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UNA MUJER LLAMADA HISTÉRICA

Estuve en ascuas el resto del camino hasta el rancho del hombre Marlboro, esperando una y otra vez que el teléfono sonara de nuevo. Me debatía entre la desesperación de haber visto a Puggy luchar por su vida, llorar y hacer gestos de dolor en la calle y el persistente remordimiento de haber roto con J desde el teléfono del coche.

No me gustaba oír la desesperación en la voz de alguien que normalmente se mostraba despreocupado y alegre. No me gustaba hacerle daño a nadie.

Había llevado el tema de la ruptura de manera lenta, compasiva y suave a propósito, cuidando de no herir a la persona que más había significado para mí en los años que había pasado en California. Pero mientras conducía por aquella carretera solitaria me di cuenta por las malas de que romper gradualmente el corazón de una persona no existe, por mucho que creas que prolongar el proceso servirá de algo. Siempre existirá El Momento, el instante en que se acaba definitivamente, cuando el cuchillo se hunde en la carne y todos los planes y las esperanzas puestas en una relación mueren de forma brusca y sangrienta. Cuando empieza a doler de verdad.

¿Me equivocaba al no dar la vuelta para hablar con J durante una hora o dos?, me preguntaba. Pero ¿para qué podía servir que habláramos cara a cara? ¿Para llorar? ¿Suplicar? ¿Hacerme una proposición, Dios no lo quisiera?

En aquel punto cualquier cosa era posible y yo no estaba para nada. Estuviera bien o mal, sólo sabía que tenía que seguir conduciendo hacia el hombre Marlboro. Mi vida con J se había terminado.

El teléfono siguió en completo silencio y finalmente entré en el camino de grava de la casa de mi vaquero. Comprobé el estado de mi maquillaje en el retrovisor y me obligué a tragar el nudo del tamaño de un pomelo que se me había formado en la garganta. Me acordé nuevamente de Puggy.

«Dios mío, cómo quería a esa perra. No tendría que estar enterrada, sino en mi regazo. Debería estar acariciándole las orejas. Me encantaban sus orejas de terciopelo», pensé.

Entonces vi una figura de pie junto a la puerta de mi coche: era el hombre Marlboro, que había salido a recibirme. Llevaba unos vaqueros limpios y la camisa almidonada metida por dentro. Pero no le veía la cara, que era lo que más ganas tenía de ver.

Bajé del coche sonriendo y levanté la vista entornando los ojos. De fondo, tras su atractiva figura, se veía la puesta de sol. Me pareció una hermosa vista, en abierto contraste con la fealdad que había llenado mi día.

Él cerró la puerta del coche y se acercó a abrazarme, gesto que me proporcionó el combustible emocional que necesitaba para seguir respirando. En ese preciso instante, sentí que todo iba a salir bien.

Entré con él en la cocina sonriendo contenta, sin dejar entrever el día tan asqueroso que había tenido. Nunca he sido de las que se guardan sus sentimientos, pero no pensaba exhibirlos en mi sexta cita con el hombre más sexy y viril que había conocido nunca. Sin embargo, supe que no podría ocultarlos cuando mi vaquero me miró y dijo:

—¿Estás bien?

¿Sabes cuando no estás bien y entonces alguien va y te pregunta si lo estás y tú respondes que sí y te comportas como si lo estuvieras, pero entonces empiezas a darte cuenta de que no es así? Notas que te pica la nariz, se te hace un nudo en la garganta y te empieza a temblar la barbilla, y te dices: «Por lo que más quieras, no hagas esto, no hagas esto…», pero eres incapaz de impedir que ocurra. Intentas retener las lágrimas parpadeando muchas veces seguidas, pero al final te das cuenta de que es imposible.

Y entonces, el hombre que tienes delante te sonríe suavemente y te dice:

—¿Estás segura?

Fue como si se abriera una compuerta. Sonreí y luego reí avergonzada, mientras dos enormes lagrimones me caían por las mejillas. Me reí otra vez y sorbí por la nariz llena de mocos. De todas las cosas que me habían ocurrido aquel día, puede que eso fuera lo peor.

—Oh, Dios mío, no puedo creer que esté haciendo esto —mascullé, mientras se me escapaba otro par de lágrimas. Busqué en la encimera hasta dar con el papel cocina y me sequé suavemente la humedad salada de la cara y los abundantes mocos de la nariz—. Lo siento mucho. —Inspiré profundamente.

Mi pecho se contrajo y empecé a temblar. Iba a ponerme a llorar de verdad. Estaba horrorizada.

—Pero ¿qué pasa? —preguntó el hombre Marlboro.

Bendito fuera, tenía que sentirse tan incómodo como yo. Al fin y al cabo, se había criado en un rancho de ganado, con dos hermanos y ninguna hermana, y una madre que a buen seguro carecía de histrionismo, como me habría gustado carecer a mí en aquel momento. Llevaba una vida tranquila en aquel rancho en mitad del campo, aislado del dramatismo de la vida en la ciudad.

A juzgar por lo que me había contado, hasta ese momento no había invitado a muchas mujeres a su casa a cenar. Y ahora tenía en su cocina a una lloriqueando descontroladamente.

«Será mejor que aproveche y disfrute de esta velada —me dije—. Porque después de esto no volverá a invitarme a cenar».

Me soné con el papel de cocina e hice ademán de ir a esconderme en el baño, pero entonces él me cogió del brazo con mucha más suavidad que aquella primera noche, cuando me sujetó para que no me estampara contra el suelo.

—No, venga —dijo, acercándose y rodeándome la cintura con los brazos. Creí morir cuando me susurró quedamente—: ¿Qué pasa?

¿Qué podía decir yo?

«No me pasa nada, es que he estado rompiendo poco a poco con mi novio de California. Le dije que no viniera a la boda de mi hermano la semana pasada y creía que todo iba bien, pero anoche, cuando llegué a casa después de haberte preparado aquellos linguini con almejas que tanto te gustaron, me llamó y me dijo que iba a coger un vuelo hacia aquí. Yo le dije que no lo hiciera, porque no teníamos nada más que hablar, y creía que él lo había comprendido, pero ahora, cuando venía a tu casa, me ha llamado para decirme que está en el aeropuerto y yo he decidido no ir a buscarlo, porque no quiero pasar por ese drama emocional (¿te refieres al que estás montándole al hombre Marlboro en este momento?) y ahora me debato entre la tristeza por haber terminado una relación de cuatro años, el remordimiento por no haber ido a verlo y la confusión que me produce mi inminente mudanza a Chicago. Y en cómo nos afecta eso a ti y a mí, pedazo de tío bueno».

—¡Esta mañana he atropellado a mi perra! —dije entre sollozos, cediendo a un nuevo e incontrolable ataque de llanto.

El hombre Marlboro me abrazaba con fuerza, consciente de que sus brazos eran lo único que podía ofrecerme en ese momento. Yo tenía la cara enterrada en su cuello y seguía riéndome, intercalando un «lo siento» de vez en cuando entre mis sollozos, con la vana esperanza de que la risa se impusiera.

Quería hablarle de J, contarle toda la historia que se ocultaba tras mi inesperado estallido. Pero lo único que pude decir fue: «He atropellado a mi perra». Era la explicación más sencilla. Una que él podía entender, asimilar. Pero ¿lo del flamante exnovio surfista que se presenta inesperadamente en el aeropuerto? Eso era demasiada información y yo no tenía fuerzas para dársela aquella noche.

Siguió abrazándome en la cocina hasta que mi pecho dejó de subir y bajar, agitado por los sollozos, y el pozo de mocos comenzó a secarse. Abrí los ojos y me encontré en otro país, la Tierra de sus Abrazos. Un lugar seguro, acogedor y tranquilo.

El hombre Marlboro me dio un último abrazo antes de que nuestros cuerpos se separasen y se apoyó despreocupadamente en la encimera.

—Por si te sirve de consuelo, yo he atropellado tantos perros que ya ni los cuento —dijo.

Me pareció un punto de vista valioso, aunque poco útil para mí.

Cenamos el entrecot con patatas asadas y maíz que él había preparado. Antes de volver a Oklahoma, yo había sido vegetariana durante siete años y hacía una eternidad que mis labios no rozaban siquiera la carne, lo que hizo que el primer bocado que me llevé a la boca fuera para mí una experiencia que transformó enormemente mi vida. El estrés del día había desaparecido entre los brazos del hombre Marlboro y ahora ese mismo hombre me había rescatado para siempre de una vida sin ternera. Lo que fuera que tuviera que suceder entre el vaquero y yo, me dije, no quería que volviera a ser sin carne.

Fregamos los platos y hablamos sobre la cría de ganado, sobre mi trabajo en Los Ángeles, sobre su pequeño pueblo, sobre la familia. Después nos sentamos en el sofá a ver una película de acción, parándola de vez en cuando para recordarnos el motivo por el que Dios había inventado los labios.

Es curioso, pero a pesar de lo sexy y provocativo que era, él mantenía los jadeos al mínimo. Eso me sorprendió, porque no sólo era viril y masculino, sino que vivía en medio de ninguna parte. Cualquiera pensaría que, debido a la escasez de mujeres en treinta kilómetros a la redonda, se dejaría llevar más por la pasión del momento. Pero no. Era un caballero de pies a cabeza, un caballero arrebatador que, solito y sin ayuda de nadie, me estaba introduciendo en un universo de atracción animal totalmente nuevo para mí, pero un caballero al fin y al cabo. Y aunque mi mercurio estaba subiendo rápidamente, el suyo no parecía tener prisa.

Después de los créditos, me acompañó al coche y se ofreció a seguirme hasta casa si quería.

—No, no —dije—. Puedo volver yo sola, no pasa nada.

Había vivido en Los Ángeles durante años. Conducir de noche no me asustaba. Le di al contacto y me lo quedé mirando a él mientras caminaba hacia la puerta de entrada, admirándolo de arriba abajo. Se volvió y me despidió con la mano, y al verlo entrar en la casa sentí más que nunca que estaba metida en un buen lío.

¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué estaba allí? Me iba a ir a vivir a Chicago, el hogar de los Cubs, la avenida Michigan y el tren elevado. ¿Cómo me había dejado tentar de aquella manera?

¿Y por qué la tentación me resultaba tan deliciosa?

Saqué el coche del camino de grava de la entrada del hombre Marlboro y giré a la derecha por el camino de tierra. Inspiré profundamente y cuando me disponía a recorrer tranquilamente el camino de vuelta me acordé de repente de J. A saber dónde estaría en ese momento. No tenía forma de saber si habría intentado llamar; en los teléfonos de coche de mediados de los noventa, el menú no mostraba las llamadas perdidas. Y tampoco podía saber si se había presentado en casa de mis padres con una motosierra o un hacha, puesto que estaban de viaje fuera de la ciudad… Aunque J nunca había encajado en el perfil de usuario de motosierra.

Mientras avanzaba por la serpenteante y polvorienta carretera secundaria en mitad de la más negra oscuridad, me sentía contenta e inquieta a partes iguales —una extraña combinación provocada por los acontecimientos del día— y entonces empecé a pensar en mi marcha a Chicago y en mis planes de matricularme en la Facultad de Derecho. ¿Era la decisión correcta? ¿Era un capricho? ¿O tal vez un proyecto lógico y sensato, algo concreto y objetivo? ¿El camino más fácil o una huida de la creatividad, del riesgo?

El timbre del teléfono interrumpió mi ejercicio de introspección. Descolgué sorprendida, segura de que sería J, que me telefoneaba desde el aeropuerto después de, probablemente, haberse pasado toda la noche llamándome. Otra confrontación telefónica. Pero al menos esta vez estaba preparada. Llevaba encima una dosis de cuatro horas de hombre Marlboro. Podía con cualquier cosa.

—¿Diga? —contesté, preparándome para lo que pudiera ocurrir.

—Hola —dijo una voz. La voz. Aquella voz. La que llenaba mis sueños.

Era mi vaquero, que me llamaba para decirme que me echaba de menos, ni siquiera cinco minutos después de que me fuera de su casa. Y sus palabras no sonaban ensayadas ni artificiales, como esas rosas que se envían por obligación después de una cita. Eran impulsivas, espontáneas, las palabras de un hombre a quien se le ocurre algo y actúa sin pensárselo dos veces. Un hombre que, en medio de su ajetreada vida en el rancho, no tenía tiempo ni ganas de esperar para llamar a una chica o tomárselo con calma. Un hombre al que le gustaba una mujer y la llamaba cuando ella acababa de irse de su casa, simplemente para decirle que le gustaría que no se hubiera ido.

—Yo también te echo de menos —respondí por mi parte, aunque decir cosas como ésa me resultaba difícil.

Después de tanto tiempo con J, cuya flemática naturaleza había impregnado casi todos los aspectos de su vida, me había educado a mí misma para no decirlas. J no era cariñoso y en los más de cuatro años que hacía que lo conocía no recordaba que me hubiera llamado ni una sola vez para decirme que me echaba de menos, después de haber salido una noche juntos. Incluso cuando me fui de California, hacía varios meses, me llamaba sólo cada tres o cuatro días, a veces más. Y aunque nunca me he considerado una chica que exija grandes muestras de cariño, la total falta de demostraciones verbales por su parte al final había resultado paradójicamente clamorosa.

Colgué después de darle las buenas noches a ese vaquero aislado que no tenía el menor problema en coger el teléfono para decir «Te echo de menos». Me estremecí al recordar el tiempo que hacía que nadie me lo decía. Y a juzgar por la electricidad que chisporroteaba en cada una de las células de mi cuerpo, acababa de darme cuenta de lo fundamentales que son las necesidades humanas.

Por ejemplo una necesidad humana tan fundamental como saber orientarse en la oscuridad, pensé, al darme cuenta de repente de que estaba perdida en mitad de un largo camino de tierra, más perdida que nunca antes en toda mi vida. Cuantas más curvas tomaba en un intento de saber dónde estaba, más empeoraba las cosas.

Era casi medianoche, hacía frío y todos los cruces me parecían iguales. Me asaltó un ilógico e indescriptible ataque de pánico, uno de esos que te llevan a creer que jamás podrás salir de un sitio, aunque es casi seguro que lo harás.

Mientras iba conduciendo, iba recordando todas las películas de terror ambientadas en el campo que había visto. Los chicos del maíz. Esos chicos acechaban entre la hierba alta, lo había visto. Viernes 13. Ésa tenía lugar en un campamento de verano, pero igual podía ocurrir en un rancho de ganado. ¿Y La matanza de Texas? Oh, no. Estaba muerta. Leatherface iba a por mí, o, lo que era aún peor, lo hacía su rarito, demacrado y misógino hermano.

Seguí conduciendo un poco más y al final me detuve a un lado. Con los faros encendidos iluminando el camino que se abría ante mí, miré fuera buscando a Leatherface, al tiempo que marcaba el teléfono del hombre Marlboro. Tenía el pulso acelerado y el rostro enrojecido de lo aterrorizada y avergonzada que estaba. Perdida y muerta de miedo en una carretera secundaria, después de haber montado una escenita de desequilibrio emocional en su cocina; no era ésa la imagen que quería transmitirle al nuevo hombre de mi vida.

Pero no tenía alternativa, aparte de seguir conduciendo sin ton ni son por caminos que me parecían todos iguales o aparcar en una cuneta y dormir, cosa que no era una alternativa propiamente dicha, teniendo en cuenta que Norman Bates probablemente estuviera merodeando por la zona. Junto con Ted Bundy. Y Charles Manson. Y Grendel.

—¿Sí? —respondió mi vaquero. Seguro que estaba ya medio dormido.

—Esto… Sí… Hola —dije con una mueca de vergüenza.

—Hola —respondió él.

—Soy Ree —aclaré yo; quería asegurarme de que supiera quién era.

—Sí… ya lo sé.

—Hum, verás, me ha ocurrido algo muy gracioso —seguí diciendo, apretando el volante con saña—. Al parecer me he despistado y puede que me haya perdido un poquito.

Él se rió suavemente.

—¿Dónde estás?

—Pues ésa es la cosa —respondí, mirando la oscuridad de mi alrededor en busca de un poco de orgullo—. No lo sé.

El hombre Marlboro tomó el mando de la situación y me pidió que siguiera conduciendo hasta llegar a un cruce y que una vez allí le dijera los números que había en las pequeñas señales de color verde, números que a mí no me decían absolutamente nada, teniendo en cuenta que era la primera vez que oía hablar de «carretera del condado», pero a él lo ayudarían a localizarme con exactitud.

—Vale —dije en voz alta—. Pone CR4521.

—Quédate ahí —me ordenó—. Enseguida voy.

Y, efectivamente, llegó en menos de cinco minutos. Cuando me convencí de que la camioneta que se había detenido junto a mi coche era la suya y no la de Jason Voorhees, bajé la ventanilla. Él hizo lo mismo y, con una inmensa sonrisa, me preguntó:

—¿Algún problema?

Se lo estaba pasando en grande, igual que cuando me llamaba a las siete de la mañana y me despertaba de un plácido sueño.

No me costaba nada ver que, en aquella relación nuestra que avanzaba tan rápido, yo era la pánfila.

—Sígueme —añadió.

Y así lo hice.

«Te seguiré a donde sea», pensé, mientras conducía detrás de él por un camino de tierra.

En cuestión de minutos estábamos de nuevo en la carretera y solté un suspiro de alivio al comprender que no iba a morir en aquellos campos. Humillada y deseosa de alejarme de él, intenté irme de allí con mi vergüenza y le dije adiós con la mano educadamente, pero entonces vi que venía caminando hacia mi coche. Bajé de nuevo la ventanilla para ver qué quería, admirando cómo le quedaban los vaqueros.

No dijo nada. Abrió la portezuela de mi coche, me sacó y me besó como no me había besado hasta entonces.

Y así empezamos a enrollarnos apasionadamente en el cruce entre una carretera del condado y un camino rural, mientras las partículas de polvo flotaban en el haz de luz de los faros de mi coche, creando una versión ranchera de la neblina londinense.

Habría sido la imagen perfecta para la portada de una novela romántica de no ser porque, de repente, el teléfono de mi coche empezó a sonar.

—Está sonando tu teléfono —dijo el hombre Marlboro a un escaso centímetro de mi boca.

Yo tenía los ojos cerrados y tiré de él para acercarlo aún más a mí, si es que eso era posible, tratando de ahogar el ensordecedor clamor del teléfono de mi coche incrementando la pasión entre los dos.

Era un momento precioso. La noche y aquel paisaje hacían muy fácil imaginar que nos encontrábamos en otro momento y lugar, en otro mundo. Dejando a un lado el timbre del teléfono y los focos de nuestros vehículos, podríamos haber sido dos personas cualesquiera en la inmensidad del tiempo.

Pero el timbre no paraba y se hacía imposible ignorarlo.

—¿Quién es? —preguntó él—. Es un poco tarde, ¿no? —Aflojó el abrazo lo suficiente como para que yo lo notara.

Era un poco tarde, sí, pasaba de la medianoche. Demasiado tarde para que te llamaran tu madre, tu hermano o la mayoría de tus amigos.

Era demasiado tarde incluso para J. Habíamos estado juntos mucho tiempo y nunca antes había sentido la necesidad de manifestar su amor y su afecto de esa forma. Sólo entonces, cuando se daba cuenta de que ya no pintaba nada, cuando veía que yo estaba completamente decidida, encontraba por fin el valor para expresar sus verdaderos sentimientos. Y, claro está, tenía que ser justo en ese momento, cuando yo me encontraba en los brazos de un hombre del que me iba enamorando cada día un poco más.

Sí era demasiado tarde para J. Demasiado tarde para cualquiera excepto para el hombre Marlboro.

El teléfono se calló al fin, ¡aleluya!, y retomamos los besos. Mi vaquero me estrechó nuevamente entre sus brazos y volví a sentirme transportada a otro tiempo y lugar. Pero entonces el timbre empezó a sonar otra vez, devolviéndome a la realidad.

—¿Tienes que cogerlo? —preguntó él.

Yo quería responder. Quería explicarle que, en todas nuestras grandes conversaciones de la última semana, había conseguido evitar el hecho de que acababa de salir de una relación de cuatro años. Que había dedicado los últimos meses a romper suavemente y la situación había alcanzado su punto crítico en los últimos dos días. Que mi antiguo novio estaba en el aeropuerto, a dos horas de camino, y quería verme en persona. Que yo le había dicho que no… porque no podía pensar en otra cosa que en ir a su rancho.

Pero ¿cómo le hablas a un nuevo amor de otro antiguo, sobre todo cuando está empezando la relación? Si hubiera sacado el tema al principio de la semana, si le hubiera contado todos los detalles de mi vida con J, habría parecido que era una mujer demasiado abierta, habría sido demasiado pronto. Además, para bien o para mal, cuando estaba con el hombre Marlboro apenas pensaba en J. Me hallaba demasiado ocupada mirándolo a los ojos. Memorizando sus músculos. Aspirando su masculinidad. Embriagándome con sus aromas.

Pero en ese momento, de pie en medio de la oscuridad y sintiéndome tan cerca de él, deseé haberle contado toda la historia. Porque por incómoda que fuera la verdad, las incesantes llamadas a medianoche eran peores.

En lo que al vaquero respectaba, bien podía ser mi cita del día siguiente, o peor aún, Rocco, mi amante viejo y adinerado, que quería saber por dónde andaba. Decididamente, el asunto de las llamadas habría sonado mejor si lo hubiera puesto en antecedentes antes de que me acosaran de aquella forma.

—Parece que tienes que irte —dijo, cuando la realidad difuminó la hermosa neblina.

Tenía razón. No sabría mucho sobre las llamadas que no cesaban, pero sí sabía que se trataba de algún asunto que yo tenía que solucionar.

¿Qué podía decirle? «No te preocupes, sólo es mi ex, no es importante», me parecía un cliché demasiado manido. Y además sí era importante, si no para mí, estaba claro que para J. Pero contarle que éste había cogido un avión para venir a verme en contra de mi voluntad me parecía que era introducir un elemento demasiado dramático en nuestra escena amorosa y más aún después de mi crisis nerviosa en su cocina un rato antes. Pero el silencio tampoco parecía una opción muy aconsejable, porque habría parecido que faltaba algo. Podría haberle mentido y haberle dicho que era mi hermano Mike, que me llamaba para que lo llevara al parque de bomberos. Pero Mike no estaría levantado a esas horas. Y, además, no quería tener que explicarle por qué a mi hermano adulto le gustaba pasarse el día en el parque de bomberos.

Estaba atada de pies y manos, así que opté por un término medio.

—Sí —convine—. Será mejor que me vaya. Un antiguo novio. Lo siento.

No fui capaz de formular una frase mejor.

Esperaba que se produjera un repentino cambio en el ambiente, estaba segura de que las palabras «antiguo novio» causarían un descenso drástico de la temperatura y que el hombre Marlboro simplemente se despediría de mí, se subiría a su camioneta y se alejaría.

Y habría tenido motivos para ello. Al fin y al cabo casi no me conocía. Aparte de la buena conversación y de unos pocos pero apasionados besos, no sabía mucho más de mí. Le habría resultado fácil levantar la guardia y dar un paso atrás hasta que tuviera tiempo de evaluar la situación.

Pero en lugar de ello, me rodeó la cintura con sus fuertes brazos y me levantó del suelo, suavizando la incomodidad del momento con un cálido y tranquilizador abrazo. Después, apoyó la frente contra la mía y dijo:

—Buenas noches.

Subí de nuevo al coche, justo a tiempo de ver cómo se alejaba. Luego me incorporé a la carretera, inspiré profundamente y solté el aire antes de contestar al teléfono, que no paraba de sonar. Era J. Me llamaba desde un deprimente hotel del aeropuerto para decirme que estaba destrozado y que había venido con un anillo y una proposición de matrimonio.

Ya lo sospechaba. La urgencia por verme nada más llegar me había hecho pensar que debía de tener un propósito concreto. En ese sentido, me alegraba no haber accedido a que nos viéramos en el aeropuerto. Habría sido terrible: un torpe abrazo, contacto visual limitado, recibir el diamante después de haberlo plantado, el incómodo silencio, el inevitable «no», las lágrimas, la humillación y el dolor.

—Lo siento —dije, tras cuarenta y cinco minutos escuchando lo que J tenía que decirme—. Lo siento de verdad. Odio que hoy las cosas hayan ido como han ido.

—Yo sólo quería verte —respondió él—. Creo que de haberlo hecho habrías cambiado de opinión.

—¿Por qué crees eso?

—Porque cuando hubieras visto el anillo me parece que te habrías dado cuenta de lo que teníamos.

No dije lo que estaba pensando. Que en realidad habría visto el anillo como lo que realmente era: un símbolo tangible, y caro, del pánico de J ante la perspectiva del cambio. Nos habíamos vuelto cómodos en nuestra relación. Yo siempre estaba disponible para él, hacía que le resultara fácil estar conmigo; perderme sería perder una fuente de comodidad.

—Lo siento, J —repetí. Era lo único que podía decir.

Me colgó sin responder.

El teléfono no volvió a sonar en toda la noche. Cuando llegué a casa de mis padres me dejé caer sobre la cama, exhausta. Me quedé mirando el techo a oscuras, jugando con un mechón de pelo entre los dedos, incapaz, cosa rara, de dormir. Tenía la cabeza llena de pensamientos: mi querida Puggy Sue, que no me daría los buenos días con su ladrido juguetón; J, que estaba sufriendo; nuestra relación, que se había acabado definitivamente después de tantos años; Chicago y los preparativos para mi marcha que aún tenía pendientes.

El hombre Marlboro…

El hombre Marlboro…

El hombre Marlboro…

Me desperté temprano al oír el teléfono. Había sonado tanto en las últimas veinticuatro horas que no estaba segura de si contestar o salir gritando de mi habitación. Adormilada y con los ojos cerrados tanteé en la oscuridad hasta dar con el aparato. Me froté los ojos tratando de despertarme y dije en voz baja y algo temerosa:

—¿Sí?

—No estarías dormida, ¿verdad? —dijo el hombre Marlboro con su habitual risa baja.

Abrí los ojos y sonreí.