ALIMENTOS Y VENENOS

Untouched by Human Hands [One Man’s Poison], 1953

Hellman sacó de la lata el último rábano utilizando un compás. Lo sostuvo en el aire para que Casker lo admirará y después lo depositó cuidadosamente en el banco de trabajo, junto a la navaja de afeitar.

—Vaya comida para dos hombres —protestó Casker, dejándose caer en una de las sillas tapizadas de la nave.

—Si quieres ceder tu parte… —sugirió Hellman.

Casker se apresuró a menear la cabeza. Hellman, sonriendo, recogió la navaja y examinó el filo con ojo crítico.

—¿Tienes que convertirlo en una representación? —observó Casker, echando una mirada a los instrumentos de la nave.

Se aproximaban a una enana roja, el único sol dotado de planetas en esa zona. Casker agregó:

—A ver si terminamos con la cena antes de acercarnos mucho.

Hellman hizo una hábil incisión en el rábano, mirando con un solo ojo la parte superior de la navaja. Casker se inclinó con la boca abierta. Su compañero puso la navaja en posición y cortó limpiamente el rábano por la mitad.

—¿Quieres bendecir la comida? —preguntó.

Casker, con un gruñido, se metió una de las mitades en la boca. Hellman masticó más lentamente. Aquel sabor fuerte parecía explotar contra su poco usadas papilas gustativas.

—No es mucha cantidad —observó Hellman.

Casker no respondió: estudiaba atentamente la enana roja.

Hellman tragó con un suspiro el resto de su rábano. La última comida había tenido lugar hacía ya tres días… si se podía llamar comida a dos bizcochos y un vaso de agua. El rábano que yacía en la vasta vacuidad de su estómago era el último gramo de alimento a bordo de la nave.

—Dos planetas —dijo Casker—. Uno está achicharrado.

—En ese caso, aterrizaremos en el otro.

Casker asintió y suministró la computadora los datos de una espiral de deceleración. Mientras tanto, Hellman se preguntaba por centésima vez cuál había sido la equivocación. Tal vez se habían equivocado al hacer el pedido de alimentos cuando se detuvieron a buscar provisiones en la estación de Calao. Después de todo, estaba prestando más atención al equipo de minería. O quizás el personal de puerto había olvidado cargar aquellas últimas y preciosas cajas.

Volvió a ajustarse el cinturón. Aquél era el cuarto agujero nuevo que le hacía.

No valía la pena seguir pensando en eso. Cualquiera que fuera la razón, estaban en un berenjenal. Cosa irónica: tenían combustible más que suficiente para volver a Calao, pero antes de llegar se verían convertidos en dos cadáveres singularmente enflaquecidos.

—Allá vamos —dijo Casker.

Para empeorar la situación, esa inexplorada región del espacio tenía pocos soles y menos planetas. Tal vez hubiera la más remota posibilidad de reponer la reserva de agua, pero era prácticamente imposible encontrar algo para comer.

—Mira eso —gruñó Casker.

Hellman abandonó sus ensoñaciones para observar el planeta.

Era como un puercoespín redondo de color pardo grisáceo. A la débil luz de la enana roja centelleaban las espinas de un millón de montañas, agudas como alfileres. A medida que descendían en espiral hacia abajo, las montañas y los picos parecían estirarse para salirles al encuentro.

—No puede ser todo montañas —dijo Hellman.

—No lo es.

Había océanos y lagos, por cierto, de los cuales sobresalían islas irregulares y montañosas. Pero no se veían señales de suelo plano, ni rastros de civilización, ni siquiera de vida animal.

—Al menos tiene atmósfera de oxígeno —observó Casker.

La espiral de deceleración los llevó en torno al planeta a baja altura, frenados por la misma atmósfera. Pero no había más que montañas, lagos, océanos y más montañas.

En la octava vuelta Hellman divisó un edificio solitario en la cumbre de una montaña. Casker aplicó los frenos temerariamente; el casco de la nave se calentó al rojo. En la undécima lograron aproximarse para aterrizar.

—¡Qué lugar estúpido para edificar! —murmuró Casker.

El edificio tenía la forma de un buñuelo y combinaba bien con la cumbre, en torno a él había un reborde ancho y nivelado. Casker lo chamuscó al posarse la nave.

Si el edificio les había parecido grande desde arriba, visto de cerca resultaba enorme. Hellman y Casker se acercaron lentamente. El primero llevaba preparado su lanzallamas, pero no había señales de vida.

—Este planeta debe estar abandonado —comentó Hellman, casi en un susurro.

—Cualquier raza cuerda lo abandonaría —replicó Casker—. Hay planetas en abundancia por aquí; no hay necesidad de vivir en la punta de una aguja.

Llegaron a la puerta. Al tratar de abrirla, Hellman descubrió que estaba cerrada con llave. Se volvió a contemplar aquel espectacular despliegue de montañas.

—¿Sabes? —dijo—. Cuando este planeta estaba aún en estado de fusión debió sufrir la atracción de varias lunas gigantescas que ya han desaparecido. Las tensiones externas e internas le dieron esa apariencia espinosa que ahora tiene, y…

—Acaba con eso —le interrumpió Casker, grosero—. Se ve que eras bibliotecario antes de querer enriquecerte con el uranio.

Hellman, encogiéndose de hombros, abrió a fuego un agujero en la cerradura. Ambos aguardaron. El único ruido de aquella cumbre era el gruñido de sus respectivos estómagos.

Entraron.

Según toda evidencia, aquel enorme cuarto en forma de cuña era un depósito de mercaderías variadas. Las pilas se alzaban hasta el cielo raso; había artículos esparcidos por el suelo o amontonados al azar contra los muros. Había caías y envases de todos los tamaños y todas las formas posibles, algunos lo bastante grandes como para dar cabida a un elefante, otros tan pequeños como dedales.

Cerca de la puerta se alzaba una pila de libros polvorientos. Hellman se inclinó inmediatamente para examinarlos.

—En alguna parte debe haber comida —dijo Casker.

El rostro se le había iluminado por primera vez en toda la semana. Sin pérdida de tiempo comenzó a abrir la caja más próxima.

—Este es muy interesante —dijo Hellman, descartando todos los libros menos uno.

—Comamos antes —replicó Casker, rompiendo la cubierta de la caja.

En el interior había un polvo parduzco. Casker lo miró, lo olisqueó e hizo un gesto de desagrado.

—Realmente interesa —repitió Hellman, hojeando el libro.

Casker abrió una lata pequeña que contenía una baba verde y brillante. La cerró y abrió otra. Contenía una baba anaranjada y opaca.

—¡Hummm! —musitó Hellman, que seguía leyendo.

—¡Hellman! ¿Querrás tener la gentileza de dejar ese libro y ayudarme a encontrar comida?

—¿Comida? —repitió Hellman, levantando la vista— ¿Y qué te hace pensar que pueda haber comida por aquí? Bien podría ser una fábrica de pintura.

—¡Es un depósito! —gritó Casker.

Abrió una lata en forma de riñón y sacó de él una goma suave y purpúrea. En tanto trataba de olisquearla, la goma se endureció rápidamente y se deshizo en polvo. Levantó un puñado de él y se lo llevó a la boca.

—Podría ser extracto de estricnina —observó Hellman en tono indiferente. Casker se apresuró a soltar el polvo y a limpiarse las manos.

—Después de todo —señaló Hellman—, suponiendo que esto es un depósito (un escondite de víveres, si te parece, no sabemos que comían los habitantes primitivos. Ensalada de cicuta, condimentada con ácido sulfúrico.

—Tienes razón —reconoció Casker—, pero hay que comer. ¿Qué hacemos con todo esto?

Y al decir así señaló los cientos de cajas, latas y botellas.

—Habría que analizar cuantitativamente cuatro o cinco muestras —declaró Hellman, con energía—. Podríamos comenzar con una simple valoración: se sublima el ingrediente principal para ver si precipita, se halla el esquema molecular a partir de…

—Hellman, ni siquiera sabes de qué estás hablando. Tú eres bibliotecario, ¿recuerdas?, y yo piloto por correspondencia. ¿Qué sabemos de valoraciones y sublimaciones?

—Nada —aceptó Hellman—, pero eso es lo que deberíamos hacer. Es lo correcto.

—Claro. Y mientras tanto, mientras esperamos a que aparezca un químico, ¿qué hacemos?

—Esto podría servir de algo —sugirió Hellman indicando el libro—. ¿Sabes de qué se trata?

—No —respondió Casker, tratando de no perder los estribos.

—Es un diccionario de bolsillo, un texto básico para aprender el idioma de Helg.

—¿Helg?

—Este planeta. Los símbolos coinciden con los de las cajas.

—Nunca lo oí nombrar —dijo Casker, alzando una ceja.

—No creo que este planeta haya tenido ningún contacto con la Tierra —replicó Hellman—. Este diccionario no es helg-castellano, sino helg-aloombrigiano.

Casker recordó que Aloombrigida era el planeta natal de una raza de reptiles pequeños y aventureros, cercano al centro de la galaxia.

—¿Y cómo es que puedes leer aloombrigiano?

—La profesión de bibliotecario no es tan inútil —dijo Hellman con modestia—. En mi tiempo libre…

—Sí, sí. Ahora, ¿qué te parece si…

—¿Sabes qué pienso? —comentó Hellman—. Los aloombrigianos deben haber ayudado a los helganos a abandonar este planeta y a encontrar otro. Se dedican a esa clase de trabajos. ¡En tal caso es muy probable que este edificio sea un escondite de víveres!

—¿Qué tal si empezaras a traducir? —sugirió Casker, en tono fatigado—. Así podría ser que encontráramos algo comestible.

Abrieron varias cajas hasta encontrar una sustancia con aspecto de ser lo que buscaban. Hellman, laboriosamente, tradujo los símbolos escritos en ella.

—Ya lo tengo —exclamó—. Dice: USE SNIFFNERS, EL MEJOR ABRASIVO.

—No parece comestible —dijo Casker.

—Temo que no.

Encontraron otra. Decía: ¡VIGROOM! LLENA TODOS SUS ESTÓMAGOS, Y LOS LLENA BIEN.

—¿Qué clase de animales serían los helganos? —preguntó Casker.

Hellman se encogió de hombros.

La etiqueta siguiente les demandó casi quince minutos interpretarla. Decía: ARGOSEL ALBOROTA SU THUDRA. CONTIENE TREINTA ARPS DE RAMSTAT PULZ PARA LUBRICACIÓN DE CONCHAS.

—Tiene que haber algo comestible —exclamó Casker, con un dejó de desesperación.

—Eso espero —replicó Hellman.

Dos horas más tarde estaban en el mismo punto. Llevaban traducidas decenas de títulos y olfateadas tantas sustancias que el sentido del olfato había renunciado por hartazgo.

—Discutámoslo —dijo Hellman, sentándose sobre una caja que rezaba: «VORMITASH, TAN BUENO COMO SU NOMBRE SUGIERE».

—Claro —dijo Casker, dejándose caer al suelo de cualquier modo—. Habla.

—Si pudiéramos descubrir qué clase de criaturas habitaba este planeta sabríamos qué clase de comida consumían y si podría ser comestible para nosotros. De otro modo tendríamos que probar sus venenos.

—Sólo sabemos que redactaban una propaganda pésima.

Hellman, pasando esto por alto, se preguntó:

—¿Qué seres inteligentes pudieron desarrollarse en un planeta como éste, todo montañas?

—¡Sólo estúpidos! —afirmó Casker.

Eso no servía de nada. De cualquier modo, Hellman descubrió que no podía inferir nada del paisaje montañoso. No le revelaba si los antiguos helganos comían silicatos, proteínas o comidas a base de iodo.

—Veamos —dijo Hellman—, tendremos que solucionarlo mediante la pura lógica. ¿Me escuchas?

—Por supuesto —dijo Casker.

Hay un viejo proverbio que se ajusta a esta situación: «El alimento de un hombre es el veneno de otro hombre».

—Sí —dijo Casker.

Lo único que sabía de seguro era que su estómago se había reducido al tamaño aproximado de una canica.

—Podríamos suponer, en primer término, que su alimento es nuestro alimento.

Casker trató de apartar de sí la visión de cinco chuletas jugosas que danzaban tentadoras ante él.

—¿Y si su alimento fuera nuestro veneno? —sugirió—. ¿Qué podría pasar?

—En ese caso podríamos suponer que su veneno es nuestro alimento.

—¿Y qué pasaría si tanto su alimento como su veneno fueran nuestro veneno?

—Moriríamos de hambre.

—Bien —dijo Casker, poniéndose de pie—, ¿con qué suposición comenzaremos?

—No tiene sentido buscar complicaciones. No sé si eso significará algo, pero este planeta tiene oxígeno. Podríamos suponer que algunos de sus alimentos básicos son comestibles para nosotros. Si no es así probaremos sus venenos.

—En el caso de que vivamos lo bastante como para eso.

Hellman empezó a traducir etiquetas. Descartaron varias, por ejemplo: DELICIAS ANDRÓGINAS y VERBELL, PARA TENER SUS ANTENAS MÁS LARGAS, ENRULADAS y SENSITIVAS. Finalmente encontraron una caja pequeña y gris, de unos quince centímetros de longitud por diez de altura y de ancho. Se llamaba TRATAMIENTO DE SABOR UNIVERSAL VALKORIN, PARA CUALQUIER CAPACIDAD DIGESTIVA.

—Esto parece bueno —dijo Hellman, abriendo la caja.

Casker se acerco para olfatearla.

—No tiene olor —comentó.

Dentro de la caja había un bloque rectangular y gomoso que temblaba ligeramente, como si fuera jalea.

—Muérdelo —dijo Casker.

—¿Yo? ¿Y por qué no lo muerdes tú?

—Tú lo escogiste.

—Pretiero mirarlo —declaró Hellman, con dignidad—. No tengo demasiada hambre.

—Tampoco yo —dijo Casker.

Ambos se sentaron en el suelo a observar aquel bloque de ¡alea. Diez minutos después, Hellman bostezó y se recostó hacia atrás, cerrando los ojos.

—Está bien, cobarde —dijo Casker, amargamente—. Lo probaré yo. Pero recuerda que si muero envenenado no podrás salir de este planeta. No sabes conducir la nave.

—En ese caso, dale un mordisco pequeño —aconsejó Hellman.

Casker se incorporó para contemplar fijamente el bloque. Por último lo empujó un poquito con el pulgar.

El bloque de goma roja dejó escapar una risilla.

—¿Oíste eso? —chilló Casker, retrocediendo de un salto.

No oí nada —respondió Hellman, ocultando las manos temblorosas—. Anda.

Casker volvió a empujar el bloque y éste rió más alto, esta ve/ con una sonrisita boba y desagradable.

—Bueno —dijo Casker—, ¿qué probamos ahora?

—¿Por qué? ¿Qué hay de malo con esto?

—No comeré nada que ría —afirmó Casker firmemente.

—Escucha —dijo Hellman—. Tal vez quienes fabricaron esto trataron de crear un sonido estético, además de una forma y un color agradables. Puede que esa risilla sea sólo para entretener a quien coma.

—En ese caso, muérdelo tú.

Hellman le clavó una mirada fulminante, pero no hizo ademán de tomar el bloque. Al fin dijo:

—Saquémoslo de en medio.

Lo empujaron hasta un rincón. Allí quedó, riendo suavemente para sí.

—¿Y ahora?

Hellman contempló aquellos montones de mercancías extrañas e incomprensibles. Notó entonces que había una Puerta en cada extremo de la habitación y sugirió:

—¿Por qué no miramos en las otras secciones?

—Casker se encogió de hombros con total apatía. Avanzaron lentamente hacia la puerta izquierda, que estaba cerrada con llave. Hellman la abrió con el lanzallamas de la nave.

Era un cuarto en forma de cuña. En él se amontonaban mercancías extrañas e incomprensibles.

En la parte trasera había otra puerta. Parecía estar a millas cíe distancia, pero llegaron a ella apenas sofocados Hellman hizo saltar el cerrojo para mirar dentro.

Nuevamente un cuarto en forma de cuña. En él que, igual que en el anterior, se amontonaban mercancías extrañas, e incomprensibles.

—Son todos iguales —dijo Casker, tristemente, mientras cerraba la puerta.

—Debe haber toda una serie de cuartos como éstos que dan la vuelta completa al edificio —dedujo Hellman—. No sé si convendría explorarlos.

Casker calculó la distancia a recorrer, la comparó con las fuerzas que le quedaban y se sentó pesadamente en un objeto largo y gris.

—¿Para qué? —preguntó.

Hellman trató de ordenar sus pensamientos. Tenía que haber alguna clave, una pista que les indicara cuales eran cosas comestibles. Pero ¿dónde encontrarla? Examinó el objeto sobre el que Casker se había sentado. Por su forma y su tamaño parecía un ataúd grande, con una depresión hueca en la parte superior. Estaba construido de una sustancia dura y corrugada.

—¿Qué será esto? —preguntó Hellman.

—¿Qué importa?

Hellman echó una mirada al símbolo que el objeto lucía en un costado y lo buscó en el diccionario.

—Fascinante —murmuró el cabo.

—¿Es comestible? —inquirió Casker, con un destello de esperanza.

—No. Estás sentado en algo que se llama SUPER-TRANSPORTE MOROG, PARA EL HELGANO PERSPICAZ QUE DESEA LO MEJOR EN TRANSPORTES VERTICALES. ¡Es un vehículo!

—¡Oh! —musitó Casker, inexpresivo.

—¡Es importante! ¡Obsérvalo! ¿Cómo funciona?

Casker se bajó cansadamente del supertransporte Morog y lo revisó atentamente. Detectó cuatro separaciones casi invisibles en las cuatro esquinas.

—Parece tener ruedas retráctiles, pero no entiendo qué…

Hellman leyó:

—Aquí dice que hay que darle tres anfus de combustible Integor de alta potencia y un van de lubricación Tonder; no se lo debe conducir a más de tres mil Ruls durante los primeros cincuenta mungus.

—Busquemos algo para comer —propuso Casker.

—¿No comprendes lo importante que es esto? Podría resolver nuestro problema. Si pudiéramos deducir la lógica con que fue construido este vehículo lograríamos conocer la forma de pensar de los helganos. Y esto, a su vez, nos daría una idea sobre su sistema nervioso, que implicaría también la constitución bioquímica.

Casker se mantuvo inmóvil mientras se preguntaba si tendría aún bastante fuerza como para estrangular a su camarada.

—Por ejemplo —dijo Hellman—, ¿qué clase de vehículo se podría emplear en un sitio como éste? Como todo es subir y bajar, no podría tener ruedas. ¿Antigravedad? Podría ser, pero ¿qué clase de antigravedad? ¿Y por qué los fabricantes le dieron la forma de una caja en vez de…?

Casker, entristecido, decidió que no le alcanzarían las fuerzas para estrangularlo, por muy insoportable que le resultara. En voz baja y tranquila, murmuró:

—Haz el favor, deja de jugar al científico. A ver si encuentras algo que podamos comer.

—Está bien —respondió Hellman, malhumorado.

Mientras Hellman vagabundeaba entre las latas, las botellas y los cajones, Casker se preguntó de dónde obtenía tanta energía; tal vez era demasiado cerebral para darse cuenta de que se estaba muriendo de hambre.

—Aquí hay algo —exclamó Hellman, frente a una tinaja amarilla.

—¿Qué dice?

—Es un poco difícil de traducir, pero a grosso modo dice VOOZY DE MORISHILE, CON AGREGADO DE LACTO-ECTO, PROPORCIONA UNA NUEVA SENSACIÓN GUSTATIVA. TODOS BEBEN VOOZY. TÓMESE ANTES O DESPUÉS DE LAS COMIDAS. NO TIENE EFECTOS SECUNDARIOS DESAGRADABLES. ¡BUENO PARA LOS NIÑOS! ¡LA BEBIDA UNIVERSAL!

—Parece bueno —admitió Casker, pensando que tal vez Hellman no fuera tan estúpido, al fin y al cabo.

—Con esto deberíamos averiguar de una vez por todas si su alimento es nuestro alimento. Este Voozy es lo más parecido a una bebida universal que hemos encontrado hasta el momento.

—¡Tal vez! —exclamó Casker, lleno de esperanzas—. Tal vez sea agua.

—Veamos.

Hellman hizo saltar la tapita con el borde del lanzallamas. Dentro del envase había un líquido cristalino.

—No tiene olor —dijo Casker, inclinándose sobre la vasija.

El líquido cristalino se elevó para salirle al encuentro.

Casker retrocedió tan de prisa que cayó sobre una caja. Hellman le ayudó a incorporarse y ambos se acercaron nuevamente a la vasija. Ante aquello el líquido se elevó a un metro de altura y se dirigió hacia ellos.

—¿Qué has hecho ahora? —preguntó Casker, retrocediendo con cautela.

El líquido fluyó lentamente por sobre el borde de la tina, en dirección a él.

—¡Hellman! —chilló Casker.

Hellman, de pie a un lado, con la cara chorreante de sudor, leía su diccionario con gesto preocupado.

—Creo que traduje mal —dijo.

—¡Haz algo! —gritó Casker.

El líquido, entre tanto, trataba de cercarlo contra un rincón.

—No puedo hacer nada —contestó Hellman—. ¡Ah, aquí está el error! No dice «Todos beben Voozy». Me equivoqué con el sujeto. Dice: «Voozy bebe a todos». ¡Eso demuestra algo! Los helganos deben absorber líquido por los poros. Naturalmente, antes de beber prefieren que los beban.

Casker trató de esquivar el líquido, pero éste lo cerró toda retirada con un alegre gorgoteo. El piloto, desesperado, le arrojó un pequeño fardo. El Voozy lo atrapó y lo bebió de inmediato. En seguida, descartándolo, se volvió hacia Casker.

Hellman le arrojó otra caja. El Vooky la bebió también, y otra, y otra. Después, aparentemente exhausto, fluyó hacia su tina.

Casker echó la tapa y se sentó sobre ella, violentamente estremecido.

—Esto no marcha bien —dijo Hellman—. Dimos por sentado que los helganos comían como nosotros. Pero eso no es necesariamente…

—No, no lo es. No señor, no lo es, por cierto. Creo que está bien claro que no lo es. Cualquiera puede ver que no lo…

—Basta —ordenó Hellman, con severidad. No hay tiempo para ponerse histérico.

—Lo siento —musitó Casker, alejándose lentamente de la vasija.

—Tendremos que suponer otra cosa: su alimento es nuestro veneno —propuso Hellman, pensativo—. Por lo tanto, veamos si su veneno es nuestro alimento.

Casker no dijo nada. Estaba imaginando lo que habría ocurrido si el Voozy lo hubiera bebido. En el rincón, el bloque seguía riendo suavemente para sí.

—Aquí hay algo que parece veneno —dijo Hellman media hora después.

Por entonces Casker se había recuperado por completo, con excepción de un tirón ocasional de los labios.

—¿Qué dice? —preguntó.

Hellman hizo rodar un tubo diminuto en la palma de la mano.

—Se llama Pvastkin Plugger. La etiqueta dice: «¡Atención! ALTAMENTE PELIGROSO EL TAPONADOR PVASTKIN HA SIDO CREADO PARA RELLENAR GRIETAS O AGUJEROS NO MAYORES DE DOS VIMS CÚBICOS. SIN EMBARGO NO SE LO DEBE INGERIR BAJO NINGUNA CIRCUNSTANCIA. EL INGREDIENTE ACTIVO, RAMOTOL, QUE HACE DEL PVASTKIN UN TAPONADOR TAN ACTIVO, RESULTA ALTAMENTE PELIGROSO EN APLICACIONES INTERNAS».

—Parece una maravilla —dijo Casker—. Nos hará volar hasta el techo.

—¿Se te ocurre otra cosa? —preguntó Hellman.

Casker caviló por un momento. La comida de Helg, según toda evidencia, no era apta para el paladar humano. Tal vez eso fuera venenoso para los helganos… pero ¿acaso era mejor morirse de hambre?

Tras entrar en comunión con su estómago resolvió que no era mejor.

—Anda —dijo.

Hellman sujetó el lanzallamas bajo el brazo y desenroscó la tapa de la pequeña botella. La agitó.

No ocurrió nada.

—Tiene un sello —indicó Casker.

Hellman perforó el sello con una uña y dejó la botella en el suelo. De ella comenzó a brotar una espuma verde y maloliente. Hellman la contempló con aire de vacilación. Se estaba congelando en forma de grumos que iban esparciéndose por el suelo.

—Parece levadura —dijo, sujetando con fuerza el lanzallamas.

—Vamos, vamos. El mundo es de los audaces.

—No es mi intención detenerte —aclaró Hellman.

El grumo se hinchó hasta tomar el tamaño de una cabeza humana.

—¿Hasta cuando seguirá así? —preguntó Casker.

—No olvides que la propaganda lo anuncia como taponador. Supongo que ése es su papel: expandirse para tapar agujeros.

—Claro, pero ¿cuánto?

—Por desgracia no sé cuánto es dos vims cúbicos. Pero no puede seguir expandiéndose mucho más…

Tarde ya, notaron que el taponador había llenado casi la cuarta parte de la habitación y no daba muestras de detenerse.

—¡Debimos hacer caso de lo que decía la etiqueta! —chilló Casker, por sobre aquella inmensa bola en aumento— ¡Sí que es peligroso!

A medida que aumentaba la superficie del taponador, el crecimiento se aceleraba. Un borde pegajoso rozó a Hellman, haciéndole dar un salto atrás.

—¡Cuidado!

Casker estaba fuera de su alcance, al otro lado de la gigantesca esfera. Hellman trató de correr hacia él, pero el taponador había cortado ya el cuarto en dos y trepaba hacia las paredes.

—¡Corre! —gritó Hellman.

Huye en dirección a la puerta y la abrió precisamente cuando la bola en expansión llegaba a él. Del otro lado del cuarto le llegó el ruido de un portazo. No esperó más. Cruzó el umbral de un salto y cerró la puerta tras de sí.

Por un momento permaneció inmóvil, jadeando, con el lanzallamas en la mano. Hasta entonces no había notado la debilidad que lo aquejaba. Aquel salto había requerido casi toda su reserva de energías y estaba muy cerca del colapso. Al menos, Casker también había logrado ponerse a salvo.

Pero aún estaba en dificultades.

El taponador manaba alegremente por la cerradura volada. Hellman intentó un disparo contra él, pero aquel material parecía impermeable…, como debía serlo todo buen taponador.

Y no daba muestras de fatiga.

Hellman retrocedió de prisa hasta la pared más alejada. La puerta estaba cerrada, como lo habían estado las anteriores. Hizo saltar la cerradura y pasó al otro lado.

¿Cuánto más podría expandirse esa bola? ¿Cuánto eran dos vims cúbicos? ¿Dos kilómetros cúbicos, tal vez? Por lo visto, ese taponador se empleaba para reparar las grietas producidas en la corteza de los planetas.

En el cuarto siguiente se detuvo para recuperar el aliento; recordó entonces que el edificio era circular. Podría abrir todas las puertas restantes hasta encontrarse con Casker. Se abrirían paso con los lanzallamas y…

¡Casker no tenía lanzallamas!

Hellman palideció súbitamente. Casker había podido pasar a la habitación de la derecha porque estaba abierta. El Taponador estaría filtrándose en ella por el agujero abierto en la cerradura. ¡Y Casker no tenía salida, atrapado entre el taponador a la izquierda y una puerta cerrada a la derecha!

Hellman reunió las fuerzas que le restaban y se dispuso a correr. Las cajas parecían estorbarle intencionalmente el paso, haciéndole caer o tropezar, demorándolo. Hizo saltar el cerrojo de la puerta siguiente y corrió por el cuarto contiguo, y por el otro, y por el otro.

¡No era posible que el taponador llenara por completo la habitación en dónde estaba Casker! ¿O sí?

Los cuartos en forma de cuña, cada uno un segmento de círculo, parecían alargarse infinitamente ante él como un confuso montaje de puertas cerradas, mercancías desconocidas, más puertas, más mercancías. Tropezó con un cajón de embalaje, se puso de pie y siguió corriendo. Llegó al límite de sus fuerzas y siguió corriendo. Porque Casker era su amigo.

Por otra parte, jamás podría salir de allí sin piloto.

Se abrió paso a través de otros dos cuartos, con las piernas temblorosas; frente a la tercera cayó sin fuerzas.

—¿Eres tú, Hellman? —preguntó Casker del otro lado de la puerta.

—¿Estás bien? —logró articular Hellman.

—No tengo mucho espacio, pero el taponador ha dejado de crecer. Hellman, ¡sácame de aquí!

Hellman jadeaba, tendido en el suelo.

—Un momento —dijo.

—¡Por qué un momento! —gritó Casker—. Sácame de aquí. He encontrado agua.

—¿Dónde? ¿Cómo?

—¡Sácame de aquí!

Hellman trató de levantarse, pero las piernas no le respondían.

—¿Qué ocurrió? —preguntó a su camarada.

—Cuando vi que esa bola llenaba la habitación se me ocurrió poner en marcha el supertransporte. Pensé que tal vez podría derribar la puerta con él para salir. Le puse combustible de alta potencia Integor.

—¿Sí? —murmuró Hellman, mientras intentaba recuperar el dominio de sus piernas.

—¡Ese supertransporte es un animal, Hellman! ¡Y el combustible Integor es agua! ¡Ahora sácame de aquí!

Hellman se recostó con un suspiro de alivio. Con un poco más de tiempo habría podido descubrirlo todo por mera lógica. Ahora todo estaba muy claro. La máquina más eficaz para circular por esas montañas verticales y agudas era un animal, dotado quizá de ventosas retráctiles. Se lo mantenía en estado de hibernación entre viaje y viaje; y si bebía agua, los otros productos creados para él serían comestibles también para los humanos. Claro que aún no sabían gran cosa sobre los antiguos habitantes del planeta, pero sin duda…

—¡Abre esa puerta! —gritó Casker con voz entrecortada.

Hellman meditaba entre tanto sobre la ironía de todo aquello. Si el alimento de un hombre es tu veneno, y su veneno también es el tuyo, trata de comer otra cosa. ¡Era muy simple!

Pero todavía le quedaba por comprender una cosa.

—¿Cómo supiste que era un animal del tipo terrestre?, preguntó.

—¡Porque respira, estúpido! ¡Aspira y expira, y su aliento huele como si hubiese comido cebollas!

Hubo un ruido de latas caídas y botellas rotas.

—¡Date prisa!

—¿Qué ocurre? —preguntó Hellman, al fin de pie y con el lanzallamas en la mano.

—El supertransporte. ¡Me tiene arrinconado contra una pila de cajones! ¡Hellman, parece creer que yo soy su alimento!