Bob Granger llevaba casi dos horas acuclillado tras un exhibidor de cristalería. Como las piernas comenzaban a acalambrársele, se movió un poco para aliviarlas. El palo de golf que tenía en el regazo (un hierro número diez) cayó al suelo con estruendo.
—¡Shh! —susurró Janice, aferrando su palo número cinco.
—No creo que venga —dijo Bob.
—Silencio, querido —volvió a susurrar Janice, escudriñando la oscuridad del negocio.
Aún no había señales del asaltante. Todas las noches de la semana anterior había entrado para llevarse misteriosamente generadores, refrigeradores y acondicionadores de aire. Misteriosamente, pues no hacía saltar los candados, no violaba las ventanas ni dejaba huellas. Sin embargo entraba una y otra vez, y en cada oportunidad se llevaba buena parte del stock.
—Me parece que no ha sido una idea muy acertada ésta de esperarlo —susurró Bob—. Después de todo, si es capaz de llevarse un generador de doscientos o trescientos kilos sobre la espalda…
—Lo dominaremos —dijo Janice, con esa firmeza que la hiciera sargento en el cuerpo motorizado y la rama femenina del Ejército—. Además tenemos que detenerlo: está retrasando nuestra boda.
Bob asintió en la oscuridad. Él y Janice habían construido e instalado ese negocio con lo que ahorraran en el Ejercito; planeaban casarse en cuanto las ganancias se los permitiera, pero alguien había dado en robar refrigeradores y acondicionadores de aire.
—Me parece oír algo —observó Janice, y sujetó el palo con más fuerza.
En algún sitio del negocio se produjo un leve ruido. Ambos aguardaron. Finalmente hubo un ruido de suaves pisadas sobre el linóleo.
—Cuando llegue al centro —susurró Janice— enciende las luces.
Al fin lograron distinguir una forma negra contra la oscuridad. Bob encendió las luces, gritando:
—¡Quieto ahí!
—¡Oh, no! —exclamó Janice.
El palo de golf estuvo a punto de caérsele, Bob se volvió y tragó saliva.
Frente a ellos había un ser de tres metros de altura, aproximadamente. Tenía pequeños cuernos en la frente y unas alas diminutas a la espalda. Vestía un mono y una camiseta blanca sobre la que se leían, en letras de color escarlata, las palabras «EBLIS TEC». Sus tremendos pies estaban calzados con coturnos blancos. Llevaba el pelo rubio cortado al rape.
—Maldición —dijo, mirando a Bob y a Janice—. ¿Por qué no habré estudiado Invisibilidad en la Tecnológica?
Cerró los brazos en torno al estómago e infló las mejillas. Sus piernas desaparecieron instantáneamente. Al inflar las mejillas un poco más logró desaparecer hasta el estómago, pero no pasó de allí.
—No puedo —dijo soltando el aire, con lo que la parte inferior del cuerpo volvió a aparecer—. No tengo esa facilidad, maldición.
—¿Qué quiere usted? —preguntó Janice, irguiéndose en toda su esbelta estatura, que no llegaba al metro sesenta.
—¿Qué quiero? A ver… ¡Oh, sí!, un ventilador.
Cruzó el cuarto y escogió un gran ventilador de pie.
—¡Un momento! —gritó Bob.
Se dirigió al gigante con el palo de golf en posición. Janice lo seguía de cerca.
—¿Adónde piensa llevarse eso? —preguntó Bob.
—Al rey Aleriano —dijo el gigante—. Es un deseo suyo.
—¡Ah, con que un deseo! —observó Janice—. Será mejor que lo deje donde estaba.
Y diciendo así colocó el palo sobre el hombro, lista para atacar.
—Es que no puedo —respondió el joven gigante, con un temblor nervioso en las pequeñas alas—. Es un deseo.
—Usted lo ha querido —dijo Janice.
Era menuda, pero en el Ejército la habían puesto en buen estado físico; allí trabajaba anteriormente reparando motores de jeeps. Con el pelo rubio fletándole en torno a la cabeza, balanceó su palo.
—¡Au! —dijo.
El palo número cinco rebotó sobre la cabeza del ser y estuvo a punto de voltear a Janice en el rebote. Al mismo tiempo Bob lanzó su palo contra las costillas del gigante. El golpe pasó a través de su cuerpo y se estrelló contra el suelo.
—La fuerza no puede contra los ferras —dijo el joven gigante en tono de disculpa.
—¿Los qué? —preguntó Bob.
—Los ferras. Somos primos hermanos de los genios y parientes políticos de los devas.
Así diciendo retrocedió hasta el centro de la habitación, con el ventilador aferrado en una de sus manazas.
—Y ahora, si me lo permiten…
—¿Un demonio? —exclamó Janice, boquiabierta.
En casa de sus padres nunca se había hablado de fantasmas ni de demonios; por lo tanto, Janice era una realista empecinada. Era hábil para reparar cualquier artefacto mecánico, y en eso consistía su parte en la sociedad. Todo lo que requiriera mayor imaginación quedaba a cargo de Bob.
Este, que se había criado con una liberal lectura del Mago de Oz y Burroughs, se mostró más crédulo:
—¿Quiere decir que usted ha brotado de las Mil y Una Noches?
—¡Oh, no! —corrigió el ferra—. Tal como le he dicho, los genios de Arabia son primos míos. Todos los demonios somos parientes, pero yo soy un ferra, de la familia de los ferras.
—¿Tendría a bien decirme —inquirió Bob— qué está haciendo con mi generador, mi acondicionador de aire y mi nevera?
—Con mucho gusto —repuso el ferra, dejando el ventilador.
Tanteó el aire a su alrededor hasta encontrar lo que necesitaba y se sentó en la nada. Después cruzó las piernas y se ajustó los cordones de uno de sus coturnos.
—Me gradué en la Tecnológica de Eblis hace apenas tres semanas —comenzó—. Naturalmente, solicité que me tomaran para el servicio civil. Provengo de una larga estirpe de funcionarios del gobierno. Pero los registros estaban atestados, así que…
—¿Servicio civil?, preguntó Bob.
—¡Oh, sí! Todos son puestos en el gobierno. Hasta el genio de la lámpara de Aladino era un funcionario del gobierno. Pero hay que pasar el examen de ingreso.
—Prosiga —dijo Bob.
—Prométanme que esto no trascenderá: conseguí mi puesto por influencia.
Se ruborizó, tomando un color anaranjado.
—Mi padre está en el Consejo del Submundo y utilizó sus relaciones. Me eligieron entre cuatro mil ferras de mayor rango para ocupar el puesto de ferra de la Taza del Rey. Es todo un honor, como comprenderá.
Hubo un breve silencio. Después el ferra prosiguió:
—Debo confesar que no estaba preparado para eso. El ferra de la Taza debe dominar todas las ramas de la demonología. Yo estaba recién licenciado y con notas apenas suficientes. Pero naturalmente creí que podría componérmelas con cualquier cosa.
El ferra hizo una pausa y se acomodó en el aire.
—Bueno —dijo en seguida—, no quiero preocuparlos con mis problemas.
Se levantó y retomó el ventilador, agregando:
—Si me disculpan…
—Un momento —dijo Janice—. ¿El rey le ha ordenado llevarle nuestro ventilador?
—En cierto modo —respondió el ferra, volviendo a ponerse anaranjado.
—Bueno, vea —continuó Janice—. ¿Es rico el rey? Por el momento, había decidido tratar a esa entidad supersticiosa como si fuera una persona real.
—Es un monarca muy acaudalado.
—Entonces, ¿por qué no compra estos artículos? —inquirió Janice—. ¿Qué necesidad tiene de robarlos?
—Bueno —balbuceó el ferra—, no tiene dónde comprarlos.
—Debe tratarse de algún país perdido en el Lejano Oriente —observó Janice, como para sí—. ¿Por qué no importa esa mercancía? Cualquier compañía se la haría llegar con mucho gusto.
—Todo esto me da mucha vergüenza —dijo el ferra, frotando un coturno contra el otro—. ¡Ojalá pudiera volverme invisible!
—Desembuche —ordenó Bob.
El ferra explicó, ceñudo:
—Si no hay más remedio. El rey Aleriano vive en el año 2000 a. C., según el calendario de ustedes.
—En ese caso cómo…
—¡Oh, un momento! —interrumpió el joven ferra—. Les explicaré todo.
Se enjugó las manos transpiradas en la camiseta y prosiguió:
—Tal como les dije, obtuve el trabajo de ferra de la Taza del Rey. Pensé que él pediría joyas o mujeres hermosas; yo no habría tenido ninguna dificultad en conseguirle esas cosas; lo aprendemos en el primer curso. Pero el rey tenía cuantas joyas quería y más mujeres de las que podía atender. Y ¿qué se le ocurre? Me dice: «Ferra, mi palacio es muy caliente en el verano. Refréscalo». Enseguida comprendí que eso superaba mi capacidad. Sólo un ferra muy experimentado puede manejar el clima. Creo que mientras estuve en la facultad me dediqué demasiado al equipo de atletismo. Me vi en un aprieto. Corrí entonces a buscar la Enciclopedia Maestra y busqué «Clima». Los conjuros eran demasiado difíciles para mí; tampoco podía pedir ayuda sin reconocer mi falta de competencia para el trabajo. Pero leí que en el siglo XX se controlaba artificialmente el clima. Luego vine aquí, por el angosto camino hacia el futuro, y tomé uno de sus acondicionadores de aire. Cuando el rey quiso que la comida dejara de echársele a perder volví por una nevera. Y después fue…
—¿Conectó todo eso al generador? —preguntó Janice, interesada por esos detalles.
—Sí. No sé mucho de conjuros, pero soy bastante hábil con la mecánica.
Bob comprendió que todo se ajustaba a la lógica. Después de todo, ¿quién podía mantener fresco un palacio en el año 2000 a. C.? Ni con todo el dinero del mundo se habría podido comprar la ráfaga helada de un acondicionador ni las cualidades de conservación de una nevera. Pero a Bob le preocupaba aún otra cosa: ¿Qué clase de demonio era aquél? No parecía asirio. Egipcio, menos todavía.
—No entiendo —dijo Janice—. ¿En el pasado? ¿Eso significa que usted viaja por el tiempo?
—Por supuesto, me especializo en viajes por el tiempo —explicó el ferra con orgullo infantil.
«Podría ser azteca», pensó Bob, «pero no lo parece».
—Bueno —dijo Janice—, ¿por qué no va a otra parte? ¿Por qué no roba en alguno de los negocios más grandes?
—Este es el único lugar por donde pasa la ruta al futuro —dijo el ferra.
Y recogió el ventilador.
—Siento tener que hacerlo, pero si no tengo éxito esta vez no habrá otra oportunidad para mí. Iré a parar al limbo.
Así diciendo desapareció.
Media hora después, Bob y Janice tomaban café en el rincón de un comedor abierto durante toda la noche, mientras hablaban en voz baja.
—No creo una sola palabra de todo eso —decía Janice, recuperado ya todo su escepticismo—. ¡Demonios! ¡Ferras!
—Tendrás que creerlo —replicó Bob, fatigado—. Tú misma lo viste.
—No tengo por qué creer en todo lo que veo —insistió porfiadamente Janice.
Después pensó en los artículos faltantes, en las ganancias desvanecidas y en la fecha del casamiento, que se alejaba cada vez más.
—Está bien —aceptó—. ¡Oh, amor mío! ¿Qué vamos a hacer?
—Habrá que combatir la magia con magia —afirmó Bob, confiado—. Volverá mañana por la noche. Lo estaremos esperando.
—Me parece bien —dijo Janice—. Sé dónde podemos conseguir prestado un buen Winchester…
Bob meneó la cabeza.
—Las balas rebotarían en él o lo atravesarían sin hacerle daño. Lo que hace falta es una buena magia, bien poderosa. Una dosis de su misma medicina.
—¿Qué clase de magia? —preguntó Janice.
—Para estar seguros las usaremos todas. ¡Ojalá supiera de dónde proviene! Para que la magia sea realmente efectiva…
—¿Quieren más café? —dijo al camarero, apareciendo súbitamente ante ellos.
Bob levantó los ojos con expresión de culpabilidad, mientras Janice se ruborizaba.
—Vámonos —dijo a Bob—. Si alguien nos oyese reirán de nosotros en toda la ciudad.
Esa noche se encontraron en el negocio. Bob había pasado todo el día en la biblioteca, reuniendo material. Al presente contaba con veinticinco hojas cubiertas con sus garabatos por ambos lados.
—Todavía creo que debimos traer el Winchester —observó Janice, recogiendo un desmontador de ruedas de la sección Herramientas.
El ferra apareció a las once y cuarenta y cinco.
—¡Hola! —dijo—. ¿Dónde tienen las estufas eléctricas? El rey quiere algo para el invierno. Está harto de los hogares. Son demasiado sucios.
—Vete —dijo Bob— ¡en el nombre de la cruz!
Y levantó un crucifijo.
—Lo siento —observó el ferra con simpatía—. Los ferras no tenemos nada que ver con el cristianismo.
—¡Vete en nombre de Namtar y de Idpa! —prosiguió Bob, puesto que la Mesopotamia encabezaba sus notas—. ¡En el nombre de Utuc, habitante del desierto, en el nombre de Telal y Alal!
—¡Oh, aquí están! —dijo el ferra—. ¿Por qué me meto en estos problemas? Este es el modelo eléctrico, ¿verdad? Parece de bastante baja calidad.
—Invoco a Rata, el constructor de navíos —entonó Bob, volviendo el rumbo hacia la Polinesia—. Y a Hina, el constructor de chozas.
—¡Cómo baja calidad! —protestó Janice, cediendo a su instinto comercial—. Esa estufa tiene un año de garantía incondicional.
—Invoco al Lobo de los cielos —prosiguió Bob, pasando de la Polinesia a la China—, el Lobo que custodia los portales de Shag Ti. Invoco al dios del Trueno, Lei King…
—Veamos, tengo un asador al infrarrojo —dijo el ferra—. Y necesito una bañera. ¿Tienen bañeras?
—Invoco a Baal, a Buer, a Forcas, a Marcocias, a Astaroth…
—Son éstas, ¿no? —preguntó el ferra a Janice, que asintió involuntariamente—. Creo que llevaré la más grande. El rey es bastante corpulento.
—¡… Behemot, Teutón, Asmodeo y al Incubo! —concluyó Bob.
El ferra le dedicó una mirada respetuosa.
Bob, ya enojado, invocó a Ormaz, rey persa de la luz, y al amonita Belfegor, y a Dagon, el de los antiguos filisteos.
—Eso es todo, creo —dijo el ferra.
Bob invocó a Damballa, pasó a los dioses de Arabia, probó la magia de Tesalia y los conjuros del Asia Menor. Azuzó a los dioses aztecas y sacudió a los espíritus malayos. Probó con África, Madagascar, India, Irlanda, Malaya, Escandinavia y Japón.
—Todo eso es impresionante —dijo el ferra—, pero no servirá de nada. Levantó la bañera, el asador y la estufa.
—¿Por qué no? —jadeó Bob sin aliento.
—Verá: a los ferras sólo nos afectan nuestros propios conjuros nativos. Así como los genios responden sólo a las leyes de la magia árabe. Además, usted no conoce mi verdadero nombre, y le aseguro que no se puede hacer ningún exorcismo si no se conoce el nombre del demonio.
—¿De qué país proviene usted? —preguntó Bob, secándose la transpiración de la frente.
—Lo siento —dijo el ferra—. Si supieran eso podrían encontrar algún conjuro válido contra mí. Y ya tengo bastantes problemas tal como están las cosas.
—Dígame —interpuso Janice—, si el rey es tan rico, ¿por qué no paga?
—El rey nunca paga por lo que puede conseguir gratuitamente —replicó el ferra—. Eso es lo que lo ha hecho tan rico.
Bob y Janice le clavaron una mirada intensa. El casamiento se desvanecía más y más hacia el futuro.
—Hasta mañana a la noche —se despidió el ferra. Y desapareció con un amistoso ademán de la mano.
Cuando el ferra se hubo marchado, Janice dijo:
—Bueno, y ahora, ¿qué podemos hacer? ¿Tienes alguna idea luminosa?
—Se me acabaron todas —replicó Bob, dejándose caer en un sofá.
—¿Otro poco de magia? —preguntó Janice con cierta ironía.
—Eso no da resultados. No pude encontrar «ferra» ni «rey Aleriano» en el diccionario. Probablemente sea de algún lugar que nunca oímos nombrar. Algún pequeño estado de la India.
—¡Qué suerte la nuestra! —exclamó Janice, abandonando toda ironía—. ¿Qué haremos, Bob? Supongo que mañana querrá una aspiradora y pasado un tocadiscos.
Cerró los ojos, tratando de concentrarse.
—El hace lo mejor que puede —dijo Bob.
—Creo que tengo una idea —afirmó Janice abriendo los ojos.
—¿De qué se trata?
—Ante todo, lo más importante es nuestro negocio y nuestro casamiento, ¿verdad?
—Verdad.
—Muy bien —dijo Janice, enrollándose las mangas—. Yo no sé nada sobre conjuros, pero sí de máquinas. Vamos a trabajar.
A la noche siguiente, el ferra los visitó a las once menos cuarto. Llevaba la misma camiseta blanca, pero había cambiado los coturnos por pantuflas tostadas.
—El rey ha pedido esto con muchísima urgencia —dijo—. Su nueva esposa le está haciendo la vida imposible; parece que la ropa no le dura más de un lavado. Las esclavas se la golpean contra las rocas.
—¡Cómo no! —dijo Bob.
—Sírvase —ofreció Janice.
—Esto es muy gentil de su parte —dijo el ferra, agradecido—. Créanme que se lo agradezco.
Eligió una lavadora.
—Ella la está esperando —dijo.
Y desapareció.
Bob ofreció a Janice un cigarrillo; ambos se sentaron en un diván para aguardar. Media hora después reapareció el ferra.
—¿Qué han hecho? —preguntó.
Janice replicó con mucha dulzura:
—¿Por qué? ¿Qué le ocurre?
—¡La lavadora! Cuando la reina lo puso en marcha lanzó una nube de humo maloliente. Después hizo varios ruidos extraños y se detuvo.
—En nuestro idioma —explicó Janice, exhalando un anillo de humo— diríamos que la maquinaria ha sido alterada.
—¿Alterada?
—Falseada. Amañada. Cosas así. Todo está alterado en el negocio.
—¡Pero no pueden hacer eso! Es trampa.
—Ya que usted es tan inteligente —replicó Janice, ponzoñosa—, arréglelo.
El ferra, con voz aniñada, respondió:
—Sólo estaba dándome aires. Era mucho mejor para los deportes.
Janice sonrió con un bostezo.
—Bueno, vaya —exclamó el ferra, mientras sus pequeñas alas se retorcían en movimientos nerviosos.
—Lo siento —dijo Bob.
—Esto me pone en una situación horrible. Me degradarán. Me expulsarán del servicio civil.
—No podemos darnos el lujo de ir a la bancarrota —observó Janice.
Bob meditó por un instante.
—Oiga —dijo—, ¿por qué no dice al rey que ha tropezado con una fuerte magia opositora? Dígale que debe pagar una tarifa a los demonios del submundo si quiere conseguir estos artefactos.
—No le gustará —protestó el ferra, dudando.
—Haga el intento —sugirió Bob.
—Lo haré.
Y el ferra desapareció.
—¿Cuánto crees que podemos cobrarle? —preguntó Janice.
—¡Oh, los precios normales! Después de todo hemos levantado este negocio a base de honradez. No haremos discriminaciones. Pero me gustaría saber de dónde viene.
—Es tan rico… —dijo Janice, soñadora—. Parece una vergüenza no…
—¡Un momento! —gritó Bob—. ¡No podemos hacer eso! ¿Cómo podemos enviar neveras al año 2000 a. C.? ¿O acondicionadores de aire?
—¿A qué te refieres?
—¡Cambiaría todo el curso de la historia! —dijo Bob—. Puede haber algún tipo inteligente que los estudie y averigüe cómo funcionan. ¡Y eso cambiaría todo el curso de la historia!
—¿Y? —preguntó Janice, siempre práctica.
—¿Y? La investigación se realizaría según otra orientación y el presente se alteraría.
—¿Quieres decir que es imposible?
—¡Sí!
—Es precisamente lo que vengo diciendo desde el principio —exclamó Janice, triunfante.
—¡Oh, acaba con eso! ¡Ojalá pudiera resolver esto! No importa de que país sea el ferra, de cualquier modo afectará el futuro. No podemos permitir que se produzca una paradoja.
—¿Por qué no? —preguntó Janice.
Pero en ese momento reapareció el ferra.
—El rey está de acuerdo —dijo—. ¿Queda saldado con esto lo que compré?
Y les alargó un pequeño saco. Al abrirlo, Bob comprobó que contenía veinticuatro o veinticinco rubíes de gran tamaño, esmeraldas y diamantes.
—No podemos aceptarlo —dijo Bob—. No se puede hacer negocio con ustedes.
—¡No seas supersticioso! —gritó Janice, viendo que el casamiento volvía a evaporarse.
—¿Por qué no? —preguntó el ferra.
—No podemos enviar cosas modernas al pasado —explicó Bob—. Eso cambiaría el presente. El mundo entero podría desaparecer, o algo así.
—¡Oh, no se preocupe por eso! —dijo el ferra—. Le garantizo que no ocurrirá nada.
—¿Cómo? Si lleva una lavadora a la antigua Roma…
—Por desgracia —replicó el ferra—, el reino de Aleriano no tiene futuro.
—¿Podría explicarme eso?
—Claro que sí.
El ferra volvió a tomar asiento en el aire y explicó:
—Dentro de tres años el rey Aleriano y su país todo serán completa e irrevocablemente destruidos por las fuerzas de la naturaleza. No se salvará nadie, ni nada.
—Magnífico —dijo Janice, haciendo girar un rubí a la luz—. Será mejor aprovechar ahora, mientras está en condiciones de comprar.
—Creo que eso lo soluciona todo —dijo Bob.
El negocio estaba a salvo, y el casamiento se situaba ahora en el futuro más inmediato.
—¿Y usted? —preguntó al ferra.
—Bueno, me ha ido bastante bien en este trabajo —respondió éste—; creo que pediré el traslado a un país extranjero. Me han dicho que hay magníficas oportunidades en la brujería árabe.
Se pasó una mano por el pelo rubio y corto, en ademán complacido y empezó a desaparecer, diciendo:
—Hasta pronto.
—Un momento —dijo Bob—. ¿Le importaría decirme de dónde proviene usted y cual es el país dónde reina Aleriano?
—En ese momento sólo quedaba la cabeza del ferra a la vista. Esta respondió:
¡Oh, creí que lo sabía! Los ferras somos los demonios de la Atlántida.
Y desapareció.