EL REGRESO DEL REBELDE
Durante las semanas previas a la boda de Doug, había empezado a hablar con J de mis dudas sobre nuestra relación. Justo antes de la boda, le dije que tenía intención de irme a vivir a Chicago, pero el hecho de que siempre hubiera estado disponible para él durante la época en que viví en Los Ángeles le impedía comprender que realmente fuera a mudarme a Chicago.
Yo pensaba que al verme abandonar California en vez de irme con él a San Francisco meses atrás se haría una idea del asunto, pero resultaba que se lo había tomado como un paréntesis temporal. Por lo que a J se refería, era cuestión de tiempo que regresara con él. Y no podía culparlo, aunque hubo un tiempo en que lo habría hecho.
Los días que siguieron a la boda de mi hermano se fue alarmando por momentos al ver que estaba empezando a alejarme de él.
No se lo podía creer.
Mientras, yo había estado muy ocupada saliendo todos los días con el hombre Marlboro, mi atractivo nuevo romance vaquero, y perdiendo mi pelirroja cabeza por él cada día un poco más. Apenas había pensado en J en toda la semana. Eso era lo que el hombre Marlboro me estaba haciendo: arrebatarme la capacidad de razonar.
—Voy para allá mañana —continuó J, con un tono borde bastante incómodo.
«Oh, no».
—¿Cómo que vienes para acá? —le pregunté—. ¿Por qué? —Mi voz sonó fría y eso no me gustó.
—¿Cómo que por qué? —replicó él—. Tengo que hablar contigo, Ree.
—Ya estamos hablando… —dije yo—. Hablemos ahora.
Y deprisa, por favor, porque el hombre Marlboro podría llamarme en cualquier momento.
—Podría llevarnos un rato.
Miré la hora.
—Creía que ya lo habíamos dejado claro —dije—. Creía que comprendías cómo están las cosas.
—¿«Cómo están las cosas»? —repitió él.
—Ya te lo dije… creo que tenemos que seguir con nuestras vidas.
—Pues yo no lo creo —me espetó—. Y pienso ir para que hablemos de ello.
—Espera un momento —dije—. ¿Y yo no tengo nada que decir al respecto?
—En realidad no —continuó él—. Creo que no sabes lo que estás haciendo.
Tenía sueño, estaba achispada y colocada con el olor de la colonia del hombre Marlboro, y no pensaba dejar que J me aguara la fiesta.
—J —dije, y echando mano de toda la franqueza que pude, añadí—: no vengas. No hay razón para ello.
Le pedí que me llamara al día siguiente si quería y nos despedimos.
Inspiré profundamente. Estaba triste y deseaba que hubiera alguna forma de que si las relaciones tenían que terminar, lo hicieran de mutuo acuerdo y de forma amistosa, no con una de las partes sintiéndose dolida y rechazada. Después me dormí y soñé lo que quería soñar, con el hombre Marlboro y sus botas y sus labios y sus abrazos fuertes y tremendamente masculinos.
Y cuando mi teléfono sonó al día siguiente a las siete de la mañana, no podría haberme alegrado más de oír su voz. Hicimos planes para esa noche y no pensé que California J había anunciado el día antes que cogería un avión a Oklahoma para verme. Por alguna razón, creí que el hecho de que le hubiese dicho que no lo hiciera bastaría.
Ahora me doy cuenta de lo invencible que puede sentirse quien está comenzando un nuevo amor, ya sea alguien que engaña a su pareja, un adolescente bravucón o una frívola chica de ciudad en los brazos de un vaquero. Yo me sentía tan ebria de excitación por lo que el hombre Marlboro representaba para mí que nada de lo que J pudiera decir, ni siquiera «voy para allá mañana», hacía mella en mi mente.
La negación es una fuerza muy poderosa.
En lo único que yo pensaba a la mañana siguiente era en mi cita de esa misma noche con el hombre Marlboro. Se había convertido en mi nuevo pasatiempo, mi nueva vocación, mi interés en la vida. Ese día me había invitado a su rancho y me había dicho que esta vez la cena corría de su cuenta.
A mí no me importaba cuál fuera el plan; lo único que quería era volver a verlo. Estar con él. Conocerlo un poco más, darle las buenas noches con besos durante una hora. O dos. Eso era lo único que tenía en la cabeza cuando saqué el coche del camino de entrada de mis padres aquella mañana para ir a hacer unos recados.
Cuando mi coche se puso a temblar tras pasar sobre una serie de desestabilizadores baches, supe que algo muy malo había ocurrido. Miré por el retrovisor y vi horrorizada que había atropellado a Puggy Sue. Mi gorda y cariñosa perra, la misma que se había acurrucado en mis brazos el día que regresé de California y había sido, a todos los efectos, como mi hija durante el tiempo en que viví en casa de mis padres, yacía en el asfalto, chillando de dolor, retorciéndose, sin poder mover las patas traseras.
Al oír sus gemidos, mi madre salió corriendo de casa, la cogió en brazos y la llevó de inmediato al veterinario. Me llamó media hora más tarde para darme la noticia a la que ya había empezado a resignarme: Puggy Sue, mi amorcito de pelo marrón claro, había muerto.
Me pasé las siguientes horas en posición fetal, dándole vueltas a la súbita muerte de Puggy. Mi hermano Mike vino en cuanto se enteró y estuvo consolándome durante más de una hora, acariciándome el pelo cariñosamente y diciéndome: «Ya-ya-ya pasó… Si-si-siempre puedes comprarte otro perrito», lo que hizo que llorase con más ímpetu.
Pero cuando sonó el teléfono a media tarde, me levanté de la cama de un salto, le ordené a Mike que no dijera nada, inspiré hondo, me tragué las lágrimas y contesté alegremente:
—¿Diga?
Era el hombre Marlboro, que me llamaba para recordarme las complicadas indicaciones de cómo ir a su casa y para preguntarme a qué hora llegaría, porque estaba empezando a impacientarse. Pensé que J jamás me había dicho algo así en todos los años que habíamos estado juntos. El corazón me dio un vuelco y sentí un nudo en la garganta al intentar hablarle a mi nuevo hombre como si no pasara nada. Cuando colgué, Mike me preguntó:
—¿Qui-qui-qui-quién era?
Yo me sorbí las lágrimas, me soné la nariz y le dije que era un hombre.
—¿Quién?
—Un vaquero —contesté yo—. Voy a cenar a su casa esta noche.
—Oooooooh, ¿pu-pu-pu-puedo ir? —preguntó mi hermano con una sonrisilla maliciosa.
Le dije que no y que se largara porque tenía que ducharme. Mike se fue refunfuñando.
Me estaba secando el pelo intentando no pensar en Puggy Sue y, para quitármela de la cabeza, me puse a repasar lo que me iba a poner: vaqueros de Anne Klein, jersey de cuello alto gris de canalé y mis características botas negras de punta. Conjunto perfecto para una velada en casa de un vaquero.
Antes de maquillarme, fui a la cocina a buscar las dos cucharas que siempre guardo en el congelador y me las puse sobre los ojos para reducir la hinchazón. Era un truco que había leído en un libro de Brooke Shields a mediados de los años ochenta. No quería parecer la típica tonta que se pasa el día llorando por la pérdida de la vieja mascota familiar.
Me puse en camino hacia el rancho, un trayecto de una hora. El hombre Marlboro me había recogido y me había devuelto a casa la noche anterior, pero no tuve valor para pedirle que lo hiciera de nuevo y, además, me encanta conducir. En aquellos momentos, el paso lento de las calles residenciales a las carreteras secundarias sin asfaltar me relajaba y excitaba a la vez, probablemente porque el hombre por el que cada día estaba más loca se encontraba al final de aquella carretera secundaria.
No sabía cuánto más íbamos a poder resistirlo mis debiluchos neumáticos y yo.
Mi Toyota acababa de pasar la frontera del condado cuando sonó el desafinado timbre de mi analógico teléfono del coche. Pensé que sería el hombre Marlboro, que me llamaba para saber por dónde iba.
—¿Diga? —contesté en tono romántico y expectante.
—Hola —dijo la voz. Era J.
—Ah, hola —respondí yo; el alma se me cayó a los pies de la decepción.
—Estoy en el aeropuerto —dijo.
Inspiración profunda. Vistazo a la pradera. ¿Podían empeorar las cosas? Solté el aire.
—¿Estás en el aeropuerto? —pregunté.
—Te dije que iba para ahí —contestó.
—J, no… en serio… —le supliqué. Aquello iba a acabar conmigo—. Te dije que no me parecía buena idea.
—Y yo te dije que iba a ir de todas formas —replicó él.
Le hablé de la manera más clara y concisa que pude.
—No te subas a ese avión, J. No vengas. En serio… ¿Entiendes lo que te digo? Te estoy diciendo que no vengas.
—Estoy en tu aeropuerto —soltó él—. ¡Ya estoy aquí!
Detuve el coche en el arcén de la carretera de doble sentido y me pellizqué el puente de la nariz con el pulgar y el índice, entorné los ojos y traté de rebobinar hasta la parte en la que contestaba al teléfono, para convencerme de que no lo había hecho.
—¿Estás aquí? Es una broma, ¿no?
—No es ninguna broma —dijo él—. Estoy aquí. Tengo que verte.
Permanecí parada en el silencioso arcén, atónita y abatida al mismo tiempo. No era así como había planeado pasar la tarde.
—J… —Me detuve y pensé—. No sé qué decir. Me refiero a que te pedí que no vinieras. Te dije que no era buena idea que lo hicieras. —Pensé en Puggy Sue, en sus suaves orejas de terciopelo.
—¿Dónde estás?
—Voy… de camino a casa de un amigo —respondí. «Por favor, no me pidas detalles».
—Pues me parece que vas a tener que cambiar los planes, ¿no crees? —dijo.
Una pregunta válida. Pero allí sentada a un lado de la carretera, viendo ponerse el sol delante de mí, no tenía la menor idea de lo que debía hacer.
Por un lado había sido muy clara con J el día anterior, de hecho, no se podía ser más clara. La frase «No vengas» me parece a mí que no deja demasiado lugar a la ambigüedad. Por otro lado, J —un chico decente en circunstancias menos intensas— había sido importante para mí durante mucho tiempo y, después de todo, se había recorrido casi tres mil kilómetros para hablar conmigo en persona.
Aun así, me preguntaba qué bien podía hacerle verme. Apenas éramos capaces de mantener una conversación telefónica sin llegar a un punto muerto. ¿Por qué habría de salir mejor en persona, sobre todo cuando yo estaba cien por cien segura de que la relación, desde mi punto de vista, se había terminado? Además, había atropellado a Puggy Sue ese mismo día. No me quedaban fuerzas emocionales.
Y… el hombre Marlboro me estaba esperando.
Con ese pensamiento en la cabeza, me incorporé a la carretera y continué mi camino hacia el oeste, hacia el rancho.
—J, no voy a ir —dije.
La pausa que se produjo al otro lado de la línea se me hizo interminable. Y el clic que sonó a continuación, señal de que J había colgado, fue tan silencioso que resultó casi ensordecedor.