¡FUERA DE AQUÍ, DESTINO!
La semana siguiente a la horrorosa muerte de Puggy Sue en el camino de entrada de casa, la desafortunada visita sorpresa de J y mi colosal cataclismo en la cocina del hombre Marlboro, estuvo marcada por las citas nocturnas con mi nuevo novio. Cada minuto que pasaba con él era más maravilloso y para cuando nuestra relación cumplió diez días, estaba loca, absurda y absolutamente enamorada de él, pese a que el día que había planeado salir hacia Chicago se estaba acercando rápidamente.
Llevaba meses preparando mi traslado y de repente no quería ni oír hablar del tema. ¿Habría perdido la cabeza? ¿El juicio? Cada vez que me permitía pensar en ello, experimentaba un incómodo malestar. Me sentía culpable, como si estuviera faltando a clase o engañándome a mí misma.
De repente, aparecía un vaquero y ya no podía pensar en otra cosa. Me bastaba con oír su voz al teléfono dándome los buenos días o las buenas noches, o bromeando conmigo porque a las siete de la mañana aún estaba durmiendo, y riéndose con aquella risa suave suya que me hacía estremecer por dentro… y Chicago —el estado de Illinois entero— se esfumaba, junto con cualquier pensamiento lúcido que intentase tener hallándome con él. Estaba condenada.
Cuando gente que me encontraba por la calle me preguntaba sobre mi marcha, siempre respondía de la misma forma: «Sí, me voy dentro de un par de semanas. Estoy atando cabos sueltos». Lo que no les decía era que esos «cabos» se me estaban enredando alrededor de la cintura, de los hombros y del corazón a toda velocidad, un poco más cada noche.
Lógicamente, yo sabía que no podía permitir que ese hombre nuevo me desviara de mi objetivo. Pero me iba a costar un poco encontrar valor para echarle el freno a una relación que ya iba embalada. Sencillamente, no había terminado de besarlo.
Tras quedar unas cuantas veces más en la ciudad, el hombre Marlboro me invitó a su casa de nuevo. Teniendo en cuenta que le había encantado la primera cena que le preparé, con gran seguridad en mí misma me ofrecí a repetirlo. Ya que esa vez había optado por el mar, en esta otra ocasión decidí rendir homenaje a su herencia ranchera preparándole un plato de carne de ternera. Tras devanarme los sesos, en otro tiempo vegetarianos, buscando platos de carne de ternera que recordara haber comido en los últimos veinticinco años, al final fui a parar al filete de falda marinado, que se había conservado en mi memoria culinaria a pesar de todo el tofu y las algas que había consumido en California.
Primero hay que marinar la pieza de falda en una mezcla de soja, aceite de sésamo, ajo picado, jengibre fresco y vino tinto durante veinticuatro horas y después cocinarlo a la parrilla a fuego fuerte para que se tueste bien la parte de fuera. El sabor, que decididamente tiene un toque asiático, es delicioso y combinado con la textura de la carne poco hecha es todo un festín para el paladar.
Para acompañar la carne, decidí cocinar tagliolini cuatro quesos, mi plato de pasta favorito de Intermezzo, en West Hollywood. Preparado con pasta cabello de ángel y una deliciosa mezcla de queso de cabra, parmesano, romano y fontina, había sido como una droga para mí en los años que pasé en Los Ángeles.
Compré los ingredientes y me dirigí a la casa del hombre Marlboro, pasando por alto el hecho de que para preparar la carne marinada había que marinarla antes. Además, no sabía cómo funcionaba una barbacoa —en los bloques de apartamentos de Los Ángeles la ley prohíbe tenerlas—, así que decidí asarla sobre la rejilla del horno.
Después de años de vegetarianismo, se me había olvidado que es de vital importancia no hacer demasiado la carne; daba por hecho que la de ternera era como la de pollo y que bastaba con que no estuviera rosada por dentro. Vamos, que preparé unos sabrosos filetes de falda que parecían una suela.
Concentrada como estaba en destrozar el plato principal, dejé la pasta en el fuego cinco minutos de más, de modo que cuando le añadí el queso que había rallado cuidadosamente a mano, mis tagliolini cuatro quesos parecían gachas aguadas.
«¿Cómo me ha podido salir tan mal?», me pregunté, mientras la servía en unos cuencos untados con ajo, como hacían en Intermezzo.
Pensé que el hombre Marlboro no se daría cuenta y observé cómo se lo comía todo sin rechistar, sin imaginar —aunque de hecho me enteré más tarde— que durante toda la cena consideró seriamente la posibilidad de pedirle a uno de los vaqueros que trabajaban en el rancho que prendiera fuego a algún campo para tener una excusa para salir de la casa.
Hacía una hermosa noche primaveral y después de la cena nos sentamos en el porche. Me cogió la mano entre la suyas, apoyó las botas en la barandilla y la cabeza en el respaldo de la silla. Todo estaba tranquilo. Se oían los mugidos del ganado a lo lejos y el aullido de algún coyote.
De repente, sin saber por qué, en mitad de aquella noche cuajada de estrellas, sin película de acción ni ningún otro entretenimiento en perspectiva, empecé a pensar en Chicago.
«Debería estar haciendo las maletas —pensé—. Pero no. Estoy aquí. Con este hombre. En su casa».
En los meses que llevaba en casa de mis padres, había podido constatar lo mucho que echaba de menos la ciudad: la cultura, el anonimato, la acción, el ritmo. Todo eso me hacía feliz, me hacía sentir viva y completa. El mero hecho de estar sentada en el porche de aquel vaquero en ese punto de mi vida ya era bastante raro; que allí me sintiera cómoda y en paz, como si fuera mi casa, era directamente surrealista.
El aire refrescaba por momentos. Me recorrió un escalofrío, empecé a temblar visiblemente y no pude evitar que me castañetearan los dientes. Sin soltarme la mano, el hombre Marlboro tiró de mí hasta que me tuvo sentada sobre sus rodillas; entonces rodeó la parte superior de mi cuerpo con los brazos y me estrechó con fuerza mientras yo apoyaba la cabeza en su fuerte hombro.
—Mmmm —dijo, al mismo tiempo que yo.
Se estaba tan bien allí, era perfecto, encajábamos. Nos quedamos así mucho rato, besándonos de vez cuando para luego volver a la postura original y los «mmm» de placer. La brisa de la noche era tranquila y embriagadora.
Sin más sonido que el martilleo de mi corazón en el pecho, me sumí en mis pensamientos.
«Tengo que irme. Cuanto más lo deje, más difícil será. Éste no es mi sitio. Mi sitio está en la ciudad. Dios, qué agradable es estar en sus brazos. ¿Qué hago yo aquí? Tengo que conseguir ese apartamento antes de que me lo quiten. Llamaré por la mañana. Esto ha sido maravilloso, pero no es real. No es sensato. Me encanta el olor de su camisa. Voy a echar de menos el olor de su camisa. Voy a echarlo de menos a él. Voy a echarlo de menos…».
Estaba medio dormida, embriagada con su olor almizclado, cuando noté que acercaba la cabeza a mi pelo y la boca a mi oreja. Tomó aire profundamente, lo soltó, su pecho bajó y un «Te quiero» escapó de sus labios, tan suave que no sabía si lo había soñado.
Hacía diez días que nos conocíamos y me lo dijo en un susurro inesperado. Había sido instintivo, parecía algo totalmente imprevisto. Estaba claro que no había planeado decírmelo esa noche, no era así como funcionaba. Él era un hombre al que cuando se le ocurría algo, actuaba de inmediato, como demostraba llamándome por teléfono y hablándome en voz baja en cuanto me iba de su casa después de una cita. No perdía el tiempo con movimientos calculados. Tenía cosas mejores que hacer.
Abrazados en la fresca noche primaveral, sus sentimientos habían aflorado y no había tenido la necesidad de morderse la lengua. Las palabras le habían salido en un susurro: «Te quiero». Había sido como si hubiera tenido que decirlo, del mismo modo que el aire tiene que escapar de los pulmones. Algo involuntario. Necesario. Natural.
Pero por muy hermoso y cálido que fuera aquel momento, yo me quedé de piedra. Cuando me quise dar cuenta de que era real, que lo había dicho de verdad, me pareció que ya era demasiado tarde para responder. La ventana se había cerrado, los postigos estaban echados. Reaccioné de la única forma que me permitía mi cobardía: abrazándolo más fuerte, enterrando la cara en su cuello y sintiéndome estúpida y rara a partes iguales.
«¿Qué te pasa?», me pregunté.
Estaba en mitad del que posiblemente era el momento más romántico y emotivo que había vivido nunca, entre los brazos de alguien que no sólo representaba lo que yo entendía que era la lujuria, sino todo lo que había soñado en un hombre. Era un fantástico ejemplar, alto, fuerte, masculino, callado. En realidad era mucho más. Era honrado. Real. Afectuoso y accesible, bastante distinto de J y de la mayoría de los tipos con los que había estado saliendo desde que llegué de Los Ángeles, meses atrás.
Me encontraba en una tierra desconocida y no sabía qué hacer.
«Te quiero», había dicho. Y yo sabía que era verdad. Lo sabía porque yo también lo sentía, aunque no pudiera decirlo.
El hombre Marlboro siguió abrazándome con fuerza en aquel porche, sin dejarse intimidar por mi silencio, posiblemente tranquilo, sabiendo que al menos él sí había sido capaz de expresar sus sentimientos.
—Será mejor que me vaya —susurré, sintiendo como si una fuerza imaginaria tirase de mí de repente.
Él asintió y me ayudó a levantarme. Cogidos de la mano, rodeamos la casa hasta mi coche, nos abrazamos una última vez y nos dimos uno o dos u ocho besos más.
—Gracias por invitarme —conseguí decir.
Qué bien educada.
—Ha sido un placer —respondió él, estrechándome por la cintura, mientras me besaba una última vez.
Aquello era como estar en un sueño. Me alegré de tener los ojos cerrados, porque los tenía en blanco y no habría sido una visión muy atractiva.
Me abrió la puerta del coche y yo me subí. Luego salí marcha atrás del camino de entrada, mientras él andaba hacia la puerta de su casa. Se volvió para despedirse de mí con su gesto característico y con sus vaqueros Wranglers característicos. Conforme me alejaba, me sentí extraña, arrebatada, como si un hormigueo me recorriera de arriba abajo. Oprimida. Confusa. Torturada. Cuando me quedaba media hora para llegar a mi casa, me llamó. Casi me había acostumbrado y necesitaba esa llamada.
—Hola —dijo.
Su voz. Socorro.
—Ah, hola —respondí yo fingiéndome sorprendida, aunque no lo estaba.
—Mira, yo… —comenzó a decir él—. No quiero que te vayas.
Yo me reí con nerviosismo. Qué mono.
—Pero ¡si ya estoy a medio camino de casa! —respondí con un dejo juguetón.
Hubo una larga pausa.
Entonces, con voz grave, añadió:
—No me refiero a eso.
Hablaba en serio. Lo percibí en su tono.
El hombre Marlboro se refería a Chicago, a mi inminente marcha. Le había contado mis planes la primera vez que hablamos por teléfono y él había sacado el tema en una o dos ocasiones en los días que llevábamos saliendo. Pero cuanto más tiempo pasábamos juntos, menos se mencionaba. De lo último que quería hablar estando con él era de mi marcha.
No pude responder. No sabía qué decir.
—¿Estás ahí? —preguntó.
—Sí —contesté—. Estoy aquí. —Eso fue todo lo que fui capaz de decir.
—Bueno… sólo quería darte las buenas noches —dijo con voz queda.
—Me alegro de que lo hayas hecho —contesté yo.
Menuda idiota.
—Buenas noches —susurró.
—Buenas noches.
A la mañana siguiente me desperté con los ojos hinchados. Había dormido como un tronco, soñando con mi vaquero toda la noche. Habían sido unos sueños muy reales, absurdos; en ellos jugábamos al ajedrez y nos perseguíamos el uno al otro con espray serpentina.
Su presencia en mi parte consciente se había vuelto tan permanente que no me costaba soñar con él por la noche.
Aquel día salimos a cenar. Pedimos carne y nos sumimos en nuestra habitual charla romántica, evitando intencionadamente el espinoso tema. Cuando me llevó a casa ya era tarde, y la brisa tan agradable, que no me percaté de la temperatura.
Estábamos en el porche de mis padres, el mismo sitio donde estuvimos casi dos semanas atrás, antes de los linguini con almejas y la visita sorpresa de J; antes de que quemara la falda de ternera y me diera cuenta de que estaba enamorada de pies a cabeza. El mismo lugar donde casi me había caído de morros y donde él me había besado por primera vez, incendiando mi corazón.
El hombre Marlboro entró a matar. Estábamos allí de pie, besándonos como si fuera la última vez. Después nos abrazamos con fuerza y enterramos el rostro en el cuello del otro.
—¿Qué es lo que tratas de hacerme? —pregunté retóricamente.
Él se rió con suavidad y apoyó la frente en la mía.
—¿Qué quieres decir?
Como es natural, no supe qué contestar.
El hombre Marlboro me cogió la mano y entró de lleno en el asunto:
—¿Qué vas a hacer con Chicago?
Yo lo abracé más fuerte.
—Agggh —gruñí—. No lo sé.
—¿Y… cuándo te vas? —Me abrazó con más fuerza—. ¿Te vas a ir?
Yo lo abracé más fuerte aún, preguntándome cuánto tiempo más podríamos aguantar así sin asfixiarnos.
—Yo… yo… eh, no lo sé —dijo Miss Elocuencia—. No lo sé.
Él me cogió por la nuca, acercándome.
—No… —me susurró al oído. «No». No se andaba por las ramas.
Pero ¿qué querría decir? ¿Cómo funcionaba aquello? Aún era demasiado pronto para hacer planes, demasiado pronto para hacer promesas. Y, desde luego, era demasiado pronto para un compromiso a largo plazo por parte de cualquiera de los dos. Demasiado pronto para cualquier cosa más allá de una súplica lastimera y emotiva: «No. No te vayas. No te marches. No dejes que esto termine. No te mudes a Chicago».
Yo no sabía qué decir. Nos habíamos visto todos los días durante las últimas casi dos semanas. Me había enamorado inesperada y locamente de un vaquero. Había puesto punto final a una relación de mucho tiempo, había comido carne y había empezado a dudar de mis planes de irme a Chicago, unos planes que llevaba meses elaborando.
Me había quedado sin habla.
Me besó una vez más y cuando nuestros labios se separaron por fin, dijo con voz queda:
—Buenas noches.
—Buenas noches —respondí yo, abriendo la puerta y entrando en casa.
Me dirigí a mi habitación, miré un momento la montaña de cajas y maletas dispuestas al lado de la puerta y me dejé caer sobre la cama.
Estaba segura de que no podría conciliar el sueño. ¿Qué pasaba si posponía mi traslado a Chicago, digamos un mes? Posponer, no cancelar. Seguro que no pasaría nada por esperar un mes más. Para entonces, seguro que ya no estaría tan colgada de él, razoné. Seguro que me habría hartado. Un mes me daría el tiempo que necesitaba para deshacerme de aquel estúpido asunto.
Me reí en voz alta. ¿Hartarme del hombre Marlboro? No podía esperar ni cinco minutos después de que me dejara en casa por la noche para olerme la ropa en busca de su aroma. ¿Cuánto podía empeorar mi estado en un mes?
Frustrada, me levanté de la cama y, negando con la cabeza, fui hasta el armario y comencé a descolgar ropa de las perchas. Doblé jerséis, chaquetas y pijamas con una única idea en mente: ningún hombre, y menos aún un ranchero pueblerino, iba a impedir que me fuera a vivir a la gran ciudad.
Conforme doblaba y metía prendas en las cajas abiertas situadas junto a la puerta intenté con todas mis fuerzas hacer retroceder el destino con las dos manos.
No tenía ni idea de lo inútiles que eran mis esfuerzos.