Cara a cara

Lo miré de arriba abajo. El hombre que estaba frente a mí tenía un arete pequeño en su oreja izquierda, vestía unos jeans desgastados y una chaqueta negra con cuello estilo Mao. Sus ojos grises lucían tan claros que parecían ser blancos.

En los últimos meses se había puesto de moda entre los hombres llevar el cabello desordenado, pero el peinado del desconocido frente a mí, era totalmente opuesto a los cánones de la vanguardia juvenil: Su pelo era negro, lo llevaba muy corto y peinado en puntas. No parecía estar usando gel u otro producto modelador. Sabía cómo llevar un arete sin perder su masculinidad. Era atractivo y por la forma en que se movía, parecía saberlo. Había algo más en esos ojos plata y sonrisa inhumana, no sabría decir qué… pero sí asegurar que todo su aspecto vaticinaba problemas

—Hey, tranquila. Solo bromeaba, deja que te acompañe y así nos ponemos al día.

—¿Bromeabas?

—Soy bueno mintiendo…

—Como quieras —dije encogiéndome de hombros, no era como si pudiera decir otra cosa cuando él continuaba clavándome su mirada de mercurio. Lamento ser redundante, pero ¿Cómo decirlo? esos ojos desafiaban las barreras de la lógica y estaban obligando a mi razón fingir que no existía lo imposible.

—Pues, yo lo quiero así —contraatacó con una voz grave y un segundo después me tenía agarrada de la cintura, más bien atrapada. No era como si yo tuviera planes próximos para escapar, pero de todos modos un movimiento como ese podía llegar a intimidar a cualquiera.

Y yo no era alguien cualquiera, pero de todas maneras me intimidaba…

—Eh… ¿Qué estás haciendo? —como queja dejaba mucho que desear, pero no era fácil aparentar dignidad cuando un tipo que parecía ser la encarnación de la sensualidad insistía en tocarte justo donde eres más sensible.

—Lo que quiero —se estaba burlando, era obvio.

—No es gracioso.

—No se supone que lo sea. Además ¿No fuiste tú quien me dijo que podía hacer lo que quisiera?

No recordaba muy bien cuales habían sido mis palabras, pero estaban lejos de ser esas. Intenté deshacerme de su agarre. Dejar que un desconocido me acompañara a casa era una irresponsabilidad.

—Mira —empecé—, agradezco que me hayas ayudado y siento si te di una idea equivocada, pero…

Su mano abandonó mi cuerpo.

—Listo, ya se fue.

Fruncí el ceño, sin entender, pero giré mi cabeza hacia atrás para seguir su mirada.

—Tu amiguito —explicó, obligándome a volver mi atención al frente. Además, la forma en que dijo “amiguito”, lo hizo sonar como la peor de las groserías—. ¿Por qué esa cara? ¿Acaso querías que te devolviera con el mocoso?

Tragué el nudo en mi garganta fingiendo que no dolía ser tan crédula, y tan fácil de manipular. Y por segunda vez en el mismo día. Pero este tipo no me había utilizado, solo había intentado ayudarme frente a la humillación de la que estaba siendo víctima por culpa de Lucas. No era culpa de este extraño que yo no supiera diferenciar la ficción de la realidad.

—No. No es nada —mentí, agradeciendo que el desconocido no pudiera leer mentes.

—Por cierto, soy Nathan Eberhard —dijo extendiéndome su mano y la estreché. Antes de que me dijera su nombre lo hubiera imaginado con cualquier otro: Edgard, Stefano, Ramon Salvador, Vladimir. Bien, puede que no fuera particularmente creativa a la hora de escoger seudónimos. Sin embargo, ahora que sabía cómo se llamaba, no podía imaginar uno mejor, incluso cuando no tuviera jodida idea de lo que significaba.

—Significa regalo de Dios —agregó con sorna después de un rato y no estaba exagerando. Por primera vez en mi vida, comenzaba a creer en la bondad del buen Dios. El nombre le quedaba perfecto.

Distinto a lo que me temí en un inicio, el camino a casa se hizo corto. El humor de mi acompañante tuvo bastante que ver en con eso. No mencionó nada sobre su comentario anterior de una semana inolvidable, pero asumí que lo había dicho para que Lucas, quién aún estaba cerca, escuchara. Además, terminaba de digerir la nueva jugada de Lucas.

No debería sorprenderme. No debería doler. Pero si el corazón obedeciera a la razón, el mundo no estaría como lo vemos.

Mi colegio está ubicado en la Calle Arauco, una de las avenidas principales que cruza toda la ciudad. En la vereda del frente está ubicado el único centro comercial de Valdivia, por lo que esperar que esa calle estuviese vacía, era casi tan imposible como que un tipo como Nathan me acompañara a casa. Como decía anteriormente, era una arteria transitada por mucha gente, y qué decir de los vehículos particulares y públicos.

De hecho, mientras avanzamos, más de una cabeza se giró en nuestra dirección. Y cuando pasábamos frente a las vitrinas de una conocida marca de electrodomésticos, un par de promotoras se asomaron quedando pegadas a los vidrios, tal y como esos peluches que ornamentan los parabrisas traseros de los autos.

Él sonrió complacido, pero no dijo nada, solo apresuró el paso, adelantándose unos centímetros de mí. Estaba por gritarle que debíamos doblar en la próxima cuadra, cuando él se me adelanto, girando a la derecha hacia la calle Beauchef.

Joder.

¿Cómo diablos?

Suspiré y sacudí la cabeza,

La sonrisa de Nathan me pareció deliciosa mientras nos acercábamos al portón de mi casa y yo también me reí. Sus ojos grises brillaron con picardía, cuando se lamió los labios antes de preguntar:

—¿Sabes de qué raza era el caballo de Drácula?

—Pura sangre.

Él arqueó las cejas.

—¿Qué?

—No se suponía que lo supieras —se detuvo un momento, con el entrecejo fruncido. Abrió la cerca, nunca le ponían seguro, y me dejó entrar para luego hacerlo él—. Desde luego, contigo es mejor no suponer nada.

Avancé por los cuadritos de cemento que separaban la cerca de la puerta principal y noté que se había callado, como esperando una respuesta.

—Sabias palabras —coincidí, sin mirarlo e intentando meter la llave en la cerradura. Nuestras manos se tocaron cuando él se dispuso a ayudarme. Le di una palmadita para que la alejara, después de todo se trataba de mi casa. El mismo sitio donde pretendía dejar entrar a un extraño.

—Sabes —me giré hacia él, bloqueando con mi cuerpo la puerta abierta—, me parece que no es una buena idea.

Tras soltar un hondo suspiro, sus manos se apoyaron en la madera de alerce que revestía el marco de la puerta, dado que estaba semiabierta, terminó por abrirse completamente y fueron sus brazos los que impidieron a mi cuerpo dar de lleno contra el suelo.

No era el mejor salvavidas, ya que él mismo había causado mi traspié, probablemente su rápida respuesta le hubiera hecho ganar puntos en otra ocasión, pero justo ahora, me inquietaba.

¿Él y yo solos en casa?

¡Sí!, gritó mi cuerpo, pero mi conciencia era tremendamente obstinada.

Alcé el rostro, dispuesta a deshacerme de su agarre y advertirle que lo mejor sería dejar nuestra plática para otra instancia. Fue entonces cuando Nathan me sonrió con la promesa de un futuro lleno de paz y exento de problemas. Cuando sus brazos envolvieron mi cuerpo y su boca tocó mi oído, yo simplemente asentí con una sonrisa boba:

—A mí me parece que sí.

Desperté en lo que parecía ser mi cama, pero no fue hasta que la luz verde del reloj de mi velador indicó que eran las doce, en que terminé de convencerme. Lentamente comencé a girar la cabeza, fingiendo que el dolor en mi sien, era solo imaginario por lo que pronto se iría.

Pero no, el dolor era malditamente real. Suspiré aliviada al encontrar mi almohada de Edgard Clutter en el rincón izquierdo de mi cama. Estaba húmeda para variar, así que instantáneamente me llevé una mano a la boca, secando los restos de saliva. Mi habitación estaba a oscuras, pero no necesitaba ver su rostro para saber que estaba ahí. La textura sedosa de la tela me hizo reconocerlo, apreté el almohadón contra mi pecho, mientras apretaba los dientes ante una nueva punzada de dolor en mi cabeza. Últimamente las jaquecas eran cada vez más frecuentes… y dolorosas, y eso sin mencionar mis pesadillas.

Antes de ser consciente de mis actos, el pobre Edgard fue a parar contra la pared, mientras yo me llevaba ambas manos a la cabeza soportando la sexta punzada en menos de diez minutos.

—Maldita sea —dijo alguien sentándose a mi lado y tendiéndome un vaso de agua.

Estaba bastante segura que en ocasiones como estás uno debería preguntar ¿Quién eres?, o como mínimo comenzar a gritar, en cambio, todo lo que hice fue aceptar el vaso y las dos pastillas que me ofrecía.

—Es mi culpa —añadió con una sonrisa, mientras se sentaba a mi lado en la cama. Simplemente asentí, insólitamente convencida de que él tenía la razón y notando que poco a poco el dolor iba menguando.

—Supongo que tienes miedo —hizo una pausa y bajó la voz—.Desde luego que sí, haces bien en temerme.

Lo hacía, pero no porque fuera un posible ladrón oculto en mi alcoba, ni siquiera un potencial violador. Había más, algo fuera del entendimiento humano.

Cuando me giñó el ojo, enterré mis manos en el cobertor de la cama y realmente quise gritar, pero no podía. Algo realmente malo le había ocurrido a mis cuerdas vocales, había quedado muda, porque no había otra forma de explicar que estando sola en mi habitación con un desconocido yo continuara sin poder hablar.

—Verás, tú y yo hicimos un trato hace unos días. ¿Lo recuerdas?

Tragué el nudo alojado en mi garganta.

—Por supuesto que no —la sonrisa transformó su oscuro rostro en la faz de un ángel, pero al instante reemplacé esa idea por la de Azrael, el ángel de la muerte le quedaba mucho mejor—. Solo para que lo sepas, puedes responder. De hecho, me agradaría mucho que lo hicieras, porque los monólogos suelen ser aburridos. Sobre todo cuando la única espectadora está medio muerta.

«Medio muerta…»

Instantáneamente llevé una mano hasta mi cuello. Tras palparlo, uno a uno los dedos de mi mano comenzaron a temblar y pronto todo lo que vi fue una imagen borrosa del extraño acercándose. Mis lágrimas hacían difícil observarle con claridad.

—Además, la luz está apagada —añadió él—. ¿Quieres que la encienda por ti?

—Lees mentes…

—Y también chupo sangre, pero eso tú ya lo sabías ¿No?

—Noo…oh—intenté gritar, pero estaba disfónica.

Enarcó sus cejas llevándose un largo y blanco dedo hacia sus labios, como un recordatorio, pero yo sabía que realmente se trataba de una advertencia. No entendía bien el cómo, sencillamente lo sabía y punto final.

En medio de toda la oscuridad, él se las ingeniaba para contrastar con gracia. Desde mi ventana, un solitario rayo lunar se filtraba por el visillo, rompiéndose en la piel del vampiro e iluminando sus ojos.

—Quiero decir… —murmuré, sin separar mis manos aún enterradas en el cobertor—. No lo sabía.

—Micaela —me llamó, pero solo atiné a fruncir el ceño y él rodó los ojos antes de añadir:

—Bien, Mica. No te gusta tu nombre —me hizo callar alzando una mano—. No respondas, no era una pregunta. A nadie podría gustarle un nombre como ese ¿En qué rayos pensaban tus padres?

Me mordí la lengua intentando disipar el temor y reemplazarlo por la ira, pero lo cierto es que no era nada fácil, probablemente porque las heridas en mi cuello continuaban húmedas y ardían como el demonio.

—Relájate y no grites.

Instantáneamente retrocedí dándome un golpe brutal contra el respaldo de mi cama ¡Como si no tuviera mi dosis suficiente de dolor!

—Hey, ten cuidado.

Sonreí con histeria.

—¿Y me lo dices tú?

—No veo a nadie más por aquí.

—Estaba evitando que me mordieras, genio.

Él rodó sus ojos y al instante me vi con su mano rodeando mi cuello. Tenía una mano enorme y no sería difícil para él romperme el cuello, sin embargo no lo hizo.

—¿Vas a calmarte?

Asentí.

—¿Puedo soltarte sin que comiences a gritar?

Asentí nuevamente.

Bufó molesto, pero finalmente me soltó. Retrocedió apoyando sus codos sobre mi cama dándome una sonrisa que parecía ser seductora. Probablemente esa sonrisa me hubiese mandado directo al cielo, pero mi estómago se encontraba tan revuelto que todo en lo que podía pensar era en vomitar.

—¿Me estas tomando el pelo?

No dije nada, tampoco esperó a que lo hiciera. En un momento se encontraba sentado en la cama frente a mí con su sonrisa socarrona, y al siguiente, la luz de mi cuarto se había encendido y yo tenía una cacerola entre mis manos.

—¿Y esto?

—Fue todo lo que encontré, no conocía tu cocina…

El pánico momentáneamente olvidado, regresó con fuerza.

—¿Has estado en mi casa antes?

—Veamos —estiró la mano y la dio vuelta, enumerando los dedos de su palma a la vez que respondía—. En tu cuarto, el baño de abajo, el de esta planta, la sala de estar, el comedor, y ahora también la cocina.

—Está bien, mejor no quiero saberlo.

—Tú preguntaste —me miró fijamente, mientras me enrostraba mi idiotez.

—Ya, pero me arrepentí.

Sabía que estaba actuando como una cría y cruzarme de brazos no ayudaba en nada a mi actual imagen, pero no podía hacer otra cosa. Esto era bastante loco e irreal. Además…

—¡Mierda!

—Vaya, ¿Con esa boca comes?

Lo ignoré deliberadamente, mientras inhalaba profundo en un ridículo intento por aplacar el dolor.

—Haz que pare, por favor…

—No lo sé. No eres amable conmigo.

Otra sonrisa volvió a asomarse en sus labios y estuvo cerca de contagiármela, salvo que las lágrimas que habían bajado hasta mi boca eran un aliciente aún mayor y la risa no salía.

—Por favor…

—¿Y si no puedo?

Llevé ambas manos a mi rostro, intentando arrancarme el dolor de una maldita vez. Era como si me estuvieran partiendo el cráneo en dos.

—Sé que puedes. De otro modo, no estarías aquí.

Nathan dejó escapar una nueva maldición y luego el dolor sencillamente me dejó, me abandonó y en su lugar, mi mente quedó repleta de recuerdos, imágenes horribles y monstruosas, y cada una era peor que la anterior.

Cuando volví a alzar el rostro, su mirada ya no era pícara, sino fría y animal.

—Cuando aprenderás Mica. Cuidado con lo que deseas.