Arde la noche tras el bochorno del día y cantan las cigarras. Con el alma en paz, aquietadas las pasiones, el que dice «yo» mira desde su balcón a Casaloca. Sus tupidos árboles no se la dejan ver pero qué importa, él bien sabe que ahí está. Dicen que desde hace años no la ocupa nadie, y nadie sabe quién es el dueño ni de quiénes fue. Pues de nosotros, plural de «yo», que es el que queda, el que habla. El resto se fueron yendo, uno a uno, la Muerte me fue desgranando la mazorca hasta dejar una tusa pelada con un solo grano, yo, su servidor, que a Dios gracias tiene de sobra para acabar a Casablanca y comprar a Casaloca sin recurrir a préstamos de los tartufos del Opus Dei. Aquí me están tintineando, gazmoños, junto a los cojones, los doblones. ¿Pero a quién le compro? «No la vaya a vender, señor dueño, para un edificio que yo doy más. Cuánto quiere, cuánto pide, diga una cifra, hable a ver. Aproveche que garbanzos de a libra no los produce la tierra todos los días».

Por la Circular 76, mi calle, que de día pulula de carros y de gente en un ir y venir imparable, ahora no pasa ni un alma. Que un alma no pase a pie a tan altas horas de la insegura noche por tan insegura calle lo entiendo porque la atracan y le quitan hasta el cuerpo astral, ¿pero en carro, con los vidrios cerrados, acelerando, a lo que dé el cachivache? Ni un carro, ni un alma, ni tampoco en la avenida. Sola también. Titila un cocuyo, la luna mira, las cigarras cantan. ¿Qué pasó aquí? ¿Por una hendidura del Tiempo habré vuelto al pasado?

Casablanca y Casaloca se miran en mí como si fueran una sola en un espejo. Mi alma se reparte en ellas, va de un balcón al otro, yo estoy aquí y estoy allá. ¿Cómo llamábamos al balcón de Casaloca? ¿Cómo, por Dios? ¿Me estará empezando el mal de Alzheimer? Si me estuviera empezando no me acordaría de «Alzheimer». Y al balcón de Casaloca lo llamábamos «el volado». Gracias, Señor, por esta memoria de Ireneo Funes que me diste, prodigiosa, que me permite recordar tu presencia en el palpitar de la sombra de la hoja de un guayacán contra cuyo tronco estuve de niño orinando. Ardo en ansias de irme a juntar a Ti. Mándame tu aeróstato. Y acabemos con España, si algo queda. Dice el Poema de Mío Cid en sus primeros versos con palabras que lo resumen: «Qué buen vasallo sería si tuviera buen señor». ¿Qué se puede esperar de un pueblo cuya literatura nace ansiando el bien de ser lacayo? Eso. Lacayos. Felipitos, Aznarcitos, Rajoicitos, Rubalcabas… ¡Y yo pidiendo que tumben las estatuas de Bolívar! Que siga instalado ahí, a caballo, al sol y al agua cagado por las palomas este hijueputa bribón venezolano que por lo menos nos salvó del Borbón. No flota en el aire una brizna, la noche no dice ni pío, no se mueve una rama. ¿Estoy vivo, o estoy muerto? ¿O es que ya se murió, por fin, la vil Colombia?

—Hay que nombrar las cosas para que existan, pero usted las nombra para que se acaben. Lo negro no es tan negro, compadre, arrepiéntase. De lo que ha hecho y de lo que ha dejado de hacer. De los que ha matado y de los que se le han quedado alentando. Diga: «Me arrepiento, he pecado».

—¿Arrepentirme yo? Tal vez en mi dies mortis para no caer en la impenitencia final que me da susto.

—¡Dios lo libre de ella! Salga más bien de esa amenaza desde ya, no deje para mañana asunto de tan trascendental importancia. Arrepiéntase que el riesgo que corre es enorme: la condenación eterna.

—¿Qué aliciente tiene el equilibrista si no le ruge abajo de la cuerda floja un abismo? Cuando vea venir por mí a la Innombrable me arrepiento.

—¿Y si lo agarra dormido?

—Me arrepiento en sueños.

—¿Y si no está soñando sino en esa etapa del dormir del hombre en que uno está borrado en la negrura total?

—Empato entonces una negrura con otra, la nada con la nada, el sueño pasajero con el eterno y me voy en caída libre a los profundos infiernos de mi señor Satanás. Sobran los niños, sobran los viejos, sobra usted, sobro yo. Todos salimos sobrando. Ut hoc ipsum quod maneam in vita, peccare me existimem. Pido perdón por seguir viviendo.

—¡Qué grandeza de alma, usted es un Cicerón! Pero no me venga a decir que va a predicar en latín…

—Claro, en latín, urbi et orbi desde el balcón del Vaticano. Espantando palomas como Wojtyla, ¿sí se acuerda? Le revoloteó una paloma en la cara y el engendro polaco le mandó una palmada. ¡Al Espíritu Santo! Entelequia alada con la que finalmente acabó.

—Pues en latín no le van a entender.

—¿Y quién le dijo que el latín es para entender? El latín, como el arte, es para que uno «lo sienta», no para que uno «lo entienda». Haga de cuenta una saeta que le llega derechito al pecho con su concisión lapidaria.

—Ah…

—¿Y sabe por qué es tan difícil de entender esa lengua?

—No, ¿por qué?

—Porque suprime el verbo. Y sin verbo las frases se vuelven adivinanzas. Es que los romanos, que recibieron el alfabeto de los fenicios y los griegos, de quienes aprendieron a escribir, en un principio sólo lo usaron para grabar epitafios. Piense en la dificultad que da grabar con un cincel en la piedra de una tumba la A, la B, la C…

—Ah…

—Y al principio sólo había mayúsculas, ¿eh? No vaya a creer que las minúsculas están ahí desde que Dios dijo «Hágase esto». No. Vinieron luego, con el correr del tiempo. Son recientes como usted, muy posteriores a los dinosaurios.

—Ah…

—Definición de «Borbón»: mierda francesa reciclada en España. Y váyase a dormir que mañana nos espera un día muy caliente.

Anda suelto urbi et orbi un impostor de apellido Bergoglio que se hace llamar «Francisco». ¿Francisco qué? ¿Gómez? ¿González? ¿Aristizábal? Francisco nada, Francisco caca. No sé de dónde salió este cantante. Lo produjeron al vapor como en la industria avícola sacan pollitos de una incubadora. Ni tiene el exequátur del Espíritu Santo que para empezar ya no está, ni mi níhil óbstat porque no se lo doy. Ni doy, ni fío, ni presto. Lo que tengo es para construir una casa y comprar otra. No sabe latín Francisco Caca, predica en italiano, es un papa espurio, cocinero. ¿Por qué no pondría más bien un restaurante argentino este pampeano de cara amorfa? El día que me lo ponga a tiro de piedra el Espíritu Santo, como me puso a Wojtyla en la Avenida Insurgentes de México servido en bandeja de plata aunque, ay, por desapercibido que andaba no me zampé esa torta, me lo tumbo. Con un fusil, con un changón, con una honda… Con lo que disponga Dios.

—¿Y si para darles una idea de lo que somos los terrícolas, les mandamos a los marcianos una foto de Rubalcaba en el cohete?

—Van a pensar que somos lascivos, cabrones, sátiros. Ni se le ocurra, idiota.

—¿Y de Rajoy?

—Usted está hablando del Sistema Solar y ésa es mierda cósmica.

La noche sigue cayendo sobre la ciudad y mi alma. Se oye un tiro: ¡pum! Otro: ¡pum! Otro: ¡pum! Es Medellín cantando. A mí los tiros me arrullan, como la lluvia, y sin embargo no me logro dormir. Conciliaré el sueño el día que acabe a Casablanca. ¡Pum! Otro y van cuatro. ¿A qué paisano habrán despeñado en los infiernos por el gravísimo delito de existir? ¿Cuánto tardará la caída? ¿Estableció Tomás de Aquino en su Suma teológica cuánto tarda un cristiano en caer al infierno? ¿Segundos? ¿Minutos? ¿Días? ¿Años? ¿Siglos? ¿Eones? Definitivamente sí les digo, y lo he meditado mucho: Dios es Malo. Es la Maldad Absoluta, ontológicamente hablando. ¿Qué le costaba hacernos ricos, sanos, felices, libres del sexo o con el sexo a manos llenas? ¡Carajo, empezó a llover, me va a mandar un rayo el Asqueroso, retiro lo dicho! Cae la lluvia acompasada sobre Casablanca y sus tejas y se silencian revólveres y miniuzis. Callan también las cigarras: de lo alto les bajaron el calor. Con esta lluviecita de prueba vamos a ver si nos quedaron bien las tejas, que acabamos de reacomodar e impermeabilizar después de darles, una a una, con amor, su limpiadita. Silencio. No hablen. Presto atención. ¡Tas! ¡Tas! ¡Tas! ¿Quién dice «tas»? Una gotera. ¡Tas! ¡Tas! Otra gotera. ¡Tas! ¡Tas! Otra gotera. ¡Vida puta, maldita sea, por qué nací, quién me trajo a esta mierda! Vivir es difícil, y si el viviente se pone a reconstruir casas, más. Voy a tener que conseguirme un «goterero». Palabra esencial del vocabulario del constructor que no figura en el Diccionario de la Real Academia no sé por qué, tal vez porque en España no llueve, pero que se define así: albañil deshonesto especializado en coger goteras rompiendo tejas. Me va a quebrar el hijueputa las tejas sanas cuando se suba al techo. Hasta ahora no he matado cura, ni obispo, ni d’iái p’arriba. ¡Pero cómo quieren que duerma! El propietario no tiene derecho al sueño. El que compre casa que se joda y el que se case que mate a la mujer.

Se mueven los continentes, que flotan a la deriva según lo descubrió Wegener, ¡no se van a mover las palabras! Cambian en sus sonidos, en su escritura, en sus significados, se vuelven otras. Por eso hay que actualizar cada tanto los diccionarios, que nunca están terminados. Cumpliéndose en el año que corre trescientos de la fundación de vuestra ilustre Casa por marqués de Villena, señorías, para la vigesimotercera edición del real Diccionario propongo una reformulación de la entrada puta porque la definición que corre ha dejado de estar acorde con la que dictan los nuevos tiempos. Definición vuestra de puta: «Mujer que hace ganancia de su cuerpo, entregada vilmente al vicio de la lujuria». Y yo os pregunto, señorías: ¿Una mujer que vende un riñón para darles comida a sus hijos, hace también «ganancia de su cuerpo»? ¿Y «vicio de la lujuria»? ¿Qué lujuria, por Dios, puede haber en una mujer que se acuesta con un barrigón patizambo, boquituerto, hexadáctilo, de pene escaso, puntiagudo y rojizo? La lujuria será de él, no de ella. Lo que hace ella es una obra de caridad, si no es que de misericordia. Si no queréis que la santa cobre, dadle entonces de comer vosotros, señorías, o que le dé la Iglesia que bien rica está y que habla por boca vuestra en vuestro Diccionario. ¿Y «vilmente»? ¿Un adverbio en «mente», que tan feos son, en una definición del Diccionario por antonomasia, que a todos nos guía? ¡Como para hacer salir de indignación a Borges de su tumba ginebrina! La política, en cambio, sí es vil, señorías. Desde que surgió en la Hélade en la Edad Dorada ha envilecido al hombre. De un tiempo para acá envilece también a la mujer. Para la voz puta propongo la siguiente definición que la pone al día: «Mujer que ocupa o pretende un alto cargo público». En cuanto a la vieja prostitución, ya se la sumé en mi Catecismo remozado a las obras de misericordia. Y como un ejemplo dice más que mil definiciones y de hecho los niños aprenden el idioma oyendo frases y no consultando diccionarios, aquí les van dos para mejor comprensión de vuestras señorías: «De las putas más putas las más putas son las de España: las del PSOE y las del PP. A su lado las de Colombia son mansas palomas».

La lluvia cae sobre Casablanca iracunda, alucinada. Baja el agua por las canoas del techo al patio a trompicones, como llevada de la mano de mi señor Satanás. Quiebra tejas, moja pisos, forma charcos y los charcos lagos. Borbotea de la ira la maldita. Y tamborilea. Hagan de cuenta cuando se levantaba a medianoche mi tío Argemiro el loco a patear las puertas y decía: «¡Pa que sepan que aquí estoy yo!». Si no para esta demente, me va a tumbar la casa por arriba y por abajo. Yo construyo y Dios destruye. Él fue el que hizo la lluvia. ¡Ah Entelequia Dañina, que nos mandas tantos males! ¿Por qué no te llevas el agua que sobra en Colombia para el desierto del Sahara?

Ya no duermo y voy a dejar de comer y a entrar en el endura. Total, mi perra Quina no queda huérfana: ya murió. Además ni me quería. Argia sí, la Bruja sí, Kimcita sí. ¿Pero de veras me querían? Me moriré dudando del amor de todas ellas y cargando con sus muertes dolorosas. Pero yo las amé infinitamente: de Medellín hasta la estrella Alfa del Centauro, y d’iái hasta el último confín de la última galaxia. No importa que a uno no lo quieran: lo que importa es que uno quiera.

—Nosotras sí lo queremos.

—¿De veras? Júrenmelo.

—Se lo juramos.

—¿Desde dónde hasta dónde?

—Desde aquí hasta la Avenida Nutibara, que es hasta donde llega nuestro radio de acción. Descanse ahora. Duérmase, duérmase, duérmase… Arrurrú mi niño…

—Si me duermo, me muero en el sueño.

—Va a ver que no, morirse no es tan fácil. Descanse un rato.

—¿De qué?

—De los demás.

—Será de mí…

—Nosotras no de usted. Nosotras lo queremos.

—Segunda obra de misericordia después de la caridad sexual: ayudar a bien morir al moribundo.

—Usted no se está muriendo.

—¡Cómo no me voy a estar muriendo, si tengo un infarto! Me duele aquí, en el costado derecho. Siento un dolor terrible.

—Si le duele en el costado derecho, no puede ser infarto porque el corazón está en el izquierdo.

—Pues tendré el corazón en el derecho. O el dolor me está irradiando desde el izquierdo. Vayan a la farmacia de la 39 y me compran unas aspirinas, para disolver el coágulo.

—No nos las van a vender. Va a tener que ir usted.

—Ya no puedo. No tengo fuerzas para cruzar la calle.

—Ninguna calle. Se va por la acera.

—¿Y la Circular 77 qué, no hay que cruzarla? ¿O es que ya le puso puente peatonal o semáforo el hijueputa alcalde? Pasan carros, buses, motos, por millones, por trillones, aceleran, no frenan, vuelan, zumban como saetas. Colombia no respeta al vivo, mata. Mejor me muero aquí.

—Shhhhh. Déjenlo que se está durmiendo.

—¿Y si se está muriendo?

—No se está muriendo.

—Sí se está muriendo. Toque y verá. Tiene fiebre.

—Que no se está muriendo, yo soy la que sé. Déjenlo descansar que no es más que la tensión que le produce la reconstrucción de la casa.

—Ni estoy dormido ni tengo fiebre, estoy despierto y lúcido. Van a ver lo linda que me va a quedar Casablanca. Le voy a probar a Colombia que conmigo no puede. A mí no me hunde esta maldita, la peor hija de la veintena de malnacidas que parió España. La más mezquina. La más dañina. La más mala. ¿Cuántas goteras hay? Cuenten los charcos a ver. ¿Cinco? ¿Diez?

—Da lo mismo cinco o diez. De todos modos el que se suba a coger las goteras, sea una o sean diez, le va a quebrar las tejas.

—Me subo yo.

—Le da un vahído y se cae. Como el chofer de Ramiro Castro que estaba pintando una viga montado en una escalera y lo tumbó el síndrome de Ménière. Cayó y murió. Ramiro, buen patrón, lo enterró y pagó el entierro. ¿Pero a usted quién lo va a enterrar? Lo meten sus albañiles en el hueco de la escalera, lo tapian a piedra y lodo y listo, venden a Casablanca por lo que les den para un edificio y se la parrandean en aguardiente, putas y marihuana. El colombiano de a pie es calculador y traicionero.

—Por eso los mendigos de votos de la democracia como Sergio Fajardo y Antanas Mockus, los antonomásticos, los ponen a votar y luego, no bien suben y se horquetean en el acimut de sus ambiciones, les dan su muy merecida patada en el culo. Hacen bien. Y conste que defiendo y quiero a los pobres.

—¡Cómo no los va a querer si usted es incapaz del odio! ¿Y por qué le cogió tirria a la mujer?

—Porque pare al hombre.

—¿Y qué sería del mundo sin hombres?

—Un mundo sin mujeres.

«Puta» se les enseña a leer así a los niños: pe y u: pu; te y a: ta; pu y ta: puta. Frases con la actualización de la palabra puta para las nuevas cartillas infantiles:

«Cuando la puta habla gesticula».

«Cuando la puta gesticula arma remolinos de viento».

«La puta llegó al Congreso. Está feliz».

«La puta que hoy mama del presupuesto quiere seguir mamando mañana».

«Puta gesticuladora es pleonasmo. Y puta falsa también».

«Mientras más gesticula una puta, más falsa es».

«Candidata a puta ya es puta».

«La puta no se hace: nace».

«Puta que no nace puta es que mamó su vocación en la leche de su madre».

«Puta lesbiana ante todo es puta y después lesbiana».

«Hijo de puta: hijueputa. Hijito de puta: hijueputica».

«El poder le quita el sueño a la puta».

«Mujer pública y puta son sinónimos».

«Puta que muere, Dios es amor».

«Murió la Thatcher, la más grande puta de Inglaterra después de la reina, que va en camino».

«Puta fuera del puesto da igual: ex puta».

«Las putas vinieron para quedarse».

«El buen ciudadano no mata putas. Dios se encarga».

«La lluvia cae, la rueda gira, miente la puta».

«Una puta esmirriada dirige el FMI».

«Puto: marido de puta».

«Habrá putas hasta que san Juan agache el dedo».

«Mejor puta de amiga que puta enemiga».

A mis lectores serbobosnios paso a explicarles qué son los vendedores de minutos porque de eso sólo hay en Colombia, y en Serbobosnia ni se los imaginan. Son hombres o mujeres del pueblo que se ganan su exiguo pan de cada día con unos cuantos teléfonos celulares, tres o cuatro, no sé bien, de a uno por cada compañía de telefonía móvil que haya en el país, a las que les compran al por mayor un gran número de minutos, muy baratos, para revenderlos al por menor, más caritos. Son pues revendedores de tiempo telefónico: «de minutos». Llega usted y les dice: «Márqueme el número tal». Y ellos se lo marcan y cuando contestan le pasan el celular a usted para que hable. Pero no se lo entregan del todo porque lo tienen amarrado al cuerpo con un alambre grueso de tirabuzón, como un cordón umbilical, no vayan a ser tan de malas que se le dañe el corazón a usted y arranque en veloz carrera con el bebecito.

—¿Y es que allá la gente no tiene celular de tan pobres?

—Sí tienen, pero para recibir llamadas. Lo que no tienen es crédito, «minutos», para hacerlas. O bien algunos de plano no tienen celular como yo, que soy del tiempo de Edison.

—Entonces si no tienen «minutos», sí son pobres.

—En su mayoría sí, pero no uniformes. Allá encuentra usted diversidad grande de pobres: rebuscadores, mendigos, desempleados, desplazados, damnificados, reintegrados…

—¿Qué significa «rebuscadores»?

—Ladrones. «Rebuscarse» es trabajar en lo que sea, un eufemismo para no decir «robar» pues allá no sólo no hay trabajo sino que nadie quiere trabajar. ¡Para eso trabajó Dios seis días! He ahí por qué nos llaman «el país de la felicidad». En las encuestas que hacen sobre la felicidad en los ciento noventa y ocho países del mundo punteamos, seguidos de Suiza, el país de la banca, donde no hay ladrones porque la ladrona es Suiza entera.

—Y teléfonos públicos, ¿todavía quedan en Colombia?

—Todavía, pero no sirven. Todos están bloqueados. Llega un gamín, les pone un chicle en la ranura por donde devuelven las monedas y listo, bloqueado. Échele usted las monedas que quiera que el gamín después las recoge: vuelve en una hora, le quita el chicle, y el aparato le orina un chorro de monedas.

—¿Y qué es un gamín?

—Un niño de la calle, pobre, sucio, abandonado. Los usan para el sexo, pero ellos están contentos. En Estados Unidos les levantarían un «memorial», como les dicen allá. ¡El Monumento a los Sobrevivientes del Abuso Sexual! Si a ésas vamos, norteamericanos, a mí me van a tener que levantar uno para mí solo. ¡Y del tamaño del de Lincoln porque es mucha la caridad sexual que hice!

—Y el día en que se acaben los vendedores de minutos, ¿qué hace usted si se le ofrece llamar de urgencia por teléfono?

—Para ese día ya a mí también se me acabaron los minutos.

¿Pero por qué estoy hablando de vendedores de minutos? Contestame, Diosito, por Dios, no te burlés de mí, tené compasión. ¿O es que ya me mandaste a Alois Alzheimer? Ah, sí, ya me acordé, toco madera. Estoy hablando de esos ganapanes por una conversación que oí en el Parque de Bolívar y que les quiero repetir a mis lectores serbobosnios para que sepan lo que es bueno. En el costado sur del Parque de Bolívar (donde Junín se cruza con Caracas por más señas), bajo un guayacán que los protege del sol y de que los caguen los pájaros, hierven los vendedores de minutos. Una tarde al caer el día le pedí a uno que me hiciera una llamada. Tenía mi minutero sus cuatro teléfonos ocupados (y atados, claro, con sus respectivos cables a sus respectivos clientes) y tuve que esperar. Todos jalando los cables para alejarse de los demás y hablando a gritos, pero uno más que los otros: un barrigón enfurecido, como los que producía Colombia en la época de mi niñez que los historiadores llaman «de la Violencia» con mayúscula, y que tumbaban cabezas con machete. Un saltapatrás producido con azufre y lumbre en el crisol de razas de esta patria. ¡Uy, qué miedo! ¡Que no vuelva la Violencia a Colombia, Diosito, o mejor dicho que se vaya! Cierren los ojos, serbobosnios, para que vean la escena. Y agucen los oídos, oigan. O «escuchen», como dicen ahora. «¡Vieja tetrahijueputa! —le gritaba a alguien en el celular alquilado el saltapatrás asesino—. Te voy a degollar con un cuchillo de carnicero y a picar en trocitos para rellenar morcilla. No sabés con quién te metiste, malparida. Y decile al man que este año no va a comer natilla con buñuelos».

El vendedor de minutos oía como yo, pero impasible. Hagan de cuenta una pared oyendo llover. La conversación terrorífica era de lo más normal para él, estaba dentro del orden de las cosas. El barrigón bien podía cumplir su amenaza de matar a la mujer, pero también podía no cumplirla y no matarla. O bien no matarla hoy sino mañana. Total, todos nos tenemos que morir algún día. Además Colombia es buenísima para reemplazar a los muertos. Entierran uno y nacen diez. Brotan de la tierra como hongos venenosos. Y salen iguales, con los mismos diez dedos en las patas y las mismas mañas. Reencarnan.

—¿Y qué es un «man»?

—Pues un hombre, un tipo, un «tío» como les dicen en España. Es que en Colombia hablamos inglés.

—No entiendo lo de la natilla y los buñuelos.

—Mire, le explico: el 24 de diciembre, día del nacimiento del Niño Jesús, es el más feliz de Colombia, nuestra fiesta máxima. Ese día para celebrar comemos natilla con buñuelos. La natilla es un dulce de leche con canela que se hace en unas pailas grandes revolviendo, revolviendo, revolviendo, muy complicado de explicar y más de hacer. Y los buñuelos son unas bolas de harina de yuca con queso, fritas.

—¿Y por qué no va a comer el man natilla con buñuelos en la Navidad? Sigo sin entender.

—¡Porque antes lo van a matar, y los muertos no comen! Ni natilla ni buñuelos, ni en Colombia ni en Serbobosnia, ni en Navidad ni en día normal.

—¿Y por qué el gordo quería matar al man?

—Ah, eso sí ya no sé. Le cuento lo que oí. Usted elucubre, imagine. ¿O es que los serbobosnios son unas mansas palomas?

Si en tripas tiene el ser humano cuatro metros y medio de largo, a saber, uno y medio de intestino grueso y tres de intestino delgado, y somos siete mil millones, ¿cuánto en tubo de inmundicias tiene la humanidad en conjunto? Treinta y un mil quinientos millones de metros, o sea treinta y un millones y medio de kilómetros, o sea cuarenta y cinco viajes de ida y vuelta a la Luna. Esto en términos de las distancias cósmicas no llega ni a un pelito de Sansón, pero en términos de moral, de los animales que se come ese bípedo puerco que se cree el rey de la creación, y del sufrimiento que les causa a sus inocentes hermanos, me sirve en mis mediciones para ir midiendo la Infamia Inmensa de Dios.

Nada de infarto. Lo que tenía la otra noche era terror. ¿Pero a qué? ¿A la Muerte? ¡Cómo me va a dar terror la que acaba con el terror! Terror le tengo a la hijueputez humana… En Colombia lloverá, pero bajo sus aleros me escampo.

—Ya sé que allá llueve mucho. Leí que en precipitación pluvial ustedes están de primeros, seguidos del Congo.

—¿Del Congo? Mire. El Congo no nos llega ni a los tobillos. La precipitación pluvial media de Colombia en la región del Atrato medida con pluviógrafo es de doce mil milímetros al año. Y la del pobre país negro que usted dice, mil setenta.

—¿Doce mil milímetros la de Colombia? ¿O sea doce metros? ¡Carajo! Ustedes sí viven en pleno diluvio universal.

—Por falta de agua no nos podemos quejar. No sabe lo hermosas que se han puesto con la lluvia las enredaderas de Casablanca…

—¿Casablanca, Marruecos?

—¡No, hombre! Estoy hablando de Medellín Colombia, la del cártel.

—¡Ah!, donde hay «vendedores de minutos».

—¿Y a usted quién le contó?

—Un serbobosnio.

—¿Y de dónde es pues usted?

—Noruego.

—A los noruegos les encanta Medellín. Dese una pasadita por allá cuando pueda y va a saber qué es la dicha. Tenemos un Parque Lleras fabuloso, donde la gente desayuna, almuerza y cena prepagos. Delicatessen.

Mientras camino por la Avenida San Juan buscando dónde comprarle un taladro a mi carpintero que vendió el suyo para comprar aguardiente, pienso, divago. Pienso en lo uno, pienso en lo otro… Recuerdo a uno, recuerdo a otro… Lloro por uno, lloro por otro… Maldigo a uno, maldigo a otro… Trato de entender la luz, la gravedad, por qué Dios es tan Malo… Cositas así. Imposible. No lo logro. Son misterios. Tengo el alma hecha un caos. No sé si usted también, o si es peculiaridad de los que compramos casa. Al presidente lo odio. Acaba de entrar y ya se quiere reelegir. ¿Cómo es que se llama el hijueputa? César no. Andrés no. Álvaro tampoco.

—Acordate entonces del apellido, que de ahí te agarrás para el nombre. Pedile a Dios.

—No le pido. Ese Viejo no sirve para un carajo. No más para mandarnos males.

¡Y la maldita corrección gramatical que no me deja respirar! La heredé de Rufino José Cuervo, que murió hace cien años y está enterrado en París. Pues desde su tumba de París me persigue sin dar tregua, como una sombra. ¿Decir por ejemplo «el asqueroso de Rajoy» es pleonasmo? Yo digo que sí, don Rufino, porque con «Rajoy» solo basta. ¡Maldita sea la gramática! Por andar metido en los berenjenales de esta ciencia antigua y boba y comprándoles taladros a borrachos, un día de éstos me mata un carro. A no cruzar pues las calles por la mitad, viejito, sino por el semáforo, cuando se ponga en rojo y después de contar hasta diez, no vayas a ser tan de malas que se te eche encima un carro que no alcance a frenar y te mande al juicio de Dios con todo y taladro. Buenos propósitos que en la siguiente esquina destruye la realidad. En el cruce de San Juan con la Avenida Nutibara y tres calles más, un laberinto endemoniado, no hay semáforo. ¿Por dónde cruzo? ¿El semáforo que falta me lo saco de la manga como un conejo, o qué? Aquí el que maneja tira a matar, así mate sin darse cuenta a su madre. ¡Y qué importa! Madres aquí es lo que sobra. En lluvia y madres Dios con nosotros sí ha sido muy bondadoso. Bendito seas, Señor. «Madre muerta atropellada por hijo» titulará El Colombiano, el pasquín de Medellín que lleva noventa años imbecilizando a Antioquia y que ni fumigándolo con polvo atómico se acaba, como las cucarachas. ¡Pobres las cucarachas! Otra prueba de la Maldad de Dios.

—¿Y Antioquia qué es? ¿Con qué se come?

—Antioquia no se come, serbobosnios, ella come. Come y come y no para. Y bebe y bebe y no para. Y pare y pare y no para. Pero trabaja. Es el departamento más trabajador de Colombia, que de por sí es un país trabajadorsísimo.

—¿Y qué cultivan?

—Los días de ocio. De fiesta en fiesta y de puente en puente trabajamos todo el año. Descansamos el día del trabajo, eso sí. En puentes estamos en primer lugar. Tenemos más que lluvia.

—¿Hay capitalismo?

—Mucho. Muchos explotadores e infinidad de explotados.

—¡Pobre gente! Son los ofendidos y humillados de este mundo. Hagan la revolución.

—Va a tocar. Pa poner a trabajar al patrón que lo único que hace es fuerza y pagar quincenas.

—¡Qué! ¿No les pagan semanalmente? ¡Ladrones! Les están jineteando el dinero.

—Y otra cosa que cultivamos mucho es la amistad. Hoy te damos un regalito, mañana otro, la semana entrante otro… Y cuando estés bien desprevenido… ¡Tas! Te damos tu buen sablazo: «Prestame tanto». O sea «dame», porque allá nadie paga. Y si les cobrás, te mandan al de la moto.

—¿Y quién es el de la moto?

—Un sicario.

—¡Qué perífrasis más ingeniosa! Ustedes sí tienen una gran imaginación lingüística.

—Eso sí. Modestia aparte, nacimos tocados de la mano de Dios en lenguaje.

Ah, y favor que te hagan en Colombia te lo cobran multiplicado por diez, a lo Pablo Escobar el narcotraficante, el más grande educador que ha tenido esta raza. Él fue el inventor de los sicarios. Un altruista, pues, que les dio trabajo a una infinidad de esos muchachos… Tas, tas, tas, tas. Cantaban las ametralladoras y a mí se me encendía el alma. ¡Puuuum! Un edificio que explotó. Que Dios lo tenga en su gloria.

—Hizo mal en venirse de México. En quince días aquí lo tuestan.

—Amigo Argemiro Burgos: permítame que me ría. Yo ya estoy curado de espantos. Y a usted ya lo mataron, en su apartamento de la Avenida La Playa, Edificio Los Búcaros, o en el de al lado, ya ni sé, y dos veces no se puede matar a un cristiano. Vuelva a su tumba y despreocúpese de los que quedamos, que bien que mal aquí vamos toreando la plaza. Termino a Casablanca, me instalo en el patio de la hiena en acompasada mecedora, prendo el surtidor, me conecto a mi iPod, ¡y a rascarme las pelotas y a oír las «Noches en los jardines de España» de don Manuel de Falla!

Los muertos para mí no cuentan porque ya no están. Los que vengan en el futuro tampoco porque todavía no están. Y los de este instante tampoco porque no los veo, y lo que no veo para mí no existe. Lo que veo en este instante son las dos parras hermosas de Casablanca, que trepan por los muros de sus patios cubriéndolos de verde, color de loro. Y el resto es vacío, nada. Aguantaré hasta ver las parras llenar los muros y llegar al tope y después decido. Por lo pronto, aguanto. A mí Colombia ésta no me la gana. Vas a ver que conmigo no podés, mala patria. Ya nació el que te dijo «¡Basta!».

—¿Ya nació? ¿O ya se va a morir?

—Como quieran. La vida dura un instante.

—Conclusión: usted odia a la humanidad. ¿Por qué no se mata?

—Por no darles gusto a los hijueputas.

Prueba número 1 de que no tengo el mal de Alzheimer: que me acuerdo del nombre de ese doctor. Prueba número 2: que ni la más vieja ofensa se me borra. No soy como Cristoloco el estulto que decía que hay que poner la otra mejilla. Este hombre tonto y malo, que ya murió pero que resucitó y entre curas y evangélicos por ahí anda, le sacó los demonios a un endemoniado y se los pasó a una piara de cerdos, que corrieron enloquecidos a echarse al mar. ¡Mascalzone, miserable! Mataste a unos desventurados animales que creó tu papá, el Padre Eterno. El día que te encuentre por la calle, en una iglesia, en una discoteca, en un burdel, te doy tu buena paliza en las nalgas.

No decíamos «Santa Anita» con las dos palabras separadas, sino «Santanita», con las dos juntas. Como tampoco decimos hoy «Gonzalo Correa», sino «Gonzalocorrea». ¿Y quién tiene la razón? ¿Los españoles que hoy las dicen separadas? ¿O los colombianos que las decimos juntas? Pues los colombianos. ¡Cómo va a tener la razón un español sobre un colombiano! Los españoles son cerriles, brutos, tercos. Si les da por decir «Gonzalo Correa» separado, ni a mazazos los ponemos a decir «Gonzalocorrea» junto. Están en bancarrota, quebrados. Se gastaron lo que no tenían y de amos que se sentían ahora van a volver a ser esclavos. Un empujoncito más y se hunden. ¡Que se hundan, que se jodan los euracas! Y ojalá que por la deriva continental se sigan separando de nosotros y nos queden en las antípodas. Nos alejamos de ellos a razón de un centímetro por año. Será poco, pero vamos in the right direction.

—Y cómo es lo correcto: ¿las antípodas o los antípodas?

—Si yo dije «las» es porque son «las», gachupín necio. ¡Ay, dizque «subir p’arriba», «bajar p’abajo», «voy a por el pan»! Bendito seas, Bolívar, que nos libraste de éstos. Que te bendiga Dios y te sigan cagando las palomas.

Somos siempre los mismos, hoy como ayer y ayer como mañana. O si prefieren, y por darles gusto, que sea al revés: cada día que pasa somos distintos. Hoy un poquito distintos, mañana otro poquito, pasado mañana otro poquito… Es la deriva continental de las almas. ¿Dónde habrá quedado el niño que fui? Yo digo que anclado en Santanita. Raquel Pizano, abuela, te espero en la entronización del Corazón de Jesús en Casablanca, que ya casi está terminada. Invité al padre Ferro a que me lo entronice. El padre Ferro, ¿te acordás?, el salesiano venezolano que me bautizó… Un curita de los de antes, de los que sabían latín…

La mente de los que pensamos, es a saber hombres y animales, es un caos cambiante. Y yo cuando avanzo retrocedo. Y mientras más viejo estoy cargo con más muertos. Y miento cuando digo que lo que no veo no existe. ¿Y los mataderos qué? ¿Y los carniceros qué? Son los sicarios de Cristo, que me están acuchillando el alma. De Cristo el Cordero. ¡No maten, matarifes, por lo menos a los corderos, o no se las den de cristianos! Para matar ahí tienen a sus madres. Y a asarlas por lado y lado en parrillada argentina y a comérselas —sangrantes o término medio, según los gustos— con chimichurri: ajo, perejil, ají, vinagre y sal.

—¿Listo para cruzar el charco negro de la noche?

—Sí, mis muchachas.

—Hoy se ve más animado. ¡Claro! Como ya casi acaba… ¿Cuánto le falta? ¿Un mes? ¿Dos? ¿Tres? Van muy bonitas las parras. Cuando den uvas algo habrá aquí de comer… ¿Cuántos muertos más ha anotado en su libreta últimamente?

—Uno solo: José Luis Cuevas. Un pintor de mamarrachos.

—¿Y de qué murió?

—De ancianidad ególatra.

—¿Y le faltan muchos por anotar?

—Mil quinientos.

—¿Tantos?

—Ni tantos. Ya salí del bloque principal. Los que me faltan me irán fluyendo desgranados, como avemarías de un rosario. Ley de la vida: mientras más viejo el viejo, más muertos. Me instalo en la mecedora a ver crecer las parras y a abultar la libretica hasta que reviente.

—Se ve dichoso. ¡Qué descansada vida la que lleva el jubilado! Ustedes los humanos sí se la pasan muy bueno. Comen, beben, duermen… No les ponen trampas, no los persiguen con escobas, no les traen gatos…

—Aquí tienen, niñas, su casa. Comida no habrá pero sí dormida y agua potable. Agua purísima de dos cantarinas fuentes de almas limpias.

—¿Qué pasó en últimas con el mudo, su chofer?

—Lo mataron.

—¡Uy, qué miedo! ¿Y con el carpintero borracho?

—Lo mataron.

—¡Uy, qué miedo, qué terror! ¿Y con el plomero que le robaba?

—Lo mataron.

—No nos vaya a decir que usted los mató…

—Ganas no me faltaban, pero no. ¡Quién sabe quién!

—Entonces también ustedes viven en la zozobra…

—Aquí los únicos que no peligran son los muertos. Ya cruzaron la línea roja.

—¿Y cómo anotó al chofer?

—En la eme de mudo: «Mudo el». Con el sustantivo primero y luego el artículo.

—¿Y al plomero?

—En la pe: «Plomero hijueputa».

—¿Y al carpintero?

—En la ce: «Carpintero hijueputa».

—¿Y usted lee de vez en cuando su libreta? ¿Sí la repasa?

—Tanto como ven las fotos que toman con sus celulares los muchachos de ahora. Nunca. Foto tomada se agota en sí misma. Y los muertos igual. Muerto que anoto, muerto que olvido. Me despreocupo de él. Gracias, Diosito, ¡ya salí de otro!

—Y a usted, ¿qué mano caritativa lo va a anotar cuando cruce la línea roja?

—La mía. Ya me anoté. Me puse en la última línea de la última página. Me falta ahora llenar hasta ahí. Quince hojas. Con una buena cosecha…

—¿Y cómo se puso?

—Me puse «Yo».

—¿Y usted quién es?

—Yo soy el que dice «No».

—Entonces se equivocó. En la última línea ha debido poner: «No».

—¡Qué idea tan genial, muchachas! Voy a acabar entonces la libreta con la palabra «No». «No» con mayúscula.

«Se murió el señor No, don No. Tenía noventa y cinco años. El Colombiano, que tanto lo quiso, invita a sus exequias».

«Exequias» está bien. «Entierro» es muy vulgar y «funerales» muy gringo. A enterrar a los muertos, pues, paisanos, y a seguir cuidando el idioma. Y me llevan hartas flores. Miles y miles y miles de flores. Y frente a Casablanca me hacen en la noche una velada con velas. Velas y velas y velas. Nada de elogios. Que en los discursos que me pronuncien se me superen en los insultos. Y no me vayan a decir «pedófilo», que suena feo. Mejor «pederasta». ¡Pero cómo llamar pederasta a un niño que practicó la caridad sexual con los ancianos! ¡Ése lo que es es un santo! Préndanle velas. Más velas. Y a rezarme, paisanos. Y si queman a Casablanca con las velas, ¡quémenla, que muerto el dueño se murió la casa!

¡Ah con los viejos! Se les cae el pelo, se les va la memoria, les crecen las orejas, les sale engrudo en los pies… Si no se ponen calcetines o medias, se les pegan los pies a las plantillas de los zapatos como pegamento atómico. Secretan un pegante viscoso tan adherente, que hagan de cuenta el del Hombre Araña. Si quisieran, podrían caminar por las paredes. Pierden el sueño y el apetito y se les pudre el genio y se vuelven groseros, hoscos, aunque por lo general conservan la fe. Se agarran a Dios y a la otra vida como las garrapatas a las vacas. No las sueltan. ¿Y qué van a hacer en la otra vida?, pregunto yo. En la otra vida no hay periódicos, ni televisión, ni putas, ni Internet. Es el desierto desolado de las almas. Cantando y cantando el muerto todo el santo día entre los angelitos de Dios. ¡Dios me libre de su otra vida! Toda para Él.

—¡Tun! ¡Tun! ¡Tun!

—¿Quién es? ¿Quién toca?

—Soy yo, la Muerte.

—¿Venís a pedir limosna, o qué? Vieja puta. Hoy no hay. Volvé mañana.

Me asomo a la puerta a ver y nada: viento. Viento soplando páginas de El Colombiano,con las que nos limpiábamos el trasero para no gastar en papel higiénico in illo témpore. Ya no. Los antioqueños nos hemos vuelto despilfarradores. Pablo Escobar nos dio el mal ejemplo. O mejor dicho el bueno. ¡Cómo no va a ser mejor ganarse uno millones con la coca y matando uno que otro, que echando azadón de sol a sol en el campo! O en las oficinas de la DIAN con el culo aplastado atendiendo público todo el santo día como el santo Job… Nooo. Lo bueno es lo bueno y lo malo es lo malo. «Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruïdo y sigue la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido», dijo fray Luis de León. Sin una esperanza, sin un aliciente, ni nada que hacer. Veee… Me salió también en verso: un terceto en hexasílabos. Soy como Ovidio, ¡poeta! Quidquid tentabam dicere, versus erat.

—Joven: ¿no ve que me está manchando la pared?

Tiene las manos enlodadas de sacar pantano del caño, y va y se recarga el decadáctilo con su montón de dedos mugrosos y me los estampa en el muro que con sudor de sangre pinté ayer. ¿Cuándo termino a Casablanca con albañiles de éstos? La tela que hoy teje Antonia mañana se la desteje Cátulo. Son malos. Nacieron para hacer el mal. «El pueblo es mierda, se caga en todo». ¿Quién dijo? Dije yo. Populus stercus est. Excrementitius, flatosus, flatus colligit et vomitiones concitat. ¿Qué mal o crimen habrá que no hayan concebido? Quid mali aut sceleris fingi aut cogitari potest quod non ille conceperit? Capaces de matar, salen a votar. Se bañan y siguen oliendo a diablos, al peor infierno. Emiten miasmas, emanaciones, fetideces cadaverosas. Immundus et odor stercoreus, atque in pessimis infernis sicut cadaverosus. Dame paciencia con ellos, Dios mío, son mi cruz. «Anciano iracundo mata a humilde obrero con un mazo», titularía El Colombiano. ¿Darle yo una oportunidad a este pasquín mierdoso? Jamás. Que llenen espacio con su Virgen María. ¿Cómo es que se llamaba el asqueroso viejo que fundó el pasquín? ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Cómo? Tenía gafas. Le hicieron en la calle Junín una estatua. Una estatua con gafas. Le robaron las gafas. Hay que tumbar la puta estatua. Vuelvo al iPod.

Pedro Infante, Fernando Rosas, Daniel Santos, Alci Acosta… Estos genios que un día entonaron hoy me siguen cantando desde sus tumbas en mi iPod o alma. Aquí estoy para no dejarlos morir del todo. Mientras viva vivirán. Ninguno pasó por el conservatorio. Los produjo la tierra, como las flores. No como los tres tenores, que sí pasaron por la escuela del do de pecho. Quedan dos vivos: un canceroso y un zarzuelero. El gordo sudoroso, que salía siempre con un pañuelo, tiró el pañuelo y cavó fosa.

—¡Tun! ¡Tun! ¡Tun!

—¿Quién es? ¿Quién toca?

—Soy yo, la Muerte. Una limosna por el amor de Dios.

—Hoy no hay nada. Llevate a los dos tenores y calmá con ellos tu hambre. O andá pedile a tu Amo que te parió. ¡Mamona de la teta pública, Rajoya, lacaya!

Dizque me iba a llevar de un infarto. ¡Infarticos a mí! Mamaderitas de gallo. Aún no ha parido la Tierra a la que le ponga punto final a este librito. Lo vivo con delectación. «Muere autor envenenado por sus propias frases», titularía El Colombiano.

—Aplíqueme el rayo láser, doctor Barraquer, que estoy viendo muy mal por el dedo izquierdo. Perdón. Por el ojo izquierdo. Tengo excrecencias oculares. Proliferación de células parásitas. Démeles su buen barrido de láser a ver si se van.

O me quita el láser la nube, o me deja ciego. O todo o nada. Yo soy así. Juego mi destino a lo que diga una moneda. En Colombia, «a cara y sello». En México, «a águila o sol». ¿Cómo se dirá en serbobosnio?

—¡Tun! ¡Tun! ¡Tun!

—¿Quién es? ¿Quién toca?

¡Carajo! Tocando a semejantes horas. No acaba de salir el sol y ya empieza la jodienda.

—¡Requisición de la DIAN!

—¡A cobrar sí madrugan! Échela por la reja. O mejor por debajo de la puerta, no se me la vaya a llevar el viento de ocioso.

Sale uno a abrir para recibir en la mano y lo atracan. No importa. Mejor tener la plata invertida en una casa, que es física y se toca, existe, ahí está, y no en el banco, que se la roba. Ayer tu saldo estaba en millones, hoy amaneció en ceros. Lo mismo les da borrar un peso que un billón. De la inmensa nube de dinero inexistente o virtual que hoy gravita sobre la Tierra como una espada de Damocles, te borran con un clic en menos de lo que canta un gallo. En lo que da una vuelta el minutero. ¡Qué digo gallo ni minutero! En lo que cuenta un segundo el segundero. ¿Y a quién recurres? ¿Quién te defiende del atracador? ¿La Superintendencia Bancaria? Más defiende el hijo muerto el honor de su madre mancillado por El Calumniano. El ser humano está tan indefenso ante el Banco como ante la Muerte o Dios.

—¡Y yo confiando en la Superintendencia Bancaria! ¿No está pues esa institución tan prestigiosa para regular a los banqueros y proteger al cuentahabiente?

—Yo no soy cuentahabiente de nadie. A mí no me llame así. No me insulte, no me ofenda, que yo a usted lo trato con respeto. Yo soy el que soy. No me ponga etiquetas. Y en Colombia el Estado está para atracar, no para regular. Y para emitir leyes. Putas leyes.

Y mientras nuestra primera dama, la Ley, la gran ramera, legisla adentro de los socavones del Congreso o cueva de Alí Babá, afuera ondea al aire la bandera, nuestro trapo-bandera. Tres colores tiene la bobalicona: amarillo, azul y rojo. El amarillo simboliza nuestras riquezas; el azul, nuestro cielo; y el rojo, nuestra sangre derramada. Si a sangre derramada vamos (por la puta, por la coca, por la rabia, por la tierra o por lo que sea), propongo una bandera sólo roja. Saltapatrases, hijos de la monstruoteca, productos de la vagina infecta: salieron por donde le entró a la puta el palo. «Amarillo, azul y rojo, colorado tengo este ojo», decíamos en la escuela. ¡Ah, cómo quise a Colombia de niño! ¡Cómo la quiero de viejo! ¡Cómo me moriré queriéndola!

Sea cura o papa, príncipe o rey, alcalde o presidente, quítele el disfraz al Homo sapiens y le queda vuelto el Simius mendicus. ¡Qué feo es el mono lúbrico en cueros! Feo el macho con su tripa colgante, y fea la hembra con su par de ubres o tetas. ¡Dizque el Rey de la Creación! ¡Qué espantajo el papa en pelota! ¡Y la reina de Inglaterra! Esa zángana a la que se le arrugaron las nalgas de tanto sentarse en el trono, que no quiere soltar. Con razón la sociedad rechaza el desnudo. Y con la verdad pasa igual. La verdad desnuda no la aguanta ni misiá hijueputa.

—¿Y quién es esa «misiá» que tanto mienta?

—No sea español, no sea bruto. ¿No ve que es un modo de hablar? Como cuando usted dice «si Dios quiere». ¡Cuándo ha visto que lo que no existe quiera! Este idioma es más grande que España, que usted, abra las entendederas.

La pesadilla de Kafka era despertarse convertido en un insecto. La mía es haber despertado convertido en un ser humano. Trato de acomodarme a los monstruos. Con ellos vivo. Me ahogo en su pantano.

¡Y estos mamarrachos jóvenes agitándose y berreando ante un micrófono que jalan de un cable haciéndose los que cantan y bailan! ¡La puta que los parió! La anglosajona. ¡Qué temporadita he pasado en el infierno! Apiádate de mí, señora Muerte. Llévame ya.

—En cinco minutos te caigo. Ya llego. Colgá el celular y abrime la puerta.

—¡Pero cómo me vas a llevar sin terminar la casa! Esperate un poquito, mujer. Date una vuelta por el Metro.

Y en medio del dolor del mundo esta búsqueda de la felicidad a toda costa. ¿Por qué? ¡Con qué derecho! La felicidad del individuo en medio de la desdicha ajena es impúdica. Si la felicidad no es para todos, que no sea para ninguno. Y si la vida de los animales no vale nada, ¿por qué ha de valer la del hombre? ¿No es acaso otro animal? Un bípedo alzado que caga.

—¿Y la bondad y la nobleza de algunos?

—Exacto, «algunos». Florecitas del pantano.

Y no me vengan con que Cristo era bueno y noble y que redimió esta mierda. Era rabioso el ictiófago. Más frases para la cartilla de los niños:

«El bípedo carnívoro quiere ser feliz».

«Cristo comía peces y nunca quiso a los animales. Usaba al burro para montar. Era malo».

Y un silogismo con pregunta para Benedicto, que sabe: «Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza. El hombre excreta. Luego Dios también». ¿Pero qué excreta Dios, teólogo Ratzinger?

—El Universo. Universum stercus Dei.

—¡Felicitaciones, papa emérito! Por fin ve claro. ¿Quién le quitó la venda? ¿La Madre Teresa, que al final perdió la fe?

El teólogo no cree en Dios. Se hace. Viven del cuento. Dios es su modus vivendi. Sin Él no comen.

El impostor Bergoglio, que me robó el cónclave sobornando a la paloma, rechaza el sacerdocio de las mujeres alegando que Cristo era varón. Ni varón ni hembra. Nada. No existió, cabeza de patata. Bien podés ir ordenando a esas viejas para que no jodan. Y casá a los gays, que son buenos: no dejan descendencia. Pichan y se van. Matrimonio de maricas dura poco, lo que un polvo. Dales gusto y casalos para que salgan en televisión besándose. Les arde el culo en ansias de figurar, de que los vean. Son protagónicos como vos, que salís a diestra y siniestra lavando patas y repartiendo a manos llenas tu pobreza. Hacés bien. El que no sale en la pantalla chica no existe. Plaza de San Pedro llena y no transmitida, plaza vacía. En cuanto a la tiara… ¡Al carajo con la tiara, que santo es más que papa! Yo soy más que vos, Bergoglio. A mí en Antioquia me rezan. ¿A vos dónde? En Argentina no valés un Maradona, el cocainómano castrista que puso a Dios a meter un gol con la mano. Argentinos tramposos, ladrones, se robaron los fondos de pensiones de los viejitos italianos. Se afanan lo que pueden, lo que agarran. Desde un mundial de fútbol hasta un cónclave.

—San No, el milagroso —me pide la chiquilla sonrojada—: conseguime novio.

—¿Cómo lo querés, reinita? Decime las características físicas y morales.

—Las morales no me importan. Las físicas.

—Te felicito. Empezaste bien. Primero tiene que tener la niña de donde agarrarse en caso de temblor de tierra, y luego el resto. Vas por buen camino. In the right direction. Que no te desvíen curas ni monjas.

Y la bendigo. Con una nonchalance… Tengo una mano bendita para las bendiciones. Salgo a la plaza y las voy regando como Lenin repartiendo panfletos: para acá, para allá, para más allá… ¿Se entrenará Bergoglio en el espejo? Tan brutico él, pero tan listo. ¡Conque Cristo era varón! Al Padre y a la paloma les nació pues un varoncito, un maschietto… Les quedó faltando la femminuccia.

¿Para qué querrá Dios que lo queramos? ¿De qué le sirve el amor del hombre a un Viejo tan poderoso? ¿Y para qué me sirve el suyo a mí? ¿Para terminar a Casablanca? La termino con mi plata. Más necesita Él de mí para existir que yo de Él para coronar mi mezquita.

—¿Y en los tragaluces de los baños qué va a poner?

—Vidrios antiguos de colores que conseguí en La Iguaná. Les di su buena remojada en agua con jabón, una frotadita con estropajo y cariño, ¡y listo el pollo, a despedir centellas! Me quedaron de ensueño. Venga le muestro. Fíjese qué preciosidad. El rojo es rojo; el azul, azul; el verde, verde. Puros como la luz. Sin telarañas ni manchas.

—Les hubiera dejado las telarañas… Les quitó la pátina del tiempo.

—¡Pátina la que tengo yo!

—Ya entendí lo que quiere: todo viejo pero nuevo.

—Exacto. El cromo del Corazón de Jesús lo tuve que traer de México porque aquí ya no hay. Los venden cerca al Zócalo. Allá siguen siendo muy religiosos. Mire qué divinidad de cuadro.

—Con su humilde marco…

—¿Resalta? ¿O no?

—¡Claro que resalta! Usted sí es un refinado… Le está quedando preciosa la mezquita.

Disfrazado de pastor de almas Bergoglio sale al balcón y bendice a la grey carnívora. No sabe latín, ma parla italiano. Oíme bien, mascalzone, prestá atención: no azucés más a la chusma a la paridera que ya no cabemos. Ya te llenaron la plaza, ya nos llenaron la taza, ¿qué más querés? ¿Es que no ves? En vez de multiplicar los panes estás multiplicando la pobreza. Un pobre produce más pobres, como un zancudo más zancudos y una langosta más langostas. Se reproducen a lo que les da la tripa. Pobre que come, pobre que picha; pobre que picha, pobre que pare. Un solo pobre es un foco de infección. Son una plaga, Bergoglio. Bendecilos. Fumigalos. Echale gas sarín al hisopo.

Prueba de fuego para Casablanca. Pongo a Bola de Nieve a lo que me da el aparato, y veo cómo se comportan las paredes. ¿Se rajan? ¿No se rajan? ¿Caen? ¿No caen? ¡Qué se van a rajar! ¡Qué se van a caer! Reverberan. Bailan. Están felices. «Ay mama Inés, ay mama Inés, todos los negros tomamos café». Canta mamando gallo este negro gordo y genial acompañándose con su piano. Todo un artista. ¡Qué mamarrachos a su lado los tres tenores! «Pero Belén, Belén, Belén, ¿adónde andabas tú metía, que en todo Jesús María yo te buscaba y no te encontréee?». Jesús María no es un hermafrodita: es un barrio de La Habana por el que pasó García Lorca el asonante. El octosilábico, el folclórico, el taurófilo, que hubo que fusilar para callarle el sonsonete. Ya no podíamos con él. ¡Cuánto muerto, por Dios, en mi mansarda! Entran y salen por ella como Pedro por su casa. ¡Uf, huele a marihuana! ¿Quién estará fumando?

—Yo no, patrón. Son los viejitos. Se sientan en el antejardín a trabarse.

Salgo a ver. ¡Cuál viejito, si es menor que yo! Este albañil está ciego. Vuelvo a entrar.

—Yo no vi afuera a ningún viejito…

—Síííí. Ya tiene como cincuenta años.

—Cincuenta años son nada, güevón: dos tangos de veinte y uno de diez.

¡Qué jóvenes veo a estos viejos de ahora! Los viejos de mi niñez ya se murieron, y fuera de ésos para mí no hay más. ¡Cómo va a ser viejo uno de cincuenta o sesenta! Son jóvenes rebeldes de la era del rock que siguen en rebeldía. Se tranquilizan con marihuana. Antirreumático eficaz, antiglaucomatoso y abridor del apetito, la yerba bendita también tranquiliza. Yo no la uso ni la recomiendo, pero tampoco la persigo. Que cada quien haga lo que quiera con sus pulmones y sus neuronas. Y si es mujer, con sus fetos. Y si es marica, con su culo: que haga de él un garaje. «El respeto al derecho ajeno es la paz», dijo Juárez.

—Ya se fue el viejito marihuano —me informa el albañil impertinente, volviendo de echar un vistazo en la calle.

—Viejos los cerros y ahí siguen parados.

¡Qué prepotente es la juventud, se cree eterna! Y sí, como la vida, que se representa con cambio permanente de actores. Salen unos y entran otros. El efebo nalgoncito de hoy es el calvo barrigón de mañana. ¡Ah, pero eso sí, qué indispensables se sienten mientras bailan!

—¿Quién es ese viejo que se mira en el espejo?

—No es un viejo, es una máscara: detrás de ella estoy yo.

—¿Qué hace el que está detrás de la máscara y dice «yo»?

—Ensaya.

—¿Qué ensaya?

—El papel del viejo de la farsa. «No salgas de tu casa —dice en su primer parlamento— porque te tropiezas con la Muerte. No te quedes en ella porque la Muerte llega».

—Ponga la voz más hueca, más cavernosa, que reverbere. Como si el Eco se diera de topes contra las paredes con la cabeza diciendo «¡Tas!».

—¡Tas! ¡Tas! ¡Tas!

—Perfecto. ¡Qué actorazo!

Hoy domingo de Pentecostés amaneció Bergoglio con el verbo acantinflado, como si el viento que le sopla en la mansarda le soplara hacia el Norte pero hacia el Sur. Que «La economía —dice— existe para servir al hombre». Y que «Nos preocupamos de los bancos mientras la gente se muere de hambre». ¿A qué bancos te referís, loco? ¿Al mañosamente llamado Istituto per le Opere di Religione? ¡La puta dándoselas de señorita! ¿No ves, Bergoglio, que tu Banco Vaticano es un paraíso fiscal o lavadero de dinero sucio, como Liechtenstein o Suiza? No te hagás el despistado. Las cámaras lo filman mientras se le aborrega el rebaño en la plaza. «Preguntémonos —nos propone enseguida con zalamería pastoral, untuosa, el pastor de almas—: ¿Estamos abiertos a las sorpresas de Dios? ¿O nos encerramos con miedo a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta, o nos atrincheramos en estructuras caducas que han perdido la capacidad de respuesta?». ¿De qué estás hablando, por Dios, pitonisa? ¿Y de quién, hombre doble, jesuita y franciscano, moneda de dos caras? ¿Hablás de Dios, o del Espíritu Santo? Si te referís a una sola persona, no le pongás dos nombres, que confundís al rebaño. Y si te referís a dos distintos, decilo claro: que Dios no es el Espíritu Santo sino su cómplice. ¿Con qué novedad nos saldrá ahora esa cosa que llamas «Dios»? ¿Con un terremoto? ¿Con una hambruna? ¿Con un tsunami? «El Espíritu Santo —sigue diciendo el sibilino, atando confusiones a confusiones en su pringosa tela de araña— nos muestra el horizonte y nos impulsa a las periferias existenciales para anunciar la vida de Jesucristo. Preguntémonos si tenemos la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro grupo, o si dejamos que el Espíritu Santo nos conduzca a la misión». ¡Ah Cantinflas tonsurado! ¡Conque «periferias existenciales»! Parecés profesor de semántica de la Universidad de Buenos Aires. ¿Y cuál es nuestro grupo y a qué misión te referís? ¿Y el Espíritu Santo anunciando la vida de Jesucristo? ¿No fue pues al revés, que Jesucristo en vida anunció la venida del Espíritu Santo? Qué genialidad, cocinero chef, tu «parrillada mixta de tres carnes»: Dios, Jesucristo y el Espíritu Santo. A mí me las servís bien asadas, no se me vayan a subir las triquinas a la mansarda como se te subieron a vos.

Oíme rezar a mí, aprendé, observá la ilación del discurso y la propaganda que te hago: Diosito lindo, Viejo hermoso que hiciste el Universo con sus agujeros negros y galaxias, ¡cuánto te amo! ¿Querés que te sacrifique un cordero? Te lo comés en panini de pan Bimbo tostado en la trattoria de Bergoglio, con mayonesa, pimienta, chile, pepinillos, mostaza y salsa ketchup. ¡Qué banquetazo! ¿O preferís pescado? Ya sé que carne de cerdo no comés porque sos judío como tu papá, Yavé, al que en el Levítico el olor a carne asada de ternera le engarrotaba el palo.

Más frases para los niños: «El agujero negro se tragó una galaxia». ¡Ay, qué miedo! Los agujeros negros son más peligrosos que Marcial Maciel sin comer. No se les arrimen, niños. Ni a Cristoloco, que les pega, es rabioso.

La tiara, Bergoglio, la triple corona, si no la querés, no la querás que me la chanto yo, con sus diamantes, esmeraldas y perlas. Perlas que no les pienso echar, a lo Cristoloco, a los cerdos. No. A los cerdos les doy aguamasa, que es lo que les daba mi abuela, con amor, para que coman. Y les pongo agua limpia, pura como sus almas, con amor, para que beban. Benditos sean los cerdos, mis hermanos los cerdos.

Bergoglio el histrión monta su comedia sin tiara porque es humilde y caritativo. Da sin tener. Como nunca ha trabajado… A lo Francisco de Asís, que murió sin saber lo que era agarrar el azadón. También en Colombia tuvimos un padrecito así, que daba sin tener y muy zángano: Rafael García Herreros se llamaba. Les pedía a los ricos para darles a los pobres, y pidiendo y dando, limosneando en su humildad protagónica, se ganó el cielo con indulgencias ajenas. ¿Que Francisco de Asís repartió su suntuosa ropa entre los pobres? ¡Claro! Como no le costó nada… Se la dio su papá que era rico… El muchacho nunca trabajó, no conoció el sudor sano. Perfecto el nombre que te pusiste de careta, Bergoglio, te queda como condón en pene, como guante en mano: Francisco. En vos ha encarnado hoy el Espíritu de la Mentira.

Y para terminar con vos y no volverte a mencionar, ¿en qué quedaría la Capilla Sixtina tras el encierro de los ciento diecisiete purpurados que te eligieron cum clavis, si no tuviera inodoros?

«¡El corazón de los guaaaancheeees, al murmullo de la briiiisa! Tara ta ta tara, tara ta ta tara, tara ta ta ta, ta ta taaa… ¡Oh qué hermosas sois Islas Canarias, en el mundo no tenéis rival! Sois como un jardín, flores de España, llenas de un perfume sin igual». Bailando este pasodoble de ensueño con Casablanca mi amada, giramos en el carrusel del delirio.

—No te me vayas a caer, muchachita, agarrate a mí.

Meses van transcurridos y aún no cantan las fuentes. La de la hiena funcionó un minuto y se le quemó la bomba. Y a la otra le tengo que conseguir el ángel. A falta de niño orinando, hoy por hoy me conformo con un andrógino alado. Niños que orinan en fuentes aquí no hay. Habría que traerlo de Bélgica.

—Un ángel se me hace muy bobo. Ponga más bien un sapo escupiendo agua.

—En ese caso pongo una iguana…

—Iguana no porque le van a llamar su casa «la casa de la iguana». Y a usted «el dueño de la casa de la iguana», para acabar llamándolo «la iguana». No se meta en problemas, que mientras menos trato con la humanidad, mejor. Deje esa fuente sin nada. Con un simple tubo que suelte un chorro.

En el chiquero de la Sixtina el Espíritu Santo, lenón de travestis, baraja las cartas. Ayer le tocó a Benedicto; hoy a Bergoglio; mañana me tocará a mí. Voy a conseguirme un espejo de cuerpo entero para empezar mi entrenamiento.

—Consígase un escaparate viejo con espejo en la puerta, que le va a servir también de ropero. Y ahí guarda lo que se le ofrezca.

—¡Claro! Casullas, albas, estolas, dalmáticas, capas pluviales…

Asomado al balcón de Casablanca hoy bendije a unos indigentes que me pedían plata para basuco: «Tenemos hambre, padrecito, denos lo que sea», me gritaban desde el bosquecito de Casaloca. Les mandé la bendición con el viento hasta la acera de enfrente. Y ayer en Junín bendije a otro que me salió con el mismo cuento: «Deme de comer, padrecito, que tengo mucha hambre. Cualquier monedita». ¿Por qué me verán cara de cura a mí, si tengo alma de papa? ¿Por la vetusta edad? Con mayor razón, pues mientras más viejo el cura, más papa. Estos desechables quieren comer a diario. A mañana, tarde y noche. Y así no hay presupuesto que alcance. Yo comida no doy: bendigo.

—Arrodíllate, hijo. In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.

Y les voy haciendo la cruz en el aire: primero les dibujo el palo vertical bajando, y luego el horizontal pero de derecha a izquierda al estilo de la Iglesia ortodoxa, y no de izquierda a derecha al estilo de la Occidental, que me choca. Y con dos dedos: con el índice y el dedo medio. No con tres como algunos dilettanti que agregan el anular. Una vez bendecido el arrodillado, le extiendo la mano para que me bese el anillo. Y si es joven, lo amonesto:

—Nada de tocamientos ilícitos, hijo, que te debilitas. Ni cositas sucias con la novia, ¿eh? Bendición para el papá, bendición para la mamá, bendición para el hermanito, bendición para la hermanita…

Soy un derrochador de bendiciones, una manguera suelta. Ganas me dan de ampliar la bendición y echarla entera: Per signum Sanctae Crucis de inimicis nostris libera nos, Domine Deus noster. In nomine Patris, etcétera. Y complementada, claro, con mis aspersiones de gas sarín.

—Usted es un santo. San Satanás Esquipulas. Vade retro.

—Nada de Satanás. Soy bueno. Lo que pasa es que de tan bueno me salté al otro lado con la pértiga.

El que le dé de comer a un indigente, que les dé a diez. Y el que les dé a diez, que les dé a cien. Y el que les dé a cien, que les dé a mil. Y el que les dé a mil, que le dé a la humanidad entera, que es lo que voy a hacer cuando me chante la tiara. Mis tres coronas de papa, obispo y rey cuajadas de perlas.

—Y a bolear incienso parejo. Se va a dar un gustico usted que ni del padre Uribe…

—¿Sí sabía que el incienso es cancerígeno?

—Ni idea. ¡Qué miedo!

—Tiene benzopireno.

—Y Marx diciendo que la religión es el opio del pueblo. ¡Cuál opio! Es su incienso.

A falta de cantarina fuente pongo «Juegos de agua» de Ravel en el iPod. Pas grand-chose… De Ravel me gusta el «Gaspar de la noche», pero no como para caer muerto. De Stravinsky nada, de Prokofiev nada, de Haendel nada, a Tchaikovsky lo abomino, a Puccini lo detesto y Gershwin no paga ni con la vida de su madre.

—¿Y Bach? No me diga que no es una catedral.

—No llega a iglesia. Es una diarrea de notas. El jazz de los tiempos de Pergolesi.

—¿Y Pergolesi?

—Ah, éste sí afinaba. Murió joven y compuso poco. Se lo recomiendo.

Pero echémosle más leña al fuego, que se apaga. A continuar la diatriba. Oigan pues y callen. Apaguen la luz y «escuchen», como dicen los hijueputas.

De vivir hoy Cristo, patrono de los pescadores, andaría con los noruegos y los japoneses arponeando ballenas. ¡Qué malo era este asesino de animales! ¡Galileo! ¡Taumaturgo! ¡Loco! Resucitaste a Lázaro, ¿y para qué? ¿Para que se volviera a morir? ¿O es que sigue vivo y por ahí anda? Dejalo entonces morir en paz, que él también tiene derecho a la muerte. Y al judío errante. Tu papá descansó el séptimo día. En cambio para este desventurado no hay vacaciones. Ni de verano, ni de Navidad, ni de Semana Santa, ni toma de la Bastilla, ni batalla de Boyacá, ni asunción de la Virgen, ni puentes. Camine que camine el pobre hebreo…

—¿La asunción de la Virgen es la misma que la de Cristo?

—En absoluto. La de Cristo es la «ascensión»: la Ascensio Christi in Coelum, que es fiesta móvil. Y la de la Virgen es la «asunción»: la Assumptio Beatae Mariae Virginis, que es fiesta fija. La asunción se celebra siempre el 15 de agosto, llueva que truene, caiga el día de la semana que caiga. La ascensión en cambio se celebra siempre un jueves, el cuadragésimo día después de la Pascua. Se acaba de celebrar este jueves 9 de mayo, que fue cuando le tocó a este año. Está fresquecita.

—¡Qué tonto soy! Me perdí esa fiesta. ¿Y dónde están Cristo y la Virgen ahora, en el momento en que hablo?

—Pues en el cielo. Entre las nubes. En cuerpo y alma.

—¿Y no se los lleva de corbata un satélite, con toda la chatarra espacial que hay girando allá arriba?

—Fíjese que no porque son translúcidos.

—Ah…

—Cualquier cuerpo espacial pasa por ellos como la luz por un cristal, sin romperlos ni mancharlos.

—Ah…

Sed ipsa ascensis Christi in coelum, qua corporalem praesentiam suam nobis subtraxit, magis fuit utilis nobis quem praesentia corporalis fuisset.

—¡Qué bonito suena!

—¡Cómo no va a sonar, si es de la Suma teológica de Tomás de Aquino, el Doctor Angélico! Cuestión 57 para más señas: Deinde considerandum est de ascensione Christi.

—Pero explíqueme a ver: ¿Quién subió más? ¿Cristo o su madre?

—¡Pues él! ¡Cómo va a subir más una madre que un hijo!

—¿Hay posibilidad de verlos con telescopio?

—No porque son translúcidos.

—Ah… Mire: si el próximo papa no es usted, ¡cuándo se le va a volver a presentar a Colombia una oportunidad tan linda! Jamás. Porque lo que es al pirómano de Alejandro Ordóñez no lo elige ni su madre. ¡Qué burro!

—No insulte con nombres de animales que los degrada. No me gusta. No está bien.

Me voy a revestir de Cristo frente a mi escaparate de espejo. Me pongo una estola, me quito la estola; me pongo un roquete, me quito el roquete; me pongo una mitra, me quito la mitra; me pongo un bonete, me quito el bonete… ¿Cíngulo? No. ¿Alzacuellos? No. ¿Manípulo? Ya no se usan. ¿Amito? Es de subdiácono. Capa pluvial sí. Pasito adelante, pasito atrás. Media vuelta, señor tonsurado. ¡Qué bonita caída tiene su capa! Tan sencillita, tan sans-façon. Gire, gire. Voilà!

—¿Dónde andaban, niñas?

—En el rebusque, en la lucha. Esta vida sí es muy dura. ¡Qué bonitos le quedaron los tragaluces de los baños con sus vidrios! Felicitaciones.

—¿Sí vieron que los tragaluces abren y cierran?

—¡Claro! Para que salgan los malos olores. Usted sí piensa en todo. Hasta el milímetro.

Pausa. Silencio largo. Vuelta al diálogo.

—¿Y el carpintero? ¿Qué pasó en últimas con él?

—No volvió. Me dejó todo a medias, empezado. Por ahí andará borracho.

—Díganos que no lo mató.

—¡Pues cómo lo iba a matar!

—Júrelo.

—¡Claro que lo juro, qué me cuesta! A mí el verbo matar se me queda en las ganas.

—¿Pero de veras? ¿No lo mató?

—De veras. No lo maté. ¿Y si no, dónde está el cadáver? Ustedes que andan en las alcantarillas busquen. Guíense por el olor.

Hoy pasé el día deprimido, sin querer hablar, acorazado en el silencio. ¡Qué diíta! Me está faltando algún neurotransmisor, ¿pero cuál? Dopamina no porque no me tiembla la mano. ¿Glutamato? ¿Acetilcolina? ¿Aspartato? ¡Qué sistemita! Muy complejo, lo hizo Dios. Trillones y trillones de neuronas bien tramadas para la mayor Gloria del Altísimo. Voy a tomar Prozac por si es falta de serotonina. ¿Qué sería hoy de mí de no haber ejercido de psiquiatra? El Prozac lo receto para trastornos depresivos mayores, como el bipolar y el de pánico o crisis de ansiedad, que es de lo que sufro desde que me persigue Ordóñez. Siete años al día de hoy. Este cavernícola me la tiene jurada, me quiere matar. Tiene una cauda de esbirros… Quiere ser presidente de Colombia y papa de la humanidad. Mamar de las dos más galactíferas tetas a la vez sin soltar ninguna. ¡No podérmelo bajar con un drone! ¿Pero de dónde lo saco? Corro peligro inminente, señores. Casablanca no es segura, el ejército no protege y la policía atraca. ¡Y aunque fuera segura Casablanca! Si salgo, me matan saliendo. Y si entro, me matan entrando. Ya iremos viendo, Dios dirá. Dejemos para mañana lo que no pudimos hacer hoy. Durmámonos.

Soñé que Ordóñez me bombardeaba a Casablanca con unos drones. ¡Qué va a bombardear este eunuco! Quema libros y ya. Presidente no va a ser porque se le adelantó el reelector que hoy manda y mama. Y papa ¿cómo? ¿Para qué entonces estoy yo?

Soy a la vez el paciente y el psiquiatra, me desdoblo. Y vuelto dos en uno, extendido en mi diván hablo y sentado a mi lado oigo. Y fíjense que no dije «escucho», dije «oigo». Escuchar, lo que se dice escuchar, jamás. ¡Verbo inmundo que me has dañado la vida y empuercado el idioma! El simio gesticulante «escucha» con las manos quietas. ¡Ah, pero eso sí! Toma la palabra y arranca como un molino de viento endemoniado a girar las aspas. Miente con las manos, miente con el hocico, opina, vota, excreta, traiciona. Camina como un pingüino balanceando los remos y se cree el non plus ultra. ¡Ay, tan agraciado él, tan bonito! ¡Claro, como lo hicieron a semejanza de su Creador! El sexto día de la Creación el Gran Relojero se dijo, satisfecho: «Ya todo esto me quedó muy bien, me felicito. Falta el hombre. Hagamos ahora al hijueputa». Pues bien, yo le mido ahora el aceite al hijueputa por lo que gesticula: si mucho, es mucho; si poco, es poco; y si nada, es nada.

En Medellín, que está en un valle, el agua la traen de las montañas y baja como una loca arrastrando carros, tumbando casas, reventando las tuberías. Llega con tal presión a los baños que a mi tío Argemiro le tumbó la regadera de hierro en la cabeza cuando se bañaba y lo mató. Sabía chino, japonés, hebreo, griego, árabe; cuarenta lenguas americanas; udmurto, komi, mari y otras lenguas urálicas; lenguas muertas… Muy rabioso el políglota. Se levantaba de noche a romper puertas a patadas: ¡Tas! «¡Para que sepan que aquí estoy yo!». Y sacaba la pata de la puerta rajada. Tuvo quince hijos: diez individuales y cinco llovidos por Dios en dos paquetes: uno de mellizos y otro de trillizos. Por eso en vez de conseguirme en una demolición unas regaderas de la Edad de Hierro, me he resignado a ponerles a los baños de Casablanca unas de plástico cromado de las de ahora porque vida es antes que belleza. Uno en Medellín se tiene que cuidar de todo: de lo que sube y de lo que cae, de lo que sale y de lo que entra. Del gobierno, de la policía, de los atracadores, de las inundaciones, de los coches bomba, de las tejas, de las montañas, de la Ley… Y hasta de la propia madre. La mía, tan rabiosa como su hermano Argemiro el rompepuertas, tiraba lo que tuviera al alcance de su pentadáctila mano: tijeras, cuchillos, alicates, transformadores de corriente alterna… A mí de herencia me dejó el temporal izquierdo sumido con una plancha. Al final perdió la fe como la Madre Teresa y dejó de creer en Dios. ¡Ya para qué! ¡Con lo que me jodió la vida con ese Viejo! Yo le decía: «Dios no existe, date cuenta. No puede haber un Ser tan Malo que te haya hecho a vos. Vos surgiste de las aguas del pantano por generación espontánea. Sos la prueba viviente de que Spencer tenía razón».

—¿La va a invitar a la entronización del santo?

—No.

—Invítela. Reconcíliese con ella para que se pueda ir tranquilo al sepulcro.

—Más fácil se reconcilia Vargas Llosa con García Márquez.

—¿Quiénes son?

—Otros dos.

Entonces no había planchas eléctricas y de plástico como las de hoy, eran de hierro y funcionaban con carbón. De suerte que al darme con su férreo proyectil la discóbola de Mirón me dejó amén de descalabrado carbonizado. En dosis moderadas el parto tranquiliza a la mujer. En dosis altas la afecta. Después del décimo parto empiezan a tirar planchas y a ver caras.

—Veo caras —decía.

—¿Las ves con los ojos abiertos? ¿O con los ojos cerrados?

—Con los ojos cerrados.

—¿Los tuyos cerrados? ¿O los de ellos?

—Los míos.

—Pues abrilos, mujer.

Tendencia natural de la materia: mantenerlo todo unido para desintegrarse en cualquier momento. Dios hizo la fuerza de gravedad para impedir que nos fuéramos como globos aerostáticos sueltos hacia la nada. Por ella pesa la piedra que alzamos y por ella sentimos la dura e inmensa Tierra bajo nuestros pies. En cuanto a las fuerzas débil, fuerte y electromagnética del átomo, están para mantener la plancha de hierro unida en un todo compacto y que no se desintegre. ¡Qué grandeza la de Dios! Todo lo ha regulado al milímetro. Ahora bien: ¿por qué llamar «fuerzas» a las del átomo? Son pegamentos, señores: el engrudo atómico débil, el engrudo atómico fuerte y el engrudo atómico electromagnético. ¿Y por qué llamar «fuerza» a la gravedad? Ahí «fuerza» sobra, con «gravedad» sola basta. Si suelto la plancha, lo mismo da que diga «cayó por la fuerza de gravedad» o «cayó por la gravedad». Cae y punto, no se va como globo aerostático. Y si la lanzo parece que va derecho pero no: describe una parábola galileica. Bien pueden pues, señores físicos, ir desterrando la palabra «fuerza» y su vaporoso concepto de su incierta ciencia porque sobran. Y «energía» y «materia» también, por lo mismo. El físico no tiene derecho a hablar. Si habla, filosofa. Que calle y no empantane más este mundo que ya bien enlodado nos lo tiene esta caterva de políticos y curas y ayatolas y pederastas o «pedófilos» como les dicen, con impropiedad manifiesta porque una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.

Lista de invitados a la entronización del Corazón de Jesús. Primero el cura por razones obvias, porque sin cura no hay entronización; será el padre Ferro, el que me bautizó. Luego mi padrino de bautizo, que fue mi abuelo. Luego mis cinco grandes amores, a saber: mi abuela Raquel, mi perra Argia, mi perra Bruja, mi perra Kim y mi perra Quina. En este orden o en cualquiera pues aquí el orden de los factores no altera el producto. Pasa como con la Trinidad. Barájenme sus tres personas distintas, tírenlas sobre la mesa y miren a ver qué sacaron. Sacarán siempre lo mismo: Una en Tres o Tres en Una.

—¿Y nosotras dónde vamos?

—Inmediatamente después.

—¿Y nos va a dar galletas Sultanas?

—Mmmm…

—No nos vamos a reproducir. Se lo prometemos.

—Bueno. Les voy a comprar entonces una gruesa de paquetes en Noel, donde las hacen. En mi niñez las cotizaciones de la Bolsa de Medellín las daban por la Voz de Antioquia a las seis de la tarde. Noel valía veinte centavos la acción.

—¡Qué memoria la suya! ¡Qué devaluación tan hijueputa!

Ya no hay centavos y el peso se esfumó. Nací cuando se decía sermón y no homilía, herencia y no legado, enemigos y no detractores, fanáticos y no integristas, problema y no desafío, protestantes y no evangélicos, antepasados y no ancestros, militares y no mandos, funcionarios y no cargos, público y no audiencia, guardaespaldas y no escolta, maremoto y no tsunami, refugio y no santuario, méritos y no credenciales, pruebas y no evidencias, sectas y no denominaciones, religiones y no confesiones… Extinguieron el cóndor de los Andes, mataron el verbo oír y a la maldita Iglesia católica, que aquí es plaga endémica, se le vinieron a sumar los protestantes, los «evangélicos». ¡Todo me lo cambiaron, todo me lo empuercaron, en todo se me cagaron! Esta América disforme que en mala hora parió España cruzando blancos con indios y negros en un «crisol de razas» o paila de inmundicias no tiene salvación. Vámonos despertando del sueño.

Los bípedos que se desplazan por la superficie retenidos por la gravedad adoran a un loco que no existió pero que lleva dos mil años dando guerra y que llaman Cristo. ¡Qué nombre horrendo, ni «Mahoma»! Me suena a palo seco. Ser confuso ese engendro, pronunció un discurso en una montaña (otros dicen que en un llano), y entre una retahíla de sandeces pidió amar al enemigo. ¡Y cómo le hago, si no tengo! A mí la canalla de Internet, experta en odios, me montó en un altarcito y me echa incienso. ¡Cómo no los voy a querer! Y si me insultan, bien puedan, gracias hermanos. Salgo en Internet, luego existo.

—¿Y de Dios, el papá del loquito discursero, qué nos dice?

—Que es un Monstruo.

Nacimos y vivimos y morimos en un mundo hostil. En una sociedad hostil de un país hostil de un planeta hostil de un universo hostil. A mí me cupo en suerte Medellín, Colombia, planeta Tierra, Vía Láctea, Agujero Negro 485129343294856950193450. ¿Por qué agradecerle entonces y atribuirle la Suprema Bondad al Monstruo? ¡Y el Levítico mandando que le sacrifiquemos animales! Judíos que se las dan de víctimas, comedores de corderos, desangradores de bestiezuelas inocentes: ustedes son otros victimarios. Curas, pastores, popes, rabinos, ayatolas, clerigalla carnívora, caterva travestida, hampones todos de las religiones todas, en guerra estamos.

Una sola vez vi a mi otro abuelo. Tenía yo cinco años y él ya se iba a morir. Mi papá me llevó a conocerlo. Vivía en uno de los barrios de las montañas que circundan a Medellín. ¿Pero en cuál? ¿Aranjuez tal vez? ¿Manrique? La casa y el barrio se me han borrado, para siempre, de la memoria, y los que hoy me pudieran ayudar a recordar han sido ya anotados, con cariño, en mi Libreta de los Muertos. Uno que otro de estos fantasmas, volviendo del inframundo unos instantes, me visita en sueños. Despierto con ganas de llorar, por él, por mí, por el que fui. Cierro los ojos para recobrar a mi otro abuelo y veo un hombre adusto, enjuto, con una barba blanca de varios días sin afeitar, inasible, lejano. Le superpongo la imagen de mi padre y se juntan en una sola. ¿Pero no estaré juntando, en vez de los seres reales que un día fueron, sus desvaídas fotos? No sé dónde estaba la casa, ni qué me dijo mi otro abuelo si algo me dijo, ni qué pasó. Sólo recuerdo lo que pensé: «¡Cómo va a ser éste mi abuelo! Mi abuelo es otro, el de Santa Anita, el rabioso». Voy a invitar a este fugaz abuelo que apenas si alcancé a conocer pero que sigue viviendo en mí, en mi brumoso recuerdo de nuestro único y lejanísimo encuentro, a la entronización del Corazón de Jesús en Casablanca para preguntarle. No me puedo morir sin saber. Ley de la Persistencia de los Muertos en los Vivos: seguimos viviendo un tiempecito más tras la muerte: lo que viva después de nosotros el último en morirse de los que nos conocieron, si es que en el camino no nos tiró al bote del olvido. Un ejemplo, para que me vayan entendiendo: si el memorioso era un niño de cinco años cuando nos morimos y vive hasta los ciento veinte y nos recuerda al final de sus días, pues hemos seguido viviendo gracias a él otros ciento quince años.

—¡Valiente ley! No aclara nada. Usted sí está como los físicos con la gravedad y los creyentes con Dios. Acójase más bien a este Viejo por no dejar, por si existe, a ver si se salva.

—Salvado estoy, ya le dije: me insultan en Internet.

Nombres y nombres y nombres de muertos y muertos y muertos. Mientras adelanto a Casablanca y le doy los últimos toques, será irme a visitar asilos para conocer viejitos en sus postrimerías que pueda anotar pronto en mi libreta, a ver si llego a los dos mil y descanso. ¡Qué vía crucis! En la última página, última línea, voy yo, con mi firma refrendada por un inri: Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum.

No alcahueteen más a Dios ni le recen que Él no oye. Ni le sacrifiquen más animales que Él no come. Hace dos mil quinientos años, desde Babilonia, que el olor a carne asada no lo arrecha, perdió el apetito. Sobra pues tanta abyección, lambones. Lambones, aduladores, rastreros, botafumeiros: aprendan de Luzbel, no jodan más con eso.

—Abuela: no te has muerto, seguís viviendo en mí. Te invito a la entronización del Corazón de Jesús en Casablanca.

—¿Cuándo va a ser, m’hijo?

—El mes que entra. Me faltan unos atanores, unas puertas, unos vidrios y el botaguas de una fuente. ¿Sabés qué voy a poner en mi cuarto?

—¿Qué, m’hijo?

—La Santísima Trinidad que tenías vos, para que me cuide.

—Muy bien hecho. Y ponga a la entrada la Sagrada Familia, que protege la casa.

—También la tengo. La traje de México. Así, chiquita. Te va a encantar. ¿Y sabés qué me encontré en un anticuario? El reloj de muro que tenías en Santa Anita. ¿Sí te acordás? Coronado por un caballito.

—Blanco.

—Exacto. Blanco. «¡Tan! ¡Tan! ¡Tan!» decía contándonos el Tiempo que pasaba y que íbamos sacando, tan despreocupados, tan felices nosotros, del que nos quedaba, como saca un niño confites de una bolsa. Voy a invitar también al abuelo para que lo volvás a ver. Ya sé que lo quisiste más que a mí, que te quise más que a nadie, pero te perdono. Y hoy ustedes dos en mí se juntan. Ya los puse en la libreta, pero no: siguen vivos.

—¿Y cómo supo usted, señor, que el reloj que encontró en el anticuario era el de su abuela?

—Porque me empezó a latir, con latido fuerte, el corazón.

—No les haga mucho caso a esos corazones de antes, que son caprichosos y poco confiables, terminan parándose. Consígase uno de cuerda, como el reloj de Santa Anita. O uno de pilas. ¿Le está fallando el de cuerda? Le da cuerda. ¿Le está fallando el de pilas? Le cambia las pilas.

España estafadora que produjiste a Picasso, el Stravinsky de la pintura, más falso que la doble ese de ese apellido horroroso, ¿hasta cuándo vas a seguir estafando? ¿Vas a acabar de hundir a Europa? Dejala en paz. Que vengan tus euracas a América a limpiar inodoros, que aquí también se taquean. No son infalibles como el Romano Pontífice. En cuanto a la televisión, va de mal en peor, cayó en manos de preguntones y hablamierdas. A los preguntones les dicen «entrevistadores»; y a los hablamierdas, «analistas». ¿Qué analizan? Fútbol, política, materia excrementicia: son coprólogos. Manotea el entrevistador, manotea el entrevistado, manotea el analista… ¿Por qué? Porque así manoteaban de fetos, antes de salir a cámaras, en los oscuros vientres de sus madres. Propuesta: conectarles unos dinamos grandes en los culos, con lo que tendremos la fuente inagotable de energía que tanta falta le hace al hombre. Con un solo manoteador de éstos mandamos un cohete a Marte.

—Su Santidad: ¿cuándo va a ir a la fábrica Noel a comprar las galletas?

—No acosen, niñas, que aún no acabo, falta un mes. Mínimo.

—En un mes ya no existimos.

—Van a ver que sí. Salir de esto no es tan fácil.

A la irredenta humanidad, la ponzoñosa, la del eyaculador Romeo y su Julieta, además de manoteadores le dio por producir últimamente raperos y tatuados. Raperos de voces excrementosas y gangosas. Y tatuados de las espaldas, de los hombros, de los brazos, de las piernas, del pene, de las nalgas, de los vientres. Del culo no, aunque quién sabe. Los coprólogos que se ocupan de la Iglesia se llaman «vaticanistas». ¿Qué seré entonces yo que tengo línea directa con el Espíritu Santo?

—¿Hablo con el Paráclito?

—Con el mismo. ¿Y yo con quién?

—Con el otro, el que le dije.

—Ah… ¡Qué bueno!

—¿Cómo está el tiempo por allá?

—Más bien bien. ¿Y por allá?

—Muy caliente. No se olvide de lo que le encargué para el próximo cónclave.

—¡Cómo se me va a olvidar!

¡Claro que se le olvida, ni sabe de qué le estoy hablando! En el cónclave anterior subió del culo al pampeano. ¿Y saben qué hizo esta mosquita muerta para congraciarse con Colombia, a la que le robó el premio gordo? Canonizarnos a dos. ¡Para qué queremos santos, si hay entre cuatro mil y diez mil! La vida eterna sirve para un carajo y la santidad está devaluada. El que asesinó a Juan Pablo I la devaluó. Yo, como Aung San Suu Kyi (la Ingrid Betancourt de Birmania), busco el poder terrenal. Con menos no me conformo. No nací para santidades vaporosas. No quiero que me pidan, no quiero que me recen, ni doy, ni presto.

—¡Están tumbando la casa de enfrente! ¡Corra!

—¿Cuál casa de enfrente? —pregunté aterrado.

—Pues la de enfrente. La que está entre los dos edificios. Ya le están metiendo la retroexcavadora, venga a ver.

«¡Casaloca, me la mataron!», pensé. Y me apoyé en la pared con el corazón en la garganta.

—¿Qué le pasa, patrón? ¿Se siente mal?

—No estoy mal, estoy muerto.

—¿Le traemos en qué sentarse? Se va a caer.

—Bueno.

—No hay en qué. Venga, siéntese en estos bultos de cemento, nosotros le ayudamos, no se nos vaya a caer. Vaya dando conmigo unos pasitos: uno, otro, otro… Así… Así… Así… Ya va llegando… Otro más y llega. Muy bien, siéntese.

Cinco minutos después me paré abruptamente para irme a Casaloca y la presión se me fue al suelo, y yo con ella. Caí sobre el embaldosado amarillo, diagnosticándome mientras caía: «Hipotensión ortostática».

—No me levanten, déjenme aquí, no me toquen, me matan. Tráiganme una Coca Cola. Están en la nevera.

—No hay Coca Colas, ni hay nevera. Todavía no la ha conseguido, patrón.

—Llévenme entonces entre todos a la cama.

—¿Cuál cama? No hay cama.

—Déjenme entonces aquí y vayan de carrera a Pomona por la Coca Cola, que es hipertensor, sube la presión. Sube lo que se cae. Sube hasta un pene.

—A Pomona no, que está muy lejos. Mejor a Colanta, que está en la esquina.

—A donde sea, ¡carajo!, pero ya, que me morí. Así mataron a Juan Pablo I, bajándole la presión y negándole hasta una Coca Cola. Lo mató Juan Pablo II con la bendición de la Curia. Y para disimular se puso el nombre del muerto. Y la tiara. Se chantó la tiara el cabrón.

—Muy grave lo que dice.

—Grave lo que hicieron.

—¿Está dispuesto a sostenerlo ante autoridad competente?

—Ante el que sea. Ante el Tribunal Superior de Antioquia, ante la Corte Suprema de Justicia de Colombia, ante la Corte Celestial de Dios… Escoja. Mándeme el citatorio y allá voy. Que diga lugar, fecha y hora.

Y sin esperar Coca Colas me levanté hecho una fiera y salí a la calle. ¿A la calle? ¡A cuál calle! A una densa nube de polvo. Hagan de cuenta un incendio pero sin humo, y en vez de humo polvo: el incendio de un mayúsculo polvaderón. Efectivamente, estaban demoliendo a Casaloca. «¡Tas! ¡Tas! ¡Tas!», decía la retroexcavadora e iban cayendo paredes. Una, otra, otra…

—¿Como un castillo de naipes?

—¿Cuándo me ha oído a mí un lugar común? Haga memoria a ver. De esta boca no ha salido ni uno solo. Todo nuevo, siempre nuevo, reluciente, flamante. No diga estupideces, que el palo hoy no está para cucharas. Y si éste fue mi final, aquí me muero.

Los ojos me lagrimeaban por el humo. Perdón, por el polvo. Perdón, por el dolor del alma.

—¿Llorando porque están tumbando unos muros?

—No son muros, no sea bruto, son paredes. Los muros son nuevos, las paredes viejas. ¡Me están tumbando a Colombia!

—Una casa vieja Colombia… Vea éste… Todavía no se entera de que Colombia es una potencia emergente. Mire p’arriba y vea los rascacielos. Colombia es grande, uno es el que es chiquito.

Entonces empezaron a salir los desechables en estampida.

—¿Sí vio, patrón, qué montón? Ahí vivían, nadie sabía.

—Venga a ver los socavones. Yo ya entré. Han salido hasta ahora como quinientos desechables. Las bases de la casa estaban minadas, eran cuevas. De no tumbarla hoy los que la compraron, se habría venido abajo sola mañana.

—¿Y quiénes la compraron?

—¡Quién sabe!

—Si no sabe, ¿por qué dice entonces que la compraron? Parece médico. No enrede, no especule. No quiero ver. Voy a regresar a Casablanca.

—Mire la foto que encontré.

¿Un ataúd en la sala de Casaloca? ¿Quién tomaría la foto? ¿Y a quién estarían velando? Escrito a lápiz por detrás decía: «Entierro de Silvio». ¡Claro! El entierro de mi hermano Silvio en el que no estuve porque andaba fuera de Colombia. Se pegó un tiro en la cabeza, pero el tiro me lo habría debido pegar yo. Mi hermano Manuel, que entonces era un niño, lo vistió para meterlo en el ataúd.

—Levántese, que ya lleva quince días tirado en esos bultos. Tiene que terminar la casa. No se vaya a dejar ganar esta partida de Colombia. Pruébele a esta paridora deslechada que con usted no puede.

—Me tumbaron la casa de mi infancia…

—Su infancia ya no existe. Pasó. El viento se la llevó como a Atlanta.

—Me van a construir un edificio enfrente y me van a tapar la vista.

—Mira para otro lado.

—Y me van a tapar el sol.

—Menos calor.

—Calor nunca hizo, soplaba el viento. Ahora me van a cortar el viento.

—Pone ventiladores. Unos bien bonitos de aspas, en el techo, como de Casablanca, Marruecos.

—Y me van a tapar la luz.

—Prende los focos. ¿No compró pues como mil quinientos de ciento cincuenta vatios, en veinte cajas, con filamentos edisonianos? Le van a durar hasta la próxima guerra nuclear. Úselos, que para eso son. ¿O para qué los consiguió? Ya está usted pues como esos jóvenes que no se quieren gastar la juventud guardándola para la vejez… ¿Y qué piensan hacer con la vejez? ¿Guardarla para la muerte? La vida es como un foco: para gastarla: para que se le queme el filamento. Y levántese, que esos bultos le van a ulcerar todo el cuerpo y nos lo van a dejar hecho un sidoso, un nazareno. ¿Y quién lo cuida? No hay quién. Y ponga a trabajar a estos zánganos que no hacen sino beber y fumar y comer y pichar y gozar a lo grande como grandes de España. Les falta el yate. ¿En cuánto acaba a Casablanca, a ver? ¿En quince días? Ya pasó lo más difícil, ya cruzó el Rubicón. Sigue terreno fértil. ¡Levántese! Despacito. Así, así, despacito.

—Sí, despacito, hágale caso al sabio. Y apóyese en él, déjese ayudar, no le dé vergüenza su edad. ¡Felicitaciones, qué afortunado! Llegó a la edad del trípode o tripié: tres pies. Que no le vuelva a dar la hipotensión ortostática y se nos vuelva a caer, que entre nosotras todas juntas en este caserón solas no podemos con usted. ¡Ustedes los humanos sí pesan mucho! ¡Eh Ave María, por Dios, cómo comen!

—Aquí voy, aquí voy, de a poquito. Doy un paso, doy otro, doy otro. Voy avanzando sin caer…

—La ira que le va a dar a Ordóñez cuando sepa… Se le va a reventar el saco de la hiel de la envidia apenas vea las fotos de Casablanca. «¡Cómo! —va a decir—. ¿Con dos patios con fuentes? ¿Vive en semejante palacete el hijueputa? ¡No poderlo matar!».

—Con ese vómito de Colombia no hay nada que hacer. Si acaso, limpiar. Déjenlo que él se muere solo, de vejez, como Tirofijo.

Wojtyla es lo más malo que ha parido la Tierra. Más que Hitler. Más que Stalin. Más que Pol Pot. Más que Atila. Más que Gengis Khan. Que me manden el citatorio esos degenerados de la Curia y su tinterillo Ordóñez indicando fecha y hora. En Casablanca lo recibo: «Recibido». Y firmo con la péñola. Ah, Wojtyla, vaca horra azuzadora de la paridera sin producir ni un mililitro de leche porque no tuviste ternero. ¿Cuántos corderos te comiste en vida, cuántos Cristos? Carnívora, zángana. Nos dejás de herencia (de «legado») las calles atestadas, las carreteras atestadas, los buses atestados, los hospitales atestados, la subida al aeropuerto de Rionegro atestada… Mirá tu obra, desvergonzado, ya no hay ni por dónde caminar. ¡Polaca! ¡Dañina! ¡Santa! Conque defensor de la vida… ¿Y qué defendías? ¿Las vacas, los terneros, los marranos? ¡Carnívora! ¡Zángana! Defendías un óvulo penetrado por un espermatozoide de Homo sapiens, que es lo más puerco que hay aunque ni se alcanza a ver. ¿No ves, obtuso, que no llega ni al tamaño de una amiba? ¿Y del espermatozoide suelto, qué me decís? ¿También lo defendías? ¿No ves que en cada eyaculación van setecientos millones de esos renacuajos cabezones que se van a perder? Uno solo llega, si es que llega. Lo bueno es que estamos a un paso de clonarlo, como a la oveja Dolly. ¡Maldita la Iglesia que te parió, Wojtyla, y maldita tu Polonia! Oveja Dolly: ¡Qué hermosa fuiste, cuánto te amé! La oveja Dolly (5 de julio de 1996-14 de febrero de 2003) murió de cáncer de pulmón, como mi abuelo Leonidas. El otro, Lisandro, no sé de qué.

—¡Cómo! ¿Usted es nieto de dos generales de la Hélade?

—Ajá.

—No sabía.

—Espartanos. Muy frugales.

—¡Con razón sale en Internet!

Y que no me vengan con que en el óvulo contaminado por el espermatozoide está en potencia un hombre. En potencia está todo en todo. En el varón más sensato, por ejemplo, en potencia hay un loco. ¡A abortar, madrecitas de Colombia, que niño que no nace, berrinche que no se dio! Pichen, se lavan, ¡y a dormir tranquilas! Aprendan de las madres del futuro, que hasta ahora no han tenido ni un solo hijo. Wojtyla: los pobres no se reproducen: se multiplican. Dos se vuelven cuatro, cuatro ocho y ocho dieciséis. En el aquí y ahora, bajo la aciaga estrella de Bergoglio, alias Francisco, y cuando aún no acabo de saldar cuentas con Benedicto (que decía «nos», como vendedor de almacén), viene este otro lavapiés a alborotarme otra vez el rebaño. Sale un travestido y entra otro, no dan tregua. Pregunto yo: ¿si el ideal del cristianismo es la pureza, por qué azuzan entonces la paridera? Tan puerca será la vagina infectada de semen, que a la Virgen la tuvieron que poner a concebir in vacuo. Y hoy anda allá arriba la pobrecita girando y girando como un satélite. Comer no quiero. Dormir no puedo. Oigo voces.

—¡Con razón! Hijo de su mamá, que veía caras. ¿Y qué le dicen las voces?

—Dicen: «No, no».

—Dígales que sí, que sí. O voltee para otro lado y no las oiga. Oiga el mar.

—¿Y de dónde saco mar, si vivo en ciudad de montaña?

—Óigalo en un caracol. En uno de esos caracoles grandes con que cuñaban las puertas de su Santa Anita. Usted que es psiquiatra, aplíquese la talasoterapia, o curación por el mar. Óigalo. Dice «Ru ru ru ru ru ru». El mar tranquiliza, arrulla, calma. Va, viene, va, viene… Como esta bolita atada a una cuerda que le estoy oscilando ante los ojos, ¿sí la ve?

—¿Una especie de cristalito translúcido? ¿Una canica?

—Ajá.

—Sí la veo. Va de derecha a izquierda, de izquierda a derecha.

—¿Qué le dice?

—Dice «No».

—Dígale que sí con la cabeza: bajándola, subiéndola, bajándola, subiéndola. ¡Qué más quisiera el cristiano que salir a la calle a matar! Pero no dejan, no se puede.

—Bueno pues. No más voces. Voy a conseguirme un caracol grande para oír el mar. Le voy a hacer caso.

—U oiga el río.

—¿Como cuál?

—Digamos el Magdalena. Piense en el Magdalena.

—¿A qué altura?

—Por ejemplo a la de Puerto Berrío.

—Bueno. Me concentro. Cierro los ojos. Ya lo estoy viendo. Hoy el Magdalena está calmado, plácido, no se reconoce. Pero es él. Sé que es él. Rompiéndose su oleaje contra el embarcadero suavecito, como si le estuviera dando caricias.

—¿Y qué más ve?

—Veo un caimán.

—¿Y qué más?

—Va llegando un champán al embarcadero.

—¿Quién viene en el champán?

—Una señora.

—Descríbamela.

—Fea. Alemana. De viaje por Colombia a lo Humboldt. Trae un sombrero para protegerse del sol.

—Descríbame el sombrero.

—Bajo de copa, ancho de alas, hecho de paja.

—Una pamela.

—Una «pamela» no. Eso se llama «pava».

—No. Pamela.

—No. Pava.

—Bueno pues, dejémoslo en «pava». ¿Qué pasa con la mujer de la pava?

—Que llega el caimán, abre las fauces y se la zampa.

—Usted sí es más malo que Wojtyla. Me voy. Siga oyendo sus voces.

Que se vaya, que sabio en tierra caliente no asunta. Se le ofusca la cabeza. Voy a explicarles grosso modo cómo funciona la mente: la mía, la suya, la del perro, la del chimpancé… Epifenómeno de las neuronas del cerebro, la mente de las criaturas, nuestra mente o alma, no es simultánea como la de Dios (que no tiene cerebro): es sucesiva. Va de una cosa a otra, a otra, a otra. En dos partes a la vez no puede estar. Por ejemplo, no puede oír y ver a la vez. Digamos que usted va por una calle y ve que en la esquina frena un carro con chirrido horrísono para no pasarse el semáforo. Usted cree que lo vio y lo oyó a la vez pero no: lo vio primero y lo oyó después, o viceversa, aunque en una sucesión tan rápida entre el ver y el oír o el oír y el ver (de unas milésimas o diezmilésimas de segundo, ya les diré cuando lo determine por experimento), que le hace pensar que las dos percepciones fueron simultáneas. No. No se puede oír y ver simultáneamente, ni andar y repicar en la procesión. Más aún (para considerar un solo sentido, el oído), los acordes de la música son una ilusión. Si toco en el piano el acorde de tónica de do mayor, do-mi-sol, usted no oye las tres notas juntas como un ¡Tas!, sino que primero oye el do, luego el mi, luego el sol, o en el orden que quiera, aunque a tal velocidad que le da la impresión de un acorde. ¿Sí me explico?

—No.

—¿No entendió?

—No. ¿Me repite?

—Si no entendió se jodió porque yo nunca me repito.

Dios, como dijimos, no tiene cerebro. Es el Gran Descerebrado. Por falta de cerebro hizo el Universo. Satanás, en cambio, sí tiene, y piensa. Como entró en la sucesión del Tiempo… Para pensar hay que ser temporal, como para poderse bañar en el río uno tiene que tener río. Sólo podemos pensar metidos en el Río del Tiempo. Non serviam, dijo el ángel rebelde: «No serviré». Yo tampoco. No soy lacayo de nadie. Ni de Dios, ni del Rey, ni de Misiá Hijueputa. Y el que quiera acabar con Cristo que se asocie con Satanás, también llamado Luzbel, así como Colombia, que quiere acabar con Venezuela, se acaba de asociar con Israel. Israel tiene bomba atómica, ¡no va a tener Satanás! Y si el Paráclito me paga lo que me debe y me mete en cintura a los conclaveros, me voy a poner Luzbel.

—Buenísimo nombre. Luzbel Primero.

—Sin el «primero». Luzbel a secas. No va a haber segundo. Non veni pacem mittere sed gladium. Vine a poner a pelear a todos contra todos. A los hijos con los padres, a los padres con las madres, a las suegras con las nueras, a los suegros con los nueros… Ah no, perdón, con los yernos.

—Vino pues a armar la del Putas.

—A hacer tabula rasa. A acabar con el entable.

—¿Qué es?

—El Establishment. Y los enemigos del hombre serán los de su misma casa. Et inimici hominis domestici eius. Hermanos contra hermanos, hermanas contra hermanas, hermanas contra hermanos… Y habrá cinco en una casa divididos: tres contra dos y dos contra tres.Tres in duo et duo in tres.

—Una Casaloca pues.

—En casa de ahorcado no se mienta soga. No me avive el dolor.

—Siga entonces.

Dividentur pater in filium et filius in patrem. Y que se mate el padre con el hijo y el hijo con el padre. A machete, a cuchillo, con lo que encuentren. Ignem veni mittere in terram et quid volo? Si iam accensus esset! Acabo hasta con el nido de la perra. Quemo esto.

—Se nos volvió a desatar Cristo, ¡qué miedo! ¿Y por qué a Satanás también le dicen Luzbel?

—Por la misma razón que a Bergoglio también le dicen Francisco.

—El Río del Tiempo que menciona, ¿no es una novela-ladrillo?

—¡Para nada! Son cinco novelitas breves, muy hermosas. Se las recomiendo.

—¿Cuáles son?

—Eso sí ya no recuerdo. Las leí hace tiempo.

Borren la Ley de la Persistencia de los Muertos en los Vivos por falsa. Queda la huella que dejan los muertos en nosotros, pero la huella no es el caminante. Mi abuela no existe más. No está en la Gloria de Dios, ni en el Infierno de Satanás. Es una herida que me quedó en el alma y que me cicatrizará la Muerte. Dios no existe, Satanás no existe, nos morimos para lo que reste de la eternidad, no hay salvación. Y si alguna condenación hubo, fue la carga de la vida.

—¿Otra noche sin dormir el pontífice, enfundado en sus zaragüelles? O termina la casa o se jodió. Ponga el iPod.

—Se le acabó la pila.

—Cámbiele la pila.

—No se puede, está incrustada. El iPod es una estafa de Apple.

Definición de ese país montañoso de Himalayas dificilísimos de salvar por carretera y que llaman «Colombia»: puentes que se empalman con puentes que se empalman con puentes. Por una cadena de puentes las vacaciones de Semana Santa quedan unidas allí al Día del Trabajo, que por otra cadena de puentes queda unido a las vacaciones de junio, que por otra cadena de puentes quedan unidas a las de diciembre, que por otra cadena de puentes quedan unidas a las de Semana Santa, que termina así mordiéndose la cola como un uroboro. ¿Quién paga? ¿El Estado? ¿El patrón? El patrón, por supuesto, es lo justo. El Estado ya hizo bastante con construir los puentes. Unida en una sola voluntad por su puente de puentes, Colombia, país soberano, no tiene, ay, sin embargo, más que un arma para defenderse de sus vecinos: el amor que le tienen. Venezuela no se la ha tragado porque Dios existe.

Amanece, veo claro, se han disipado las tinieblas. Atendiendo al llamado del Destino, que no espera, cum primo lumine solis he decidido terminar a Casablanca en quince días. Quince dije, ni uno más. Ésta es mi línea roja. Tomo el altavoz o megáfono o como se llame esta corneta y arengo a la tropa:

—Albañiles, ebanistas, carpinteros, cerrajeros, plomeros, zánganos: les habla el último patrón de Colombia. ¡A trabajar, que se nos va el sol! ¿O me van a juntar el superpuente de septiembre con el de octubre? Ya sé que éste es el país de la felicidad, ¡pero tanta es mucha!

Y otra vez delirio, acción. Martilleos, serrucheos, taladreos… Arreglando lo que dañaron y dañando lo que arreglaron.

—El zapapico no me lo tocan, ¿eh? ¿O van a empezar otra vez la tumbadera?

Tumbar les fascina. Para tumbar nacieron. Árbol que ven en pie subiendo al cielo, ¡a cortarlo! Son felices, ni quién lo niegue, aquí un velorio es una fiesta. Los que emigran a los Estados Unidos sufren allá lo indecible porque los ponen a trabajar. Vuelven con el síndrome pos-traumático del trabajo, a recuperarse. Patria no hay sino una: ésta. Bendigamos a Dios que nos dio en vida el paraíso. El gringo es explotador y ventajoso; el francés, mezquino; el español, bruto; el turco, corrupto; el colombiano, feliz.

—No generalice, que toda generalización es engañosa.

—¿Entonces cómo me oriento? ¿Con excepciones? ¿«Los españoles son brutos menos Cervantes»? Pues además de brutos son torturadores de animales y lambeculos de rey. Rey aquí no tenemos. Hace doscientos años que nos curamos de esa roña.

—¿Y los argentinos?

—Adoradores de Evitas, pateadores de balones, comedores de animales. Ladrones. A los viejitos italianos los encerraron en un corralito y los desplumaron. Y acaban de robarse un cónclave.

De este lado yo, y frente a mí la mafia conclavera, montonera, que se refocila en sus encierros. ¡Quién sabe qué orgías montan con esos acólitos que cultivan, desde que nacen hasta que florecen, en frascos! No bien envirilan, y se encierran con ellos cum clavis, sub specie pacis, a echar incienso.

—¿Qué es «refocilarse»?

—Calentarse.

¡Carajo! Se me olvidó en la lista de novedades «ladrón»: «perseguido político». México está lleno. Y esta sinrazón obstinada… Hijos que se convierten en padres, padres en abuelos, abuelos en bisabuelos… Cantando siempre la misma tonada. Pariendo para la Muerte y el olvido.

—Con «Muerte» basta, «olvido» sobra. ¿O a usted le importa que lo recuerden después de muerto?

—¡Claro! ¡Cómo se van a olvidar de mí! ¿Con quién cree que está hablando?

—¡Ah, ya entendí! Lo que usted quiere es el premio gordo de la Historia, por eso su honestidad. No sea bobito, embólsese lo que pueda, que la Historia es una puta y vida no hay sino una sola. Váyase a hacer un cursillo a España. Punto. Y de las grandes pasiones que agitan el alma humana, como el amor, la fe y la patria, ¿qué nos dice?

—Te diré, Rubalcaba, que el amor se va rápido, como el espíritu de la trementina. Alguna vez he aspirado su sutil esencia en uno que otro fauno impúber del pantano. ¿Quedó vino en la botella? Escánciame las últimas gotas. Y ve de prisa a la bodega y trae más. No te tardes, mueve el culo, que estás muy igualado.

Como ese Ansar que me mandó el duque de Palma y que tuve que echar por uñilargo.

—A ver, ¿qué trajiste? Nooo. ¿No ves que estoy tomando Châteauneuf-du-Pape? Busca la botella oscura que dice «Château Mont-Redon».

Me trajo Sangre de Cristo, un vino mexicano de las Bodegas Ferriño más malo que el Real Tesoro de Colombia. Los tengo para los invitados. Este tontón de Rubalcaba pensó que tonifica más un Cristo que un papa. España futbolera ya no produce ni lacayos que sirvan. Y para colmo, con el boom del ladrillo les está resultando mucho ladrón. Autóctonos, quiero decir: nativos, aborígenes, de los que produce la tierra. No colombianos, ni rumanos, ni gitanos.

—¡Eureka! ¡Ya entendí! Acabo de captar la trascendencia de la palabra hijueputa. Quiere decir «hombre», «ser humano».

—¡Qué inteligencia! ¡Claro! Es que hijueputa, simple adjetivo en países menos avanzados, aquí en Colombia lo hemos ascendido a pronombre. Un ejemplo. En vez de preguntar: «¿Ya llegó él?», nosotros preguntamos: «¿Ya llegó el hijueputa?». En esta oración «hijueputa» está reemplazando a «él»; «él» es un pronombre; luego «hijueputa» también es pronombre. Inventar sustantivos, adjetivos, verbos, ¡qué gracia! Surgen todos los días, como las pulgas del colchón. ¡Pero un pronombre! Como yo, tú, él, nosotros, ellos… Pronombrizar adjetivos es lo máximo. Ahí llega al tope el genio de la raza.

—Felicitaciones, colombianos. Son geniales.

—¿Y usted de dónde es?

—Costarricense.

—Pensé que las felicitaciones venían de un inglés. No importa. A caballo regalado no se le mira colmillo.

—Allá decimos «diente».

—De todos modos, gracias. ¿No le provoca un vinito?

—¿Qué es «provocar»?

—«Provocar» es «se le antoja».

—Sí se me antoja.

—¡Rubalcaba! Ve a la bodega por un Real Tesoro para que pruebe un buen vino el señor tico.

¡Pobre Dios! Cargando toda la eternidad con ese montón de agujeros negros, de estrellas de protones y galaxias. Le va peor que al judío errante. Seis días le tomó la excreción del Universo pero el séptimo, según el Génesis, descansó. Craso error. Él no descansa. Ni del Universo ni de sí mismo. Padece de la misma enfermedad de sus criaturas: el empecinamiento ontológico, que consiste en tener que seguir siendo uno el que es. No se cura. La piedra quiere seguir siendo piedra, el perro perro, usted usted, yo yo, y Él Él. No nos podemos librar de lo que somos.

—Rubalcaba, me llamas al Doctor Angélico, a Tomás de Aquino, para que aclaremos esto. A ver si sí o si no.

—Doctor Tomás de Aquino, lo solicitan en Casablanca.

—Dile que el dueño.

—El dueño.

—Que el mero dueño.

—El mero dueño.

La Realidad, con todo lo contrahecha y disparatada, abarca más que Dios: lo incluye a Él y a sus criaturas. Por lo tanto es más que Él. Si de rezar se trata, habría que rezarle entonces a la Realidad, no al subordinado. Hablar, como quien dice, con la señora de la casa directamente, no con la criada.

—¿Qué pasó con el gordo Aquino? Vocéalo otra vez, Rubalcaba.

—Doctor Aquino, lo solicitan en Casablanca. Segunda llamada.

¿Y si postuláramos que en la esencia de la materia está la existencia? ¿Y que lo que existe ahora no pudo escoger no ser?

—¿Qué pasó, Rubalcaba, con el voceado? Dile en latín que ipso facto.

—Señor doctor Tomás Aquino, presentarse en el mostrador de Casablanca ipso facto. Última llamada.

La vida es una pesadilla de la materia, y ésta un espejismo de la nada. Como Dios es Nada, recémosle entonces a la Nada. «Bendita seas, Nada, que siendo Nada eres Todo. Quédate en Yavé, en Uno Solo, como al comienzo, cuando el Fiat lux. Que no te dé por tener Hijos y Espíritus Santos como la otra vez, que nos complicás mucho las cosas».

—Amén.

—¿Quién dijo «amén»? ¿Rubalcaba?

—No. Soy yo. El tico. El costarricense que invitó a tomarse un vino.

—Vino, como puede ver, aquí no hay. No hay ni dónde sentarse…

—Me siento en el redondel de la fuente.

—Hágale pues.

—¡Qué cupido más lindo! ¿De dónde lo sacó?

—De Bélgica, donde esculpen los mejores niños orinando. ¿Y qué me cuenta de Costa Rica, cómo está?

—Muy lluviosa. ¿Y Colombia?

—También. Muy lluviosa.

—Entonces me voy. Para ver llover, me quedo allá.

Hay días en que todo está mal. Pero hay días en que todo está peor. Cuando todo está mal hay que alegrarse. Hablando en términos generales, el mundo empeora. Cada niño que nace lo estercoliza más. Más contaminación, menos oxígeno, más pañales cagados. Nos van a llenar hasta el infierno donde tienen a Wojtyla y nos lo van a sacar a volver a hacer el mal. Que no lo permita Dios. Con otra vez Wojtyla desatado poblamos la Vía Láctea. Niño que nace, niño que exige: «Quiero, quiero, quiero». «No quiero, no quiero, no quiero». El día del niño, el día del maestro, el día de la secretaria, el día del padre, el de la puta madre. Más novedades. Ya no se dice «un país dividido»: se dice «un país polarizado». Como la luz. Tengo que empezar otra vez a aprender a hablar. Y aprender a gesticular, que no me enseñaron. Voy al escaparate, abro la puerta y en su polvoso espejo me entreno. Hago olas, remolinos, círculos, rayas, mar rizado. Con las manos paralelas, verticales, trazo carriles como de ferrocarril. Hacia allá, hacia adelante. Gesto muy presidencial que por ahí le vi a alguno. Y girando los dos índices a lo que dan, trazo dos ruedas veloces en el aire. ¿Qué quiero decir con ello? Que se repite. ¿Qué se repite? Pues lo que estoy diciendo. Nadie entiende, pero a nadie le importa. Paso al entrenamiento en las gracias: gracias a fulano, gracias a mengano, gracias a zutano. Para acabar con el «Que Dios los bendiga» de Bush y Obama. ¡Qué nos va a bendecir! No existe. Si existiera, no existiría ese par de hipócritas.

—Le queda por insultar a Mahoma. Bien pueda, arranque. Y a ver si no lo matan los ayatolas.

—No se puede matar a un muerto. Hace cinco libros que me morí.

Niño que nace, niño que excreta. Viene a sumarse a la contaminación y a la desgracia de la Tierra. ¿No podrían descansar un tiempecito de la paridera mientras nos recuperamos un poco, madres? ¡Y este loco inconsistente que colgaron de dos palos en el Gólgota! Les quedó mal enterrado, se les salió del Santo Sepulcro y aquí lo tienen suelto haciendo desastres. El cristianismo es un insulto a la moral y a la inteligencia. Hay que barrer de la Tierra esta plaga. Como dijo Argemiro el loco pateando la puerta: «¡Aquí estoy yo!». Pues también aquí estoy yo, señores. Ya llegó por fin el que agarró la escoba.

Mientras dormimos y no soñamos se muere el alma, el software, aunque la maquinaria fisiológica sigue funcionando, el hardware. Y cada vez que despertamos resucitamos. Muere el hardware y se arrastra en su muerte al software, salvo en el mal de Alzheimer, en que pasa al revés: el viejito se queda primero sin software, aunque le sigue funcionando el hardware. Después de joder a la familia años y años, se queda también sin hardware. ¿Está claro, niños bastardos, hijos del Internet?

—Clarísimo, maestro. ¿Y el disco duro qué?

—Es el alma del software, el alma del alma.

Sumándole mi dificultad para vivir, que es muy grande, a mi dificultad para morirme, que es igual, aquí me tienen, arrastrando esto, de asombro en asombro. ¿Quién iba a imaginar que la analfabeta humanidad habría de aprender por fin a escribir, bien que mal, imitándose unos ignorantes a otros, para poderse insultar en las cloacas del Internet? Derrumbado el comunismo, le llegó el turno a la corrupta democracia. ¡Qué bueno! Sigue el Armagedón. ¿Historia con final feliz? La que termina en la muerte. Se murió mi idioma, se murió mi música y sigo solo en este viaje desolado.

—Solo no. Aquí estamos nosotras. ¿Qué secreto esconden esas canciones por las que llora? —El secreto del que fui.

Música no es la de los pájaros trinando en los pentagramas de los cables de la luz, ésas son ridiculeces de poetastros. Música son los boleros, los porros, las rancheras, las milongas…

—Una aspirina cada seis horas y hielo en la frente. Si la fiebre le pasa de los cuarenta y cuatro grados, no se preocupen que ya no hay que bajarla. Los muertos se enfrían solos, no necesitan febrífugos.

Yo soy la música que oí de niño y el resto es ruido. Soy de sonido ortofónico como las vitrolas de la Victor, y tengo estampa de daguerrotipo, hagan de cuenta un káiser. Los días felices no volverán.

—¡Ah! Son ustedes, muchachitas. Pensé que era la Muerte.

—Vino el doctor pero se fue. Le tomó la temperatura y dijo que estaba muy alta. Le auscultó el corazón y dijo que estaba muy lento. Le miró la cara y dijo que estaba muy pálido. Pero que no nos preocupáramos, que en conjunto estaba bien, que ya se iba a morir. Que cerráramos bien la puerta.

Ya pulieron y barnizaron las ventanas y las puertas. Anteayer se fue el último albañil, ayer se fue el carpintero, hoy vinieron el cerrajero y el vidriero y en estos momentos están poniendo las chapas y los vidrios que faltan. Mañana, si Dios quiere, entronizo al Corazón de Jesús y queda inaugurada Casablanca. ¡Y a gozar de la vida, que es para lo que nació el hombre!

No pude dormir. ¡Qué noche negra! Sufriendo como un condenado la víspera de su ejecución, esperando el amanecer en el corredor de la Muerte. Pero al revés. Soy un condenado a la vida. Amanece, se me ilumina el alma, se están disipando las tinieblas. «Buenos días, señor Sol». Prendo las fuentes: orina el niño, escupe agua a raudales la hiena. Las apago: deja de orinar el niño, deja de escupir la hiena. Las vuelvo a prender: vuelven a orinar y a escupir niño y hiena. Funcionan bien. Me quedaron perfectas.

—¿A qué horas vienen los invitados?

—A las cinco, hora del chocolate, pero no va a haber.

—Va a haber vino de consagrar con galletas Sultanas, ya sabemos. ¿Sí nos va a dar Sultanas?

—¡Claro! No más faltaba.

Vino de consagrar, una especie de oporto. Vino lo que se dice vino nunca hemos tenido en Antioquia. Los vinos Real Tesoro, de don Hernán Restrepo, amigo de mi papá, en un comienzo sólo se hicieron para la consagración de la misa. Del cura pasaron después a las señoras, y de copita en copita de vino de consagrar las señoras fueron pasando al aguardiente. Y hoy la mujer antioqueña, amén de una libertina sexual que ni Rasputín la calma, es una empedernida borracha. Beben como cosacas. Más que los hombres. Tumban un roble. Mi hermana Gloria murió de cirrosis; mi hermana Marta, de cirrosis; mi hermana Paula, de cirrosis; mi hermana Pacha, de cirrosis. Y así hasta ajustar doce. Nosotros fuimos once. Fueron más ellas que nosotros.

—Borrachas las mujeres. ¿Y los hombres?

—De criterio amplio. Le entrábamos a todo, a lo que se pusiera de moda. Contrarrestábamos lo viejo con lo nuevo, lo uno con lo otro.

—¿Cuántos quedan?

—De ellas, ni una. De ellos uno: yo.

—¿Los invitó a la entronización del santo?

—¡Claro! A unos y a otras, a todos y a todas.

¡Ah, Casablanca, qué bien te ves, casa de mancebía! Mi muchachita hermosa, mi putica, la niña de mis ojos. ¡Con qué lindos pechos cargas, te echan hacia adelante! Dos mamelas rosicler como la aurora. Y esa ranurita divina que te dio Dios para enloquecer a los hombres. Juntos vamos a dormir, hoy, mañana y siempre, en la más pura y casta unión. Casablanca, la de las siete llaves, ¿a quién querés? Decímelo pero no me lo digás que ya lo sé, me lo dicen tus fuentes: la fuente de Castalia y la fuente de Juvencio, que no hay que confundir con Juvencio Fuentes.

—¡Llegaron! ¡Ya empezaron a llegar los invitados! Viene adelante una señora gorda.

—Mi tía abuela Elenita. La velamos en la sala de Casaloca. Vivió desastrosamente. Se casó con Alfredo Escalante, un viejo, manco de una mano que le volaron de un tiro en la Guerra Civil de los Mil Días. Pero al que quiso fue a Roberto Hernández, con el que su mamá no la dejó casar. Lo amó hasta la muerte.

—Pobrecita… ¡Ahí vienen más! Como veinte.

—Háganlos pasar.

—Pasen, pasen, pasen, pasen, pasen… ¡Qué familión!

—No son todos familia, hay también ahí mucho amigo y conocido muerto.

—Primero pasa la familia y después los de la calle. Vaya diciéndonos cuáles.

—No. No discriminen que la Muerte iguala. Que pasen según vayan llegando.

—Ya oyeron. Según vayan llegando. No se atropellen, muertos, hagan cola. Orden, que para todos hay. ¡Eh, Ave María, qué gentío, esto sí va a ser todo un éxito! Mire, mire, ahí viene su abuelo con otro viejito. ¿Quién es?

—Don Alfonso Mejía, vecino de Santa Anita. Un santo. Jamás le oímos una mala palabra. Sólo al final, en que soltó la lengua como los loros con vino de consagrar: «¡Adónde vas, puta, con esa barriga inflada! ¿Quién te la metió? ¿Quién te preñó?». Tenía odio, pero lo que se dice odio, por las embarazadas. Tocaba el Ciribiribín en una hoja de naranjo, su dulzaina.

—¿Quiénes vienen detrás de ellos?

—Avelino Peña y las Brujas, vecinos también de Santa Anita, pero por la izquierda (don Alfonso era por enfrente). Por la derecha Ramoncito, pero no lo invité, se me pasó por alto. Avelino Peña vivía en el Alto de las Flores, donde empezaban las nubes del cielo. Lo bañaban los gallinazos de porquería. La Peña se llamaba su finca, con gran originalidad: con su apellido. Como si Vargas le pusiera a su finca Finca Vargas… Las Brujas quedaban más abajo, llegando a la carretera.

—Una Bruja viene coja, apoyándose en la otra.

—Es Sofía. Sofía Álvarez Vélez. La otra es Rosana, su hermana.

—Feas ambas. Rosana por lo menos camina por su propio pie.

—Vendían cigarrillos, mangos, matas… Hacían redecillas para el pelo, que les compraban los salones de belleza. Y escobas.

—¿Se montaban en las escobas?

—No. Eran para la venta. A Rosana la mató un carro en la curva de Los Locos, y Sofía murió no sé de qué. Al morir Sofía, la casa, que estaba en un altico mirando para la carretera, terminó en manos de la emisora La Voz Catía, que la tumbó. Frente a Santa Anita, pasando la carretera, quedaban la finca de don Alfonso Mejía y la finca San Rafael, que terminó en manos de unas monjas españolas de María Mediadora: tenían un perro que se llamaba Califa.

—Primera vez que oímos hablar de María Mediadora. ¿Es milagrosa?

—Es la misma María Auxiliadora pero con distinto nombre. Hay como veinte así. No sirven para un carajo.

—Señor, señor, ¿quién es usted? ¿Para dónde va? ¿Quién lo invitó? ¿Por qué va entrando tan seguro?

—Soy Francisco Villa, antiguo dueño de Santa Anita, que le compré a la familia Duque y que le vendí años después a don Leonidas por ciento cincuenta pesos. Él me invitó: «Véngase a Casablanca a la entronización del Corazón de Jesús de mi nieto, que va a pasar muy bueno».

—Niñas, déjenlo pasar.

—Pase pues. Fórmese en la cola de los que van entrando. ¿Quién sigue? A ver.

—Sigo yo. Yo estoy afuera desde hace media hora al sol y al agua.

—¿Y quién es usted?

—Yo soy Jaime, hijo de Matilde y Lisandro, tío del dueño de la casa nada menos.

—Sí. Tío mío aunque no lo conocí, déjenlo pasar.

—Pase pues, pase, pase. Apúrese.

—Este Jaime, hermano medio de mi papá, trabajaba como detective en el difunto SIC (Servicio de Inteligencia Colombiano), y a los veintidós años se suicidó con su revólver «de dotación», o sea oficial, por amor a una mesera. Se pegó el tiro en la boca.

—Pobre…

—La vida es muy hijueputa. Hijos de Lisandro y Matilde: Francisco, Aura, Carola, Tiberio, Jaime y otros dos que no recuerdo: siete. Hijos de Lisandro con Carmen Rosa: Lisandro hijo, Judith, mi papá, Aurora, Lucila, Ofelia y Lilia: siete. Siete con una y siete con otra dan catorce. La mayor de las mujeres, Judith, tuvo veintitrés hijos con un mismo esposo, Julio, zapatero remendón. Lucila murió en el manicomio.

—¡Qué gentío! ¿Y los invitó a todos?

—No porque no los conocí.

—¿Y si empiezan a llegar invitados los unos por los otros?

—Que pasen, para todos hay, a la hora de gastar se gasta. Buenas tardes, don Carlos Vélez, ¿cómo está?

—Más bien bien. En la eternidad. Descansando.

—Siga, siga. Otro dueño de otra finca cercana a Santa Anita, Villa Estela, pero no camino de Envigado sino de Sabaneta.

—Están llegando sus invitados por tandas. Madrugaron los de Envigado y Sabaneta. ¿Y cuántos hijos tuvo Lisandro hijo? ¿Veinte? ¿Treinta?

—Uno solo, una hija: Nora. Que se casó con César Ramírez y éstos sí tuvieron muchos, unos treinta. Uno de ellos, Álvaro, se les suicidó. Y al año siguiente se les suicidó un nieto. Carlos, un hijo de Aura, también se suicidó. De los hijos de Alfonso García y Lilia, se les suicidaron tres: León, Clara y Hernán (Lina María no, murió de vieja). Y mi hermano Silvio y mi primo Mario, también. Se despacharon.

—¡Eh Ave María, pero ustedes sí son suicidas natos, se van a acabar solos! No le vaya a dar ahora a usted por despacharse, que nosotras lo queremos.

—Por lo pronto no. Después vemos.

—Pasen, pasen. Vayan siguiendo.

—¡Atención, invitados! Les voy a ir haciendo el tour de la casa a la primera tanda. Síganme. Por aquí. Primero la primera planta. Luego la segunda. A la derecha: la sala, la antesala y el primer patio. A la izquierda, habitación grande. El cuadro que ven cubierto en la sala, y que vamos a desvelar no bien llegue el señor cura, es un Corazón de Jesús traído de México. El cuadrito de aquí arriba, la Sagrada Familia. También de México.

—Hermoso.

—Sigamos. En el arranque de la escalera a la segunda planta tenemos a Jesús en el Huerto de los Olivos, con la Luna. Él de perfil, pensativo, meditabundo. Ella viéndolo.

—Muy bello cuadro. Y nuevo. ¿También traído de México?

—También, aquí ya no los hacen. Bueno, sigamos. En este primer patio, cantando en medio de su jardín de plantas, tenemos la primera fuente, traída de Bélgica: un niñito orinando.

—Un cupido. Hermoso. ¿En qué metal lo esculpieron?

—Lo vaciaron en antimonio, una aleación.

—¿La enredadera es lágrimas de Jacobo?

—Creo que sí. No sé.

—Muy bonita.

—El patio, como ven, se ve desde el comedor. Y el comedor, desde el patio.

—Por eso le puso al comedor reja de hierro con vidrios. Para que se miren los dos como enamorados.

—Exacto.

—Y de paso los vidrios protegen al comedor del polvo.

—Exacto. Los vidrios son locales. La reja es hierro forjado español.

—¡Qué belleza! ¡Qué opulencia! Se construyó un palacio.

—Nada de palacio. Una casa sencilla de las de antes, con sus comodidades. Pasemos a la habitación de abajo antes de seguir al comedor.

—¡Qué espaciosa! Supongo que la va a amueblar bien bonita, con un juego de muebles antiguos: cama, sillas, ropero, tocador…

—Nada de muebles. Sin mobiliario ni decoración para que no compitan con la arquitectura. O pintura sola, o escultura sola, o música sola, o literatura sola. No me gusta mezclar artes. Pasemos al comedor.

—¡Qué espacioso! Entre sus dos rejas…

—Una para un patio y la otra para el otro. A la izquierda la cocina. Con puerta corrediza.

—Para que no les lleguen los olores de cebolla y de quemado a los comensales. Una especie de loft.

—Bueno, si lo quieren llamar loft… Pero antes de mostrarles la cocina y su sistema de extracción de humo, sigamos al segundo patio. Adelante, vayan pasando.

—También con su fuente. ¡Qué bonita perra!

—No es perra, es una hiena. Vaciada en bronce. Pesa una tonelada. Empotrada en el muro divisorio de la casa con que lindamos por atrás, una agencia de seguridad que quiero comprar. Por la derecha lindamos con un edificio, y por la izquierda con la casa de unos evangélicos, a los que también les quiero comprar.

—¿Y para qué quiere más casas?

—Para tumbarlas todas y convertir sus lotes en un gran jardín integrado a Casablanca, con árboles grandes, sombrosos, que me amortigüen el Sol.

—¿Y no se le viene encima el muro divisorio con el peso de la hiena?

—Si se viene, que se venga. Más dura este muro parado que lo que va a durar el dueño sentado.

—¡Qué va! Usted todavía está joven. Tiene para largo.

—Dios dirá, Él es el que decide. Regresemos por aquí y vayan subiendo a la segunda planta mientras vuelvo un instante al portón a recibir más invitados.

—¡Qué bueno que volvió! Mire el gentío afuera. Se armó la guachafita. Esto parece entrada de discoteca.

—Que pasen todos. Ya no pidan invitación.

—Unos traen a otros y otros a otros y otros a otros. Se parrandean un entierro. ¡Qué ciudad tan novelera!

—¿Cuántos van?

—Cincuenta y ocho.

—Yo conté cuatrocientos veinte.

—Yo trescientos cuarenta.

—A ver, niñas, repártanse: unas aquí y otras adentro, a poner orden y a contar cabezas.

—Ya llegaron sus perras: cuatro, ¿no?

—¿Y dónde están?

—Correteando por los prados, escarbando en las macetas. Entraron atropellando y tumbaron a una señora. Parecen locas. Hay una especialmente móvil, no se puede quedar quieta. Hiperquinética. Negra ella, gran danés.

—¿Con una mancha blanca en el pecho?

—Sí.

—¡Es la Bruja! Y la mancha es el sigillum Diaboli, la marca de Satanás.

—Las otras tres también muy bonitas. Una cafecita, dóberman, con la cola y las orejas cortadas. Otra, border collie con ojos claritos y uno manchado, y de pelo largo en tres colores: amarillo, negro y miel. Y una akita inú muy segura de sí misma, con cara de que me importa un bledo el mundo.

—Argia, Kim y Quina… Mis otras hijas.

—¿Está llorando? Ojalá nos quisiera a nosotras así. Van, vienen, corren, suben, bajan. Escarban aquí, escarban allá… Le van a acabar las plantas.

—Que jueguen, que dañen, que destruyan, así me gusta a mí. La vida es para quemarla en fuegos de artificio.

—Si viene su mamá, ¿la dejamos pasar?

—No. Es protagónica, como Obama. En un bautizo quiere ser el recién nacido. En una primera comunión, el comulgante. En una boda, la novia. En un entierro, el muerto. Aquí querrá ser el Corazón de Jesús… Que no pase.

—Mire el joven que baja por la escalera. Entró diciendo que era un viejo amigo suyo, que ésta era como su casa.

—Ah sí, Chucho Lopera, amigo de la juventud. Se acostó con infinidad de muchachos que iba anotando en una libreta como la mía, pero de vivos. Uno de estos vivos lo mató con un picahielo. Chucho: ¿con cuántos muchachos te acostaste?

—Con tres mil cuatrocientos cincuenta y ocho.

—Muchos para lo breve que es la vida. Pocos para los muchos que hay.

—Aquí vienen sus hermanos. ¡Qué gentío! ¡Un pelotón! No los deje pasar a la sala que le van a desfondar el piso. ¿Y este viejo seco, adusto?

—Lisandro, mi otro abuelo, el que sólo vi una vez. Tengo tanto que preguntarle… Abuelo Lisandro: ¿sí te acordás de mí? El que fue a verte de niño, a tu casa del barrio ese en pendiente, yo soy tu nieto.

—¡Cuál de tantos, si tuve como ciento veinte!

—Contame cómo era Carmen Rosa, mi otra abuela, tu primera esposa, que murió antes de que yo naciera. Papi nunca nos habló de ella.

—¿Carmen Rosa? No la recuerdo.

—¿Pero sí te acordás de Matilde, tu segunda esposa, tu otra mujer, con la que tuviste siete hijos: Francisco, Aura, Carola, etcétera?

—Tampoco los recuerdo.

—Abuelo, sos un fenómeno: te dio el mal de Alzheimer después de muerto. Cuando yo te conocí en la casa de la pendiente no me diste la impresión de que estuvieras tan desconectado…

—¿Sabe cuántos han entrado desde que abrimos la puerta? Quinientos cincuenta.

—Yo conté seiscientos cincuenta.

—Yo doscientos cincuenta.

—Pónganse de acuerdo, muchachas, cuenten bien.

—Es que se mueven, van de un lado al otro, se nos confunden. Encerrémoslos a todos en una habitación, los vamos sacando de uno en uno y los vamos contando, y así no se repiten. No dejemos entrar más, que se están acabando las Sultanas. Hay uno que se comió tres.

—¿Y el vino?

—Vino queda.

—Los dados están echados. Las circunstancias, dadas. Los invitados, en casa. Yo me voy con esta tanda a mostrarles las habitaciones de arriba y los baños. Hagan ustedes lo que puedan, muchachas.

—Cinco habitaciones en la segunda planta, una enorme abajo, ¡y qué tragaluces y qué baños! Con sanitarios ahorradores de agua.

—Definitivamente son los mejores: por el espacio que ocupan, que es poco; por el agua que ahorran, que es mucha; y por el flotador, que no falla: es una válvula. Estoy feliz de haberme decidido por ellos. Con los de antes vivía uno en la incertidumbre. ¿Cayó el tapón? ¿No cayó? Se quedaba a mitad de camino toda la noche en suspenso en el aire flotando, y el tanque se seguía llenando, llenando pero sin acabar de llenarse: sólo subía la cuenta del agua a principios de mes. Miren qué preciosidad de espejo de agua o encharque. Acople del sanitario al piso en PVC, muy ligero pero firme. Dos botones de descarga: ocho litros para sólidos, y seis litros para líquidos. Estoy encantado con ellos. Da gusto usarlos. ¡Qué bueno que los compré!

—Y así todo. De primera.

—Interruptores y tomacorrientes por todas partes, en todas las paredes. Y miren abajo, arribita de los zócalos: extensiones para cables de luz de tres salidas. ¿Y ven este foco del pasillo? Prende y apaga solo. Funciona con interruptor solar. Es un foco de despiste.

—¿Para qué?

—Para despistar a los ladrones. ¿Me voy unos días de vacaciones? Pues en la noche el foco se pone a prender y a apagar en una sucesión programada con irregularidad caprichosa, y los ladrones creen que hay alguien en la casa y no: se fue el dueño a Cartagena a la rumba y la dejó sola.

—Toda precaución en Colombia es poca. Hace bien.

—En lo que sí no voy a economizar es en luz de noche. Pasen al garaje. Sigan por aquí. Ojo a los escalones. Permítanme que encienda. ¿Qué ven?

—Habilitó el garaje de depósito.

—Abran esas cajas.

—Focos de los de antes.

—Los mejores. Los de ahora no sirven, dan una luz mortecina.

—¿Cuántos compró?

—Quince mil. Para que nunca me falten. Me van a durar hasta para después de la segunda guerra atómica. Y miren detrás de esta puerta: el tablero interruptor de la energía con su caja de brakes.

—Le hicieron un trabajo eléctrico de primera. Plomería, de primera. Albañilería, de primera. Carpintería, de primera. Herrajería, de primera. Hojalatería, de primera. El trabajador colombiano es una joya. ¡Con razón están triunfando en Europa!

—Discúlpenme, que me están llamando en la entrada.

—Llegó su abuela. Es hermosa. Un amor. Tiene la bondad en los ojos. Está en el segundo patio conversando con sus perras.

—Aquí, m’hijo. Esperándote.

—Ay, abuela, no llorés que me vas a contagiar el llanto. Cuarenta años sin verte, pero sin dejar ni un instante de quererte. Te seguí llamando siempre a Santa Anita: «¿Hablo al setecientos quince doce? ¿Me pasa a doña Raquelita? ¡Cómo que quién es! Pues doña Raquel Pizano, la dueña. ¡Cómo se va a haber muerto, si es mi abuela! Ha de estar en el corredor de atrás limpiando café. Vaya dígale que le habla de larga distancia, de México, su nieto, el que más la quiere. ¡Cómo va a estar dormida, si se levanta a las cinco de la mañana! ¡Cómo van a haber tumbado a Santa Anita, si es hermosa! No se burlen, por Dios, de mí, que no les he hecho ningún daño». Y me colgaban. Todo fue un embeleco, abuela, una quimera, nada valía la pena. El niño que fui sigue viviendo en mí como un extraño. ¿Viste la casa? ¿La Sagrada Familia que está en la entrada? ¿El Jesús en el Huerto donde empieza la escalera? ¿La Santísima Trinidad de mi cuarto? ¿El San Antonio de Padua del comedor? Los mismos de Santa Anita. Te falta ver el Corazón de Jesús, que está cubierto con una cortinita de terciopelo rojo en la sala para que vos lo desvelés, jalando una cuerdita que va a descorrer el velo. El padre Ferro, el que me bautizó en la iglesia del Sufragio, nos lo va a entronizar. Está que llega.

—¡Llegó el cura! ¡Ya llegó! ¡Venga a la puerta a recibirlo!

—No se dice «cura», niñas, suena mal. Se dice el «padre», el «padrecito». ¿Le ofrecieron vino de consagrar con Sultanas al padrecito?

—Dice que no toma. Y se acabaron las Sultanas. Una señora flaca se comió las últimas tres.

—Ya sé quién fue: Tulia Marín, amiga de la familia. Mañana compramos más.

—¡De aquí a mañana estamos muertas! Con este boleo y sin comer… ¿Quién aguanta?

—Shhhh… Empezó la ceremonia.

Benedic Domine, Deus omnipotents, domum istam: ut sit in ea sanitas, castitas, victoria, virtus, humilitas, bonitas, et mansuetudo, plenitudo legis, et gratiarum actio Deo Patri, et Filio, et Spiritu Sancto; et hæc benedictio mane at super hanc domum et super habitantes in ea nunc et in omnia sæcula sæculorum. Divino Corazón de Jesús: entra en esta casa como entraste antes en la de tus amigos de Caná y Betania y en la del publicano Zaqueo. Toma posesión de ella y establece aquí tu trono. Que este día de tu entronización en nuestro hogar sea para nosotros el de la máxima alegría.

Una hora estuvo el padre Ferro rezando en latín y en castellano. Venía revestido de sobrepelliz y estola y traía agua bendita y un hisopo. Mi abuela corrió el velo y apareció, resplandeciente, la imagen. El padre la roció con agua bendita y la bendijo, en tanto nosotros, los muertos, los fantasmas, observábamos arrodillados en silencio. Después como habían venido se fueron yendo todos y me dejaron solo en la desierta casa. «Ésta te la gané, Colombia. Conmigo no pudiste, mala patria». Cayó la noche y me dormí y soñé con los sanitarios de Santa Anita. Ya bien avanzado el día me despertó el estrépito de una demolición: estaban tumbando la casa contigua, la de los evangélicos. Salí a la calle. Un negroide de estos que produce la tierra manejaba la retroexcavadora y ya había tumbado varias paredes. ¡Cómo no me avisaron que la iban a demoler! ¿No les dije que yo la compraba y que les daba más que el que más? ¡Tas! ¡Tas! ¡Tas! Iban cayendo, deleznables, las paredes. Con premonición de unos segundos supe lo que venía: que el golpe en la pared limítrofe lo iba a calcular mal el hijueputa y le iba a dar a mi casa. Y así fue. Calculó mal, y con el golpe a la pared limítrofe se arrastró a Casablanca. ¡Plaaaaaaas! Una inmensa nube de polvo fue ascendiendo al cielo, la sede de la Bondad Infinita desde donde reina el Todopoderoso.