marlboro al otro lado de la línea.

—¿Sí?

—Oh —dije yo—. Hola.

—Hola —me saludó.

Tres segundos al teléfono y su voz ya se había adueñado de la situación. Su voz. Hacía que me flojearan las rodillas, me impedía concentrarme, daba al traste con mi determinación. Cuando lo oía, no podía pensar en nada más que en mi deseo de verlo de nuevo, de estar con él, absorber su presencia, derretirme como mantequilla en sus fuertes brazos. Cuando lo oía hablar, Chicago no era más que un recuerdo lejano.

—¿Qué haces? —continuó. Oía ruido de animales a lo lejos.

—Cosas —contesté—. Ultimando algunos detalles.

—No te irás a Chicago hoy, ¿verdad? —dijo con su suave risa. Bromeaba sólo a medias.

Yo me reí también al tiempo que me daba la vuelta encima de la cama y jugueteaba con la tira bordada del edredón.

—No, no me voy hoy —respondí—. ¿Y tú qué haces?

—Ir a buscarte dentro de un rato —contestó.

Me encantaba que tomara las riendas. Cuando lo hacía, el corazón se me paraba, me sentía eufórica, entusiasmada, nerviosa. Después de cuatro años con J, estaba harta de la mentalidad de surfista. Acababa de descubrir que la indolencia ya no era algo que me atrajera en un hombre. Y en lo que a sus muestras de afecto hacia mí se refería, el hombre Marlboro estaba muy lejos de ser indolente.

—Estaré ahí a las cinco.

«Sí, señor. Lo que usted diga, señor. Estaré lista. Ansiosa».

Empecé a arreglarme a las tres. Me duché, depilé, empolvé, perfumé, cepillé, ricé y acicalé durante dos horas enteras y luego me puse una camisa de color rosa suave y mis vaqueros favoritos, intentando que pareciera que había dedicado apenas dos minutos a prepararme.

Funcionó.

—Dios mío —dijo el hombre Marlboro cuando le abrí la puerta—. Estás guapísima.

Aunque no pude concentrarme mucho tiempo en el cumplido, porque me distrajo lo atractivo que estaba él también. Oh, Señor, era guapísimo. En un momento del año en que la mayoría de la gente tiene un tono blanco lechoso, las muchas horas trabajando al aire libre con el ganado le otorgaba un bronceado de finales de primavera, dorado, maravilloso. Y había cambiado sus típicas camisas vaqueras por un polo gris oscuro, el tipo de prenda que acentuaba aquellos bíceps que no se desarrollaban en el gimnasio, sino tras duras horas de arduo trabajo físico. Y su pelo prematuramente cano, muy corto, era la guinda del pastel. Me comería a aquel hombre de un bocado.

—Tú también —respondí, tratando de calmar mis hormonas encabritadas.

Abrió la puerta de su camioneta blanca y subí. Ni siquiera le pregunté adónde íbamos; no me importaba. Pero cuando tomó la autopista en dirección al oeste y salimos de la ciudad, supe exactamente adónde nos dirigíamos: a su rancho… su terreno… su casa en los pastos.

Aunque no esperaba ni necesitaba que me llevara, lo cierto era que me encantaba que hubiera hecho un trayecto de una hora para ir a buscarme. Era como volver a otra época, una forma cortejo caballeroso en este mundo moderno. No paramos de hablar en todo el camino: de nuestros amigos, de nuestras familias, de películas y libros y caballos y ganado.

Hablamos de todo menos de Chicago.

Yo me moría por decírselo, pero no podía. Quería decirle que en un impulso había decidido —en cuestión de cinco minutos aquella misma mañana— que no podía irme y dejarlo. Que había suspendido indefinidamente —cuando no cancelado para siempre— mis planes de mudarme. Que ahora tenía un nuevo plan, que era estar con él. Pero por alguna razón no me salían las palabras.

En vez de continuar por la autovía hacia el camino de tierra que conducía a su casa, el hombre Marlboro tomó una vía alternativa.

—Tengo que sacar a los animales del potrero —dijo.

Yo no sabía a qué se refería, pero no me opuse. Condujo por caminos serpenteantes y desorientadores, caminos por los que no me veía conduciendo yo sola, y se detuvo en una pradera llena de vacas de color negro. Abrió una cerca y se puso a hacer gestos con los brazos: en menos que canta un gallo, el rebaño salió y fue a donde tenía que ir.

Aquel hombre era capaz de manejar a criaturas de cualquier clase, ya fuera ganado bovino o mujeres pelirrojas de veintitantos años.

Regresamos a la casa y condujo hasta más allá del extremo norte del rancho justo cuando el sol empezaba a ponerse.

—Es precioso —exclamé, contemplando la belleza del horizonte.

Él redujo la velocidad y detuvo la camioneta.

—¿Verdad que sí? —respondió, contemplando la tierra donde se había criado.

Había vivido allí desde que nació, había trabajado en los campos desde niño, su padre, su abuelo y su bisabuelo le habían enseñado a ser ranchero, a construir cercas, a manejar animales, a apagar fuegos en los pastos y a criar ganado de todos los colores, formas y tamaños. Había ayudado a enterrar a su hermano mayor en el cementerio familiar de la casa y había aprendido a aceptar y a seguir adelante frente a las adversidades y la pena. Aquel rancho formaba parte de sí mismo. El amor que sentía por él era palpable.

Salimos de la camioneta y nos sentamos en la parte trasera, cogidos de la mano, a contemplar el atardecer magenta que se iba difuminando poco a poco en la oscuridad. La tarde era tranquila y silenciosa hasta el punto de que podíamos oír nuestra respiración. Permanecimos en la parte trasera, abrazándonos y besándonos como si hiciera mucho que no nos veíamos, hasta bastante después de que el sol se hubiera ocultado en el horizonte y el cielo se hubiera vuelto negro. La pasión que yo sentía era inconmensurable.

—Tengo algo que decirte —dije, sintiendo que las mariposas de mi estómago revoloteaban enloquecidas.

El hombre Marlboro se volvió hacia mí y su mirada me taladró hasta la médula. Habíamos empezado contemplando el atardecer sobre el rancho sentados en la parte trasera de su camioneta, meciendo las piernas juguetonamente sobre el borde de la misma y, para cuando el sol hubo desaparecido, estábamos tumbados con las piernas de ambos enredadas, mientras el cielo se oscurecía cada vez más. Enrollándonos a lo bestia. Enrollándonos realmente a lo bestia.

No quería esperar a que él volviera a sacar el temido asunto de Chicago. En los últimos días lo había estado evitando como si me fuera la vida en ello, sin querer enfrentarme a la realidad de mi marcha inminente, de que iba a alejarme de mi nuevo amor cuando hacía tan poco que nos habíamos conocido.

Por el momento al menos, había tomado la decisión de quedarme y sólo tenía que decírselo. Finalmente, entre besos, las palabras habían tenido el valor de emerger súbitamente a la superficie. No podía seguir conteniéndolas. Pero antes de que yo pudiera abrir la boca, él dijo con expresión de dolor:

—Oh, no, no me lo digas. Te vas mañana. —Me acarició el pelo y apoyó la frente en la mía.

Yo sonreí, riéndome como una niña por dentro por el secreto que estaba a punto de revelarle. Un rebaño de vacas mugió en la distancia, poniendo la música de fondo.

—Esto… no —contesté. Me costaba creer lo que estaba a punto de decirle—. Yo no… no… no me voy a ir.

Él se detuvo y apartó la cara de la mía lo justo para poder enfocar bien la vista.

—¿Qué? —preguntó, con sus fuertes dedos todavía sobre mi pelo. Una sonrisa vacilante asomó a sus labios.

Yo inspiré profundamente el aire de la noche, tratando de calmar mis nervios de adolescente.

—Bueno… —empecé a decir—, he decidido quedarme un tiempo por aquí. —Ya estaba. Lo había dicho. Era oficialmente verdad.

Sin vacilar ni un momento, el hombre Marlboro me rodeó la cintura con los brazos y, en lo que me pareció menos de un segundo, me desplazó por la parte trasera de la camioneta hasta que estuvimos los dos tumbados frente a frente, con sus ojos azul hielo al nivel de los míos.

—Espera… ¿lo dices en serio? —preguntó, tomando mi rostro entre sus manos, enmarcándolo—. ¿No te vas? —añadió, mirándome a los ojos.

—No —respondí.

—Vaya —dijo él, sonriendo antes de darme un largo y apasionado beso—. No me lo puedo creer —continuó, abrazándome con fuerza.

Las rodillas me temblaban y, antes de que pudiera hacer o decir nada, volvimos a besarnos como locos, rodando por la parte de atrás de su Ford F250. De vez en cuando, mi brazo chocaba con una palanca o mi cabeza se golpeaba con una rueda de repuesto, un hierro del ganado o un gato. No me importaba en absoluto, por supuesto. Le había dicho lo que quería decirle. Todo lo demás —incluidas lesiones menores en la cabeza— eran minucias.

Permanecimos allí mucho, mucho rato, con una suave brisa nocturna que no invitaba a marcharse. Bajo las innumerables estrellas, entre besos, abrazos y los mugidos del ganado, de repente me sentí más tranquila respecto a mi decisión que cuando había hablado con Rhonda, la agente inmobiliaria, por la mañana. Me sentía en casa, cómoda, dichosa, maravillosamente bien.

Mi vida había cambiado ese día, y lo había hecho de una forma que jamás habría imaginado. Mis planes de vivir en la gran ciudad, unos planes a los que había dedicado meses, habían sido pisoteados por un vaquero de más de metro ochenta, con las botas llenas de estiércol. Un vaquero al que hacía menos de dos semanas que conocía.

Decidir impulsivamente tomar ese camino inesperado era lo más descabellado que había hecho nunca. Y si bien en secreto me preguntaba cuánto tardaría en lamentar mi decisión, al menos por el momento me tranquilizaba saber que había tenido el valor de trepar hasta aquella rama.

Era tarde. Hora de irse.

—¿Quieres que te lleve a casa? —me preguntó el hombre Marlboro, entrelazando los dedos con los míos y besándome el dorso de la mano—. ¿O prefieres…? —Hizo una pausa mientras consideraba sus siguientes palabras—. ¿O prefieres quedarte a dormir aquí?

No respondí de inmediato; estaba demasiado ocupada saboreando el momento. La deliciosa brisa nocturna, la música de las mamás vacas a lo lejos, los millones de estrellas en el cielo, notar sus dedos entre mi pelo. La noche no podría haber ido mejor. No creía que nada pudiera mejorarlo, ni siquiera acostarme con él.

Abrí la boca para responder, pero el hombre Marlboro se me adelantó. Se levantó y me sacó de la parte trasera de la camioneta, luego se me echó al hombro a lo Rhett Butler y me llevó hasta el asiento del copiloto. Una vez allí, me dejó en el suelo y, abriendo la puerta, dijo:

—Pensándolo mejor, creo que será mejor que te lleve a casa.

Yo sonreí, convencida de que me debía de haber leído el pensamiento.

Tanto si lo había hecho como si no, la cuestión era que la atmósfera entre nosotros había cambiado visiblemente de forma instantánea. Antes de que yo rechazara mi apartamento de Chicago y le contara que había decidido quedarme, la pasión entre los dos había sido imperiosa, arrebatada, casi como si una fuerza invisible nos urgiera a sacar lo que llevábamos dentro ya, sin esperar, porque pronto no tendríamos oportunidad de hacerlo.

Hasta ese momento, nuestro romance había tenido algo de callada desesperación, con la excitación y el deseo mezclados con una incómoda sensación de desastre inminente y miedo. Pero ahora que ya no me iba a mudar, esos sentimientos habían sido reemplazados por una agradable sensación de bienestar.

En un abrir y cerrar de ojos, el hombre Marlboro y yo ya no teníamos prisa, a pesar de estar locamente enamorados el uno del otro.

—Sí —dije, asintiendo—. Estoy de acuerdo.

Madre mía, aquello era labia y lo demás son tonterías.

Me llevó a casa, primero por los serpenteantes caminos del rancho y después por una carretera de doble sentido que llegaba hasta el campo de golf, donde estaba la casa de mis padres. Y cuando me acompañó hasta la puerta, me dejó maravillada lo diferente que me parecía todo. Todas las veces anteriores había sentido que las cajas que aguardaban en mi habitación me llamaban, reclamándome que terminase de embalar para la mudanza.

Empaquetar cosas después de salir con él se había convertido en una actividad habitual para mí, en un ritual, un esfuerzo por seguir con mis planes de irme a vivir a otra ciudad, a pesar de mis cada vez más fuertes sentimientos hacia aquel hombre que había aparecido en mi vida inesperadamente. En cambio ahora, después de aquella noche entre sus brazos, lo único que me quedaba por hacer era desembalarlo todo.

O dejarlo allí. No me importaba. No me iba a ir a ninguna parte. Al menos por el momento.

—No me lo esperaba —dijo, rodeándome la cintura con un brazo.

—Yo tampoco —respondí riéndome.

Se me acercó para un último beso, el broche perfecto para la noche.

—Me has hecho feliz —me susurró y acto seguido se dirigió a su camioneta y se marchó.

Di media vuelta para entrar en casa y subí a mi habitación sintiendo un hormigueo en todas mis terminaciones nerviosas. Si aquello no era amor, reflexioné, es que el amor no existía. Nada más entrar en mi cuarto, eché un vistazo a las cajas con una mezcla de melancolía y júbilo y me dejé caer en mi acogedora cama, me quité los zapatos y suspiré soñadora.

El agudo pitido de mi teléfono me despertó bruscamente una hora más tarde. Exhausta después de la velada que había pasado, me había quedado dormida vestida.

—¿Sí? —dije adormilada. Desorientada, confusa, ebria de lujuria y de aire del campo.

—Hola… soy yo —dijo alguien al otro lado de la línea. Una voz queda. Grave. Era J.

Eso no me lo esperaba.

—Hola —dije, obligándome a sentarme en la cama, con el edredón por encima de los hombros—. ¿Qué haces?

«Por favor, no me digas que estás en el aeropuerto».

—Sólo quería oír tu voz —dijo. Parecía deprimido—. Hacía mucho tiempo.

En realidad casi una semana, desde que se le ocurrió venir a verme. Había sido una separación dolorosa y difícil, mucho más para él, que no tenía el colchón de un romance nuevo y emocionante para suavizar la caída. No me gustaba cómo habían ido las cosas. Pero J y yo teníamos que terminar en algún momento y supongo que nunca iba a ser agradable.

—¿Cómo estás? —le pregunté sin entusiasmo.

—Bien. ¿Y tú? —contestó él con voz monótona.

—Estoy bien —dije, optando por no exhibir lo maravillosamente bien que me sentía esa noche.

—¿Cuándo te mudas? Porque te vas, ¿no?

Tragué saliva. ¿Qué le iba a decir?

—No estoy segura —respondí y ahí lo dejé. No me apetecía ser cien por cien sincera.

—Pero ¿la semana que viene? ¿El mes que viene? ¿Cuándo? —insistió J.

Tragué más saliva.

—No lo sé, de verdad —respondí vacilante—. He empezado a reconsiderar mi plan.

J hizo una pausa antes de continuar.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que… —No tenía ni idea de qué decir.

—La semana pasada no hablabas de otra cosa que no fuera Chicago —me interrumpió J—. ¡Según tú, era uno de los motivos por los que ya no podíamos seguir juntos!

—Bueno… —dije mientras pensaba—. Creo que voy a tardar un poco más en irme.

—¿Qué pasa? —preguntó J.

No respondí.

—Espera un momento. ¿Estás…? ¿Estás saliendo con alguien? —inquirió implacable, agresivo.

Estaba acorralada. No me quedaba más remedio que contestar, aunque lo que yo quisiera fuera esconderme debajo de la cama.

—La verdad es que sí… estoy saliendo con alguien —respondí en tono insolente. J sacaba ese lado de mi personalidad.

—¡Lo sabía! —exclamó él como si acabara de resolver un misterio, de descifrar algún antiguo código—. Sabía que tenía que ser algo así.

—¿Conque lo sabías? —dije yo con una pizca de sarcasmo en mi voz cansada.

—Sí, lo sabía —continuó—. Te has estado comportando de un modo muy raro estos últimos tres meses.

No se enteraba de nada.

—Espera, J —dije, tratando de calmarme—. Sólo hace dos semanas que nos conocemos.

No tendría que haber dicho eso.

—¿Sólo dos semanas y de repente ya no te mudas por él? —me espetó. Estaba furioso.

—Oye —dije, tratando de llevar la conversación a un terreno neutral—. No hagamos esto, ¿de acuerdo?

—¿Hacer qué? —continuó él, beligerante—. ¡Me pregunto qué más cosas no me has contado!

Empezaba a enfadarme yo también. J estaba dolido, era evidente. Lo entendía. Estaba claro que la separación lo había pillado por sorpresa, a pesar de que llevara meses gestándose. Porque mientras yo decidía no ir con él a San Francisco, procuraba no ir a visitarlo e incluirlo cada vez menos en mi vida familiar, él, por su parte, estaba feliz como una lombriz con nuestra relación, dando por sentado todo lo esencial.

«Volverá —seguro que se decía—. No hace falta que la llame. Ella sabe que la quiero. Siempre estará ahí».

Nada atroz ni imperdonable por su parte… pero tampoco suficiente para hacer que quisiera quedarme a su lado el resto de mi vida.

—¿Y bien? —dijo con una voz que exudaba amargura.

—¿Qué? —pregunté yo a la defensiva. De repente sentía que estaba harta.

—¿Qué más no me has contado?

Me lo pensé un momento.

—La verdad es que sí hay algo más —respondí, considerando mis palabras con detenimiento—. Ahora como carne.

Era vegetariana desde hacía años, por lo menos durante todo el tiempo que había estado con J, y mi vuelta a la dieta carnívora había tenido lugar muy recientemente. Haría lo que fuera por el hombre Marlboro, incluso renunciar a mi compromiso de evitar la carne. Sabía que eso llamaría la atención de J. Sabía que después de oírlo lo vería todo mucho más claro.

—Dios mío —dijo él, cambiando la amargura por asco—. ¿Qué te ha ocurrido? —Y colgó el teléfono sin más.

Sabía que funcionaría.

Ya no le quedaba más remedio que enfrentarse a la realidad de que lo nuestro se había acabado. A partir de entonces, cada cual seguiría su camino. Entre nosotros no había suficiente respeto, admiración o aprecio en los que sustentar la relación a la larga.

Después llegó el momento de contárselo a mi familia, que ya empezaban a preguntarse qué estaba pasando. Empecé por mi madre.

—Puede que me mude más alante —le dije—. Pero de momento no.

—Se dice más adelante —me corrigió ella cariñosamente.

—Ya lo sé. Ha sido por decirlo rápido.

—Ah, ya —dijo, limpiándose el sudor de una de sus cejas recién depiladas. Entonces expresó con una sonrisa—: Me gustan mucho esas camisas almidonadas que lleva, ¿sabes?

—Ya lo creo —respondí yo, cerrando los ojos con gesto soñador—. A mí también.

Luego se lo dije a mi padre.

—Papá, he decidido no irme a Chicago por el momento —expliqué—. Creo que me he enamorado de ese vaquero del que te hablé.

—¿En serio?

—En serio.

Hizo una leve pausa y entonces preguntó:

—¿Y J lo sabe?

Me pasé las siguientes catorce horas poniéndolo al corriente de todos los detalles.

Se lo dije también a mi mejor amiga: mi hermana.

—Al final no me voy a ir —le conté a Betsy por teléfono, tras despertarla de un profundo sueño.

—¿Adónde? —me preguntó grogui.

—A Chicago.

—¡¿Qué?! —chilló. Eso la despertó del todo.

—Estoy locamente enamorada —dije—. He perdido la cabeza por el hombre Marlboro —añadí, riéndome como una colegiala.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó—. ¿Te vas a casar con él, te irás a vivir al quinto pino y le darás hijos?

—¡No! —contesté yo—. No me voy a ir al quinto pino. Pero es posible que le dé hijos —añadí, riéndome otra vez como una loca.

—¿Y qué pasa con lo de Chicago?

—Bueno… ya… Pero tendrías que ver cómo le quedan los Wranglers.

Betsy se quedó callada un momento.

—Ya he oído bastante de esta conversación. Además, tengo que dormir. Mañana tengo clase al mediodía y estoy agotada…

—Y tendrías que ver cómo le quedan las botas —continué.

—Ya lo he pillado…

—Escucha, no te preocupes por mí —continué—. Si me necesitas, estaré por aquí, besando al hombre Marlboro veinticuatro horas al día.

—Lo que tú digas… —dijo ella, tratando de no reírse.

—Bueno, adiós. ¡Estudia mucho! —le dije.

—Sí —respondió.

—Y no te acuestes con desconocidos —le advertí.

—Entendido —respondió Betsy. Estaba acostumbrada.

—Y no fumes crack —añadí.

—Que sí —dijo bostezando.

—Y no faltes a clase —seguí yo.

—¿Como tú? —replicó Betsy.

—¡Vale, no hagas todo lo que yo hice! —respondí.

Colgó.

Después fue el turno de decírselo a mi hermano Mike.

—¡Hola, Mike! ¿Sabes una cosa?

—Hum, ¿qué?

—¡Me quedo aquí! ¡No me voy a Chicago! —exclamé—. ¿No te parece emocionante?

Él se quedó pensando un momento y luego preguntó:

—¿Pu-pu-pu-puedes llevarme al parque de bomberos?

Finalmente, se lo conté a Doug, mi hermano mayor. Él, que ya vivía en Chicago, estaba encantado con la idea de tener a su hermana cerca.

—¿Has perdido la p*** cabeza? —preguntó. No tiene pelos en la lengua.

—Sí —reconocí, tratando de apaciguarlo—. Creo que sí.

—¿Qué demonios vas a hacer ahí? Te marchitarás y morirás. ¡Si es un sitio subdesarrollado!

Para mi consumidor, viajero y cosmopolita hermano, cualquier ciudad con menos de tres millones de habitantes era un sitio subdesarrollado.

—¿Y qué hay de ese tío? —añadió.

—No lo conoces. Llevamos saliendo casi un mes.

El lado práctico de Doug entró en escena.

—¿Sólo hace un mes que lo conoces? ¿A qué demonios se dedica?

—Pues… —empecé yo, preparándome para soltarlo—. Es… vaquero.

—¡Oh, Dios! —exclamó, suspirando sonoramente.