Mientras la boca de Lucas se movía contra la mía, intenté pensar en otra cosa. El cuarto donde estábamos, el sueldo que pisábamos… lo que fuera, con tal de no dejarme llevar. Porque admitir que disfrutaba el beso era, como mínimo, reprochable. Eso sin mencionar que me convertía en alguien más patético de lo que ya era. Aún podía culpar al alcohol, Lucas no tenía por qué saber que yo no había probado una gota de las cervezas infiltradas que estaban repartiendo los alumnos.
No era una mala idea.
«Sabes Lucas, el beso no estuvo mal, en serio, he probado peores, probablemente sea culpa del alcohol… ¡¿No me digas que no bebiste algo antes de venir para amenizar las cosas?!»
Vale, tal vez decir eso no fuera la mejor idea.
Y por más que intentara distraerme en otra cosa, era dolorosamente consciente de él. Todo él; sus manos sosteniendo mi rostro, las mías exigiendo cercanía, mientras lo tomaban desde su cuello.
Era curioso que incluso en estos momentos, con una oda a la perfección esperándome en el gimnasio, mi corazón solo clamase por él, llamándole a gritos. Me alejé de sus labios y enterré mi nariz en esa parte cálida que residía casi oculta en la curva de su garganta, parecía haberla escondido para todos menos para mí.
Me estremecí por la fragancia de su loción, la recordaba, por supuesto, en la misma medida que recordaba la interminable cantidad de mentiras que me había dicho durante el tiempo que habíamos estado encerrados.
—Tengo que irme.
—Lo sé — pero en vez de dejarme ir, había vuelto a besarme y yo no parecía capaz de apartarlo. Mis labios, adormecidos por sus besos, lo anhelaban más que nunca. Lo quería, no parecía ser un gran secreto, pero mintiéndome a mí misma como acostumbraba, fue fácil convencerme de que lo había superado.
—Hablo en serio.
—Uhm…
Más besos, más fricción. Sus labios sabían a miedo, dolor e hizo que me preguntara ¿Qué sabor tendría el amor?
¿Sería acaso así de amargo? Sonreí, había algo de amargor en la boca de Lucas, aunque parecía más factible que hubiera estado bebiendo.
Exacto… él había estado bebiendo. No había otra razón posible para que quisiera besarme, o saber de mí. Otra vez, esa maldita vocecilla molesta que no hacía más que repetirme lo obvio: no era lo suficientemente mujer para Lucas, no fui lo suficientemente buena como hija para retener a papá, ni para conservar el amor de mi madre. Vamos, ni siquiera Rodrigo era capaz de pasar más de media hora conmigo. Y ¿Yo? ¿Me quería? ¡¿Cómo se supone que Lucas me iba a querer?!
—Lo siento —le dije—, esto fue un error —pero no lo era, al menos no para mí. Mucho menos cuando mis labios todavía se sentían tibios gracias a sus besos. Al día siguiente, quizás me arrepentiría ¡claro! después de llorar toda la noche.
Salí del cuartucho olvidándome de todo.
Podría haberme dirigido al baño de chicas, tal vez peinarme e incluso retocar mi maquillaje, en lugar de eso corrí en dirección al gimnasio.
Corrí hacia Nathan…
Supongo, que en el fondo de mi corazón, Nate se había convertido en mi salvador. Aunque se pareciera más al enmascarado del hacha, que a un príncipe encantador, como se hacía llamar.
Para mi sorpresa, no se encontraba acompañado. No había pistas de mi profesora ni su llamativo strapless rojo. Tragándome la curiosidad, no le pregunté por ella, y él tampoco preguntó por mi tardanza, que debió ser bastante, ya que la mitad de la gente ya se había retirado, y solo quedaban por ahí rezagados y profesores.
Mientras bailábamos intenté pensar en películas de vampiro y un par de series de moda, era la única vía que conocía para mantener a Nate fuera de mis pensamientos. Eso, junto a La Cuncuna Amarilla eran repelentes infalibles contra vampiros lectores de mentes.
—No ha sido tan malo —soltó él.
—Te creo.
—Hey, hablaba en serio. Un chico tiene derecho a divertirse de vez en cuando —no dudaba de eso, pero claramente mi enmascarado con hacha manejaba otros conceptos de “diversión”, preferentemente que involucrara un cuerpo cubierto de sangre.
Me encogí de hombros.
—Si tú lo dices.
—Eres imposible y no digas gracias, no es un halago. Por otra parte, me gustan tus ojos.
Su abrupto cambio de tema me tomó por sorpresa, pestañé confundida procesando la información antes de responder.
—No tienen nada de especial.
—¿Quién lo dice? Oh, vamos, no me digas que ahora además de ser una experta en vampiros también sabes sobre estética oftalmológica.
Negué.
—A eso me refiero cuando digo que eres imposible. Tus ojos son bellos Mica, fin del asunto —sin embargo no lo eran, no si los comparabas con los de Nate. Yo no tenía ojos grises, ni de un marrón sensual, por el contrario eran de un pardo deslavado que, en el mejor de los casos, parecían una mala copia de los Clutter.
Patética, lo sé.
—Me gusta tu traje —admití desviando el tema hacia tierra segura. Era fácil hablar con Nathan cuando la atención se centraba en él, que era casi la mayor parte del tiempo. Pese a vivir juntos, tenía muchas dudas sobre él, de hecho, era más rápido hacer una lista de las cosas que sabía, que de las que aún ignoraba.
No tenía idea de su pasado, ni de cómo se ganaba la vida, solo sabía que él salía cuando le daba la gana y tardaba el tiempo que le apetecía…
Yo para él era algo así como una mascota, solo que además me utilizaba como comida.
Continuamos bailando.
Honestamente, las notas lentas de One Republic hacían difícil pensar con claridad, porque lo único que me apetecía era bailar al compás de su cadenciosa melodía; bailar y no pensar en nada que no fuera la mirada de mercurio de Nate observándome con reserva. Demasiado tarde comprendí el sentido de su letra y ya no me apeteció bailar para nada, tal y como decía la agradable voz de Ryan Tedder: “Era demasiado tarde para disculparse…”
El mayor problema era que no sabía si debía perdonar o ser quien ofreciera las disculpas, y de ser este último el caso, ¿a quién?
¿A Nathan? por besarme con otro cuando él se suponía debía ser mi pareja esta noche. ¿A Lucas? por dejarlo abandonado en el cuarto de aseo. O tal vez, a Rita. Realmente, ni siquiera había pensado en ella… digamos, nunca.
Mi padre era probablemente el causante de un sinnúmero de sus noches en vela. Yo había estado en los zapatos de Rita y, había escuchado a mamá llorar noches enteras y a la mañana siguiente levantarse con ojos hinchados. Por otra parte, Lucas era la pareja de Rita esta noche, no importaba la razón, yo me había besado con un chico que traía acompañante.
Había solo una palabra para catalogar a las personas como yo, Perra.
Observé al hermoso vampiro que se encontraba frente a mí. Su camisa gris lucía impoluta y sus perfilados labios no habían sonreído desde que había regresado al gimnasio, podría haberme percatado antes si no estuviera tan ensimismada en mis dilemas morales. En un acto de excesiva estupidez mis manos se empuñaron en las solapas de su traje, un muy costoso traje, y lo atraje hacia mí.
No iba a besarlo, por supuesto. Mi noche tenía un límite de errores permitidos y ya había rebasado la cuenta, sin mencionar que Nathan no me daría la oportunidad, probablemente me sacaría volando de un empujón.
Un completo caballero.
Su boca adoptó una línea recta logrando que su rostro perdiera algo de ese exuberante atractivo. Pude ver la duda asomando en sus ojos.
«Lee mi mente», quise decir, «Lee mi mente, porque ahora mismo no me quedan fuerzas para hablar»
Pero en lugar de hablar, me limité a confesar en silencio:
«Lo siento Nate. Sé que te aburro, sé que necesito madurar y dejar de vivir en pos de la fantasía, pero no puedo. No puedo enfrentarme a la realidad, no quiero abrir los ojos. El mundo de afuera es demasiado cruel, demasiado frío, demasiado vivo.
Necesito de esto y necesito de ti, porque mientras te tenga a mi lado, los relojes de mi vida dejan de marcar las pautas del tiempo y el resto del mundo puede esperar»
Suspiré, sin dejar de aferrarme a su traje.
Quería que me abrazara, que me dejara esconder la cabeza en su pecho y me ayudara a olvidar a Lucas. Incluso tenía la esperanza de que saliera con alguna frase mordaz, del tipo que quitan las ganas de reír y en cambio provocaba caerle a golpes. Todo eso hubiera sido mil veces mejor que pensar. No obstante, Nathan tenía planes muy diferentes. Haciendo caso omiso a lo que mis pensamientos le gritaban, acogió mi rostro entre sus manos y posó sus labios sobre los míos.
Y lo que sucedió a continuación me catapultó como la reina de las perras. Sin embargo, no importaba. Nadie había vivido algo así. No podían juzgarme.
Inicialmente, quedé estática en mi sitio. Si me lo preguntan, me convertí en una versión bastante decente de un témpano de hielo. Me había congelado, pero de estupefacción, ya que en todos los otros aspectos posibles me encontraba en llamas. Tampoco él esperó a que yo reaccionara, desde luego que no. En lugar de darme tiempo, me tocó con su lengua, ipso facto un cosquilleo de placer se inició en mi vientre y algo desconocido barrió con mi raciocinio.
En mi estómago comenzó a desparramarse un fuego líquido que ardía en la misma medida que me agradaba. No sabía qué hacer o qué decir.
Sus manos parecieron entretenerse en mi cabello, mientras las mías ascendían y descendían por su cuello, era cálido al igual que sus labios, para nada similar a lo que había oído o leído.
Abrí mi boca para él. Y Nathan la cerró en el acto, alejándose de mí y formando una sonrisa compasiva.
—Necesito un trago —me dijo—. Iré por él, no tardo, creo que a ambos nos hace falta.
Mientras asentía, no pude evitar pensar en lo suave que había sido su toque. No necesitaba un trago, lo que necesitaba era que regresara. Se había alejado demasiado pronto.
Mierda, comenzaba a dudar si el beso había sido real, todo había sucedido tan rápido. No sería difícil atribuirlo a mi imaginación.
Yania se encontraba bailando en una esquina cercana y me guiñó un ojo cuando la divisé, me ruboricé al instante. Bailé con un par de chicas de la clase, no solía juntarme con ellas, pero cualquier cosa que quedarme esperando a Nate sola, mientras todos los ojos curiosos e insidiosos estaban sobre mí.
Las luces se encendieron y los profesores que quedaban comenzaron a enviar a los estudiantes a casa. Una de las chicas me invitó a unirme a un grupo de alumnos para bebernos las últimas reminiscencias del contrabando de alcohol.
Pude haber dicho que no, pude haber usado algún acopio de madurez, pero todo se sentía demasiado confuso e irreal como para desear estar sobria.
La seguí hasta la leñera del liceo, ahí nos esperaban otras tres personas. Reconocí a los compañeros de Lucas enseguida. Eran dos chicos de piel morena que solían jugar en el equipo de futbol. La tercera persona era una mujer que nunca antes había visto en el colegio. Parecía fuera de lugar, era hermosa de un modo extraño. Me hizo recordar a Nate; piel pálida y ojos de un extraño color entre gris y blanco… extraño. Aunque, yo ya iba por mi segunda lata de cerveza.
—Vaya, hueles bien —dijo ella, mientras me ofrecía otra cerveza.
—uhm… ¿Gracias?
Uno de los chicos se río del comentario y comenzó a hilar un pitillo de marihuana, eso me puso de nervios. No me malinterpreten, no era una santa, pero había pasado un tiempo considerable desde que la había probado, dos años enteros y fue solo una vez.
—Paso —me excusé cuando me ofrecieron una calada. Obviamente, el resto no opinaba igual y en menos de diez minutos todos estaban drogados y riendo por nada.
No fue hasta la cuarta cerveza que recordé a Nathan y lo mucho que se estaba tardando.
Me excusé y corrí en dirección a la salida, o al menos hice el intento. No era fácil con todo ese alcohol en la sangre y sobre todo cuando todo lo que había comido en la tarde era manzana. Para cuando llegué al pasillo central, la respiración me faltaba.
—Maldita sea —bufé mientras revisaba las salas abiertas y los baños. No había señal de Nathan por ningún lado.
—¡Nate! —grité llamándolo, sin dejar de correr.
Volví a intentarlo, esta vez más fuerte y, aunque alcé como nunca antes el tono de mi voz, no quería dejarme llevar por la desesperación. Todo parecía indicar que se había ido sin mí… después de besarme.
Di pasos a ciegas los siguientes quince minutos y no fue hasta que pasé por el cuarto de aseo que un escalofrío despertó la poca sobriedad que me quedaba. Una mancha oscura se extendía por debajo de la puerta, la abrí y de repente, todo lo que conocía de la vida pareció perder sentido. Los grises entre el bien y el mal podrían solo ser parte de los mitos con moraleja que te cuentan de niña, porque lo que mis ojos ahora veían, constataban otra cosa. No, no era eso… era la materialización del concepto: Los pecados se pagan.
Mis pecados.
Supe enseguida que gritar no era sabio, e hice acopio de toda mi voluntad para mantener la boca cerrada.
Las paredes estaban salpicadas de carmesí y sentí nauseas al inhalar el fétido olor de la sangre, entre óxido y algo más que no puedo describir. Casi podía oír el sonido de sus gritos y gemidos de dolor. Seguramente se había desmayado entre jadeos. Los podía sentir retumbando en mis oídos como una macabra sinfonía para la cual, su orquesta, había sido especialmente cruel.
Observé consternada los brazos de Lucas doblados tras su cabeza de una forma antinatural. La congoja en su rostro era tan indiscutible que me hizo pensar en todo el dolor que tuvo que haber sentido cuando aún estaba consciente. A su lado, el charco de sangre se esparcía por el suelo, ensuciando la escoba que minutos atrás había sido testigo de nuestro encuentro, y más allá, la marca de los zapatos de su carnicero.
La sangre era oscura y espesa, igual a la que Nathan tomaba de mi cuello, pero ahora no había sido como cuando se alimentaba, y por la expresión que tenía en su rostro, podría afirmar que era lo último que le apetecería probar en su vida.
—¿Qué has hecho? —le pregunté en un susurro, sabiendo que no me respondería.
—Tenía hambre —dijo encogiéndose de hombros, mientras yo observaba su costoso traje cubierto de sangre. Naturalmente que debía alimentarse, pero lo que estaba presenciando era una jodida masacre. Lucas tenía cortes en sus labios y cejas, por lo que Nate, antes de alimentarse, lo había golpeado.
—¡Nate!, al menos debiste ser cuidadoso —dije intentando que no notara mi horror—.No hay forma de que podamos salir de aquí sin levantar sospechas.
De pronto me sentía más sobria que nunca, excepto que hipee.
—Salud.
—¿Sabes qué? —No me gustaba la forma en que me sonreía, no cuando el cabello de Lucas parecía estar tan empapado de sangre como la costosa camisa de Nathan y el resto del suelo que ahora pisábamos—. No me importa que te alimentes de humanos. En serio, puedes comerte a mi profesora de Química si lo deseas, pero en lo que respecta a mis amigos, mantente alejado, ¿sí?
La sonrisa desapareció de su boca.
—Pensé que él no era tu amigo.
—No lo es —repuse.
—¿Entonces? —esperó y algo en la forma en que se me quedó viendo me hizo sentir temor. Una sensación poco habitual desde que estábamos juntos, entendiendo que ya de por sí vivir con él debería ser escalofriante. De todos modos me obligué a sonreírle, mientras procuraba no ver la mancha de sangre en el cuello de su camisa, ni el hilillo borgoña que se deslizaba a lo largo de su barbilla.
Si le mostraba algún signo de perturbación, él lo tomaría como una señal para meterse en mi mente, y no podía permitirlo.
—Tan solo deja a Lucas en paz —le pedí sonriendo y rogando porque mis labios terminaran lo que mis ojos eran incapaces de iniciar: una mentira.
Sin embargo, él comenzó a hablar, antes que alcanzara a decir una letra.
—Al parecer olvidaste esto —señaló, imitando la clásica pose de mago haciendo aparecer de la nada un conejo. Sin embargo, no fue un conejo lo que salió de su manga, sino mi tiara.
En un gesto estúpido me llevé la mano a la cabeza y lo único que pude sentir fue el bulto del golpe que me había dejado el tarro al caerme en la cabeza.
—Tu “amigo” fue bastante entusiasta en hacerme saber que te la habías dejado con él en el cuarto de aseo.
Abrí mi boca, lista para replicar, pero no hallé mi voz.
—Ni siquiera está muerto, puedes volver a respirar —no podría haberlo adivinado si él no lo hubiese mencionado. Sin embargo, era cierto es que tenía los pulmones hinchados por no soltar el aire.
—Solo porque llegué, de no ser así…—odié que la voz me fallara a último minuto.
—Está bien, ya sé por dónde vas y no me gusta nada.
—Tal como yo lo veo, las cosas no podrían ir peor —respondí.
—¿Cómo debería decirlo? —se aflojó la corbata mientras avanzaba por sobre el cuerpo de Lucas. Retrocedí automáticamente, como si nuestros cuerpos fueran imanes de polos opuestos—. Sin asustarte más… quiero decir.
—No me asustas — repliqué moviéndome a un costado para que pudiera salir del cuarto.
—Ajá.
—Hablo en serio.
—Mica, no te creo. Lo siento —no lo sentía en absoluto—. De todos modos, ya no importa. Tenemos que irnos.
Hizo un ademán para que lo siguiera, pero no me moví de mi sitio.
Hasta ese instante, había resistido las ansias locas de arrojarme sobre Lucas y abrigarlo con mis brazos. ¡Quería protegerlo!, quería alejarlo de Nathan, susurrarle palabras de tranquilidad y, en el mejor de los casos, ser capaz de sentir los latidos de su corazón, pero se trataba de mi vida y nunca he tenido el control de total de ella. Por eso, en lugar de actuar como la protagonista de las novelas que solía leer, renuncié a la idea, y de paso, a Lucas. Después de todo, era mi culpa que estuviera así.
Había necesitado que las cosas llegaran hasta ese punto para comprender que realmente lo amaba.
Y aun así, no tenía derecho a nada, a nada que no fuera una explicación más convincente por parte de Nathan.
—¿Por qué lo hiciste? — él se quedó callado, pero en cambio sus ojos, esos pálidos e insensibles orbes plateados me dijeron todo. Esa incalculable variedad de escenarios, cada uno peor que el anterior. Toda la verdad ante mis ojos, justo ahora, cuando me sentía más indigna y menos importante. Supongo que tenía sus razones. Pero, ¿no fui yo quien lo buscó?, ¿no era acaso mi culpa que se comportara de forma tan desalmada?
Bajé la cabeza para no seguir viendo la crueldad en sus ojos.
Una gota de sangre me salpicó el vestido, luego las pantorrillas y finalmente la cara, solo entonces comprendí que había sido Nate. Era un gesto tan infantil y travieso tal como la imagen de un niño chapoteando en el agua. Sin embargo, no era agua con lo que Nathan me había salpicado, sino sangre, sangre roja, espesa y perteneciente a la persona que yo amaba. Correcto o no, sincero o no, yo lo amaba. Y ahora estaba al borde de la muerte por mi culpa.
Dejé escapar un suspiro, supongo que más prologado de lo que Nate se esperaba, dado que yo le había dicho que Lucas no era mi amigo ¿Qué más daba lo que le pasara, no? Así era la lógica de Nate; sádica y liviana. Había tenido que llegar a hasta este punto para comprenderlo.
—Mica —llamó, más bien fue un susurro. Aunque, no había real diferencia. Podía sentirlo en mi pecho, en mi cabeza e incluso en mi piel. Nathan y yo estábamos conectados en un montón de formas que no podía explicar. Pero mi mayor problema en ese momento era tener la cabeza libre de su compulsión, lo que parecía ir de mal en peor.
¿Por qué demonios no me lavaba el cerebro? ¡¿Por qué no me quitaba este dolor del pecho de una maldita vez?!
Creí oír mi nombre otra vez, ¿importaba acaso? Busqué con la mirada el rostro pálido de Lucas una última vez. Sin embargo solo capté un atisbo. Alcancé a comprobar que sus ojos estaban cerrados. Gracias a Dios. No hubiera soportado ver el reproche en ellos. No importaba que Nate dijera que lo había dejado vivo, si por vivo se entendía “con una pizca de sangre en las venas”, pero en mi corazón… yo lo había matado.
—A veces hago cosas… cosas que no podrías entender ni en un millón de años y, aunque sé que te gustaría creerlo, no fue por celos —el silencio que siguió a su revelación fue casi tan letal como sus palabras—. Realmente lo siento.
—Hay que ayudarlo…
—No hay tiempo. Va a estar bien, ya te lo dije.
La sangre goteaba de su cuerpo y no podía dejar de mirar la sonrisa de satisfacción de Nate, sus dientes manchados de sangre, su boca más roja de lo habitual. Un asesino en medio del éxtasis.
—Míralo, ¡Mírate! —grité sin poder contenerme más. En cambio él, no movió un músculo— ¡Te estoy diciendo que mires!
—Tú no me das órdenes.
Tragué, no de miedo, y sí que lo tenía, sino porque Nate estaba en lo cierto. Yo no le daba órdenes… la mayor parte del tiempo, yo ni siquiera existía.
—¡Eres un monstruo!
—Vaya, te habías tardado en notarlo. “Ay Nate, te necesito, Ay Nate el mundo de afuera es demasiado cruel, demasiado frío, demasiado vivo” —dijo parodiando mi voz —no fue eso lo que mentalizaste, momentos atrás. Bueno Micaela, acá está tu fantasía, ¿qué prefieres ahora, la realidad o la ficción de tus novelas? —preguntó, pero no caería en su juego. En vez de responder con algo mordaz me sequé la cara. No eran lágrimas, sino la sangre de Lucas que Nate me había salpicado. Aquello tan solo aumentó mi pavor y rabia. Lo cierto es que ni siquiera yo estaba a salvo.
—Cállate, cállate por favor Nate. Solo… No puedo dejarlo aquí.
Su expresión se tornó feroz y luego sus fríos ojos grises se volvieron cálidos, como mercurio líquido. Antes de que me mostrara esa sonrisa que lo podía todo, di una zancada sobre el cuerpo de Lucas y tomé la escoba que reposaba junto a él. Volví a mi posición inicial haciendo el mismo movimiento. Ahora blandía la escoba entre Nathan y yo.
Me miró con expresión divertida por un momento. Ambos sabíamos que mi triste intento de arma no era nada amenazadora. Sin detenerme a pensarlo demasiado, y con todas mis fuerzas, azoté el palo contra el canto de la puerta consiguiendo que se partiera en dos mitades astilladas.
Bien, era una mejora considerable.
—No… No me mires así.
—¿Así, cómo?
Tragué e inhalé hondo. Ni siquiera tenía tiempo para sentir temor, ¡necesitaba sacar a Lucas de ese lugar!
—Vaya, parece que Panda quiere jugar. Esto se está tornando interesante —sentenció. Su sonrisa siempre tensa y controlada, mientras me taladraba con la mirada.
Los pasos de Nate, eliminando la distancia entre ambos, emitían un eco reverberante en la baldosa del pasillo, y cuando finalmente quedó plantado frente a mí, el silencio que le siguió me puso los pelos de punta.
Uno a uno, los dedos de su mano fueron envolviendo mis muñecas emulando unas esposas y rápidamente las subió por sobre mi cabeza.
Su expresión era neutra, pero algo me decía que era mejor no saber qué tipo de pensamientos transitaba por su cabeza en estos momentos.
Noté que Nathan tenía la mandíbula rígida y su barbilla retraída, alerta a cualquier indicio de terror que yo dejara entrever.
Contuve la respiración unos segundos antes de intentar liberarme, pero como era de esperarse me agarró con más fuerza. Así que por el bien de Lucas y el mío, dejé de luchar y las dejé ahí, quietas asegurándome de no soltar la improvisada estaca que ahora ejercía presión contra mis palmas, hiriéndome con sus astillas.
—Mica…
—¿Qué?
—¿A qué viene eso? —Preguntó en voz baja, al tiempo que ponía una de sus enormes manos en mi espalda y comenzaba a trazar círculos, me envaré y sus dedos crujieron contra mi cuerpo—. Ya sabes que prometí no leer tu mente, a no ser que se trate de una emergencia.
—Últimamente para ti todo es una emergencia —me quejé, recordando las innumerables veces que se había inmiscuido en mi cabeza sin mi permiso. Nate sabía que yo tenía razón, ya que suspiró y liberó su presión.
—Eres consciente de que ahora es tu turno de soltar ese trozo de porquería ¿verdad?
Asentí, pero no la solté. Nate castañeó su lengua cabreado, con una mano me tomó de la cintura y me subió hasta su hombro. No había ni siquiera alcanzado a reaccionar cuando en un único y certero movimiento me sentó en la mesa, que ya había olvidado que estaba ahí.
—Aquí —dijo acomodándose entre mis piernas y apuntando su pecho—. No me mires así, ésta es una buena forma de liberar tensiones.
Un frío húmedo me recorrió desde la nunca hasta la planta de los pies, dolía. Una especie de estremecimiento viscoso y desagradable, tan diferente a otras sensaciones, que no encontraba las palabras exactas para describirlo.
—No seas cobarde, tarde o temprano tenía que llegar el momento.
—¿Momento? —titubeé.
—Claro, en días fríos como hoy, es normal que quieras entrar en calor.
Mis manos temblaban, pero no solté la estaca.
—Anda, vamos a darle un vistazo a mi corazón deforme.
Nate me sonrió y dejó de acariciar mi espalda para llevar su palma hasta mi cara. Acunó mi rostro con su mano y con la otra envolvió firmemente mis dedos e impulsó la estaca hacia su pecho.
POR-TODO-LO-QUE-ES-SAGRADO.
Ahogué un chillido, tratando de zafarme. Sin embargo él me detuvo con ojos severos y sin dejar de sonreír. Un sonido ronco salió de su garganta, mientras me obligaba a estacarlo más profundo en ese punto donde debería estar bombeando su corazón. Mi mano vibraba al mismo tiempo que la madera iba desgarrando piel, atravesando tendones, músculos y rompiendo huesos.
—No tengo corazón, no puede dolerme.
Luego se desplomó en el piso, quieto, mudo y sin vida.