Fiesta de fin de año

El sábado desperté sin dolor alguno, eso era algo bueno. Supuse que el té de canela había funcionado bien como analgésico.

Las siguientes horas me dediqué a trabajar en mi persona, entonces oí un sonido familiar, líquido, suave: la ducha.

—¿Nathan, te falta mucho? —llamé desde mi cuarto, asomando mi cabeza por la puerta semiabierta, sintiéndome momentáneamente como una tortuga, incluso tenía el rostro verde, cubierto de pepinos que había rebanado hace un rato para refrescar mi piel. Mi hermano, Rodrigo, solía burlarse cada vez que me untaba en la piel, mis mascarillas caseras, según él eran ensaladas y punto. Pero él no tenía idea de lo mucho que esas ensaladas favorecían mi tez, la hidrataban y también, disminuían las bolsas bajo los ojos. Para alguien como yo que se lo pasaba desvelada leyendo y madrugando para ir al cole, las mascarillas eran más que vanidad, eran una necesidad imperante.

Volví a insistir, pero no tuve respuesta y fue entonces cuando un pinchazo en mi pecho, justo en el lado donde el corazón habita, me obligó a recordar que Nathan perfectamente podría haberse ido sin que yo lo notara. Tal vez había dejado la ducha abierta, por pura diversión, mal que mal, no tenía ninguna obligación de acompañarme.

No debería importarme, ni siquiera dolerme. Después de todo, se suponía que yo no tenía ganas de ir a la maldita fiesta. No mucho, en cualquier caso. Corrí a su cuarto sin pensármelo dos veces. En otra ocasión me hubiera detenido a pensar en los pros y los contras, pero se trataba del baile de fin de curso y Nathan tenía culpa de que estuviera pensando en asistir. No dejaría que lo arruinara.

Sí, definitivamente no le permitiría hacerme esto, antes lo enfrentaría…

Continué repitiéndome eso durante todo el trayecto hasta su cuarto, tal vez si continuaba diciéndomelo, terminaría por creerlo.

Entré a su cuarto sin golpear. Él nunca cerraba con pestillo, un gran error o un exceso de confianza. Segundos después, deduje que se trataba de lo primero, cuando me lo encontré semidesnudo justo a tiempo para ver cómo se envolvía una toalla azul marino alrededor de las caderas. El canalla, estaba bendiciéndome con un primer plano de su espalda. Errr… Enfrentarlo, sí, a eso había venido. Su pecho todavía estaba mojado y tenía el cabello revuelto, y pequeñas gotitas cristalinas se escurrían por su cuello, los músculos posteriores de sus hombros y otras partes más…

«¡Enfrentarlo!»

Boquiabierta, casi jadeando, di media vuelta y salí cerrando la puerta con fuerza, para luego descansar mi cabeza sobre esta. Sentía que mi cara se tornaba de un rojo violento a un azul, lo que era más que entendible, después de perder el aire al apreciar de primera fuente la perfección de su anatomía.

—No pienses en eso… no pienses en eso…

Esperé que se calmaran los latidos de mi corazón, pero parecía que mientras más intentas algo, como no pensar en el cuerpo de Nate, más lo haces.

De repente, la puerta donde me apoyaba se abrió y de ahí salió un disgustado vampiro. Y gracias a Dios, se había puesto ropa.

—¿Sabes algo? —Las gotas de su pelo mojado salieron disparadas en todas las direcciones cuando me dio un empujón con el fin de correrme de su puerta y así ocupar mi lugar—. Para ser solo un bocadillo te tomas bastantes atribuciones.

—No era mi intención —titubeé. Era casi cierto.

—¿Qué cosa? ¿Andar de voyeur o salir antes de ver todo el paquete?

Sus ojos se entrecerraron y a mí se me secó la garganta, mientras intentaba relacionar las palabras. Claramente había doble sentido en la oración. Dejó escapar un resoplido, si era de irritación o burla, no sabría decirlo.

—Quería preguntarte si te faltaba mucho…

Acomodó su brazo derecho en el borde de la puerta y descansó su cabeza sobre él; gotas cristalinas resbalaron desde su cabello hasta la curva de sus dedos. ¿No podían solo evaporarse y dejar que me concentrara?

—Panda, ¿cuántas veces tendré que decírtelo? Eres una pésima mentirosa.

—No estoy mintiendo. Y sobre lo otro, bueno, si tanto te molesta, bien podrías mantenerla cerrada.

—¿Y perderme esto? Ni hablar.

Tamborileó con las yemas de sus dedos sobre la puerta, mientras yo buscaba furtivamente algún túnel secreto ubicado preferentemente bajo mis pies para hundirme ahí y no salir en un par de años.

—Vaya, supongo que entonces ya te puedes ir —le dije entre dientes. Porque dada las circunstancias, hasta su cabello parecía intimidarme. Ahí todo empapado y adherido a su sien.

—¿Por qué? Esta es mi habitación.

—Muy clever y ¡Deja de llamarme Panda! —cambié de tema, fingiendo que sus ojos de mercurio no me estaban taladrando.

—No. Me divierto cuando te enojas —sus dedos dejaron de castigar mis oídos y se quedaron quietos sobre la puerta. Los míos en cambio, empezaron a sudar—. ¿Pero eso tú ya lo sabías no?

Asentí y a eso le siguió otro de sus bufidos. Últimamente se lo pasaba resoplando.

—Ahora, vas a ir a ponerte muy guapa, mientras yo termino de vestirme.

—A mí me pareces perfecto así —hablé sin pensar. Nate respondió poniendo sus ojos en blanco, restándole importancia a mi comentario empalagoso.

—Eso ya lo sospechaba, pero una camiseta vieja y unos pantalones de chándal no te harán quedar bien en la fiesta.

—¿No?

Él comenzó a negar mientras sus manos jugueteaban tentadoras con el borde de su pantalón dándole énfasis a su punto.

—Mica, solo me puse esto para salir del cuarto porque saliste corriendo como una virgen mancillada.

Asentí, muda.

—Y ambos sabemos que no encajas con el prototipo, ya que para eso necesitas, digamos, ser virgen, cosa que ya sabemos, no eres.

Mi asentimiento no fue una sorpresa para ninguno de los dos.

—Podría aburrirme de esto… —me amenazó.

Tragué pesado y hablé.

—No, no podrías. De otro modo terminarías solo y eres demasiado holgazán para salir cada noche por una presa nueva.

—¡Solo porque es tedioso limpiar sus mentes!

Esta vez fui yo quien se encogió de hombros.

—Lo que sea. Te resulta fácil conmigo, conozco tu secreto y me conformo con lo que me das —respondí autómata, asombrada de lo que decía, pero sin ser capaz de articular otra cosa.

—Dicho así suena casi malo…

—Dicho así suena real, tú lo sabes, y yo lo sé. Pero tengo una mente demasiado débil para resistirme a tu coacción.

—Eres astuta…

Sonreí. No lo era, ni siquiera un poquito. Solo estaba repitiendo sus palabras de memoria y no había nada de inteligente en seguir atada a él a pesar de saberlo.

—Y tú eres el rey de los egoístas.

—Así me gusta, sincera y letal. Ahora cariño ve a ponerte ese vestido que me trae loco.

Mientras avanzaba, no dejaba de preguntarme si lograría hacerlo bien esta noche. Me había llevado cuarenta minutos salir del baño después de ver mi reflejo en el espejo.

No es que hubiera mostrado algo del otro mundo, me conocía de memoria, pero el vestido había liberado una especie de magia en mí.

Y ni siquiera era negro. No era sexy, ni fea, ni normal… era única, aunque últimamente ser “única” me parecía más un triste consuelo que una definición real de mí misma. Lo cierto es que había encontrado un adjetivo que me quedaba bastante bien, mi rostro era algo exótico. Pestañeé, imaginando el efecto que tendría aquel gesto con mis pestañas ahora cubiertas por una costosa mascara que me había comprado.

Desearía poder decir que mi mamá arregló mi cabello para esta noche, que mi hermano me aconsejó no beber mucho alcohol y que mi móvil no ha dejado de sonar por las llamadas preocupadas de papá para aconsejarme sobre una sana diversión, pero no sería cierto.

Me detuve un momento, cuando otra de las puertas, en el gimnasio, atrapó el reflejo de mi cuerpo. En el cristal, mi vestido verde agua parecía ondearse como el oleaje de verano. No arreglé mucho mi cabello; no tenía ni el tiempo ni las ganas, y desde luego no el dinero, para asistir a una peluquería, por lo que lo había dejado caer suelto en mi espalda. Me gustaba mi pelo, era una de las pocas cosas que me daba seguridad y a lo que le podía sacar partido.

Y lo hubiera llevado libre el resto de la noche, si antes de salir del apartamento Nathan no me hubiera puesto una tiara en la cabeza. Al principio no me había gustado, es decir no era una corona ni nada, pero, seguía siendo un artículo demasiado delicado para que alguien como él me lo diera. Y cuando sus manos fuertes lo acomodaron sobre mi cabeza, bien pues, se sintió genial, lo admito.

Luego, cuando comenzaba a ver los finos detalles que portaba el adorno; esas pequeñísimas rositas color plata dividida en dos filas, él me hizo saber que como me gustaban los vampiros que “brillaban” a la luz del día, se le ocurrió que una tiara parecía lo más indicado.

Él disfrutaba burlándose de los personajes que yo solía amar. Si su intención fue hacerme reír, no lo consiguió ni un poco.

—Tranquila —me susurró, justo cuando yo reparaba en que mis dedos se habían enterrado en su brazo, remangando su saco y haciendo que el puño de su camisa gris le sobresaliera del traje.

Liberé un poco el agarre, la cantidad exacta para que su vestimenta no perdiera elegancia, pero sin soltar la seguridad que me otorgaba su abrazo.

—Es bueno que no sea humano —sonrió acercándose a mi oído y depositando un beso corto en él, mientras me arrastraba al centro de la pista—. De otro modo me hubieras arrancado el brazo.

Tentada con la idea de comenzar a echarme aire en la cara con mis propias manos, me negué a mirarlo y dejé que Nathan me guiara.

Y lo hizo. Sus manos guiaron a las mías hasta que éstas encontraron sitio en su cuello y una vez ahí, no lo soltaron en toda la noche.

Mientras nos movíamos, podía sentir la mirada de cada uno de mis compañeros clavadas en mí. Tenía una vaga idea de lo que tenían que estar pensando; ni siquiera Yania sabía lo de Nathan, ¿Cómo podría? si la última vez que hablamos me dejó en ridículo al mostrarle a la mitad del alumnado las cicatrices en mi cuello. No la odié por eso, usar tantos días seguidos una bufanda levantaba sospechas hasta en el más indiferente de los humanos. De todos modos las cosas habían ido de lo raro a lo rarísimo.

Tanto Yania como María José comenzaron a creer que estaba loca, nunca me lo dirán, pero bastaba con darles un vistazo para darme cuenta que lo pensaban.

No todos los días tu mejor amiga, que además es una fan de los vampiros, llega a clases con orificios en el cuello, si eso no sonaba a locura… bien, ni siquiera yo podría definir lo que era.

—¿En qué piensas?

—Dímelo tú.

Nathan frunció el ceño, pero no añadió nada.

—No me gusta meterme en tu cabeza si no es necesario.

—Imagina que es una emergencia.

—Así no es como funciona y lo sabes.

¿Lo sabía?, en serio si existía algún método o formula mega secreta me la estaba perdiendo y Nathan tuvo que haberlo notado porque torció su boca y luego negó.

—No importa, olvídalo de todos modos tenemos compañía.

Mi estómago comenzó a revolverse incluso antes de verlo.

Lucas. Su sola visión despertó todas las mariposas que dormían en mi estómago, incluso cuando bailaba abrazado a Rita.

¿Cómo? Se supone que no quedaba nada por sentir, de hecho me había olvidado de él. De vez en cuando tenía recaídas, sobre todo cuando Nathan se ausentaba, él se había vuelto mi antídoto. Claramente yo no necesitaba a un estúpido humano insensible que se negaba a quererme. Aun así, con un glorioso inmortal sosteniendo mi cintura, todo lo que mi mente conseguía procesar era que unos ojos celestes quemaban donde las manos de Nate ahora tocaban.

—Sonríe… te está mirando —pero era condenadamente difícil hacerlo, cuando tenía sus dos manos pellizcándome la piel.

—Te lo estás pasando en grande, ¿no?

—Bueno, no es que pasar una noche de miércoles junto a un montón de retoños encabece mi lista de diversión nocturna —se detuvo y alzó mi barbarilla con uno de sus dedos. No pude evitar sonreír—. Pero, podría ser peor, podría haber sido un viernes.

—Tienes razón —admití liberándome de su agarre y retomando el ritmo con mis pies.

—Es mi optimismo, no puedo con él.

Bailamos, reímos e incluso se tomó la molestia de hacerme girar en sus brazos, lo que fue seguido de una pila de silbidos y ovaciones. Nate sabía muy bien cómo adaptarse y, a la vez, hacerse notar. Si antes había pasado desapercibido para algunos, ahora podía ir olvidándose de ese anonimato.

—Por cierto, me encanta el vestido.

—Lo sé, lo mencionaste al menos un millón de veces.

—¿Tantas?

—Olvídalo. Supongo que después de todo, tengo que agradecerle a tu amiguita el buen gusto.

Nate me acercó más a su cuerpo, con las palmas de sus manos ejerciendo una presión cálida en la piel que dejaba al descubierto el escote de mi vestido.

—Estás hermosa, eso es lo que importa —dijo intentando hacerme sentir bien.

¿Para qué se esforzaba? no era acaso suficiente con traerme aquí, con no matarme, con darme un techo y hacerme feliz al convertirse en mi fantasía hecha realidad.

No tenía derecho a pedirle más y sin embargo, no hacía sino exigirle.

¿Tan difícil era conformarme?

—Gracias —respondí, a sabiendas de que no podía decir otra cosa y de que seguía notando esos ojos celestes enterrados en mí.

—Necesito un poco de aire —avisé a Nate después de otros dos bailes. No pareció molestarle para nada. Supongo que algo tenía que ver en ello que la profesora de Química, vestida con un nada recatado strapless rojo, le ofreciera ocupar mi lugar.

“Así no se aburriría tanto”, dijo a mi oído antes soltar mi cintura.

Salí del gimnasio dispuesta a perderme en el jardín del colegio, me quité los hermosos tacones a juego con mi vestido, y caminé descalza por los solitarios pasillos.

La cabeza me daba vueltas, los ojos me ardían y sentía un agujero en mi pecho. Nathan no me amaba y probablemente no lo haría jamás. Quizás no había mentido cuando dijo que no tenía un corazón. Por otra parte, estaba Lucas, acusándome con esos ojos casi tan crueles como los de mi vampiro salvaje y en ese casi estaba la diferencia. En esos iris celeste podías ver la presencia de un alma capaz de amar, en cambio, los iris de Nate siempre estaban vacíos.

Decidí que había caminado suficiente, pero en lugar de devolverme me quedé ahí, a mitad del pasillo observando las interminables ventanas y puertas.

Di unos últimos pasos hasta una solitaria mesa individual que siempre estaba junto al cuarto de aseo y me senté sobre ella. No quería volver al bullicio. No quería enfrentarme a las miradas curiosas. No quería que Nate se preocupara.

Pero por sobre todo, no quería ver a Lucas con ella.

Con un suspiro subí ambos pies en la mesa y examiné los estragos que habían causado los tacones.

Las yemas de los dedos de mis pies ardían, y el borde de mi meñique manifestaba un rojo doloroso. Pronto me saldría una ampolla.

—Maldición.

De repente, dos manos cubrieron mi boca con violencia y fui sacudida por dos fuertes brazos. Sin mucha resistencia de mi parte, fui arrastrada hasta la puerta más cercana: El cuarto de aseo.

El lugar estaba oscuro y apenas podía recordar la última vez que había entrado ahí, pero olía igual… a desinfectante y polvo.

¿Quién pensaría que solía amar ese aroma? ¿O qué aquel cuartucho me parecía el lugar más romántico en el mundo? Por supuesto, en aquel entonces besarse a escondidas parecía ser una de las maravilla del mundo.

Cuando él habló, yo ya estaba decidida a no oírlo. No importaba qué dijera, ni cómo lo dijera. Tenía que salir de ahí.

—¿Por qué me miras así? —no era el saludo que esperaba, por lo que respondí con otra pregunta.

—¿Qué se supone que haces, Lucas?

—Horneo galletas, ¿no lo parece?

Retrocedí y choqué contra una de las repisas. Un tarro me golpeó la cabeza, pero aguanté el dolor. Suficiente tenía con soportar la brisa cálida que su boca dejaba en la piel desnuda de mis hombros y cuello. Apenas lograba ver su rostro y no quería arriesgarme a tocarlo. Lo escuché quejarse, probablemente también le había caído algún utensilio de limpieza. Bien, eso le pasaba por jugar al secuestrador con la persona equivocada.

—Hablo en serio.

—Lo sé —aceptó de mala gana, arrastrando las palabras—. Escucha Mica, no tengo mucho tiempo.

Acto seguido, sus manos enmarcaron mi rostro.

«No le creas, no le creas» decía mi cabeza, mientras tanto mi corazón se derretía bajo la dulce agonía de sus dedos acariciando mi piel.

—Ella te está esperando —conseguí decir, evocando la perfecta imagen de Rita envolviendo entre sus brazos el impecable cuello del traje de Lucas.

—Te quiero —contraatacó, incluso más certero que una lanza en mi pecho. Un golpe bajo, sí, pero efectivo.

Aparté sus manos, sintiéndome sucia. No importaba lo mucho que luchara y me alejase, estaba llena de él.

«¿Querer?»

Así de fácil, cientos de recuerdos, que creía sepultados resurgieron como flores en plena primavera; como si fuera la cosa más perfecta y natural, como si no hubiera roto mi corazón en cientos de pedazos.

—¿En serio? —me mordí el labio inferior, intentando tragarme el llanto. Al menos no podía verme y no podía saber que lloraba—. Hasta donde recuerdo tú solías pensar que estaba loca.

—No es así…—pero lo era.

—En serio Lucas, ahórrate las explicaciones para quién les importe. Yo no las necesito.

—Pensé que te importaba.

—Pensaste mal. Ahora déjame salir, hay alguien esperándome en la pista.

El «a ti también» iba implícito.

—¿Sigues con ese? —tuvo la desfachatez de preguntar y ni siquiera intentó disimular el disgusto. Era el rey de los descarados.

—Por fortuna.

—No deberías…

Bien, pues ahora yo estaba riendo y no me refería a dicha, sino a burla. ¿En serio se atrevía a decirme con quien debía o no estar?

¡Esto era el colmo!

—No es quién crees que es —insistió, mientras yo me rendía a mis impulsos más bajo y le decía lo que realmente creía, incluso cuando se trataba de una soberana estupidez.

—Lo dices porque estás celoso.

—Desde luego que lo estoy, pero eso no me trasforma en un ciego.

La imposibilidad de su respuesta me dejó muda por más segundos de los que pude contar. Prácticamente se sentía como si me hubieran golpeado en el estómago. No tenía aire.

—Tienes razón

—¿La tengo?

—No te transforma en un ciego, pero sí en un idiota.

Un idiota al que yo solía querer. Un idiota que pasó a ser mi Sol, con el que disfrutaba cosas tan básicas como compartir el mismo cielo.

Por eso no lo detuve cuando se acercó y se inclinó todavía más… porque en este juego éramos dos los idiotas y porque había olvidado que mi vampiro esperaba en el gimnasio. Había dejado pasar la fantasía por la asquerosa dependencia dela realidad.

—Dejaría de ser un idiota, Miki… dejaría eso y mucho más por ti.

Percibí el tono ronco de su voz, de la misma forma que fui consciente de su dedo en la comisura de mi boca, y luego, un par de labios cálidos donde solían estar sus manos. Más lágrimas cayeron cuando mi corazón despertó, y no se estaba quejando, no. Otra vez se había unido a sus ex aliadas de guerra contra la razón; y ahora, corazón y hormonas, respondían al beso de Lucas.

Y me gustaba que lo hiciera.