Mi intención nunca fue violar la privacidad de Nate o cualquier código que tengan los hombres. Me refiero a que, bueno, esperaba encontrar lo típico. La verdad es que entrar a su habitación, era la única forma que conocía para poder acercarme un poco más a él, para lograr entenderlo y de paso, comprenderme a mí también, porque en ocasiones, cuando el frío y el hambre no me dejaban dormir sentía que era una reverenda estúpida por seguir ahí.
Dándolo todo, sin recibir nada a cambio. Ni siquiera aquellos elementos necesarios para cubrir mis necesidades básicas.
Cuando entré a la habitación de Nate, no había nada de lo que esperaba ver. Supongo que esperaba encontrar…, tal vez no un cadáver, pero al menos una nevera con bolsas de sangre RH.
Me detuve frente a su cama. No sé qué esperaba ver, tal vez un colchón King Size o al menos una americana de dos plazas con sábanas de satín negro, pero en lugar de eso me encontré con una sencilla cama de plaza y media ordenada de manera impecable. Tenía un cobertor azul, sábanas blancas, y sobre el cobertor, dos simples cojines de un tono azul más claros. No había una sola arruga sobre ella. Toda la habitación estaba reluciente. Como dormitorio militar. Apostaría a que ni siquiera había partículas de polvo en el aire y, la verdad, no me extrañaría que estuviera sin uso. Probablemente ni siquiera dormía, y si lo hacía, no era aquí por lo menos.
Era un cuarto promedio, no pequeño, pero tampoco exageradamente grande. Como era el último, tenía forma cuadrada y toda la pared frontal estaba rodeada por un armario. Las tres paredes restantes las habían convertido en una moderna biblioteca, incluida la pared dividida por la puerta, aunque ésa solo tenía la parte superior convertida en librero.
Era una ventaja que el techo fuera alto, tenía más de un metro y medio de puro libro sobre mi cabeza.
¡Debía haber por lo menos un millón de libros!
Lo sé, estaba exagerando.
Al principio me emocioné, porque adoraba leer y aquí tendría material de sobra. Me sentí como la protagonista de La Bella y la Bestia, en su versión de Disney, con esas enormes columnas de libros y la escalera anclada a sus barrotes. Pero claro, mi dicha no duró mucho cuando todo lo que encontré fueron enciclopedias, libros de historia y ensayos sobre la segunda guerra mundial. Autores como Wolfram Wette, Wladyslaw Szpilman, Michal Grynberg y otros tantos con nombres igual de ilegibles.
Definitivamente, su repertorio no incluía novelas de ciencia ficción. Supongo que nadie puede ser perfecto.
De repente, noté que junto a la cama, había un pequeño buró de madera. Era de un marrón mucho más oscuro que el resto de los muebles de la habitación, también considerablemente más antiguo. Se notaba que habían intentado acicalarlo, pero era innegable el correr del tiempo, bastaba con ver la superficie.
Un vaso sin agua y una agenda descansaban sobre el buró y bajo este, se asomaba un pequeño cajón a medio cerrar.
«No lo hagas, no es de tu incumbencia» me urgió mi conciencia, pero había llegado tan lejos ¿Qué daño haría?
Abrí el cajón, pero solo encontré comprobantes de la cuenta de luz e Internet. También había una vieja medalla de plata que se había ennegrecido por culpa del óxido. Tenía forma de cruz y sus puntas convergían en un pequeño estandarte con un águila coronada en su interior, era un poco más grande que mi pulgar. Encima del águila, había un RP labrado sobre una escarapela, ésta terminaba en una argolla, por donde pasaba un viejo y sucio listón de tela azul, cuyo grosor no superaba los dos centímetros. El listón tenía motas marrones que parecían ser barro… o sangre. Oí el sonido de un motor acercándose y salí pirando de la habitación.
Cuando Nate entró a la cocina, ya había sacado las cosas de las bolsas. No era mucho; un par de yogures, algo de pan, harina para hacer lo poco y nada que sabía de repostería, fideos, arroz y los siempre salvadores, huevos.
—¿Qué es esto? —preguntó mirándome serio.
—Buenas tardes a ti también.
Elevó una ceja y metió ambas manos en sus bolsillos. Desde que había llegado a su casa, habíamos desarrollado una rutina práctica, ni de lejos mi favorita, pero era mejor que nada. Básicamente consistía en Nate ignorándome por completo, se iba muy temprano y llegaba muy tarde; sin saludar ni despedirse, nada de miradas o gracias a dios, mordiscos y sobre todo, nada de preguntas.
En resumidas cuentas, nunca lo veía recién duchado, ni siquiera vestido para el trabajo. Para cuando regresaba, yo estaba en el séptimo sueño y si de milagro tenía un ojo medio abierto, él vestía siempre conjuntos deportivos, pero en lugar de zapatillas, calzaba botas de combate.
No obstante, ese día Nathan vestía un impecable traje azul marino, corbata a juego, de esas delgadísimas, y una camisa blanca abotonada hasta la manzana de Adán.
Enderezó sus hombros, fijando una sonrisa en su rostro mientras se acercaba a mí. Yo ni siquiera había terminado de acomodar las cosas en la despensa ¿con qué tiempo? Si había volado fuera de su cuarto en cuanto lo escuché.
«¡No pienses en eso!»
Comencé a cantar mentalmente Una Cuncuna Amarilla, mientras tomaba dos huevos en cada mano y con mi pie abría la puerta del refrigerador. Nate observó todo sin ofrecer ayuda. Al final, cuando terminé de guardar los doce huevos y acomodé las bolsas de fideos y arroz en sus lugares correspondientes, o los que a mí me parecía que eran los lugares correspondientes, dado que no tenía mucha idea de donde iba cada cosa, habló:
—Espero que esto no sea lo que estoy pensando.
Si no hubiera sabido que Nate era un vampiro controlador e inescrupuloso, podría haber pensado que estaba sorprendido y casi asustado, en cambio asumí lo obvio.
—¿Qué estás pensando? —pregunté genuinamente interesada, mientras agarraba una cuchara para el yogur y me metía un poco a la boca. Francamente, estaba curiosa por oír con qué salía ahora—. “Esto” era solo yo comprando comida para no morir de hambre—dije negándole la posibilidad de responder.
Cerré los ojos, degustando el sabor a frutilla en mi paladar. Mierda, nunca pensé que extrañaría tanto algo tan básico como un desayuno decente a las… Saqué el móvil de mi bolsillo, a las siete y media de la tarde.
—Tú, tendiéndome una trampa, querrás decir —arguyó en voz alta, caminando en círculos por la cocina, cual león enjaulado. Sé que esta comparación es cliché, pero no imagino otra forma de explicar el paso maníaco que adoptó—. Escucha, sé de qué va esto y odio tener que decírtelo, pero no va a pasar.
Abrí la boca sorprendida, al tiempo que la cuchara resbalaba de mi mano. Tenía una vaga idea de lo que hablaba.
—Quiero dejártelo claro, no estoy interesado en menores de edad. Mucho menos en humanas —dijo en ese tono lleno de vanidad. Detestable.
¿Quién se pensaba que era? ¿Se podía ser más ególatra? Retiro lo dicho, seguro que se podía. Vamos, se trataba de Nate.
—Estás malinterpretando las cosas.
Por fin se detuvo y apoyó ambas manos en el marco de la puerta. Su pelo azabache, corto y ordenado; mantenía el brillo usual, tan enigmático y similar al pelaje de un cuervo: Igual de atractivo, cien veces más peligroso. Así mismo, sus refulgentes ojos grises, observaban todo con el hastío habitual. No obstante, hastío era mejor que indiferencia.
—Entonces, debo hacer caso omiso de la pregunta implícita. Perfecto, porque la imagen de mi volviendo a casa y tu esperando con la cena lista, al más puro estilo de La Pequeña Casa en la Pradera no es para nada perturbadora.
—Compré lo básico para no morir de hambre, no planeaba cocinarte. ¡No planeaba jugar a la familia Ingalls!
—Exacto —me dijo serio—. No somos una familia. Yo mando, tú obedeces. Yo bebo, tú te dejas. Dónde quiera, cómo quiera y cuándo quiera. ¿Y sabes qué más?
Me crucé de brazos, dejando el vaso a un lado. No recogí la cuchara, ni lo miré. Acababa de perder el apetito.
—¿Qué? —respondí de mala gana.
—Me apetece ahora.
Al principio, sentí una oleada de pavor bullendo desde lo más profundo de mi cuerpo, eclipsada únicamente por los atronadores latidos de mi corazón. Luego recordé que eso de asustar a su víctima y regodearse de su horror, le gustaba. Así que opté por la segunda opción más segura: la primera era huir, pero desde que yo misma había accedido a vivir con él, no tenía sentido que tratara de escapar. Además, ¿dónde iría? Él sabía dónde vivía antes.
—Muy bien —dije dándome por vencida. Estaba determinada a hacer de esto una actividad cotidiana, mientras antes me acostumbrara, mejor. Además, era parte de mi fantasía. No era ¡Oh! la mejor fantasía, pero Nate seguía siendo un vampiro. Tal vez no fuera en ese momento, pero algún día terminaría por aceptarme. ¿Quién quita y nos volvíamos más cercanos?—, pero sin beso.
Él contuvo una carcajada.
—Eres imposible
—¿Perdón? —dije fingiendo inocencia.
—No pidas perdón, no puedes evitarlo.
Después de que la alarma sonara, luchara contra las sábanas y la luz se filtrase por las persianas, salí de la cama con la intención de bañarme y alistarme para la escuela.
Era una mañana cálida, así que abrí mi ventana y tomé una bocanada de aire, impregnándome del perfume de los pinos, murtas y hierba humedecida por el rocío.
Entré al baño, abrí el agua caliente y salí a la terraza. Sabía que toda la casa de Nate compartía un pasillo hacia la terraza, cada habitación poseía unos ventanales enormes que daban libre acceso a ésta. Así que cuando salí a la terraza y cerré la ventana de mi cuarto, no debería haberme sorprendido encontrarme a Nate ahí, con ambas manos apoyadas en la baranda y la vista clavada en el horizonte. Sin embargo, aquí estaba yo, en pijama en la terraza y absolutamente absorta.
Desde todo el tiempo que llevaba viviendo ahí, esta era la primera vez que lo veía durante la mañana.
—No voy a preguntarte por qué estás en pie —dijo sin voltear.
Reprimí un bostezo y me llevé las manos a la cara, restregándome los ojos.
—¿Qué otra opción tengo? Debo ir a clases.
Nate se giró y me miró ceñudo. Estaba vestido como para ir a trotar, pantalón corto de algodón y una camiseta de manga corta a todas luces desgastadas.
—Tenía la esperanza… Joder, de verdad eres un caso.
—¿Demasiado responsable para tu gusto?
Una de las esquinas de su boca se curvó en un atisbo de sonrisa, pero no llegó más lejos.
—Demasiado lenta, diría yo.
Cerró su ventana y no entendí para qué, a excepción de mí, no había un alma en las próximas veinte hectáreas ¿Qué mierda escondía? Quiero decir, ya conocía su habitación, aunque Nate no estaba al tanto de eso. Claro, pero no había mucho que mirar ahí tampoco. Mi propio cuarto era cien veces más interesante.
Nate se paró frente a mí.
De pie en esa zona iluminada por los primeros rayos del sol, con la bruma flotando a su alrededor y los pies enfundados en unas zapatillas deportivas, su negra figura era toda una estampa. Sin embargo, no me sentía intimidada por él. Puede ser que hubiera sido más fácil si lo hubiera estado.
—Tienes un aspecto lamentable, mocosa.
Era algo que ya sabía, pero claro, no sería Nate si no me lo recordara al menos una vez al día.
—Gracias por recordármelo.
—De nada, solo hago mi trabajo —me miró en silencio, consciente de que me hacía sentir incómoda—. ¿Te acuerdas de esas novelas románticas que leías cuando te conocí?
Fruncí el ceño, no comprendía hacia dónde quería llegar con eso.
Nate estampó ambos brazos contra la pared, uno a cada lado de mi cara. Luego se inclinó y lamió mi oído antes de susurrarme:
—Donde la protagonista se despertaba lentamente con sus mejillas sonrosadas, el cabello enredado adhiriéndose a la piel y el maquillaje de los ojos corrido, pero aun así luciendo increíblemente sexy…
Había algo increíblemente erótico en tener a un vampiro hablándote al oído sobre novelas rosas. Erótico y perturbador.
—Sí… —balbuceé, con mi respiración hecha un lío.
—Bueno, no es tu caso. Regresa a tu cuarto y lava esa cara, pareces panda.
Hablando de bestias sin corazón.
Después de clases las cosas no mejoraron nada.
—Cómo puedes ser tan… — «Maldito y un estúpido arrogante», pero puesto en perspectiva yo era mucho peor; era patética, la reina de las idiotas, pero al menos no era una jodida bipolar, como cierto vampiro…
Después de desvanecerme en plena clase, unos días atrás, según yo por no haber desayunado, la enfermera me había dicho que tenía que hacerme unos exámenes. Una semana después los había recibido y resultaba que tenía anemia… ¡Anemia! Todo por culpa de ese chupasangre egoísta.
Desde el otro lado del oscuro dormitorio, Nate permanecía de pie en el rincón, al lado del pasillo, mirándome con el mismo apetito que transmitía su sonrisa ladina.
—¿Tan qué? —curioseó, acariciándome con voz cada vez más cercana. Sin embargo fueron sus ojos los que más daño me causaron. Eran vacíos, cenicientos como una mañana sin sol o una noche sin luna, inevitablemente me hicieron pensar en su vida humana.
¿Qué había en la vida de Nathan que lo hacía ser tan cruel? «¿Qué parte de ti no me estás mostrando?»
Supongo que apenas conocía una fracción del universo que componía a ese frío vampiro.
—Alto ahí, Mica. No vayas por ahí.
Ignoré su comentario y lo esquivé respondiendo a su pregunta anterior. Si quería, podía ser bastante convincente. Bien, eso no era del todo cierto, pero dado que no me quedaban demasiadas opciones, pues, fingiría que me importaba una mierda su vida humana y lo poco que le apetecía hablarme de ella.
—Cruel, eres el ser más insensible que he conocido nunca.
—Y has conocido bastantes —sus ojos se volvieron rendijas color cromo, haciendo que pensara en los de una serpiente albina—, así que ser el peor es todo un logro.
Dejó escapar un silbido bajo.
—Lo digo en serio —lo hacía, pero él no tenía por qué saber lo difícil que era para mí hablarle con seriedad o peor aún, coherencia. Cuando te pasas las veinticuatro horas bajo los efectos de la compulsión la objetividad es un lujo que no te puedes permitir.
—¿Y qué te hace pensar que yo no?
Me tomó quince segundos encontrar las palabras y poder responder. Los conté.
—Bien, entonces espero que encuentres a alguna otra que te alimente porque de mí no obtendrás una maldita gota —no era mi respuesta más madura, ni la más elocuente, pero sí la que más sentía. Me giré hacia la derecha, con la intención de encerrarme en mi habitación, mientras secaba rápidamente mis lágrimas y mandaba a la mierda la estúpida idea de tomar un baño caliente.
Esperaba que me siguiera, una chica tiene derecho a soñar, salvo que mis fantasías jamás se cumplían.
Ya en mi cuarto y con la certeza de que mi puerta se encontraba fielmente cerrada con llave, me atreví a gritar:
—¿Sabes qué, Nathan? ¡Vete a la mierda!
Quería hundirme en mi propio dolor y no emerger más. Quería maldecir a mi madre por olvidarse de mí, gritar a mi padre por abandonarme, quería que Rodrigo pagara por ser el peor hermano en la historia de la humanidad. Pero sobre todo… lo que más quería era que Nathan me amara. Aunque sabía que estaba mal desear algo así, dado que sus reglas habían sido claras desde un principio.
Yo sería su alimento y a cambio me dejaría vivir, era un buen acuerdo. Una buena relación.
Las astillas de madera saltaron en un santiamén, junto al resto de mi puerta. Ni siquiera me detuve a mirar la cerradura, para eso se necesitaba el factor duda y yo no las tenía. Sabía de antemano que el cerrojo estaba reventado por alguna parte de mi habitación.
Mi cama rebotó cuando su peso cayó sobre ella. Nathan me sujeto la cabeza con las manos y me apretó contra su cuerpo fibroso. Estaba frío, pero eso no era una novedad… sobre todo en noches como esta.
Las palabras no dichas de Nate quedaron flotando en el aire, y aquel silencio fue tan desgarrador como el millón de horribles verdades que no estaba lista para oír.
Cerré los ojos esperando el dolor, pero solo sentí un mareo fuerte. Él lamió mi piel de una forma que me pareció casi tierna, estaba mordisqueando mi carne y sus colmillos me provocaban cosquillas. Sentí el roce de sus incisivos acariciándome la piel, había aprendido a temer a su filo y mientras Nathan no dejaba de succionar mi cuello yo comencé a notar que él parecía estremecerse… gemía, como si estuviera siendo atormentado.
Levanté la cabeza, forcejeando contra su agarre e insólitamente Nathan no se resistió, enderezó su cuello y me permitió mirarlo directo a los ojos. Cuando volvió a sonreírme vi algo más que ira en esa mirada de mercurio; vi impotencia. Durante un momento, creí ver luz en ella…
Pero solo fue eso, un breve lapso que él se encargaría de dejar en el olvido. Las lágrimas saltaron furiosas por mis ojos cuando me mordió. El dolor y la decepción eran un plato amargo que aún me costaba digerir.
—¿Cómo puedes ser tan malo? —tartamudeé—. ¿Acaso no te duele el corazón?
—Yo no tengo corazón, así que no puede dolerme.
No era verdad, hasta un vampiro como él tenía corazón. Incluso Ian Somerhot en The Vampire Agenda, con todo lo bastardo que era, tenía uno.
Tenía que estar mintiendo ¿Cierto?
—Eso es imposible —murmuré.
Por un momento, se vio como si estuviera pensando mis palabras, sus ojos parecieron observar algo más allá de lo obvio, como si buscara una vía de escape o algún sentido real en mi respuesta. Se veía interesado, pero no me iba arriesgar a decir si verdaderamente le importaba, dado que pestañeó con rapidez y procedió a esbozar una vez más esa sonrisa que ya me conocía de memoria. Sí, la misma me robaba día a día la voluntad.
—¿Quién lo dice?
—¡La medicina, desde luego! —Oh, dios mío. Estaba gritando—. Todos tienen un corazón a no ser que seas un porífero —añadí rápidamente, intentando suavizar el tono de mi voz.
Sentía las lágrimas quemando en mi hinchada cara. No era justo.
Apartó con sus dedos las lágrimas de mis ojos, mientras la mueca sardónica era ahora reemplazada por una sonrisa algo dulce, lo que me dejó aún más vulnerable.
Me hizo pensar en miel y en chocolates, también me hizo querer besarlo.
—¿Por qué? —al inclinarse más hacia mí, mis manos tocaron del todo su pecho, demasiado profundo… increíblemente íntimo.
—Olvídalo —mi mandíbula tembló, al igual que mis hombros y las mariposas de mi estómago, cuando volvió a tocarme con su dedo—. Son de la familia de las esponjas marinas y de todos modos, tú no te pareces a ellas.
—Vaya, gracias —dijo lamiendo sus labios, como si estuviera disfrutando el sabor de mi nerviosismo. Incluso peor, casi podía escuchar el latir en mi pecho, a diferencia del suyo que además de mudo era inerte. Maldito vampiro traidor. Maldito Nathan por ser tan cruel e irresistible.
Para cuando me acordé que ahora él debía estar dándose un banquete a costa de mis pensamientos, todos mal encausados, era demasiado tarde y Nate ya había apartado sus manos de mi rostro. Eran manos lindas, grandes y suaves. Sus uñas lucían cortas y limpias. Era condenadamente difícil imaginar que manos como esas se pasaban la mayor parte del tiempo teñidas de escarlata y con vísceras humanas prendadas a ella.
—Sabes qué, me da igual —dije con un falso tono frío, mientras erguía mi rostro y me topaba con su semblante especulativo—. Vete con alguna amiga tuya… o desángrame ahora mismo, no me importa.
Era una mentira muy mala, tanto Nate como yo lo sabíamos.
—De todas formas sé que mañana me lo harás olvidar —No sabía bien a qué iba todo eso, probablemente a las jaquecas que había padecido los últimos días. Sabía que era injusto culpar a Nathan cada vez que tenía un dolor de cabeza, pero tampoco era como si él no me hubiera dado motivos para desconfiar. Supuse que en realidad no importaba ya que a él le bastaba con posar sus ojos de depredador sobre mí para desarmarme por completo.
—¿De dónde has sacado eso? —ronroneó con voz ronca y yo experimenté un arrebato sexual que me hizo pensar seriamente en la idea de morir de lujuria.
—Es una idea muy factible.
—Absurda. Tu idea es absurda.
Pero «absurdo» era lo que yo estaba sintiendo, y por eso su respuesta me dolió tanto, casi tanto como la idea de pensar en que él era capaz de entregarle su cuerpo a otra con la misma facilidad con que se cambiaba de camiseta. En serio, lo hacía con muchísima facilidad.
—Quiero estar sola, por favor.
—¿Y qué te hace pensar que me importa lo que tú quieres?
Desvié el rostro hacia la vacía pared de mi cuarto. No era como la que tenía en casa. Extrañaba mis poster y mi edredón, también mi almohadón de Edgard Clutter y la hermosa repisa sobrecargada con obras de J.L. Smithen, Moyer y Harrison. Al menos tenía mi laptop, si algo debía agradecerle a Nathan, además de mi vida y un techo, era la conexión a Internet. Parecía ser de las pocas cosas que ambos apreciábamos y teníamos en común.
El triste color ocre me mareó, tan desnudo tan llano, tan vacío. Me volví a girar. No pasaron muchos segundos antes de que su mirada me deshiciese. Esos inhumanos ojos claros me batieron, enviando escalofríos a mi columna. Recordé su anterior pregunta y me obligué a ser sincera, de todos modos no tenía grandes alternativas
—Mi estupidez, por supuesto o el efecto de tu compulsión en mí —mis hombros se encogieron rendidos—. ¿Acaso importa?
—Debería —sonrió—, es de tu mente de la que estamos hablando —la distancia que él había marcado se desvaneció cuando su boca se escurrió por mi oído causándome cosquillas con la punta de sus caninos, pero a la vez demostrando lo despacio que podían acariciar los susurros—. Podrías haber perdido la cordura. Ya lo sabes.
—La cordura está sobrevalorada.
—También el amor y el corazón.
Sus colmillos desaparecieron de su boca de la misma forma en que él lo hizo de mi cuarto, rápido y sin que yo tuviera oportunidad de objetar. No podía culparlo, mi réplica seguramente hubiera estado repleta de incoherencias. ¿Cuándo no? De todos modos no oí otro ruido, lo que me dejaba saber que Nathan se había quedado en casa.
Sí. Tenía mi victoria, pero entonces ¿por qué me sentía tan mal?
Cuando entré a la cocina, no tenía apetito. Me sentía morir y estaba segura que era culpa de la anemia. Además, Nori aún no me había llamado por lo del trabajo y ya habían pasado varios días desde que le dejé mi currículum, lo que podía significar que:
a) No quedé en el trabajo.
b) Ha estado muy ocupada.
Esperaba que se tratara de lo segundo. Había decidido dejar lo que quedaba de mi dinero para emergencias y medicamentos para combatir la anemia.
Nate estaba sentado en la mesa de la cocina, sostenía un tazón de café en una mano, pero no podía ver lo que había en su interior, bien podría tratarse de sangre. Aunque, también era cierto que una vez lo había visto comer panqueques. Mis panqueques.
—Juro, no entiendo por qué las estudiantes de hoy creen que se ve bien usar más de una calceta por pie.
Di un vistazo a mis piernas, usaba bucaneras azul marino, como todas las niñas de mi escuela. No le veía lo malo.
—Es la moda.
—Ya, pero yo pensaba que no te gustaba ser como el resto.
—Porque no lo soy.
—Sin embargo, te vistes como si lo fueras.
—¡Qué esperabas!
—No lo sé, sorpréndeme.
—Seguro, pero tendrá que ser otro día, ahora debo irme.
—¿Cómo diablos vas a ir a la escuela si está por bajarte el período? No se supone que antes deberías comprar unos tampones o ¿algo así?
Mierda… Esto era sórdido.
—Tú… —le advertí apuntándolo con el dedo.
—¡Era una emergencia! Además, no es para tanto, lo veo todo el tiempo.
—¿Y cómo se supone que lo ves? O es que me perdí la parte donde el vampirismo incluía visión de rayos X.
—Por el olor, Mica. No hay manera posible en que un vampiro pueda pasar desapercibido ese aroma. Es como poner chocolate en la punta de tu lengua y luego arrancártelo sin que le puedas dar la probada decisiva. Traduce ese sabor al sentido del olfato, es un olor penetrante, se te queda en la nariz durante horas.
«Sabelotodo», pensé. Estaba segura que me estaba tomando el pelo.
Llegué a clases a buena hora, nada de atrasos, ya le había agarrado el ritmo a la locomoción, por otra parte, el clima había sido una farsa total.
Había salido de casa hecha una bala, no es que tuviera demasiadas opciones. A no ser, claro está, que me gustase oír charlas del tipo Sé cuándo menstruas porque puedo olerlo. Apostaría todo a que Becca jamás tuvo que escuchar de parte de Edgard semejante cosa. Claro que no, Edgard era un caballero.
A la segunda hora del día, comenzaron los retorcijones. Estúpido Nate con su olfato súper desarrollado. Esperé que sonara la campana y corrí al baño.
Me había manchado.
Había leído que cuando te da anemia no te baja el periodo. Evidentemente no se debe confiar en Google.
Era, por supuesto, algo que debería haber previsto: ningún vampiro capaz de oler tu sangre a kilómetros, podría pasar por alto esos días del mes. Y, Dios, había sido tan estúpida para no pensar en eso. Tendría que comprar algún desodorante ambiental quién sabe, tal vez los antitabaco. Pero la cuestión era, que estaba viviendo con un vampiro. Lo único peor que eso sería que él intentara probar… Y no creía que pudiera pasar por ello.
Oh, por todos los cielos.
Debí haber pasado a la farmacia, pero claro, yo era la reina de las orgullosas, no había querido hacer caso a Nate y ahora estaba pagando por ello. Me merecía pasar vergüenza.
Me encerré en un cubículo y llamé a María José por teléfono, pero no contestaba su móvil. Al final, esperé que se desocupara el baño y con mi cara roja de pudor, le pregunté a una chica que había quedado rezagada del resto de sus compañeras si tenía un tampón o toallas higiénicas.
—¡Claro! —dijo ella y por el rabillo de la puerta, la vi rebuscando en su bolso, con esas sonrisas comprensivas que nos damos entre mujeres, porque a pesar de que podemos ser brujas vengativas, somos empáticas en esos días del mes.
—Oh, no. Estaba segura que la tenía —me dio una mirada apenada—. Pensé que la había puesto en el bolso.
—No te preocupes —respondí, desde mi patética posición, sentada en el baño, con la puerta cerrada y la mano estirada bajo ésta.
Observé la pantalla de mi móvil, había un nuevo número grabado en la lista de discado automático, uno que yo no había guardado.
Exactamente, quince minutos después, lo sé porque los conté, alguien llamó a la puerta de mi cubículo. Fue un golpe suave, tranquilo, con seguridad; el golpe de alguien que no tiene prisa y que sabe perfectamente por qué está ahí.
—Déjalas abajo.
Nate dejo salir un suspiro frustrado y por debajo de la puerta, los casi veinte centímetros que la separaban del suelo, observé un par de piernas enfundadas en tela inclinándose. Oh, no. Di ninguna manera iba asomarse.
—Quédate donde estás —ordené, pero él no hizo caso. Así que, en efecto, estábamos atrapados en esta estúpida posición ¡absolutamente denigrante!: Yo sentada en el wáter, él de rodillas en el suelo, al otro lado de la puerta, intentando observar. Solo me había quedado en el baño porque con el pasar de los minutos, el flujo había aumentado y en resumen, tenía una mancha del tamaño de un mapa mundial en la parte trasera de mi único jumper.
—No es divertido de esa manera.
—Podrías haber saltado la puerta, lo sabes.
—Otra vez, no sería divertido. Desde esta posición tengo una vista privilegiada.
Junté más las piernas, solo por si acaso. Él resopló antes de poner los ojos en blanco y desaparecer, lo siguiente que supe, es que Nate había arrancado la puerta.
—Como dije antes, la diversión está sobreestimada.
«Seguro»
—No tienes que hacer gran cosa de esto. Créeme, lo noté inmediatamente sin necesidad de mirarte atrás…
¿Por qué no podía solo pasarme las malditas toallas y largarse?
Varias horas más tarde, me acomodé con las piernas cruzadas a lo largo del sofá que Nate había instalado en mi habitación para que no ocupara el que estaba en el living, ese era suyo y de nadie más. El pobre jamás fue a un jardín de niños donde le enseñaran a compartir. La ventana proyectaba una luz etérea, no parecía haber oscurecido. Bien podría haber sido madrugada y seguiría igual de claro; en el corazón del bosque, el cielo nunca se cerraba. Y, en contra de la creencia popular, a los vampiros parecía encantarles la luz.
Me acerqué a la pequeña mesa de madera, donde descansaba mi teléfono móvil, dispuesta a ver la hora, justo entonces, el teléfono sonó.
—¿Diga?
—¿Mica?
—Con ella
—Hija, habla papá.
Mi móvil se cayó y yo quedé sin aliento. Era papá, ¡papá me estaba llamando!
A medida que pasaban los segundos el desconcierto y los nervios se fueron apoderando de mí, hasta que tuve que hacer uso de toda mi fuerza de voluntad para no romper en llanto.
Hasta hacía poco tiempo, había estado desesperada por conseguir algo de su atención. Hoy, hoy no tenía idea de qué rayos quería.
Me obligué a respirar. Conté hasta veinte, al principio de dos en dos, luego de cinco en cinco.
—¿De dónde has sacado mi número?
—Te pedí que me lo dieras.
Por supuesto que lo había hecho, tres años atrás. ¡Era una suerte que ese ladrillo fuera inmortal!
—Yo… Tengo que ir al baño.
Se hizo una pausa en la línea, alguien dejó caer algo, papi se aclaró la garganta, yo comencé a ponerme nerviosa. Por fin, habló:
—Ha pasado un tiempo.
—Sí —admití, apretando fuerte el teléfono contra mi oreja—, ha sido mucho.
—Ahora que estás más grande, estoy seguro que querrás echarme en cara un montón de cosas… Habrán preguntas y quería asegurarme de que no hubiera ningún… mal entendido.
—¡No! Ningún malentendido —solo dudas, muchas dudas—, Por supuesto que no.
—Me alegro.
Más allá de sus palabras, percibí un suspiro de alivio. Reprimí un grito de horror, cuando la silueta de Nate entró en mi campo de visión.
—Mientras todo vaya…
—Todo va perfecto, tengo que dejarte —tragué el nudo en mi garganta—. Gracias por llamar.
«Te Quiero», pensé, pero la línea estaba muerta. Por primera vez hablaba con papá, después de seis años. Y yo acababa de cortar.
—¿Sabes qué día es mañana? —pregunté, como quien no quiere la cosa. Desesperada por cambiar de tema, por pasar rápido a otra situación.
Nate arrugó la frente en señal de duda, mientras terminaba de secarse la cara. Recién había salido de la ducha y su cabello aunque corto, conseguía adherirse a su sien. Ahora que lo pensaba, Nate se bañaba más seguido de lo normal, dos, tres… Hasta cuatro veces durante el día. Mierda, quizás era para quitarse la sangre de sus víctimas.
A estas alturas, era bastante obvio que no se alimentaba solo de mí, de ser así, me hubiera desangrado hace tiempo.
Nate, con toda su belleza divina y ese carácter más del tipo animal, era el bálsamo perfecto para las heridas del alma. Prefería pensar en el vampiro en frente mío que en papá; lo superficial, lo fantasioso, le ganaba por goleada a la realidad.
—Miércoles, supongo… no lo sé, es fácil perder la noción del tiempo cuando te estás muriendo de hambre.
—Nat…
—Olvídalo, no estoy de humor —dijo indiferente, parecía aburrido. Desde luego que no estaba de humor y era por mi causa, aunque no me sentía culpable. Vale, una pizca, casi nada.
Esto es lo que pasó: me harté, de veras. Las burlas en la escuela habían empeorado, todo por culpa de Nate y su falta de modales a la hora de comer. Era un puerco. La última vez había tenido que ir a la escuela con una bufanda cubriéndome el cuello.
Y, tú sabes, nunca falta el gracioso que va más allá de las típicas burlas y se atreve a usar la fuerza para dejarte en ridículo, pero contrario a lo que yo pensaba, no se trató de Lucas sino de mi propia amiga.
Fue María José quien me expuso ante todos, por supuesto, tengo que decir que no tenía una jodida idea de lo que me pasaba, porque yo no le había contado a nadie sobre Nathan, y seguiría sin hacerlo. Él no me había hecho prometer que guardara el secreto, pero yo quería hacerlo. Nathan era solo mío, además nadie más sería capaz de entender la naturaleza de nuestra relación.
Sí; era relación, no la más convencional del mundo, de hecho era más del tipo amo-mascota, pero vamos, me tenía en sus manos.
Y yo confiaba en él.
Absurdo, lo sé, pero cuando se está sola y desesperada, hay que aferrarse a cualquier cosa.
Volviendo a Nate, pues, no parecía tener prisa por vestirse, dado que su pecho e-m-p-a-p-a-d-o continuaba al descubierto. Siempre me pregunté cómo luciría la piel de un vampiro bajo todas esas prendas oscuras. Sin embargo, hoy puedo decir que desearía no haberlo visto nunca.
Verán. Hay una fina línea entre querer y poder. Todos dicen “Querer es poder” al azar, como si fuera la cosa más cierta y absoluta del universo, cuando no es más que una mentira.
Yo quería hablar con papá, besar a Nate y convertirme en vampiro, para que luego no me dejara por una más joven y guapa. En ese orden.
Quería muchas cosas, pero todas están fuera de mi alcance.
Querer no era poder.
—¿Vas a esperar a ver algo más o ya puedo vestirme? —apenas me dio una mirada, mientras comenzaba a sacarse la toalla de sus caderas, giré de inmediato y partí corriendo hasta la cocina.
—¿Eres una egoísta lo sabes? —lo oí gritar desde mi habitación, seguido de una risa.
Rápidamente, crucé el pasillo, recordando sus dichos. “¿Egoísta?”, el muy bastardo se había atrevido a llamarme así, cuando se estaba llenando la panza gracias a mí.
Llevaba poco más de un mes viviendo con Nate, pero ya se podía ver el cambio en su cocina. Para empezar, la alacena tenía comida, no mucha, pero la suficiente para que se notara que había gente en casa, la encimera tenía un par de paños de cocina, un cucharon, una espátula, una tabla de cortar y una que otra cacerola.
Abrí el refrigerador y saqué una manzana verde, me gustaban trozadas y con sal, así que caminé hasta la encimera y saqué un bloque metálico que servía para guardar cuchillos, era de imán, así que el afilado metal se adhería a éste sin problema.
Partí la manzana en dos, en cuatro, seis… hasta diez. Luego, olvidé la sal y comencé a pasarme el cuchillo de una mano a otra, era pesado y extraordinariamente hermoso. Me gustaba tenerlo en mi poder me hacía sentir… Segura.
—Ahora, ese sí que es un movimiento interesante —salté en mi sitio al escucharlo, de pura suerte el cuchillo no cayó—. Te sugiero repetirlo, de preferencia en presencia de tus compañeros de clase, seguro les encantará.
Lentamente me giré, no era seguro darle la espalda a Nate. Estaba apoyado contra la mesa, se había vestido, pero no reparé en los detalles, mi corazón aún latía desbocado preso del susto.
—No, en serio —me animó con la mano—. Continúa, no te cortes por mí.
—No me cortaría ni por ti, ni por nadie.
—Uy, ¡qué ruda! Vamos, ¿qué estabas pensando? ¿Seguir los pasos de Buffy?
—No lo sé, lee mi mente si quieres —contesté, dejando el cuchillo sobre la mesa y llevándome un trozo de manzana a la boca—. Últimamente sabes más sobre mí, que yo misma —me quejé, recordando lo sucedido en la mañana cuando me había llegado el período. Yo tenía un punto y Nate lo sabía, ya que sonrió afectado.
—No me gusta cuando te pones melodramática.
—¿Qué es lo más dulce que has hecho por una chica? —pregunté de golpe, sin prestar demasiada atención a su comentario malicioso. ¿Quería dramatismo? Yo le daría drama.
Nathan se detuvo a mirarme y por primera vez durante el rato que llevábamos hablando pude ver un matiz de seriedad en esos enigmáticos ojos grises.
—Una vez, hace mucho tiempo —empezó a relatar y sus colmillos se extendieron en el acto, como si la sola evocación le hiciera perder los cabales; debía ser una de esas historias de amor tormentoso, eso seguro—.Mucho antes de que tú nacieras, por si quieres saber —añadió guiñándome un ojo—, conocí a una humana.
Se detuvo por un momento y me sonrió. Fue una sonrisa verdadera, como pocas
—Ella era realmente hermosa.
—¿Y qué pasó? —levantar la voz fue algo involuntario, como cuando me comía las uñas, pero una vez que empezaba ya no podía parar. Nathan en cambio, extendió lentamente los brazos hacia arriba, estirando hombros y espalda a la vez, luego movió el cuello de un lado a otro antes de responderme.
—Pues, una vez que bebí de ella, mantuve su cadáver conmigo las siguientes tres semanas, supongo que eso califica como dulce ¿No?
—Dulcemente necrófilo querrás decir.
—Supongo que también un poco —coincidió con expresión pensativa—. ¿Bien, en qué estábamos?
No iba a decirle que mañana, sábado, era la fiesta de fin de año, moriría de la vergüenza antes de intentarlo.
—No lo sé, pero date prisa porque tengo cosas que hacer, como por ejemplo, dormir.
—¿Cómo diablos vas a dormir si ni siquiera te has comprado un vestido? O falda… Lo que sea que usen ustedes las chicas para las fiestas.
Mi mandíbula cayó abierta, él sabía, sobraba decir que se había metido en mi mente.
¡Será bastardo!
—Nate… —le advertí.
—Era necesario.