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DENTRO DEL ESTABLO EN LLAMAS

No era ningún ranchero pueblerino. Era un hombre sereno, caballeroso e inteligente. Y no uno cualquiera, al menos no como los que yo conocía. Era diferente. Rotundamente diferente.

El hombre Marlboro era introspectivo y callado, pero no inseguro. Una educación que implicaba levantarse temprano, trabajo duro y noches tranquilas a muchos kilómetros de la civilización, le había enseñado a temprana edad a ser feliz en el silencio.

Yo, por el contrario, era aparentemente alérgica al mismo. Hablar siempre había sido lo que mejor se me daba; con todo el espacio abierto que, como humanos, nos había sido concedido, no veía la necesidad de malgastarlo. Y como hija mediana que era, sencillamente tenía mucho que decirle al mundo.

Por fin había conocido a mi media naranja, y era aquel vaquero. La primera noche que nos vimos, cuatro meses atrás, le habían bastado cinco segundos de sus modales tranquilos para aniquilarme, y las dos últimas semanas con él me habían convencido de que aquel tipo de hombre, por no decir aquel hombre en particular, encajaba perfectamente conmigo.

En el poco tiempo que había pasado a su lado había visto muestras claras de lo complementarias que eran nuestras diferencias. Antes, me habría apresurado a llenar un vacío en la conversación con cualquier tontería, con él empezaba a contenerme y dejaba que el silencio que caía sobre nosotros obrara su magia. Él no había aprendido a enrollar los linguini en el tenedor, pero ahora me tenía a mí para enseñarle. Mientras que estando sola, yo normalmente cogería el teléfono al segundo de terminar de cenar y llamaría a mis amigas para quedar a tomar una copa, con él fregaba los platos y veíamos una película, a veces, si el tiempo lo permitía, nos sentábamos en el porche a escuchar el aullido de los coyotes y a contemplar la vida.

Llevábamos ritmos totalmente distintos. Él se levantaba a las cinco de la mañana y realizaba una tarea física agotadora y fatigosa. Yo trabajaba por hacer algo durante el día, para tener un lugar donde ponerme mis zapatos negros de tacón y para poder permitirme salidas nocturnas en las que degustar comida exquisita y coloridas bebidas.

Para el hombre Marlboro, la noche significaba relajarse, una recompensa tras un largo día de trabajo. Para mí significaba la ocasión de ponerme alguna prenda nueva y pintarme los labios.

A veces las diferencias me preocupaban. ¿Podría estar con un hombre que nunca jamás había comido sushi? ¿Había alguna posibilidad de que yo, antigua vegetariana, pasara el resto de mi vida con alguien que consumía carne en todas las comidas? Jamás se me había ocurrido pensar en ello. Y lo que era aún más preocupante, ¿podría vivir en mitad del campo, tan alejada que tuviera que recorrer ocho kilómetros por un camino de tierra para llegar a mi casa?

Mi propia cabeza me dio la respuesta: el futuro no pintaba muy halagüeño.

¿Y qué demonios hacía pensando en casarme?

Tenía la absoluta certeza de que con el hombre Marlboro, ranchero que vivía en una tierra que llevaba años en manos de su familia, una cosa estaba clara: él se quedaría donde estaba y cualquier plan que lo incluyera tendría que desarrollarse en su terreno, no en el mío. No podía irme a Chicago con la más mínima esperanza de que él se mudara allí algún día. El centro de esa ciudad no es famoso precisamente por sus exuberantes pastos para animales.

Su vida estaba en su rancho, donde probablemente se quedaría para siempre. Su padre se estaba haciendo mayor, lo que significaba que el futuro de la propiedad estaba en las callosas y capaces manos de mi vaquero y de su hermano.

Me encontraba en el ya conocido dilema de tener que decidir si quería supeditar mi existencia a las circunstancias que rodeaban la vida del hombre que tenía al lado. Ya había estado en esa misma situación con J cuando éste decidió mudarse al norte de California y quiso que me fuera con él. No me había resultado fácil, pero en esa ocasión me había aferrado a mi orgullo y había elegido abandonar California. Desprenderme de los cómodos grilletes de una relación de cuatro años había sido un logro personal y también la decisión correcta. Como también lo sería mi propósito de mantenerme firme en mi plan de irme a vivir a Chicago, por duro que fuera dejar que mi aventura de casi dos semanas con el hombre Marlboro se fuera al garete.

Era una mujer fuerte. Ya una vez me había negado a seguir a un hombre y podía volver a hacerlo. Tal vez doliera al principio, seguro que sí, pero a la larga me sentiría bien.

En ese momento se puso a sonar mi teléfono, sacándome de mi mental diatriba feminista. Era tarde. Hacía más de media hora que el hombre Marlboro me había dejado en casa. Probablemente estaría ya a medio camino de la suya. Me encantaban sus llamadas sólo para decirme que estaba pensando en mí, para darme las buenas noches. Descolgué el teléfono.

—¿Sí?

—Hola —dijo él.

—Hola —dije yo. «Tío bueno».

—¿Qué hacías? —me preguntó como quien no quiere la cosa.

Miré la montaña de camisetas que acababa de doblar cuidadosamente.

—Pues estaba leyendo —respondí.

—¿Te apetece hablar? —continuó él.

—Claro —dije yo—. No estoy haciendo nada. —Me hice un ovillo en el sillón de mi habitación.

—Pues entonces… sal afuera —propuso—. Estoy aparcado en el camino de entrada de tu casa.

El corazón me dio un vuelco.

—¿Que estás dónde?

Me levanté y me miré al espejo. Menuda pinta tenía, con los pantalones de raso del pijama, una sudadera vieja de la universidad, calcetines de dedos a topos y, para rematar el conjunto, el pelo recogido en lo alto de la cabeza con ayuda de un lápiz. ¿A quién no le gustaría una chica así?

—Estoy fuera —repitió él, soltando una de sus suaves risas marca de la casa para ponerme aún más nerviosa.

—Pero… pero… —tartamudeé yo, sacándome el lápiz del pelo y corriendo por la habitación mientras me quitaba la patética ropa de estar por casa y buscaba mis vaqueros desgastados favoritos—. Pero… pero… estoy en pijama.

Otra risilla de las suyas.

—¿Y? Será mejor que salgas o entraré yo…

—Está bien, está bien… —respondí—. Enseguida voy.

Jadeando, me conformé con ponerme mis segundos vaqueros favoritos y mi jersey favorito entre favoritos, uno de cuello alto color azul claro que me había puesto tanto que ya casi formaba parte de mi anatomía. Me lavé los dientes en diez segundos y bajé la escalera hasta la puerta de entrada.

El hombre Marlboro estaba fuera de su camioneta, con las manos en los bolsillos de los vaqueros y la espalda apoyada en la puerta del conductor. Sonrió de oreja a oreja y se incorporó para venir hacia mí mientras yo iba hacia él. Nos encontramos a mitad de camino, entre el vehículo y la puerta de la casa, y, sin vacilación, nos saludamos con un beso largo y efusivo. Nada de un beso desenfadado y medio en broma. Al contrario, nos besamos muy en serio.

Nuestros labios se separaron un momento.

—Me gusta tu jersey —dijo él, mirándolo como si lo hubiera visto antes.

Era el mismo que me había puesto a toda prisa la noche que nos conocimos, meses atrás.

—Creo que lo llevaba la noche del J-Bar… —dije—. ¿Te acuerdas?

—Mmmm, sí —dijo atrayéndome hacia él—. Me acuerdo.

Tal vez aquel jersey tuviera poderes mágicos. Sería mejor que no me deshiciera de él.

Volvimos a besarnos y yo me estremecí con el aire de la noche. Él me condujo a la camioneta para protegerme del frío y abrió la puerta. El interior estaba muy calentito, como si un hornillo ardiera debajo del asiento. Miré a mi ranchero riéndome como una niña nerviosa y le pregunté:

—¿Qué has estado haciendo todo este rato?

—Conducía hacia casa —me contestó, jugueteando con mis dedos—. Pero he tenido que darme la vuelta.

Me atrajo hacia él pasándome un brazo por los hombros. Los cristales se estaban empañando. Me sentía como si tuviera diecisiete años.

—Tengo un problema —continuó entre besos.

—¿Sí? ¿Cuál? —pregunté yo, haciéndome la tonta.

Apoyé la mano en su bíceps izquierdo. Me sentía muy atraída por él. Me acarició la cabeza, despeinándome, pero no me importó. Tenía otras cosas en que pensar.

—Estoy loco por ti —dijo.

Para entonces, yo estaba sentada en su regazo, en el asiento del conductor de su Ford F250 diésel, enrollándome con él como si acabara de descubrir lo que era eso. No comprendía cómo había llegado hasta allí, ni a la camioneta ni a sus rodillas, pero allí estaba. Y enterrando el rostro en su cuello, repetí en voz baja sus sentimientos.

—Yo también estoy loca por ti.

Llevaba más de media vida sufriendo aquella aflicción, aquella locura por los chicos, pero lo que sentía por el hombre Marlboro era de una intensidad indescriptible. Era una atracción primitiva, una necesidad casi incontrolable de rodearlo con brazos y piernas cada vez que lo miraba. El corazón me latía con fuerza y se me alteraba la respiración en cuanto oía su voz. Sentía el impulso de darle doce mil hijos… cuando yo ni siquiera sabía si quería tenerlos.

—El caso es que… —continuó él.

En ese momento, oímos que llamaban con los nudillos en el cristal de la ventanilla. Casi me di con la cabeza en el techo del susto. Eran las dos de la mañana. ¿Quién podría ser? ¡Algún hijo de Tal, sin duda! El hombre Marlboro bajó la ventanilla y por ella salió una densa nube de pasión y vaho. No era un hijo de Tal. Era mucho peor, era mi madre, con su bata de cachemir gris.

—¿Reeee? —canturreó—. ¿Eres tú? —Se inclinó un poco más y escudriñó el interior.

Me bajé del regazo del hombre Marlboro y la saludé con desgana.

—Ah, hola, mamá. Sí, soy yo.

Ella se rió.

—Uf, menos mal. No sabía quién andaba por aquí fuera. ¡No he reconocido el coche! —Miró al hombre Marlboro, al que no había visto más que una vez, cuando una noche fue a buscarme para salir.

»¡Hola otra vez! —exclamó ella, alargándole una mano de perfecta manicura.

Él la cogió y se la estrechó con suavidad.

—Buenas noches, señora —respondió, con la voz aún pastosa de lujuria e intensidad emocional.

Yo me hundí en el asiento. Era una mujer adulta y mi madre, en bata, acababa de pillarme aparcada en la entrada de casa a las dos de la mañana. Había visto los cristales empañados. Me había visto sentada en sus rodillas. Me sentía como si me fueran a castigar.

—Bueno, me voy —dijo ella, dándose la vuelta—. ¡Buenas noches a los dos! —Y dicho eso, volvió rápidamente a la casa.

El hombre Marlboro y yo nos miramos. Yo escondí la cara entre las manos y negué con la cabeza. Él se rió suavemente, abrió la puerta y dijo:

—Venga, será mejor que entres en casa antes del toque de queda.

Yo seguía ocultando la cara entre mis manos sudorosas.

Me acompañó a la puerta y nos detuvimos en el último escalón. Abrazándome por la cintura, me besó la nariz y susurró:

—Me alegro de haber venido.

Dios mío, qué dulce era.

—Yo me alegro de que lo hayas hecho —respondí—. Pero… —Hice una pausa para darme valor—. ¿Querías decirme algo?

Así de directa, sí, le eché agallas. No estaba dispuesta a dejar pasar la oportunidad. A fin de cuentas, no me quedaban tantos momentos a su lado; dentro de poco estaría en Chicago. Si quería, pronto me encontraría sentada en alguna cafetería a las once de la noche. Volvería a trabajar y por fin a la universidad. Pero ni muerta me quedaría sin oír lo que él había empezado a decirme antes de que mi madre y su bata de cachemir nos interrumpieran.

El hombre Marlboro me miró y sonrió, al parecer complacido con mi actitud decidida. Pese a ser la extrovertida hija mediana de la casa, con él me mostraba normalmente tímida y callada, una versión irreconocible de mí misma. Me había robado el corazón tan inesperada e irremediablemente, que me había dejado sin palabras. Poseía la extraña capacidad de volverme muda y hacerme morir de deseo puro y duro.

Me estrechó con más fuerza.

—Para empezar —empezó—, decirte que… que me gustas mucho.

Me miró a los ojos, esforzándose visiblemente por introducirme el verdadero significado de cada palabra directamente en el alma. Sentí como si me quedara sin musculatura en todo el cuerpo.

El hombre Marlboro se mostraba dispuesto a abrirse, no tenía miedo a expresar sus sentimientos. Yo, sencillamente, no estaba acostumbrada a eso. Yo estaba habituada más bien a los disimulos, las tácticas, la apatía, la actitud distante. En lo referente al amor y el romanticismo, había desarrollado una sólida tolerancia a la mediocridad. Y en sólo dos semanas él la había hecho saltar por los aires.

No había nada de mediocre en aquel hombre.

Y no había terminado. Ni siquiera se paró a esperar una respuesta. Eso, en su universo, era lo que hacía un hombre de verdad.

—Y… —vaciló.

Yo escuchaba con atención. Estaba serio. Concentrado.

—Y no quiero que te vayas —declaró, estrechándome contra él, hablándome al oído.

Yo me detuve y tomé aire.

—Bueno… —empecé a decir.

Él me interrumpió.

—Sé que sólo llevamos dos semanas saliendo y también sé que tenías planes y que no sabemos lo que nos depara el futuro, pero… —Me miró y ahuecó una palma contra mi mejilla, con la otra mano en mi brazo.

—Ya lo sé —asentí yo, tratando de encontrar alguna manida respuesta—. Yo…

Él volvió a interrumpirme. Realmente tenía cosas que decir.

—Si no tuviera el rancho, sería otra cosa —dijo. Se me aceleró el pulso—. Pero yo… Mi vida está aquí.

—Ya lo sé —repetí—. No debería…

—No quiero inmiscuirme en tus planes. Yo sólo… —Se detuvo y me besó en la mejilla—. No quiero que te vayas.

Yo era incapaz de hablar. Sentir algo tan intenso por alguien a quien apenas conocía me resultaba extraño, nuevo. Hablar del futuro era prematuro, pero descartar que aquello era algo especial también sería un error. Algo extraordinario nos había sucedido, eso era indiscutible. Era el momento lo que dejaba mucho que desear.

Los dos teníamos los ojos vidriosos, estábamos cansados. Casi nos estábamos quedando dormidos de pie. Ya no había nada más que decir por el momento; nada se podía resolver. Él lo sabía, yo lo sabía; así que nos conformamos con un largo beso y un abrazo intenso tras el cual se dio la vuelta y se alejó. Arrancó la camioneta y condujo calle abajo, de vuelta a su rancho.

Yo no podía pensar, lo único que conseguí fue llegar a la cama. Me hice un ovillo bajo las mantas sintiendo un leve nudo en la garganta.

«¿Qué hace esto aquí? —pensé—. Vete, ya basta. Déjame en paz. Odio llorar. Luego me duele la cabeza y se me hinchan los ojos».

De repente, el nudo dobló su tamaño. No podía tragar. Entonces, en contra de mis deseos, las lágrimas comenzaron a caer por mis mejillas hasta que me quedé profundamente dormida.

A las ocho de la mañana, el sonido de mi teléfono me sacó del coma.

—Hola, ¿Ree? —dijo una agradable voz femenina. No era el hombre Marlboro.

—¿Sí? —respondí. Olía al delicioso aroma de mi vaquero. Aun en su ausencia, me envolvía.

—Soy Rhonda —continuó la mujer—. Te llamo por el apartamento de una habitación en Goethe.

Era un bonito piso, cerca de donde vivía Doug, mi hermano mayor. Paredes blancas, suelos de madera, bien situado. Nada exageradamente grande ni elegante, a juzgar por las fotos que me habían enviado, pero perfecto para lo que yo necesitaba. Había pagado una generosa fianza en cuanto quedó libre, la semana antes de la boda de Doug, convencida de que me instalaría allí en un mes.

Con un precio razonable para lo que era, aquel apartamento pronto se convertiría en mi hogar, mi refugio, mi Nuevo Jerusalén. Por pequeño que fuera. Había sitio de sobra para mis zapatos de tacón negros, sitio de sobra para mi cómoda cama. Y no había sitio para ningún chico.

Pero mi fecha de ocupación original había pasado. Estaba dilatando, demorando, postergando lo inevitable. Besándome con un vaquero. Muriéndome un poco más cada día en sus brazos.

—¿Todavía tienes intención de venir esta semana? —continuó Rhonda, la agente inmobiliaria—. Porque tendríamos que ponernos ya en marcha y pagar el primer mes lo antes posible.

—Oh —dije incorporándome—. Lo siento. Creo que me he retrasado con el embalaje y los preparativos.

—No importa. Está bien. Con que hagas el pago a finales de esta semana es suficiente. Si no, perderás la reserva, porque hay más personas interesadas.

—Gracias por llamar —respondí—. Hasta pronto.

Colgué el teléfono y me dejé caer en la cama, mirando el techo. Tenía cosas que hacer, debía ponerme manos a la obra. Fui al cuarto de baño dando traspiés, me recogí el pelo en un moño y me lavé la cara con agua helada. Me cepillé los dientes y me miré al espejo. Sabía lo que tenía que hacer.

«Está bien —me dije, asintiendo con la cabeza—. Pongámonos en marcha».

De regreso a mi habitación, cogí el teléfono y en la lista de llamadas recibidas, busqué el número de Rhonda, la agente inmobiliaria. Mientras marcaba, tomé una profunda y purificadora inspiración y la dejé escapar.

—Hola, Rhonda, soy Ree otra vez —dije cuando descolgó—. Mira, lo siento mucho, pero he cambiado de planes. Voy a dejar la reserva.

—Oh, Ree, ¿estás segura? —preguntó ella—. Pero entonces perderás la fianza.

—Ya, ya lo sé —respondí, sintiendo como si el corazón se me fuera a salir del pecho—. No pasa nada, anúncialo de nuevo.

Me dejé caer una vez más en la cama. Notaba un hormigueo incómodo en la cara, no muy distinto al que sentiría un caballo psicótico corriendo enloquecidamente en mitad de un establo en llamas.

Así de segura estaba de mi decisión.