Compras, comida y mas

Di un vistazo a la hora en mi móvil: seis con treinta de la tarde, tal parecía que este día no iba a terminar nunca.

Me había prometido no asistir nunca más a una fiesta del colegio en lo que me quedaba de vida. Honestamente, no podían culparme por pensar de ese modo, sobre todo después de haberme ilusionado con la anterior y que, gracias a Lucas, gasté un dineral en el arriendo de un vestido que jamás usé. Además estaban las burlas. Nunca fui popular, pero antes de las burlas estaba a pasos luz de pertenecer al grupo de los que se auto marginaban.

Para mi fortuna, o tortura, ahora tenía a Nathan para cambiar eso, tampoco es que lo hubiera planeado o algo así, sencillamente había sucedido y no iba a quejarme. Lucas era mi pasado y lo cierto es que actualmente casi ni dolía recordarlo. De hecho, la mayor parte del tiempo no conseguía pensar en nadie y nada más que en Nathan. Aunque había intentado pasar la página, Lucas seguía ahí, en mi pecho. Un triste recordatorio de lo que pudo haber sido.

Mi rutina había sufrido varios cambios en el último mes. El tiempo que antes invertía buscando fanfictions, ahora lo ocupaba tomando hierro y vitaminas para no morir de anemia. Mis lecturas habían sido totalmente eclipsadas por la realidad.

Cuando Nathan me sugirió-obligó a salir de compras, debería haber sospechado que las cosas no podrían ir perfectas. Fingí no ver como coqueteaba con la dependienta, pero lo cierto es que no podía quitarle los ojos de encima. ¡Vamos! no tenía nada del otro mundo, a no ser que te gusten las rubias espigadas, con cuerpo de Barbie y ojos tan azules como el cielo.

No es que ser rubio, alto y de ojos claros fuera poco común. Había gente así en cada esquina de la ciudad y no solo porque Valdivia era un sitio ideal para el turismo.

Volviendo a Nathan. Bastaba con ver su casa para notar que no necesitaba dinero, pero aun así era incapaz de pagar por algo que perfectamente podría obtener gratis (sus palabras, no las mías). Esa ley se aplicaba a, bueno, básicamente todo: alimento, ropa, Internet, etcétera.

Observé hacia la caja donde se encontraba el par de idiotas sonriendo como si fueran unos adolescentes. Nate era el peor de los dos, hacía el ridículo jugando con un mechón de ella, entretanto, la tarada parecía no percatarse de que acababa de entregarle una camisa Calvin Klein de avance de temporada. Tampoco es que él robara, solo se limitaba a aceptar regalos; la pobre tipa perdería la mitad de su sueldo solamente pagando esa camisa, y eso que yo aún no escogía un vestido.

Mientras esperaba que Nate se desocupara, comencé a ver vestidos. Había toda clase de diseños en diversos colores y texturas.

En eso estaba, cuando Rita Márquez obstaculizó mi visión.

Como Valdivia es una ciudad pequeña, no debería sorprenderme ver a Rita aquí, pero de verdad me había sorprendido, sobretodo porque me había pasado los últimos años de mi vida evitándola a toda costa.

Exactamente desde que se había descubierto que su mamá y mi papá habían tenido un romance, claro, antes de que él se fugara con su última conquista.

—Hola —saludé a Rita, era pura educación, ambas lo sabíamos.

—Disculpa —acertó a decir, antes de esquivarme y salir pitando de la tienda. Y ahí estaba, otra razón por la que la evitaba. Ambas sabíamos que me odiaba, pero ella era incapaz de admitirlo. Desde luego, le quedaba cien veces mejor representar el papel de víctima.

Clavé mi vista en el piso, apretando los puños mientras me mordía la lengua.

—Oye, Panda. ¿Se puede saber qué le hiciste a esa pobre chica?

Nate estaba frente a mí, podía ver sus impecables zapatos negros y sus manos repletas de bolsas con artículos que terminaría pagando la rubia coqueta. Con solo ver la pinta que traía hoy, nunca pensarías que vivía en medio de un bosque de pinos, ni que había que escalar una cuesta inmensa, pero hoy había decidido actuar benevolente y nos había sacado en su espectacular Outlander.

Un momento, “¿Panda?” ¿Qué demonios significaba eso?

Conté hasta diez de forma mental y dejé salir esa ira que me provocaba Rita con solo cruzarse en mi camino. Ya tendría tiempo para preguntas sobre apodos ridículos.

Por ley general, solo hacía falta una pequeña sonrisa de Nathan para que me calmara, pero a diferencia de su tono risueño, con lo único que me encontré al mirarlo, fue con sus ojos desconcertados y su ceño fruncido. Desde luego, debía cabrearle bastante haber tenido que dejar a la despampanante promotora rubia por tener que cuidar a la friki problemática.

Complejo de inferioridad, lo sé, culpen a las Barbies y a mi madre por lucir como una de ellas.

Como si fuera aún posible, su entrecejo se acentuó todavía más. Ya, seguramente había leído ese último pensamiento. Era su culpa, por invadir mi privacidad.

—Entonces ¿Ya escogiste un vestido? —intervino, cambiando el tema.

—Creo…

—Bien, ahora deshazte de él. Encontré uno perfecto para ti.

Como si la hubiera llamando, la cabeza hueca que teníamos por dependienta asomó su rubia cabellera. En sus manos descansaba un vestido que solo podría resumirse en una palabra: perfección.

Había visto y leído demasiado sobre vestidos victorianos ajustándose al cuerpo, provistos de mangas largas marcando la cintura con chaquetas estrechas y sus respectivas faldas anchas, gracias a esas enaguas con aros o crinolinas. Vestidos tan largos que ni siquiera podían distinguirse los pies de las damas. Así que, sí, mis expectativas eran altas y por increíble que parezca, Nate las había superado.

—¿Quién rayos te crees?, ¿mi hada madrina?

—Atractivo y generoso —dijo sin hacerme caso. Llevó una mano a su barbilla y la frotó como si estuviera meditando sobre algo serio, luego se giró un poco, como buscando algo tras su espalda—. No, definitivamente nada de alas. Así que creo que parezco más un príncipe.

—¡Estás jugando conmigo! —respondí molesta ¿quién no lo estaría al ver un hermoso y caro vestido siendo sostenido por las cochinas manos de esa babosa?

—Eres rápida.

Tal vez me hubiera reído de su broma si sus ojos no hubiesen indicado justamente lo contrario. Nathan no estaba bromeando y por consecuente yo era un juego para él. Yo era como una barrita de cereal que se te pega en las manos y ropa, mientras la vas desgranando poco a poco antes de meterla por completo en tu boca.

Llegamos a casa pasadas las diez de la noche, por lo que me permití llenar la tina mientras guardaba las cosas, ya que teníamos tiempo de sobra. Luego había pensado en poner la mesa para los dos, él se había ganado una cena decente; yo tardaba a lo sumo media hora en comer, Nathan en cambio… bien, dependiendo de su humor podía variar entre diez y cuarenta minutos.

Veinte minutos después, estábamos sentados alrededor de la mesa de centro ubicada en el living. En lugar de cocinar, decidí hacer caso al consejo de Nate y me serví una taza de té con canela, para aliviar de alguna manera el dolor de estómago. No me había mordido en todo el día y ya me estaba empezando a sentir culpable, pero no lo suficiente como para ofrecerle el cuello.

Había enrollado mi pelo con una toalla y me había puesto doble pijama de polar. Era una oda a la sensualidad ¡Já! Además aún tenía fuertes cólicos menstruales y solo me apetecía estar cómoda.

—Me gustaría que no te enfermaras. Tengo hambre.

—Preferiría que no te acordaras de mí solo cuando te entran ganas de comer.

—Y yo preferiría que mantuvieras la boca cerrada las veinticuatro horas del día.

Él estaba sonriendo, una buena señal para predecir su humor, así que dejé pasar su comentario. Además, estaba un poco sensible. No quería tener más razones para llorar, con la llamada de papá y el encuentro con Rita, había tenido de sobra. Por no mencionar que mañana era la fiesta y en lugar de mamá trenzándome el cabello, tenía un vampiro hablando de mi menstruación como si se tratara de un banquete.

—A veces me pregunto si estoy soñando —enfrenté su mirada—.A veces creo que voy a despertar en cualquier momento y nada de esto fue real.

Él entrecerró los ojos, pero no dijo nada. Proseguí:

—Quizás leer tanta fantasía me pasó la cuenta y esto —hice un gesto con la mano, señalando nuestro alrededor—, toda esta casa que parece sacada de un cuento, no es más que una celda, donde las paredes son acolchadas. Probablemente tenga un enfermero llamado Nathan, que no pasa del metro sesenta y finge ser un vampiro solo para mantenerme tranquila.

Él sonrió con frialdad.

—¿A qué viene eso? —dejó la pregunta flotando en el aire, mientras se tomaba su tiempo cruzando los pies descalzos sobre la mesita de centro y hacía malabares con su yo-yo.

—Ya sabes… —esperaba que pudiera leer mi mente, mal que mal la mayor parte del tiempo parecía ser necesario, según él. Sobre todo si era algo que ameritara decirse en voz alta, preferentemente cuando ese “algo” en cuestión me dejara en ridículo—. El vestido, fue un detalle lindo de tu parte. No parece propio de ti.

Nathan abrió sus ojos trastornado, pero el desconcierto fue rápidamente reemplazado por la burla.

—¿Lindo? —Chasqueó la lengua—. Lindo…

—Lo haces parecer una grosería.

—Confía en mí, no está lejos de serlo —la voz de Nathan se deslizó por la sala, suave y sensual, una letal invitación a perderme en los terrenos de la muerte a punta de sorbos y colmillos. Había estado ahí más veces de las que desearía recordar, y golpéenme, pero aún era incapaz de renunciar a ello.

—Nate…

—¿Uhm?

—Hablo en serio.

—No, no lo haces. Para empezar, el vestido lo escogió Jennifer —Así que la babosa tenía nombre—, y segundo ¿Desde cuándo “Nate” y “dulce” van en la misma oración? —Esto lo dijo guardándose el yo-yo en el bolsillo, se puso de pie y se encaminó a su dormitorio, perdiéndose en la oscuridad del pasillo, desde ahí añadió:

—Deja de actuar como un cachorrito abandonado, es molesto.

Me quedé viéndolo, demasiado atónita para digerir sus palabras, demasiado estúpida para asumir la verdad. Y así, actuando como el cachorrito abandonado que él tanto odiaba, caí bajo el absurdo impulso de ponerme a llorar.

¡Estúpido vampiro!