EL ALTAR

The Altar, 1953

El señor Slater caminaba garbosamente por la calle Maple, en dirección a la estación. Esa mañana su paso tenía una elasticidad particular y en el rostro bien afeitado le jugueteaba una sonrisa. ¡Era una mañana primaveral y deliciosa!

Caminaba canturreando, feliz de tener que recorrer esas siete cuadras hasta la estación. En invierno la distancia se hacía sentir, pero en un día como ése tenía sus compensaciones. Era un placer sentirse vivo; viajar hasta el centro era una bendición.

En ese momento un hombre con sobretodo azul claro le cerró el paso.

—Perdone, señor. ¿Podría indicarme dónde está el Altar de Baz-Matain?

El señor Slater, embriagado aún por las delicias de la primavera, trató de concentrarse en la pregunta.

—¿Baz-Matain? Me parece que… ¿El Altar de Baz-Matain, dijo usted?

—Precisamente —corroboró el extraño, disculpándose con una sonrisa.

Era de estatura más que mediana y rostro moreno y enjuto. El señor Slater le reconoció origen extranjero.

—Lo lamento de veras —dijo el señor Slater—, pero nunca lo oí nombrar.

—Gracias, de todos modos —respondió el hombre moreno.

Saludándole amablemente con la cabeza, siguió su camino hacia el centro de la ciudad. El señor Slater retomó la marcha.

Cuando el conductor hubo perforado su boleto volvió a pensar en el incidente. «Baz-Matain», se repetía en tanto el tren cruzaba los campos brumosos de Nueva Jersey; «Baz-Matain». Aquel hombre de aspecto extranjero debía estar en un error. La población de North Ambrose, New Jersey, era lo bastante pequeña como para que cada habitante conociera sus calles, sus casas, sus negocios uno por uno. En especial los que, como el señor Slater, llevaban veinte años de residencia allí.

Promediando su jornada de trabajo, el señor Slater dio en tamborilear distraídamente con el lápiz sobre el cristal de su escritorio, mientras pensaba en el hombre del sobretodo azul claro. Allí en North Ambrose, barrio suburbano tranquilo y polvoriento, un sujeto de aspecto extranjero constituía una verdadera rareza. En general sus habitantes usaban trajes de buena calidad y tenían por costumbre llevar elegantes portafolios de tono pardo; algunos eran gordos, otros delgados; pero en North Ambrose todo el mundo se parecía, como si fueran miembros de una misma familia.

Al cabo dejó de preocuparse por ese asunto. Terminado el día tomó el metro hasta Hoboken y desde allí el tren a North Ambrose.

Mientras caminaba rumbo a su casa volvió a cruzarse con el mismo hombre.

—Lo encontré —dijo el desconocido—. No resultó fácil, pero al fin lo encontré.

—¿Dónde estaba? —preguntó el señor Slater, deteniéndose.

—Precisamente junto al templo de los Oscuros Misterios de Isis —respondió el desconocido—. En eso radicó mi error: debí haber preguntado por ése. Sabía que estaban juntos, pero no se me ocurrió la idea.

—¿Qué templo? —inquirió el señor Slater.

—El de los Oscuros Misterios de Isis —contestó el hombre moreno—. En realidad no nos hacemos competencia; ellos se ocupan de hechicerías, ciclos de fertilidad y cosas por el estilo. Nada que ver con lo nuestro.

—Comprendo —dijo el señor Slater, mirándolo fijamente a la clara luz del crepúsculo primaveral—. Le preguntaba porque he vivido en este pueblo durante muchos años y nunca lo oí nomb…

—¡Oh, vaya! —exclamó el hombre, mirando su reloj—. Es tardísimo. Si no me doy prisa demoraré la ceremonia.

Y se alejó rápidamente, con un ademán amistoso.

El señor Slater siguió su camino, a paso lento. «El Altar de Baz-Matain». «Los Oscuros Misterios de Isis». Eran nombres de cultos extraños. ¿Podía haber una cosa así en el pueblo? No parecía posible. ¿Quién se atrevería a arrendar un local a gente como ésa?

Después de cenar consultó la guía telefónica, pero no figuraban Baz-Matain ni los Oscuros Misterios de Isis. Tampoco en Información supieron darle mayores datos.

—¡Qué extraño! —musitó.

Más tarde comentó lo ocurrido con su esposa. Ella se ajustó la bata, observando:

—Bueno, estoy segura de que en este pueblo nadie establecería un culto de esa clase. La Junta de Buenos Comerciantes no lo permitiría jamás, ¡y qué decir del Club de Mujeres o de la Asociación de Padres y Alumnos!

El señor Slater se mostró de acuerdo. Sin duda el desconocido se había equivocado. Tal vez ambos templos se encontraran en South Ambrose, el pueblo vecino, que contaba con varios bares, un cine y muchos elementos de mal vivir entre sus habitantes.

Al día siguiente era viernes. El señor Slater confiaba encontrar al desconocido, pero no encontró más que a sus homogéneos compañeros de viaje. En el viaje de regreso sucedió lo mismo. Parecía evidente que el hombre se había marchado tras visitar el Altar; o quizá sus horas de trabajo no coincidían con los viajes del señor Slater.

El lunes por la mañana el señor Slater salió con algunos minutos de retraso; tuvo que darse prisa para no perder el tren. En cierto momento divisó, pocos pasos más adelante, aquel sobretodo azul claro.

—¡Hola! —saludó Slater.

—¡Hola!, ¿cómo le va? —respondió el moreno, con una amplia sonrisa—. Me preguntaba cuándo nos volveríamos a encontrar.

—También yo —respondió el señor Slater, acortando los pasos.

El desconocido caminaba como si quisiera disfrutar del hermoso día. Slater comprendió que perdería su tren.

—¿Cómo marchan las cosas en el Altar? —preguntó.

—Más o menos —replicó el otro, con las manos cruzadas a la espalda—. A decir verdad, tenemos algunos problemas.

—¿Ah, sí?

—Sí —confirmó el moreno, con ceño adusto—. El viejo Atherhotep, el alcalde, nos ha amenazado con revocarnos la licencia, pues dice que no cumplimos con el reglamento. Ahora bien, digo yo: con los Dionysus-Africanus precisamente frente a nosotros, que nos quitan todos los candidatos posibles, y los Papa Legba-Dambaila dos puertas más allá, capaces de acaparar a los que ni siquiera son candidatos, ¿qué podemos hacer?

—Realmente, parece un serio problema.

—Y eso no es todo. Nuestro sacerdote supremo amenaza con marcharse si no conseguimos resultados. Es adepto de séptimo grado; sólo Brahma sabe dónde podremos conseguir otro.

—¡Hum! —murmuró el señor Slater.

—Y ésa es mi misión. Si van a aplicarnos todo el rigor de que son capaces, yo les ganaré por puntos. Soy el nuevo representante, ¿sabe?

—¿De veras? —preguntó el señor Slater, sorprendido—. ¿Los está reorganizando?

—En cierto modo, sí. Verá, es así…

En ese momento un hombre bajo y regordete se acercó a la carrera y tomó al moreno por la manga del sobretodo.

—Elor —dijo, jadeante—, me equivoqué de fecha. Es este mismo lunes, no la semana que viene.

—¡Maldición! —gruñó el hombre moreno—. Disculpe usted, pero esto es urgente.

Y se alejó a toda prisa con el hombre bajo.

Esa mañana el señor Slater llegó al trabajo con media hora de retraso, pero no se preocupó mayormente. Una vez que estuvo sentado ante su escritorio todo le pareció perfectamente claro. En North Ambrose estaba surgiendo un grupo de cultos que trataba de formar congregaciones. Y el alcalde, en vez de desembarazarse de ellos, se quedaba tranquilo.

¡Quizá lo habían sobornado!

Volvió a tamborilear con el lápiz en el cristal del escritorio. ¿Era posible una cosa así? En North Ambrose no había nada oculto. ¡Era un pueblo tan pequeño! Él conocía a muchos de sus habitantes por el nombre de pila. ¿Cómo podía pasar desapercibido algo tan extraño?

Tomó el teléfono ya furioso. En Información no supieron darle el número de Dionysus Africanus, Papa Legba ni Damballa. Además le comunicaron que el alcalde de North Ambrose no se llamaba Atherhotep, sino Miller. Optó por llamarlo telefónicamente.

La conversación no dio grandes frutos. El alcalde insistió en que él conocía todos los negocios existentes en North Ambrose, todas las iglesias y las asociaciones. En el caso de que hubiera algún culto —cosa que no era cierta— también lo sabría.

—Lo han engañado, buen hombre —dijo el alcalde Miller, en un tono que a Slater le sonó presuntuoso—. No hay nadie con ese nombre en el pueblo, ninguna organización Parecida. Jamás lo permitiríamos.

Slater proseguía meditando sobre todo eso al egresar a su casa. Desde el andén divisó a Elor, que andaba a paso rápido por la calle Oak. Ante su llamada. Elor se detuvo.

—No puedo demorarme —dijo, entusiasta—. La ceremonia está por comenzar y tengo que llegar a tiempo. Todo por culpa de Ligian, ese tonto.

Ligian debía ser el hombre bajo que había detenido a Elor esa mañana.

—Es terriblemente descuidado —continuó Elor—. ¿Cómo es posible que un astrólogo competente cometa un error de una semana en la conjunción de Escorpio con Saturno? Pero no importa: esta noche se hará la ceremonia, aunque nos falte gente.

El señor Slater, sin vacilar, preguntó:

—¿Puedo asistir?, ya que les falta gente…

—Bueno —murmuró Elor, pensativo—, sería un caso sin precedentes.

—Me gustaría mucho ir —insistió el señor Slater, que preveía una oportunidad de llegar a la raíz del misterio.

—No creo que fuera justo para con usted. Así, sin la menor preparación…

—No tendré problemas —aseguró Slater.

Así tendría algo para refregarle en las narices al alcalde.

—Tengo muchos deseos de ir. Usted ha despertado mi curiosidad.

—De acuerdo, entonces —concedió Elor—. Será mejor que nos demos prisa.

Caminaron por la calle Oak hacia el centro del pueblo. Al llegar a los primeros negocios Elor giró en una esquina y condujo al señor Slater dos cuadras hacia adelante y una hacia el costado; después retrocedieron una manzana. Finalmente volvieron a encaminarse hacia la estación.

—¿No hay una forma más directa de llegar? —preguntó Slater, notando que empezaba a oscurecer.

—¡Oh no! Ésta es la más sencilla. Si supiera lo que me costó llegar la primera vez…

Continuaron caminando; a veces retrocedían varias manzanas, describían círculos, volvían a cruzar calles por las que ya habían pasado, cruzaban el pueblo en todas direcciones, si siempre por sitios que el señor Slater conocía bien.

Sin embargo, a medida que la oscuridad crecía, el constante cambio de direcciones comenzó a confundirlo. Sabía dónde estaba, pero ese constante avance en círculos lo estaba desorientando.

«Qué extraño» pensó, «que uno sea capaz de perderse en su propio pueblo, después de casi veinte años de vivir en él».

Trató de identificar la calle en que estaban sin mirar el nombre escrito en el poste, pero en ese momento tomaron otro giro, inesperado. Cuando acababa de resolver que retrocedían por Walnut Lake descubrió que no recordaba haber visto la intersección siguiente. Se fijó en el nombre al llegar a la esquina. Decía: «Orificio Izquierdo».

El señor Slater no pudo recordar que en North Ambrose existiera calle alguna con ese nombre.

Tampoco había luces encendidas. Todos los negocios le resultaban desconocidos, cosa en verdad extraña, considerando que él conocía muy bien el sector de negocios minoristas de North Ambrose.

Al fin pasaron frente a un edificio bajo y pintado de negro, con un letrero apenas iluminado, Con gran sorpresa leyó en él: «Templo de los Oscuros Misterios de Isis».

—Esa noche parecen estar muy tranquilos aquí, ¿verdad? —comentó Elor—. Es mejor que nos demos prisa.

Y empezó a apretar el paso, sin dar tiempo a que el señor Slater hiciera más preguntas.

A medida que recorrían aquella oscura calle los edificios se tornaban más y más extraños. Los había de todas formas tamaños, algunos nuevos resplandecientes, otros antiguos y en malas condiciones. ¿Era posible que ese sector perteneciera a North Ambrose? ¿Se trataba acaso de una ciudad dentro de la ciudad? ¿Es que existía un North Ambrose nocturna, desconocida para quienes la recorrían a la luz del día? ¿Una North Ambrose a la que sólo podía llegarse mediante recorridos tortuosos por calles conocidas?

—Allí están los ritos fálicos —indicó Elor, señalando un edificio alto y esbelto.

Junto a él había otro, abombado y torcido.

—El local de Damballa —aclaró Elor.

Hacia el fin de la calle había un edificio blanco, largo y de poca altura. El señor Slater no tuvo ocasión de examinarlo por mucho tiempo, pues Elor lo tomó del brazo para llevarlo rápidamente hacia la puerta.

—En verdad debo darme prisa —murmuró Elor, para sí.

En el interior reinaba una oscuridad absoluta. Slater percibió algunos movimientos a su alrededor; al fin distinguió una pequeña luz blanca. Elor lo condujo hacia allí, diciendo en tono amistoso:

—Usted me ha sacado de un verdadero aprieto.

—¿Lo tienes? —preguntó una voz finita que venía desde las proximidades de la luz.

A medida que los ojos de Slater se acostumbraban a las tinieblas le fue posible distinguir algunas formas; frente a la luz había un viejecillo retorcido que sostenía en la mano una cuchilla muy larga.

—Claro que sí —dijo Elor—, vino por su propia voluntad.

Slater pudo ver entonces que la luz blanca estaba suspendida sobre un altar de piedra. Un movimiento instintivo le impulsó a salir corriendo, pero la mano de Elor lo sujetaba por el brazo.

—Ahora no puede marcharse —le dijo, suavemente—. Estamos listos para comenzar.

Muchas otras manos sujetaron al señor Slater y lo condujeron con firmeza hacia el Altar.