Carrin llegó a la conclusión de que su estado de ánimo se originaba en el suicidio de Miller, ocurrido la semana anterior. Pero eso no le ayudaba a descartar los temores que seguían inquietándolo. El suicidio de Miller no era cosa suya.
Sin embargo, no podía dejar de preguntarse qué había causado tal determinación en aquel hombre rollizo y alegre. Miller tenía cuanto puede desearse en esta vida: una esposa, hijos, un buen empleo y todos los lujos de la época. ¿Por qué suicidarse?
—Buenos días, querido —saludó su mujer, sentándose a desayunar.
—¡Hola, querida! ¡Hola Billy!…
Su hijo murmuró algo ininteligible.
Por lo visto era imposible conocer a la gente. Y mientras así pensaba, Carrin seleccionó su desayuno en el dial. El nuevo Autococinero Avignon Electric sirvió la comida, preparada con mucha elegancia.
Su depresión continuaba, y eso era irritante. Esa mañana habría querido estar con el mejor humor posible, pues era su día libre. Además, esperaba la visita del agente de créditos de Avignon Electric. Era un día muy importante.
—Que te vaya bien, Billy —dijo a su hijo desde la puerta.
El niño asintió. Cambió los libros a la otra mano y se fue rumbo a la escuela sin contestarle. Carrin se preguntó si también él tendría alguna preocupación. Era de esperar que no fuera así. Bastaba con uno en la familia que se preocupara.
Su esposa estaba lista para salir de compras. Él la despidió con un beso. Mientras ella se alejaba por el sendero, se dijo: «Al menos ella es feliz». ¿Cuánto le costaría la operación con Avignon Electric?
Una mirada al reloj le indicó que sólo faltaba media hora para que llegase el agente de créditos. La mejor manera de combatir el malhumor consistía en ahogarlo. Por lo tanto, se dirigió hacia la ducha.
El compartimento de la ducha era toda una maravilla en plástico resplandeciente; ese lujo actuó como un sedante sobre Carrin. Arrojó sus ropas en el limpia-prensador automático Avignon Electric y reguló la intensidad de la ducha en «Muy enérgico». El agua, a cinco grados por sobre la temperatura del cuerpo, le bañó el cuerpo pálido y delgado. ¡Qué delicia! Después se frotó con la toalla automática Avignon Electric; completa, con accesorios para afeitarse y todo, le había costado trescientos trece dólares más los impuestos.
Había sido dinero bien gastado. (La máquina de afeitar Avignon Electric emergió de su nicho e hizo desaparecer su rudimentaria barba). Después de todo, ¿de qué servía la vida si uno no se daba ciertos lujos?
Al desconectar la toalla automática sintió que la piel le hormigueaba. Todo eso debería haberlo dejado a las mil maravillas, pero no era así. El suicidio de Miller seguía preocupándolo y arruinando su día libre.
¿No habría otra cosa en el fondo de aquella preocupación? No tenía ningún problema con la casa. Todos sus papeles estaban en orden y preparados para mostrarlos al agente de créditos.
—¿Me habré olvidado de algo? —se preguntó en voz alta.
—El agente de créditos de Avignon llegará dentro de quince —susurró el recordatorio de pared Avignon Electric, instalado en el baño.
—Ya lo sé. ¿Hay algo más pendiente?
El recordatorio de pared devanó todos los datos memorizados: una serie de detalles en cuanto a regar el césped, hacer revisar el Jet-lash, comprar costillas de cordero para el lunes y otros detalles similares; cosas que había dejado a un lado por falta de tiempo.
—Bien, suficiente.
Permitió que el mayordomo automático Avignon Electric lo vistiera, envolviendo su cuerpo frágil dentro de los elegantes pliegues de las nuevas telas. Se dio el toque final con una vaharada del perfume masculino de moda y se dirigió a la sala, pasando por entre los aparatos alineados contra las paredes.
Un rápido vistazo al cuadro de mandos le permitió comprobar que todo estaba en orden. Los platos del desayuno ya habían sido desinfectados y apilados; la casa estaba limpia, ventilada y encerada; las ropas de su esposa colgaban ordenadamente en el ropero y los modelos de cohetes de su hijo estaban guardados en el armario.
—¡Oh, deja de actuar como los hipocondríacos! —se dijo, enojado.
En ese momento la puerta anunció:
—Ha llegado el señor Pathis, agente de créditos de Avignon.
Cuando estaba a punto de ordenar a la puerta que se abriera reparó en el cantinero automático. ¡Dios bendito! ¿Cómo no había pensado en eso? El cantinero automático era un producto de Motores Castilla, comprado en un momento de debilidad. Los de Avignon Electric fabricaban otro modelo; aquello no les causaría buena impresión.
Hizo rodar el cantinero hasta la cocina y ordenó a la puerta que abriera.
—Tenga usted muy buenos días —dijo el señor Pathis.
Era alto y corpulento; vestía un drapeado de tweed muy conservador. En torno a los ojos lucía las pequeñas arrugas de quienes ríen con frecuencia. Estrechó la mano de Carrin con una amplia sonrisa y echó una mirada por la sala colmada de objetos.
—¡Qué bien amueblada está la casa! No creo traicionar la discreción de la compañía si le digo que usted tiene la mejor decoración de este vecindario.
Carrin pensó, con una oleada de orgullo, en las hileras de casas idénticas que se extendían en esa manzana, en la otra, en la siguiente.
—Y bien, veamos —continuó el señor Pathis, apoyando el portafolio en una silla—. ¿Todo está en orden?
—¡Oh sí! —respondió Carrin, entusiasta—. Las máquinas de Avignon Electric nunca se descomponen.
—¿El audio funciona bien? ¿Cambia los discos cada diecisiete horas?
—Sin duda.
Todavía no había tenido oportunidad de probarlo, pero resultaba muy decorativo.
—¿Y el proyector anda como debe? ¿Le gustan los programas?
—Tiene una recepción perfecta.
El mes anterior había visto un programa que parecía una representación en vivo.
—¿Y los artefactos de la cocina? ¿El cocinero automático trabaja a su gusto? Y el recetario maestro ¿sigue elaborando novedades?
—Maravillosas. No hay palabras para elogiarlas.
A continuación, el señor Pathis le preguntó por su nevera, por la aspiradora automática, el coche, el helicóptero, la piscina subterránea y los cientos de artículos que Carrin comprara en Avignon Electric.
—Todo funciona a la perfección —afirmó Carrin—; a las mil maravillas.
Su declaración no era totalmente sincera, puesto que no había tenido tiempo de desempacar todos los artículos adquiridos.
—Me alegra mucho —dijo el señor Pathis, con un suspiro de alivio—. No imagina usted cuánto empeño ponemos en satisfacer a nuestros clientes. Si cualquier producto no es perfecto, aceptamos su devolución sin el menor problema. Nuestro lema es complacer al cliente.
—Está a la vista, señor Pathis.
Era de esperar que el agente no quisiera ver la cocina. Allí estaba el cantinero automático de Motores Castilla, como una mosca en la leche.
—Casi todos los de este vecindario compran nuestros productos —prosiguió el señor Pathis—. Es un orgullo saber que nos tienen por una firma de confianza.
—Dígame, por casualidad ¿el señor Miller era cliente de ustedes? —preguntó Carrin.
—¿El que se suicidó —inquirió Pathis, frunciendo ligeramente el ceño—. Pues sí, lo era; precisamente el mes pasado compró un flamante Jet-lash, capaz de hacer cuatrocientos veinte kilómetros por hora. Estaba entusiasmado como una criatura. Y vea usted, ¡hacer después una cosa así! Claro que esa compra había elevado un poco su deuda.
—Sí, naturalmente.
—Pero ¿qué importancia tiene eso? Tenía cuantas comodidades puede ofrecer la vida moderna. Y se ahorcó. ¡Parece mentira!
—¿Se ahorcó?
El señor Pathis volvió a fruncir el ceño.
—Sí, eso es —respondió—. Se ahorcó con un trozo de cuerda. Debía estar un tanto desequilibrado.
En seguida volvió a reaccionar y retomó su amplia sonrisa.
—Dejemos a un lado las cosas tristes —dijo—. Hablemos de usted.
Abrió su portafolio, ensanchando la sonrisa un poco más, y propuso:
—Veamos su cuenta. Incluyendo su última compra nos debe doscientos tres mil dólares con veintinueve centavos. ¿Correcto?
—Correcto —contestó Carrin, que recordaba bien la suma según sus propios papeles—. Aquí tiene mi cuota.
Así diciendo entregó un sobre al señor Pathis. Este lo revisó y lo guardó en el bolsillo.
—Muy bien. Ahora bien, señor Carrin, usted sabe que no le alcanzaría toda la vida para pagarnos esos doscientos mil, ¿verdad?
—Tienes razón —respondió Carrin, seriamente.
A los treinta y nueve años, gracias a los milagros de la ciencia, tenía aún por delante otros cien. Pero con un sueldo de tres mil dólares anuales no podría pagar esa deuda y mantener al mismo tiempo a su familia.
—No es cuestión de que usted deje sin satisfacer ciertas necesidades. ¡Ni qué hablar de los artículos maravillosos que produciremos el año próximo! Hay cosas que no debe perderse por nada del mundo, señor mío.
Carrin asintió. Sin lugar a dudas, querría adquirir los nuevos artículos.
—Bueno, ¿qué le parece si llegamos al arreglo de costumbre en estos casos? Usted nos firma la cesión de las ganancias de su hijo durante los primeros treinta años de vida, y en esas condiciones no tendremos ningún inconveniente en otorgarle crédito.
Extrajo los papeles correspondientes y los desplegó sobre la mesa.
Bastará con que firme aquí, señor.
—Bueno —dijo Carrin—, no estoy decidido. Me gustaría dar a mi hijo una ayuda para comenzar, y no cargarle con una…
—Pero mi estimado señor, trate de ver la cuestión desde este punto de vista: su hijo también vive aquí, ¿verdad? También él disfruta todos estos lujos, estas maravillas de la ciencia.
—Es cierto —dijo Carrin—. Pero…
—Hace cien años nadie, ni el hombre más rico de la Tierra, podía comprar lo que hoy goza un ciudadano común. Usted no contrae una deuda: efectúa una inversión, simplemente.
—Sí, es cierto —aceptó Carrin, vacilante.
Imaginó por un momento a su hijo con los cohetes modelos, los mapas, las cartas estelares, y se preguntó si era en verdad justo.
—Vamos, ¿qué le preocupa? —le incitó Pathis, entusiasta.
—Me preguntaba… Si cedo las ganancias de mi hijo, ¿no le parece que me estoy endeudando demasiado?
—¿Demasiado? —exclamó Pathis, estallando en una carcajada—. ¿Conoce usted al señor Mellon, de esta misma manzana? Bien, guárdeme este secreto: ¡ya ha empeñado el salario de su nieto para toda la vida! ¡Y aún no tiene la mitad de las cosas que desearía adquirir! Pero ya encontraremos algún plan para él. Nuestra meta es satisfacer a los clientes, y nadie aventaja a Avignon Electric en estos asuntos.
Carrin seguía vacilando.
—Después de todo —insistió el vendedor—, cuando usted ya no este aquí todo esto pasará a su hijo.
Eso era cierto. A su hijo pertenecerían todas esas cosas maravillosas esparcidas por la casa. Y después de todo, ¿qué era lo que empeñaba? ¡Sólo treinta años en una vida que podía alargarse hasta los ciento cincuenta!
Estampó su firma en el papel y le agregó una elegante rúbrica.
—¡Magnífico! —exclamó Pathis. Ya que estamos en esto, ¿tiene en la casa un operador maestro?
No, aún no lo tenía. Pathis procedió entonces a explicar que el operador maestro, un magnífico adelanto de la ingeniería científica, había salido al mercado precisamente ese año. Estaba ideado para hacerse cargo de todas las tareas de limpieza y de la cocina, sin que el dueño necesitase mover un solo dedo.
—En vez de trajinar todo el día pulsando cinco o seis botones diferentes, con el operador maestro sólo debe oprimir uno solo. ¡Una maravilla!
Sólo costaba ciento treinta y cinco dólares. Carrin puso la firma en la solicitud, agregándolo a la deuda que ya tenía. «Lo que es justo es justo», pensó mientras acompañaba a Pathis hasta la puerta. Algún día esa casa pertenecería a Billy. A él y a su esposa, por supuesto. Y ellos desearían tener todos los artefactos que aparecieran.
«Sólo un botón», pensó. «¡Qué modo de ahorrar tiempo!».
Cuando Pathis se hubo marchado, Carrin se sentó en un sillón reclinable y conectó el video. Hizo girar el selector, pero no había nada bueno para ver. Reclinó el sillón hacia atrás para dormir una siesta.
Pero aquello aún continuaba perturbándolo.
—¡Hola, querido!
Al despertar se encontró con su esposa, que había vuelto.
—Mira —le dijo, besándole la oreja.
Había comprado un salto de cama Avignon Electric muy erótico. Para él fue una agradable sorpresa que sus compras se redujeran a eso. Por lo general Leela volvía cargada de paquetes.
—Es encantador le dijo.
Ella se inclinó para besarlo y dejó escapar una risita aniñada, copiada a la estrella más popular del momento. Carrin habría preferido que no lo hiciera.
—Voy a ordenar nuestra cena, —dijo ella—, dirigiéndose a la cocina.
Carrin, complacido, pensó que muy pronto podría ordenar las comidas sin necesidad de moverse de la sala. Mientras volvía a acomodarse en el sillón llegó su hijo.
—¡Hola, hijo! ¿Cómo te va? —preguntó, lleno de entusiasmo.
—Bien —respondió Billy en tono indiferente.
—¿Qué te sucede, muchacho? ¡Vamos!, ven a contarle a tu padre qué te tiene preocupado.
Billy se sentó en un cajón de embalaje y apoyó el mentón sobre las manos, dirigiendo a su padre una mirada pensativa.
—Papá, ¿crees que yo podría llegar a ser maestro reparador, si quisiera?
Carrin escuchó la pregunta con una sonrisa. La vocación de su hijo oscilaba siempre entre hacerse maestro reparador o piloto de cohetes. Los reparadores constituían un grupo privilegiado entre los trabajadores. Tenían a su cargo la importante tarea de componer las máquinas automáticas de reparación. Esas máquinas podían arreglar cualquier cosa, pero no era posible fabricar una máquina que reparara las máquinas que reparaban a las demás. Ahí entraba en acción el maestro reparador. Se trataba de un gremio basado en la competencia; sólo los mejor dotados obtenían el título. Y Billy era muy inteligente, pero no parecía tener condiciones especiales para la ingeniería.
—Es posible, hijo. Todo es posible.
—Pero yo quiero saber si es posible para mí.
Carrin, con toda sinceridad, respondió:
—No lo sé.
—Bueno, de todos modos no me interesa ser maestro reparador —dijo el chico, al ver que la respuesta podía ser negativa—. Quiero ser piloto espacial.
—¿Piloto espacial? —preguntó Leela, que en ese momento entraba a la sala—. ¡Pero si no hay pilotos espaciales!
—Sí que los hay —protestó Billy—. En la escuela nos dijeron que el gobierno va a enviar algunos a Marte.
—Hace más de cien años que vienen diciendo lo mismo —observó Carrin—, pero ni siquiera han comenzado con eso.
—Esta vez va en serio.
—¿Y para qué quieres ir a Marte? —preguntó Leela, guiñando un ojo a su marido—. Allá no hay muchachas bonitas.
—¿Qué me importan las muchachas? Yo quiero ir a Marte.
—No te gustaría, querido. Es feo; ni siquiera tiene aire.
—Tiene un poco de aire —insistió el niño, con seguridad.
—¿Qué has dicho? —preguntó Carrin, incorporándose— ¿Acaso no tienes de todo? ¿Qué más quieres?
—No, señor, no tengo todo lo que quiero.
Carrin sabía que cuando su hijo le llamaba «señor» era indicación de que algo andaba mal.
—Escucha, hijo. Cuando yo tenía tu edad quería ir a Marte. Me gustaban las cosas románticas. Hasta quería ser maestro reparador.
—¿Y qué pasó?
—Bueno, cuando crecí comprendí que había cosas mucho más importantes. Primero debía pagar la deuda que me había dejado mi padre; después conocí a tu madre y…
Leela soltó otra risita.
—Quise tener mi propia casa. A ti te ocurrirá lo mismo. En primer lugar pagarás tu deuda y después querrás casarte, como todo el mundo.
Billy guardó silencio por un rato. Al cabo, en un gesto de desafío, se apartó el pelo negro de la frente y se mojó los labios.
—¿Cómo es que yo tengo deudas, señor?
Carrin trató de explicarle como pudo todas las cosas que una familia necesitaba para vivir en una forma civilizada y lo mucho que costaba adquirir todo eso. Que las cosas debían pagarse. Y la costumbre de hacer que los hijos se hicieran cargo de parte de esas deudas al llegar a la mayoría de edad. Pero el hosco silencio de Billy lo perturbó. Era como si el niño le estuviera reprochando algo, ¡después de todo lo que se había esforzado para darle al muy ingrato todos los lujos posibles!
—Dime, hijo, ¿has estudiado historia en la escuela? Bueno, en ese caso ya sabes cómo eran las cosas en el pasado. Las guerras que había. ¿Acaso te gustaría volar por el aire como las víctimas de la guerra?
El niño no respondió.
—¿O quebrarte la espalda trabajando ocho horas diarias para hacer el trabajo que hoy hacen las máquinas? ¿Y qué pasaría si sufrieras hambre constantemente, o si no tuvieras reparo contra el frío y la lluvia, ni un lugar donde dormir?
Hizo una pausa en espera de contestación. Como no obtuviera ninguna prosiguió:
—Vivimos en la época más feliz que haya conocido la humanidad. Uno está rodeado de todas las maravillas que el arte y la ciencia han creado. La mejor música, los libros más importantes, todo está al alcance de tus manos. Lo único que debes hacer es oprimir un botón.
Su tono se hizo más amable.
—Bueno, dime en qué piensas.
—En cómo llegar hasta Marte —dijo el niño—. Por la deuda. Supongo que no podría escaparme de ella.
—Claro que no.
—A menos que fuera como polizón en un cohete.
—¡No te atreverías!
—No, por supuesto —concedió el muchacho, vacilando.
—Te quedarás aquí y te casarás con una buena muchacha —le dijo Leela.
—Claro que sí —respondió Billy—. Seguro.
Y agregó, sonriendo:
—Todo lo que dije con respecto a Marte es mentira.
—Bueno, me alegro mucho —concluyó Leela.
La sonrisa de Billy se tornó forzada.
—No prestan atención a lo que dije.
Y se levantó para subir las escaleras a toda prisa.
—Debe haber ido a jugar con sus cohetes —dijo Leela—. Es un demonio.
Después de una cena tranquila, Carrin tuvo que volver al trabajo. Ese mes le tocaba el turno de noche. Se despidió de su esposa con un beso, trepó al Jet-lash y se dirigió a la fábrica a toda velocidad. Se sometió al reconocimiento de los portones automáticos, que se abrieron para dejarlo pasar. Aparcó y entró.
Tornos automáticos, prensas automáticas… Allí todo era automático. En las vastas entrañas iluminadas de la fábrica las máquinas canturreaban pacíficamente mientras cumplían con su trabajo. Todo estaba en orden. Carrin debía reemplazar al compañero de turno en el final de la línea de montaje de lavarropas automáticos.
—¿Todo en orden?, preguntó.
—Por supuesto —dijo el hombre—. En todo el año no ha salido un ejemplar defectuoso. Los modelos actuales tienen voz propia, no como los de antes, que se iluminaban.
Carrin ocupó el lugar de su compañero y esperó a que saliera la primera máquina de lavar. Su tarea no podía ser más sencilla. Las máquinas desfilaban ante él: sólo debía apretar un botón para comprobar si estaban en perfectas condiciones; siempre era así. Después de pasar frente a él, las máquinas seguían hasta la Sección de Embalaje.
La primera salió deslizándose sobre sus ruedas. Carrin oprimió el botón de funcionamiento que tenían a un costado.
—Lista para lavar —dijo la máquina.
Carrin presionó otro botón para hacerle circular y la dejó seguir. Mientras pensaba en su hijo. «¡Este muchacho!», se dijo. «¿Será capaz de enfrentar las responsabilidades cuando crezca? ¿Se convertirá en un hombre dispuesto a ocupar su puesto en la sociedad?». A veces era como para ponerlo en duda. El chico había nacido rebelde. Si alguien era capaz de llegar a Marte, ése era su hijo.
Pero no era esa clase de ideas la que lo perturbaba.
—Lista para lavar dijo la segunda máquina.
Carrin recordó algo con respecto a Miller. También él, siempre tan alegre, hablaba de los otros planetas y bromeaba con respecto a sus ganas de irse a cualquier otra parte para empezar de nuevo. Pero en vez de hacerlo se había suicidado.
—Lista para lavar.
Todavía tenía ocho horas por delante. Ocho horas de apretar botones y escuchar la voz de las máquinas que anunciaban estar listas. Se aflojó el cinturón, preparándose para pasarlas lo mejor posible.
—Lista para lavar.
Oprimió el botón de circulación.
—Lista para lavar.
Carrin empezó a distraerse de todos modos, ese trabajo no requería demasiada atención.
En ese momento tomó conciencia de aquello que lo venía preocupando:
No le gustaba apretar botones.