LOS DEMONIOS

The Demons, 1953

Arthur Gammet caminaba por la Segunda Avenida. Era un lindo día primaveral, no demasiado frío; lo bastante como para resultar vigorizante. Un día perfecto para vender seguros. Bajó de la acera en la calle 9.

Y desapareció.

—¿Ha visto eso? —preguntó el ayudante del carnicero a su patrón.

Ambos estaban apoyados contra el frente del negocio mirando pasar la gente.

—¿Si vi qué cosa? —preguntó el carnicero, un hombre corpulento y de tez rojiza.

—Ese hombre del abrigo. Desapareció.

—¡Ajá! —dijo el carnicero—. Habrá girado por la 9, ¿y qué?

El ayudante no había visto que Arthur girara por la 9, ni a la derecha ni a la izquierda, y tampoco lo había visto cruzar. Había desaparecido, estaba seguro. Pero ¿cómo insistir en eso? ¿Adónde va a parar uno si le dice al patrón que está equivocado? Además, el tipo del abrigo podría haber girado por la 9, después de todo. ¿Por dónde, si no?

Pero Arthur Gammet ya no estaba en Nueva York. En verdad había desaparecido.

En algún sitio, no necesariamente sobre la Tierra, un ser llamado Nelsebú miraba fijamente un pentágono. En el interior de la figura había algo que él no había llamado. Nelsebú puso cara agria, tenía sobradas razones para sentirse enojado. Había pasado años desenterrando fórmulas mágicas, experimentando con hierbas y esencias, leyendo los mejores libros de hechicería y brujería. Había puesto sus conocimientos en un gigantesco esfuerzo ¿y qué resultaba de eso? Aparecía un demonio que no tenía nada que ver.

Naturalmente, cabían muchos errores. La mano cortada del cadáver… podía ser la de un suicida, pues no se podía confiar ni en el mejor de los comerciantes. O quizá la línea del pentágono estaba ligeramente ondulada; eso era muy importante. O tal vez había cambiado el orden de las palabras que formaban el conjuro. Con que una sola sílaba fuera entonada equivocadamente bastaba para provocar algo así.

De cualquier modo, la cosa ya no tenía remedio. Nelsebú apoyó un hombro cubierto de escamas rojas contra la enorme botella que estaba a sus espaldas y se rascó el otro con una uña similar a una daga. Como solía ocurrir cuando se sentía perplejo, su cola espinosa se agitó con movimientos inseguros.

Al menos tenía un demonio, cualquiera que fuese.

Pero ese individuo que estaba en el interior del pentágono no se parecía a ningún demonio convencional. Esos pliegues flojos de carne gris, por ejemplo… Bueno, claro que los relatos históricos eran muy poco exactos. No importaba mucho a que especie de seres sobrenaturales pertenecía: tendría que servir. De eso estaba seguro. Nelsebú acomodó sus pies provistos de cascos bajo el cuerpo y aguardó a que el extraño hablara.

Arthur Gammet estaba demasiado aturdido como para hablar. En cierto momento había estado caminando hacia la oficina de seguros, pensando en sus propios asuntos, disfrutando del buen aire de comienzos de primavera. Al descender de la acera en la Segunda Avenida y la calle 9… había aterrizado allí. ¿Dónde quedaba ese «allí»?

Inclinándose ligeramente logró ver, a través de la espesa niebla que llenaba el cuarto, un inmenso monstruo cubierto de escamas rojas sentado en cuclillas. A su lado había algo similar a una botella, pero de tres metros de altura. Aquel ser tenía una cola espinosa con la que se estaba rascando la cabeza mientras clavaba en Arthur sus ojillos de cerdo. Arthur trató de retroceder apresuradamente, pero no logró dar más de un paso. Notó que estaba dentro de un área delimitada con tiza: algo le impedía pasar por sobre las líneas blancas.

Al fin la criatura quebró el silencio, diciendo:

Ya ves, ahora te tengo en mi poder.

No eran ésas las palabras que pronunciara: los sonidos eran totalmente extraños. Pero de algún modo Arthur comprendió el pensamiento que expresaban. No se trataba de una transmisión telepática: más bien, era como si estuviera traduciendo un idioma extranjero de modo automático y coloquial.

—Confieso que estoy bastante desilusionado —prosiguió Nelsebú, al ver que el demonio capturado no respondía Todas nuestras leyendas dicen que los demonios son seres horrendos, de cinco metros de altura; dicen que tienen alas y una cabeza diminuta y un agujero en el pecho que arroja chorros de agua fría.

Arthur Gammet se quitó el abrigo y lo dejó caer a sus pies. Consideró vagamente la idea de que los demonios pudieran eyectar chorros de agua fría, Ese cuarto era un horno. Su traje gris se había convertido en una masa de tela arrugada empapada en sudor.

Con ese pensamiento llegó la aceptación: aceptó la existencia de la criatura roja, de las líneas de tiza que no podía atravesar, del cuarto caldeado… Todo.

En libros, revistas y películas había visto que cualquier hombre puesto en una situación extraña suele decir: «Pellízquenme; debo estar soñando», o «¡Dios mío, esto no puede ser: estoy loco o borracho!». Arthur no tenía la menor intención de decir cosas tan absurdas como ésas. Por una parte, a aquella enorme criatura roja no le gustaría mucho; por otra sabía que no estaba soñando, ni borracho ni loco. En su vocabulario no había palabras adecuadas para expresarlo, pero él lo sabía. Un sueño era una cosa, y ésta era otra totalmente distinta.

—Las leyendas no dicen que los demonios puedan quitarse la piel —dijo Nelsebú, pensativo, mientras contemplaba el abrigo caído a los pies de Arthur—. ¡Qué interesante!

—Esto es un error —dijo Arthur, con firmeza.

La experiencia adquirida como agente de seguros le prestaba ahora gran utilidad. Esta acostumbrado a tratar con toda clase de gente y a sortear todo tipo de situaciones enrevesadas. Era evidente que esa criatura había tratado de atraer a un demonio. Nadie tenía la culpa de que hubiese invocado a Arthur Gammet. El pobre parecía estar bajo la impresión de que «él» era un demonio, y era necesario rectificar inmediatamente ese error.

—Soy agente de seguros —dijo.

La criatura meneó su enorme cabeza cornamentada y agitó la cola de un lado a otro, en señal de disgusto.

—Las funciones que cumplas en el otro mundo no me interesan en lo más mínimo, —gruñó—. No me importa qué clase de demonio eres.

—Pero le digo que no soy un…

—¡No mientas! — aulló Nelsebú, —lanzándole una mirada iracunda desde una esquina del pentágono—. Sé que eres un demonio. ¡Y quiero drasto!

—¿Drasto? No sé que…

—Ya conozco todas sus tretas demoníacas —dijo Nelsebú, calmándose con visible dificultad—. Sé muy bien, y tú también lo sabes, que cuando se conjura un demonio éste debe conceder un deseo. Te he conjurado y quiero drasto. Cinco mil kilos de drasto.

—Drasto… —balbuceó Arthur, incómodo, desde el rincón más apartado del monstruo y su peligrosa cola.

—Drasto, o vuto, o hakatinny, o sup-der-up. Todo es lo mismo.

Arthur Gammet comprendió que hablara de dinero. Aunque ese argot le era desconocido, no había forma de confundir el sentido involucrado en esas palabras. Sin duda alguna drasto era la moneda corriente en ese país.

—Cinco mil kilos no es mucho —dijo Nelsebú con una sonrisa taimada—. Para ti no lo es. Deberías alegrarte de que yo no sea como esos tontos que piden la inmortalidad.

Arthur se alegró.

—¿Y si no lo hago? —inquirió.

Una arruga en el ceño de Nelsebú reemplazó a la sonrisa.

—En ese caso me veré forzado a conjurarte nuevamente… dentro de la botella.

Arthur contempló la botella verde que se alzaba sobre la cabeza del monstruo. Era ancha en la base opaca y se afinaba hasta el cuello delgado. Si aquel ente lograba meterlo allí, jamás podría escapar por ese cuello. Si el ente lograba meterlo allí. Y Arthur no dudaba de que lo lograría.

Nelsebú volvió a sonreír con más ironía que nunca.

—Claro que no hay motivos para tomar medidas tan drásticas. No te costará mucho conseguirme cinco mil kilos de buen sup-der-up. Con sólo un ademán de la mano puedes hacerme rico.

Hizo una pausa y su sonrisa se tornó más zalamera.

—¿Sabes? —prosiguió—. Esto me ha llevado mucho tiempo. Leí muchos libros y gasté un montón de «vuto».

De pronto su cola azotó el suelo como una bala que rebotara sobre granito.

—¡No trates de jugarme una mala pasada! —gritó.

Arthur descubrió que la fuerza de la tiza se extendía hacia arriba hasta donde él podía alcanzar. Con mucha cautela se recostó contra la pared invisible y descubrió que lo sostenía.

Cinco mil kilos de oro. Evidentemente, la criatura era algún mago. Dios sabía de dónde. Tal vez de otro planeta. Había tratado de conjurar un demonio que le concediera un deseo, y allí estaba él. Quería obtener algo por su mediación: de lo contrario allí estaba la botella. Todo era irrazonable, pero Arthur Gammet comenzaba a sospechar que la mayor parte de los magos eran irrazonables.

—Trataré de conseguirte el drasto —dijo Arthur, comprendiendo que debía decir algo—. Pero para eso debo regresar al… ejem… submundo. No es cierto que se pueda hacer con un ademán de la mano.

—Está bien —dijo el monstruo, con una mirada libidinosa—. Confiaré en ti. Pero recuerda que puedo traerte de regreso cuando quiera, de modo que no trates de escaparte. ¡Ah, me llamo Nelsebú!

—¿Tienes algo que ver con Belcebú? —preguntó Arthur.

—Era mi bisabuelo —replicó Nelsebú, echándole una mirada suspicaz—. Un gran soldado. Lástima que…

Nelsebú se interrumpió bruscamente, lleno de cólera.

—¡Ustedes los demonios lo saben muy bien! ¡Vete! «¡Y trae ese drasto!».

Arthur Gammet volvió a desaparecer.

Se materializó en la esquina de la Segunda Avenida y la calle 9, donde desapareciera anteriormente. El abrigo estaba a sus pies; tenía las ropas empapadas en sudor. Se tambaleó un poco antes de recuperar el equilibrio, puesto que había estado recostado contra el muro de energía en el momento en que Nelsebú lo enviara de regreso. Tras recoger su abrigo volvió de prisa a su departamento. Por fortuna había poca gente alrededor. Dos amas de casa dieron un respingo y se apartaron rápidamente. Un caballero vestido con mucha elegancia parpadeó cuatro o cinco veces y dio un paso adelante como si quisiera preguntar algo; por último cambió de idea y se alejó precipitadamente hacia la calle 8. El resto pareció no reparar en él o no preocuparse en absoluto.

Ya en su departamento de dos ambientes, Arthur hizo un débil intento por descartar todo aquello como si fuera un sueño. Falló lamentablemente, no tenía más remedio que calcular sus posibilidades.

Tal vez pudiera conseguir el drasto, siempre que descubriera de qué se trataba. Ese elemento de tanto valor para Nelsebú podía ser cualquier cosa. Plomo, quizás, o hierro. Aun así sus escasos recursos quedarían exhaustos.

Podía acudir a la policía. Y lo encerrarían en un asilo. Estaba fuera de cuestión.

O no conseguir el drasto… y pasar el resto de sus días en una botella. También estaba fuera de cuestión.

No le quedaba sino aguardar a que Nelsebú volviera a conjurarlo y averiguar qué era el drasto. Quizá fuera tierra, tierra común; si Nelsebú podía conseguir transporte, la obtendría en la granja de su tío en Nueva Jersey.

Arthur Gammet telefoneó a la oficina para comunicar que estaba enfermo y que faltaría varios días. Después se preparó un bocadillo en la cocina, orgulloso de su buen apetito. No cualquiera era capaz de enfrentar la grave posibilidad de verse encerrado en una botella sin perder las ganas de comer. Limpió la cocina y se cambió de ropas, poniéndose un traje ligero. Eran las cuatro y media de la tarde. Se tendió en la cama y aguardó. A eso de las nueves y media desapareció.

Has vuelto a cambiar la piel —comentó Nelsebú—. ¿Dónde está el drasto?

Y caminó en torno al pentágono retorciendo ansiosamente el rabo.

—No lo tengo escondido tras la espalda —indicó Arthur, volviéndose a mirarlo—. Necesito más información.

Y adoptó una pose indiferente, recostado contra las líneas invisibles que irradiaban de la pared.

También necesito tu promesa de que me dejarás tranquilo una vez que te haya conseguido eso.

—Por supuesto —respondió Nelsebú alegremente—. De cualquier modo, sólo puedo pedir un deseo. ¿Sabes qué haré? Te ofreceré el gran juramento de Satanás. Como sabes, lo compromete a uno para siempre.

—¿Satanás?

—Uno de nuestros primeros presidentes —dijo Nelsebú con aire de gran respeto—. Mi bisabuelo Belcebú sirvió a sus órdenes. Por desgracia… ¡oh, bueno, tú ya sabes todo eso!

Nelsebú pronunció el gran juramento de Satanás. Era en verdad impresionante. Mientras lo decía, las neblinas azules de la habitación se tiñeron de rojo en los bordes y los contornos de la enorme botella se alteraron de un modo horripilante bajo la luz difusa. Arthur sudaba a chorros aun con el traje de verano. Le habría venido bien ser uno de esos demonios que exhalaban frío.

—Ya está —dijo Nelsebú, erguido en medio de la habitación, con la cola enroscada en torno a la cintura.

En sus ojos había una mirada extraña, la mirada de quien recuerda glorias pasadas. Comenzó a ir y venir frente al pentágono, arrastrando la cola.

—Ahora ¿qué clase de información quieres?

—Descríbeme ese drasto.

—Bueno, es suave, pesado…

Podía ser plomo.

—Y amarillo.

Oro.

—¡Hum! —dijo Arthur, contemplando la botella—. ¿No suele ser gris algunas veces?

—No. Es siempre amarillo. A veces tiene un tinte rojizo.

Oro, sin lugar a dudas. Arthur contempló aquel monstruo escamado que iba y venía con ansiedad apenas contenido. Cinco mil kilos de oro. Eso equivalía a… No, no valía la pena hacer el cálculo. Imposible.

—Necesito algún tiempo —dijo—. Unos sesenta o setenta años. Oye, te llamaré en cuanto…

Nelsebú le interrumpió con una rotunda carcajada. Por lo visto, Arthur acababa de tocar su rudimentario sentido del humor, pues se apretaba las caderas, aullando de risa.

—¡Sesenta o setenta años! —gritaba.

La botella se estremeció; hasta las líneas del pentágono parecieron ondular.

—¡Te daré sesenta o setenta minutos! ¡Si no, a la botella!

—Espera un momento —pidió Arthur desde el otro extremo del pentágono—. Necesito un poco de… ¡Aguarda!

Acababa de ocurrírsele una idea; sin lugar a dudas, la mejor idea de su vida. Más aún, era una idea propia.

—Necesito la fórmula exacta que empleaste para invocarme —dijo Arthur—. Debo verificar que todo esté en orden con la oficina principal.

El monstruo, colérico, lo llenó de maldiciones. El aire se tornó negro y purpúreo; la botella tintineó, vibrando en el tono de la, voz de Nelsebú; el cuarto entero pareció hervir. Pero Arthur Gammet se mantuvo firme. Explicó pacientemente al monstruo, siete u ocho veces, que no serviría de nada embotellarlo, puesto que así jamás se reuniría con el oro. Sólo quería la fórmula, y eso no debía ser tan…

Al fin la consiguió.

—¡Y nada de tretas! —tronó Nelsebú, indicando la botella con manos y cola.

Arthur asintió débilmente y reapareció en su propio cuarto.

Pasó los días siguientes en una frenética búsqueda por la ciudad de Nueva York. Algunos de los ingredientes eran fáciles de encontrar, como la rama de muérdago y el sulfuro. El musgo de cementerio resultó más complicado, al igual que el ala izquierda de murciélago. En cambio otra cosa lo tuvo perplejo por algún tiempo: la mano herida del hombre asesinado. Finalmente consiguió una en un negocio que se especializaba en satisfacer los requerimientos de los estudiantes de medicina. El comerciante le garantizó que la mano pertenecía al cuerpo de un hombre fallecido de muerte violenta. Arthur sospechó que el hombre sólo trataba de seguirle el juego, pero no podía hacer nada al respecto.

Entre otras cosas compró una botella grande. Resultó muy barata, para su sorpresa. Vivir en Nueva York tenía sus compensaciones. Por lo visto, no había nada, absolutamente nada que no se pudiera comprar.

Tres días después tenía ya todos los materiales necesarios. En la medianoche del tercer día los acomodó en el suelo de su departamento. En la ventana brillaba la luz de la luna; le faltaba un cuarto para ser luna llena, pero el conjuro no especificaba con mucha claridad en que fase debía realizarse el hechizo. Todo parecía estar en orden. Arthur dibujó el pentágono, encendió las velas, quemó el incienso y comenzó a cantar. Suponía que siguiendo estrictamente las indicaciones podría conjurar a Nelsebú. Entonces expresaría el deseo de que Nelsebú lo dejara en paz. Parecía perfecto.

Mientras entonaba la fórmula se esparcieron por el cuarto las neblinas azules; pronto vio que algo crecía en el centro del pentágono.

—¡Nelsebú! —gritó.

Pero no era Nelsebú.

En el pentágono había un ser de quince metros de altura; tuvo que encorvarse hasta tocar casi el suelo con la cabeza a fin de caber en el departamento. Era algo pavoroso, dotado de alas, con cabeza muy pequeña y un agujero en el pecho.

Arthur Gammet había conjurado a un demonio que no tenía nada que ver con Nelsebú.

—¿Qué significa esto? —preguntó el demonio, lanzando un chorro de agua helada por el pecho.

El agua golpeó contra las paredes invisibles del pentágono y cayó al suelo. Aquel ademán debió ser mero reflejo, pues el cuarto de Arthur estaba fresco.

—Quiero que cumplas mi deseo —dijo Arthur.

El demonio era azul y delgado hasta lo increíble; sus alas eran sólo dos vestigios. Golpearon una o dos veces contra la estructura ósea del demonio antes de que éste contestara:

—No sé quién eres ni cómo me has traído aquí. Pero eres inteligente, sin lugar a dudas.

—Nada de charlas —replicó Arthur, nervioso, mientras se preguntaba cuánto tardaría Nelsebú en volver a conjurarlo. Quiero cinco mil kilos de oro.

También se lo conoce como drasto, hakatinny o sup-der-up.

En cualquier momento podía encontrarse dentro de una botella.

—Bueno —dijo el demonio congelante—. Pareces estar bajo la errónea impresión de que yo soy…

—Tienes veinticuatro horas.

—No soy rico —dijo el demonio—. Apenas un pequeño comerciante. Pero si me das tiempo… trataré de conseguirlo.

—Si no, a la botella —dijo Arthur.

Al señalar la gran botella que había puesto en el rincón comprendió que jamás podrían caber en ella los quince metros de demonio.

—La próxima vez que te conjure tendré una botella lo bastante grande como para que quepas en ella —agregó— No sabía que eras tan alto.

—He oído contar que alguna gente desaparece —musitó el demonio—. Esto es lo que pasa. El submundo. De cualquier modo, nadie me lo creería.

—Consígueme ese drasto —dijo Arthur—. ¡Vete!

El demonio congelante desapareció.

Arthur Gammet sabía que no podía permitirse más de veinticuatro horas, y aun así era calcular las cosas con márgenes demasiado estrechos: ¿cómo saber cuando decidiría Nelsebú que ya le había dado bastante tiempo? No había forma de adivinar lo que haría aquel monstruo escamoso si se sentía desilusionado por tercera vez. Hacia el final del día, Arthur se encontró aferrado a la rejilla de la calefacción. ¡De poco le serviría cuando lo conjuraran otra vez! Pero era consolador tener algo firme donde aferrarse.

Además, era una vergüenza haberse visto obligado a actuar así con el demonio congelante. Era bien obvio que el demonio no era tal, así como tampoco Arthur lo era. Bueno, jamás lo metería en la botella. Si Nelsebú no se mostraba satisfecho no serviría de nada hacerlo.

Por último volvió a murmurar el encantamiento.

—Tendrás que ensanchar tu pentágono —dijo el demonio congelante, incómodamente agachado—. No tengo lugar para…

—¡Vete! —dijo Arthur.

Borró febrilmente el pentágono y volvió a dibujarlo, empleando en esa oportunidad toda el área de la habitación. Arrinconó la botella en la cocina (era la misma botella, pues no había logrado encontrar una de quince metros) y se instaló en el ropero. Entonces repitió la fórmula. Una vez más aquellas espesas neblinas azules se retorcieron sobre él.

—No te apresures —dijo el demonio congelante desde el interior del pentágono—. Aún no tengo el sup-der-up. Se ha producido un embotellamiento, puedo explicártelo todo.

Batió las alas para aventar las neblinas. Detrás de él había una botella de tres metros de altura. En su interior, verde de rabia, estaba Nelsebú. Parecía gritar, pero la botella taponada no dejaba oír sus gritos.

—Conseguí la fórmula en la biblioteca —dijo el demonio—. Casi me desmayo cuando eso funcionó. Siempre he sido un comerciante testarudo, ¿sabes? No me gustan estas cosas sobrenaturales. Pero hay que hacer frente a los hechos. De cualquier modo, aquí tengo este demonio…

Señaló la botella con uno de sus flacos brazos y explicó:

—No quiere colaborar, así que lo embotellé. El demonio congelante recibió con un suspiro la sonrisa de Arthur: era un alivio, aunque fuera momentáneo.

—Oye, no quiero que me embotelles —prosiguió el demonio congelante—. Tengo mujer y tres hijos. Tú comprendes, con la depresión que hay en seguros y todo eso, no podría conseguir cinco mil kilos de drasto ni con un ejército. Pero en cuanto convenza a este demonio de que…

—No te preocupes por el drasto —dijo Arthur—. Llévate el demonio contigo y mantenlo envasado. En la botella, por supuesto.

—Lo haré —dijo el agente de seguros de las alas azules—. Y con respecto al drasto…

—Olvídate de eso —respondió Arthur calurosamente—. Después de todo los agentes de seguro tenemos que apoyarnos mutuamente. ¿Te ocupas de hurtos e incendios?

—Estoy más en la línea de accidentes —respondió el otro—. Pero te diré: he estado pensando…

Nelsebú rabiaba y profería juramentos en el interior de la botella mientras los dos agentes de seguros seguían analizando los pormenores de su profesión.