JÓVENES CORAZONES INCENDIADOS
Habían pasado casi cuatro meses desde que nos vimos por primera vez; cuatro meses desde que nuestras miradas se encontraron en aquel bar; cuatro meses desde que sus ojos y su pelo me hicieron temblar como un flan. Habían pasado cuatro meses desde que no me llamó al día siguiente, ni a la semana siguiente ni al mes siguiente.
Yo había continuado con mi vida, por supuesto, pero la imagen del curtido hombre Marlboro había dejado una huella indeleble en mi psique.
Sin embargo, yo había empezado a planear mi viaje a Chicago antes de conocerlo aquella noche y había continuado con mis planes al día siguiente. Y ahora, a finales de abril, estaba a punto de marcharme.
—Ah, hola —dije como si tal cosa. Me iba al cabo de poco tiempo. No necesitaba a aquel tipo para nada.
—¿Qué tal estás? —dijo él.
Mmm, qué voz tenía. Rasposa y profunda, susurrante y soñadora, todo al mismo tiempo. Hasta entonces no me había dado cuenta de que se me había aposentado permanentemente en los huesos. Mi médula recordaba aquella voz.
—Bien —respondí, centrando mis esfuerzos en dar sensación de despreocupación, confianza en mí misma y entereza—. Ultimando los preparativos para mudarme a Chicago.
—¿En serio? —dijo él—. ¿Cuándo te vas?
—Dentro de un par de semanas —respondí.
—Oh… —Pausa—. Vaya… ¿Te gustaría salir a cenar un día de esta semana?
Ésa era siempre la parte incómoda. No podía ponerme en el lugar de los hombres.
—Pues… Sí, claro —dije yo, sin encontrarle sentido a salir con él, pero sabiendo al mismo tiempo que me resultaría imposible rechazar una invitación a cenar con el primer y único vaquero que me había atraído en la vida—. No tengo muchas cosas que hacer esta semana, así que…
—¿Mañana por la noche? —me interrumpió él—. Te recojo a las siete.
Él no lo sabía entonces, pero aquella forma de tomar el control de la situación, su instantánea transformación de vaquero tímido y callado a presencia dominante y segura de sí misma al teléfono, me afectó profundamente.
Mi interés por él acababa de prender oficialmente.
Al día siguiente por la noche abrí la puerta de la casa de mis padres. Su pulcra camisa vaquera azul llamó mi atención segundos antes de que lo hicieran sus ojos, igualmente azules.
—Hola —dijo sonriendo.
Aquellos ojos. Fijos en los míos y los míos en los suyos durante más segundos de los que se acostumbra en una primera cita. Mis rodillas, las mismas que parecían de goma aquella noche de hacía cuatro meses durante un acceso temporal de ilógica lujuria, volvían a tener la consistencia de los espaguetis cocidos.
—Hola —respondí.
Me había puesto unos pantalones negros ceñidos, jersey morado con cuello en uve y botas negras de punta, atuendo que contrastaba rotundamente con el natural conjunto vaquero desgastado que había escogido él. En lo que a moda se refería, daba risa lo poco que pegábamos. Mientras los tacones de mis botas resonaban de forma muy desagradable en el camino de entrada de la casa de mis padres, noté que también él se había dado cuenta.
Nos pasamos la cena hablando. Si probé bocado, no me di cuenta. Hablamos de mi niñez en el campo de golf; del rancho donde se crió él. De mi padre, el médico; de su padre, el ranchero. De mi compromiso de toda la vida con el ballet; de su pasión de toda la vida por el fútbol. De mi hermano Mike; de su hermano mayor, Todd, que murió cuando él era adolescente. De Los Ángeles y los famosos; de vacas y agricultura.
Al final de la velada no sabía de cuántas cosas había hablado con él. Lo único que sabía era que iba en una camioneta Ford F250 diésel con un vaquero y que no había ningún otro lugar en la tierra donde quisiera estar.
Me acompañó hasta la puerta, la misma puerta a la que me habían acompañado tantas veces adolescentes con granos en el instituto y un variopinto grupo de pretendientes después. Pero ahora era diferente. Más importante. Lo sentía. Me pregunté por un instante si también lo sentiría él.
En ese momento, el tacón de mi bota puntiaguda se trabó con un trozo de argamasa suelta del porche de mis padres. En un segundo vi pasar toda mi vida ante mis ojos y hasta el último ápice de orgullo que pudiera quedarme, conforme me precipitaba al suelo. Iba a tragármelo precisamente delante del hombre Marlboro.
«Eres una idiota —me dije—, una pánfila, una torpe de campeonato». Deseaba chasquear los dedos y aparecer por arte de magia en Chicago, mi sitio, pero tenía las manos ocupadas lanzándose por delante de mi torso, confiando en detener mi caída.
Sin embargo, alguien me sujetó. ¿Un ángel? En cierto modo. Fue el hombre Marlboro, cuya dura vida de trabajo en un rancho de ganado le había proporcionado los veloces reflejos necesarios para salvarme a mí, su patosa cita, de un porrazo seguro.
Pasado el peligro, me reí con nerviosismo, avergonzada. El hombre Marlboro se rió suavemente. Seguía sosteniéndome por los brazos, con la misma fuerza de vaquero que había empleado para detener segundos antes mi caída.
¿Dónde tenía las rodillas? Habían dejado de formar parte de mi anatomía.
Miré al hombre Marlboro. Ya no se reía. Estaba de pie delante de mí… y seguía sosteniéndome por los brazos.
Siempre me han vuelto loca los chicos. Desde los chicos del instituto que trabajaban como socorristas en la piscina cuando era pequeña, hasta los caddies vestidos con polo, que se arrastraban penosamente por todo el campo de golf. Los chicos guapos era simple y llanamente una de las cosas que más me gustaban del mundo.
A mis veintitantos, me había dedicado de forma entusiasta a salir prácticamente con cualquier chico guapo que se cruzara en mi camino. Salí con Kev, el católico irlandés; Skipper, el borde; Shane, el de la capucha; Collin, el juguetón; J, el surfista; el señor B, el trastornado, y muchos más en medio. Había salido con chicos guapos de toda clase y condición.
Excepto con uno: el vaquero. Nunca había hablado, y menos aún conocido personalmente, a ninguno. Y, desde luego, nunca había besado a uno, de verdad de la buena. Hasta esa noche en el porche delantero de la casa de mis padres, un par de semanas antes de comenzar mi nueva vida en Chicago.
Tras impedir valientemente que me cayera de bruces, aquel personaje de película del Oeste que tenía delante estaba a punto de hacerse un hueco de por vida en mi repertorio de citas, con un beso firme, romántico y debilitador por lo perfecto que fue.
Qué beso.
«Recordaré este beso hasta que me muera —pensé—. Recordaré cada detalle. Unas manos fuertes y encallecidas sujetándome por la parte superior de los brazos. La barba incipiente arañándome el mentón. El leve aroma a cuero de sus botas. El tacto de una camisa vaquera contra las palmas de las manos, que poco a poco iban buscando la estrecha cintura…».
No sé cuánto tiempo estuvimos allí, dándonos nuestro primer beso. Lo que sí sé es que cuando el beso terminó, se llevó por delante mi vida tal como la había conocido hasta entonces.
Pero yo aún no lo sabía.
Me llamó al día siguiente a las siete de la mañana. Yo estaba profundamente dormida, soñando todavía con el beso que había sacudido mi existencia la noche anterior. El hombre Marlboro, por su parte, llevaba levantado desde las cinco, según me explicó, y había esperado dos horas antes de llamarme, pensando que probablemente yo no debía de ser de las que madrugan. Y no lo era. Nunca he encontrado una razón de peso para que una persona normal se levante antes de las ocho y, además, el beso había sido tan devastador que necesitaba descansar bien después de la experiencia.
—Buenos días —dijo.
Ahogué un gemido. Ahí estaba otra vez aquella voz suya.
—¡Ah, hola! —respondí yo, levantándome de un salto de la cama y tratando de sonar como si llevara horas haciendo aerobic y podando las azaleas de mi madre. Además de caminando por el campo.
—¿Estabas dormida?
—¡No, no, en absoluto! —respondí—. Ni un poquito. —Mi voz sonaba pastosa y áspera.
—Estabas dormida, ¿a que sí? —Supongo que sabía reconocer a un dormilón con sólo oírle la voz.
—No estaba dormida, suelo levantarme temprano —insistí—. Soy una persona diurna. —Disimulé un profundo bostezo.
—Es extraño, porque suenas como si aún estuvieras dormida —insistió el hombre Marlboro. No parecía dispuesto a dejar el tema.
—Es que… aún no he hablado con nadie desde que me he levantado, además he tenido algo de sinusitis últimamente —dije. Qué poco atractivo—. Pero llevo ya un rato levantada.
—¿Sí? ¿Qué estabas haciendo? —preguntó. Estaba disfrutando.
—Pues ya sabes, cosas. —«Cosas. Muy buena respuesta, Ree».
—¿En serio? ¿Qué cosas?
Lo oí reírse por lo bajo, igual que cuando me sujetó la noche anterior. Esa suave risa podría calmar las aguas más turbulentas. Traer la paz mundial.
—Pues cosas. Cosas que se hacen por la mañana. Cosas que hago cuando me levanto temprano… —dije, intentando sonar convincente.
—Bueno —dijo él—, no quiero entretenerte cuando tienes tantas «cosas que hacer por la mañana». Sólo quería decirte que… quería decirte que lo pasé muy bien anoche.
—¿De verdad? —respondí yo, quitándome las legañas de la comisura del ojo derecho.
—De verdad —contestó.
Sonreí y cerré los ojos. ¿Qué me estaba pasando? Aquel vaquero, aquel vaquero tan sexy que había entrado al galope en mi vida, metiéndome de lleno en una de esas novelas románticas antiguas, me llamaba a las pocas horas de besarme en la puerta de mi casa, sólo para decirme que lo había pasado muy bien conmigo.
—Yo también. —Fue lo único que pude decir.
Dios bendito, menuda racha. «Pues ya sabes, cosas» y «Yo también» en la misma conversación. Debía de estar atónito ante semejante exhibición de elocuencia.
Estaba tan embelesada con él que no era capaz de expresarme de forma coherente.
Me había metido en un buen lío.
Salimos por segunda vez aquella misma noche. Y hubo una tercera y una cuarta. Y después de cada una, mi flamante protagonista de novela rosa me llamaba para sellar la cita con una palabra dulce.
La quinta vez que salimos me invitó a su rancho. Estábamos empezando claramente algún tipo de rollo y quería que viera dónde vivía. No estaba en condiciones de negarme.
Como sabía que su rancho estaba bastante aislado y que no había muchos restaurantes cerca, me ofrecí a llevar comida y preparar la cena. Me partí la cabeza durante horas pensando qué podía preparar para el nuevo y fornido hombre de mi vida. Era evidente que no podía ser algo mediocre. Repasé las recetas que tenía en mi sofisticado arsenal de chica de ciudad, muchas de las cuales había aprendido durante los años que había vivido en Los Ángeles. Y por fin me decidí por una no vegetariana que siempre era un éxito: linguini con almejas, uno de los platos favoritos de mi familia cuando íbamos de vacaciones a Hilton Head.
Preparé aquella aromática delicia con mantequilla, ajo, almejas, limón, vino y nata en la cocina del hombre Marlboro, en mitad del campo, equipada con mobiliario de pino rústico. Allí de pie, bebiéndome el vino blanco que había sobrado tras preparar la salsa, mientras admiraba el resultado de mi labor culinaria, tuve la absoluta certeza de que sería un éxito.
No tenía ni idea de con quién estaba tratando. No tenía ni idea de que aquel ranchero de cuarta generación no comía «almejitas troceadas» y menos aún almejitas troceadas bañadas en salsa de vino y nata, mezcladas con unos fideos largos e incómodos, difíciles de manejar.
Pero aun así, se lo comió. Y por suerte para él, su teléfono sonó cuando estaba a más de la mitad de la cena. Me dijo que esperaba una llamada importante y se excusó durante unos buenos diez minutos. No quería que se quedara con hambre, grande y fuerte como era, así que cuando me pareció que estaba a punto de terminar la conversación, cogí su plato y le serví otra generosa ración de pasta con almejas. Y en cuanto el hombre Marlboro volvió a la mesa, sonrió educadamente, se sentó y, cuando llevaba ya más de la mitad de su segunda ración, se levantó y dijo:
—¡Estoy lleno!
En ese momento no me di cuenta de lo romántico que fue ese gesto.
Más tarde, cuando llegué a casa, sonreí al oír el teléfono. Me había acostumbrado a oír su voz.
—Hola —dijo la voz que sonó al otro lado de la línea. Pero era una voz diferente. No era rasposa en absoluto—. Tenemos que hablar.
Era J.