El detector de masa lanzó un destello rosado y en seguida lo repitió en rojo. Agee, quien trajinaba con los controles a la espera de que Víctor terminara de preparar la cena.
—Planeta a la vista, —anunció, por encima del siseo del aire en fuga—. El capitán Barnett asintió. Acabó de preparar el parche caliente y lo estampó sobre el casco gastado de la Endeavor. El silbido del aire se redujo a un gemido grave, pero no cesó del todo. Como siempre.
Cuando Barnett se acercó, el planeta era ya visible tras el borde de un pequeño sol rojo. Resplandecía en verde contra la negra noche del espacio y ambos tuvieron la misma idea. Fue Barnett quien la expresó en palabras:
—¿Habrá allí algo que valga la pena? —dijo, frunciendo el ceño.
Agee, esperanzado, levantó una de sus cejas blancas. Los dos observaron los datos registrados por los diales.
Si la Endeavor hubiese circulado por las Rutas Galácticas Australes de costumbre, jamás habrían podido detectar ese planeta. Pero la policía de la Confederación era cada vez más estricta por esos parajes y Barnett prefería rehuirle.
La Endeavor figuraba registrada como nave comercial, pero su única carga consistía en varias botellas de un ácido extremadamente poderoso, utilizado para abrir cajas fuertes y tres bombas atómicas de mediano poder. Las autoridades contemplaban con recelo esa clase de mercaderías y con frecuencia intentaban acusar a la tripulación de antiguos delitos: un asesinato en la Luna, latrocinios en Omega, asalto y escalamiento en Samia II. Crímenes antiguos y casi olvidados, que la policía investigaba empecinadamente.
Para peor, la Endeavor era presa fácil para los modernos cruceros de la policía. Por lo tanto, habían resuelto tomar un ruta exterior hacia Nueva Atenas, donde se había descubierto recientemente un importante yacimiento de uranio.
—No parece gran cosa —comentó Agee, inspeccionando los indicadores con aire crítico.
—Será mejor pasar de largo —replicó Barnett.
Los datos no revelaban nada interesante. Parecía tratarse de un planeta más pequeño que la Tierra, no registrado en los mapas y sin más valor comercial que el del oxígeno contenido en su atmósfera. La nave pasó de largo a su lado, pero en ese momento el detector de metales pesados cobró vida.
—¡Allá abajo hay algo! —gritó Agee, interpretando velozmente los múltiples datos—. Metales puros, muy puros. ¡Y en la superficie!
Echó una mirada a Barnett y este asintió. La nave describió entonces una curva en dirección al planeta.
Víctor se aproximó desde la parte trasera, con una diminuta gorra de lana puesta al descuido sobre la cabezota afeitada; por encima del hombro de Barnett, contempló las maniobras de Agee, que hacía descender la nave en espiral cerrada. A unos quinientos metros de la superficie, el depósito de metales pesados se tornó visible.
Era una nave espacial, posada sobre la popa, en un claro natural de la vegetación.
—Esto sí que es interesante —dijo Barnett.
Indicó a Agee que se aproximara otro poco y este lo hizo con gran habilidad. Aunque había pasado ya la edad en que los pilotos debían retirarse por fuerza, su coordinación era perfecta. Parado y sin un céntimo, había dado con Barnett y firmado contrato con él. El capitán nunca rehusaba ayuda a otro ser humano, si con ello podía obtener alguna ventaja, cierta utilidad. Los dos compartían una misma opinión con respecto a la propiedad privada, aunque a veces disentían con respecto a la manera de adquirirla. Agee iba a lo seguro. Barnett, por el contrario, tenía más coraje del que convenía a un ejemplar de especie tan frágil como el Homo Sapiens.
Próximos ya a la superficie del planeta, comprobaron que la nave extraña superaba en tamaña a la Endeavor; era nueva y reluciente. La forma del casco les resultó muy poco familiar.
—¿Alguna vez viste algo como eso? —preguntó Barnett. Agee rebuscó en su amplia memoria.
—Me recuerda en algo a las naves de los cefianos, aunque ellos no acostumbran hacerlas tan sólidas. Estamos bastante apartados. Probablemente no sea siquiera una nave de la Confederación.
Víctor contemplaba aquella nave boquiabierto y maravillado.
—Nos vendría bien una nave así, ¿no, capitán? —dijo, con un ruidoso suspiro.
La súbita sonrisa de Barnett fue como una grieta abierta en el granito.
—Víctor —dijo—, en tu simplicidad has dado en el clavo. Nos vendría muy bien una nave como esa. Bajemos a hablar con su capitán.
Antes de sujetarse con las correas, Víctor verificó que las pistolas congelantes estuvieran bien cargadas.
Cuando la nave se hubo posado, lanzaron una señal luminosa verde y anaranjada, indicando que deseaban parlamentar, pero la nave desconocida no respondió. La atmósfera del planeta resultó respirable; la temperatura era de setenta y dos grados Fahrenheit. Tras algunos minutos de espera, resolvieron salir, con las pistolas congelantes preparadas bajo los chalecos. Con la sonrisa más amistosa de que eran capaces, recorrieron los treinta metros que separaban las naves.
Visto desde cerca, aquel vehículo era magnífico. El pellejo centelleante, de color gris plateado, apenas mostraba huellas del contacto con los meteoritos. La esclusa de aire estaba abierta y un murmullo grave indicaba que los generadores se estaban cargando.
—¿Hay alguien aquí? —preguntó Víctor, asomado a la esclusa.
Su voz despertó huecas resonancias en el interior de la nave, pero no hubo más respuesta que el ronroneo de los generadores y el susurrar del pasto en la llanura.
—¿Adónde habrán ido? —preguntó Agee.
—A tomar un poco de aire, sin duda —respondió Barnett—. No creo que esperaran visitas.
Víctor se sentó plácidamente en el suelo, mientras Barnett y Agee examinaban la base de la nave, admirando sus grandes portillas de conducción.
—¿Crees que podrías manejar los controles? —preguntó Barnett.
—¿Por qué no? —fue la réplica de Agee—. Para empezar, el sistema de conducción es convencional. Los servos no son problema: todos los seres que respiran oxígeno emplean sistemas similares. Es sólo cuestión de tiempo.
—Alguien viene —anunció Víctor.
A toda prisa, volvieron a la esclusa. A unos ciento cincuenta metros de la nave había un bosque enmarañado y una silueta acababa de aparecer entre los árboles. Iba hacia ellos.
Agee y Víctor dispararon simultáneamente.
Los binoculares de Barnett revelaron la silueta diminuta en una forma rectangular, de unos sesenta centímetros de altura por treinta de ancho; su grosor no superaba los cinco centímetros. El desconocido no tenía cabeza.
Barnett frunció el ceño. Nunca hasta entonces había visto un rectángulo que flotara sobre la hierba alta.
Al graduar sus binoculares, pudo ver que el extraño era toscamente humanoide. Es decir, tenía cuatro miembros. Los dos inferiores, casi ocultos por el pasto, le servían para caminar; los otros dos se proyectaban rígidamente en el aire. En el medio, Barnett logró distinguir dos ojos diminutos y una boca. Aquella criatura no llevaba ninguna especie de casco ni traje protector.
—¡Qué aspecto extraño! —musitó Agee, ajustando la apertura de su pistola—. ¿Será el único tripulante?
—¡Ojalá! —replicó el capitán, levantando su propia arma.
—Cinco metros de alcance —observó Agee, apuntando—. ¿Quiere hablar antes con él, capitán?
—¿Y qué tengo que decirle? —preguntó Barnett, sonriendo con pereza—. De cualquier modo, déjalo acercarse un poco más. No conviene errar.
Agee asintió y mantuvo su pistola apuntada hacia el desconocido.
Kalen se había detenido en aquel pequeño mundo desierto con la esperanza de conseguir unas cuantas toneladas de erolio, mineral muy apreciado por los mabogianos. Desilusionado, volvía con la bomba de thetnita sin usar guardada en la bolsa marsupial, junto con una nuez kerla perdida por allí. Tendría que regresar a Mabog con lastre en vez de carga.
«Bueno», pensó, al salir del bosque, «tal vez tenga más suerte la próx…».
Se interrumpió, sorprendido: junto a su nave espacial había otro vehículo, fino y extrañamente ahusado. No se le había ocurrido que pudiera haber otros seres en ese condenado planetita.
¡Y los tripulantes lo esperaban frente a su propia esclusa de aire! Kalen vio de inmediato que tenían un aspecto vagamente mabogiano. En la Unión Mabogiana había una raza muy parecida a ellos, pero las naves que construían eran completamente distintas. La intuición le sugirió que esos desconocidos bien podrían ser representantes de la gran civilización que, según los rumores, se había desarrollado en la periferia de la galaxia.
Ansioso, se adelantó hacia ellos.
Cosa extraña: los desconocidos no se movieron. ¿Por qué no salían a su encuentro? Era indudable que lo habían visto, pues los tres lo estaban señalando.
Apresuró la marcha, comprendiendo que sus costumbres le eran totalmente desconocidas. Era de esperar que no se entregaran a ceremonias prolongadas y fatigosas. Había bastado una hora en ese planeta ponzoñoso para que se sintiera agotado. Tenía hambre y necesitaba también una buena ducha.
Un frío intenso le golpeó, lanzándolo hacia atrás. Echó a su alrededor una mirada aprensiva. ¿Qué era eso? ¿Alguna desconocida propiedad del planeta?
Volvió a caminar. Un nuevo impacto dio contra él, congelándole la primera capa de pellejo.
Eso era grave. Los mabogianos se contaban entre las formas de vida más resistentes de la galaxia, pero tenían un límite. Kalen trató de localizar la causa de aquel ataque.
¡Los desconocidos estaban disparando contra él!
Por un momento, sus centros pensantes se negaron a aceptar la prueba presentada por los sentidos. Kalen sabía lo que era un asesinato. Había observado con pasmado horror semejante perversión entre ciertas especies animales degeneradas y también existían, por supuesto, libros de psicología de lo anormal, donde estaban documentados todos los casos de homicidios premeditados que se produjeran en la historia de Mabog.
¡Pero que eso le ocurriera a él! Se sentía incapaz de creerlo.
Otro disparo hizo blanco en él. Permaneció inmóvil, tratando de convencerse de que aquello era real y verídico. Pero no parecía posible: unas criaturas como aquellas, dotadas del sentido de cooperación indispensable para conducir una nave espacial, no podían ser capaces de asesinar.
¡Además, ni siquiera lo conocían!
Casi demasiado tarde, Kalen giró sobre sus talones y corrió hacia la selva. Los tres desconocidos disparaban ya al mismo tiempo; el pasto, a su alrededor, se había convertido en una escarcha blanca y crujiente. En cuanto a él, tenía la epidermis completamente congelada. La constitución de los mabogianos no estaba preparada para soportar el frío y este se iba filtrando hacia los órganos internos.
Pero aún no podía creerlo.
Llegó a la selva. Un doble disparo lo alcanzó en el momento en que se deslizaba tras un árbol. Sintió que su organismo interno luchaba desesperadamente por restaurar el calor a su cuerpo; con una profunda pena, permitió que la oscuridad se apoderara de él.
—Qué ser estúpido —observó Agee, enfundando su pistola.
—Estúpido y fuerte —agregó Barnett—. Pero ninguna forma de vida basada en el oxígeno resiste estos disparos.
Con una sonrisa orgullosa, palmeó el costado gris de la nave.
—La llamaremos Endeavor II —dijo.
—¡Tres hurras por el capitán! —gritó Víctor, entusiasmado.
—No malgastes aliento —dijo Barnett—; te hará falta. Y agregó, levantando los ojos hacia el cielo:
—Nos quedan cuatro horas de luz. Víctor, traslada los alimentos, el oxígeno y las herramientas de la Endeavor I y desarma las pilas. Algún día volveremos a rescatarla, pero quiero despegar antes de que se ponga el sol.
Víctor se apresuró a obedecer, mientras Barnett y Agee entraban en la nave.
La mitad posterior de la Endeavor II estaba atestada por generadores, motores, conversores, servos y tanques de aire y combustible. Más allá había una enorme bodega, que ocupaba prácticamente la otra mitad de la nave. Contenía nueces de toda forma y color; las más pequeñas medían unos cinco centímetros de diámetro, pero había algunas cuyo tamaño doblaba el de la cabeza de un hombre. Sólo quedaban libres dos compartimentos situados en la proa de la nave.
El primero debía ser el cuarto de la tripulación, pues era el único espacio disponible. Pero estaba completamente vacío. No había catres de deceleración, ni mesas o sillas; nada, salvo el piso de metal pulido. En las paredes y en el cielo raso se veían algunas pequeñas aberturas, de finalidad desconocida.
Junto a ese cuarto estaba el compartimento del piloto. Era de tamaño muy reducido, apenas lo bastante grande como para albergar a una sola persona; debajo de la portilla de observación había un panel, repleto de instrumentos.
—Es todo tuyo —dijo Barnett—. A ver qué haces con él.
Agee asintió y buscó una silla para sentarse ante el panel. Empezó por estudiar las características de los instrumentos.
Pasaron varias horas antes de que Víctor terminara de trasladar todo a la Endeavor II. Agee seguía sin tocar nada. Estaba aún tratando de descubrir qué controlaba qué cosa, basándose en el tamaño, el color, la forma y localización de cada instrumento. No era fácil, ni siquiera si se daba por supuesto que los constructores de esa nave tenían un sistema nervioso similar y parecidos esquemas mentales. El sistema auxiliar de aceleración, ¿funcionaría de izquierda a derecha? De lo contrario, él tendría que anular toda la coordinación previamente adquirida. ¿El rojo significa peligro para los diseñadores? En ese caso, aquella tecla grande podía indicar falta de combustible. Pero si el rojo se refería a la alta temperatura del combustible, la tecla debía controlar el flujo de energía.
En su opinión, su finalidad era recargar las pilas en caso de ataque por parte de enemigos.
En tanto estudiaba los controles, Agee no dejaba de considerar todas esas posibilidades. Pero no se preocupaba demasiado. Para empezar, las naves espaciales eran artefactos muy sólidos, prácticamente indestructibles desde el interior. Por otra parte, tenía la impresión de haberle encontrado la clave.
Barnett asomó la cabeza por la puerta; Víctor venía detrás.
—¿Listo? —preguntó el capitán.
—Creo que sí —respondió Agee, contemplando el panel. Y agregó, rozando un indicador:
—Esto debería operar las compuertas de aire. Hizo girar la llave. Víctor y Barnett aguardaron, sudando a pesar del frío que reinaba en la habitación.
Se oyó el suave roce del metal lubricado. Las compuertas se cerraron.
Agee, con una amplia sonrisa, se sopló cabalísticamente las puntas de los dedos y cerró otra llave, diciendo:
—Y este es el sistema de control de aire.
Del techo comenzó a surgir un vapor amarillo.
—Hay impurezas en el sistema —murmuró Agee, ajustando un indicador.
Víctor empezó a toser. Barnett ordenó:
—Apaga eso.
El humo brotaba en bocanadas espesas; en pocos instantes llenó los dos cuartos.
—¡Apágalo!
—¡No veo! —exclamó Agee.
Lanzó un manotazo a la llave, pero no la alcanzó; en cambio, dio contra un botón ubicado bajo ella. De inmediato, los generadores soltaron su colérico gemido. El panel se cubrió de chispas azules que saltaron contra la pared.
Agee se apartó a tropezones y cayó desvanecido. Víctor estaba ya ante la puerta de la bodega, tratando de derribarla a golpes de puño. Barnett se cubrió la boca con una mano y corrió hacia el panel. Buscó a tientas la llave, sintiendo que el vehículo giraba confusamente en su torno.
Víctor cayó al suelo, sin dejar de golpear débilmente la puerta. Barnett, a ciegas, lanzó un manotazo al panel. De inmediato, los generadores se detuvieron y una brisa fría le dio en la cara. Se enjugó los ojos chorreantes y levantó la vista.
En un golpe de suerte, había cerrado los ventiladores del techo, cortando el fluir del gas amarillo; por pura casualidad, había operado al mismo tiempo las esclusas, y el fresco aire del planeta iba reemplazando aquel vapor. La atmósfera no tardó en volverse respirable.
Víctor, estremecido, se puso de pie. Agee, en cambio, permanecía inmóvil. Barnett aplicó al viejo piloto la respiración artificial, maldiciendo por lo bajo. Al fin, los párpados de Agee se estremecieron; su pecho empezó a subir y a bajar. Unos pocos minutos después, se sentó y sacudió la cabeza.
—¿Qué era eso? —preguntó Víctor. Barnett respondió:
—Supongo que para nuestro desconocido amigo, esa es una atmósfera respirable.
—No puede ser, capitán —objetó Agee, meneando la cabeza—. Lo vimos caminar por este planeta, que tiene atmósfera oxigenada, sin ninguna clase de casco.
—Las necesidades respiratorias son terriblemente variables —señaló Barnett—. Tendremos que aceptarlo: el aspecto de nuestro amigo era muy diferente del nuestro.
—Eso no me gusta mucho —dijo Agee. Los tres hombres se miraron. En la pausa que siguió, oyeron un ruido apagado y siniestro.
—¿Qué fue eso? —chilló Víctor, sacando la pistola.
—¡Cállate! —gritó Barnett.
Prestaron atención. Barnett sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca.
El ruido provenía de cierta distancia. Parecía el golpe de un metal sobre un objeto duro, no metálico.
Los tres hombres miraron por las portillas. Las últimas luces del crepúsculo les permitieron ver que la puerta principal de la Endeavor I estaba abierta. El ruido provenía del interior de la nave.
—Es imposible —dijo Agee—. Las pistolas congelantes…
—No lo mataron —completó Barnett.
—Eso es grave —gruñó Agee—. Muy grave. Víctor tenía aún la pistola en la mano.
—Capitán —dijo—, ¿y si yo voy y…?
—No te dejará llegar hasta la esclusa. No, déjenme pensar. ¿Quedaba algo a bordo que él pudiera utilizar? ¿Las pilas?
—Los contactos los tengo yo, capitán —barbotó Víctor.
—Bien, en ese caso no hay nada que…
—El ácido —le interrumpió Agee—. Es muy poderoso. Pero no creo que pueda hacer gran cosa con él.
—Absolutamente nada —dijo Barnett—. Aquí estamos y aquí nos quedaremos. Pero ahora haz que la nave despegue.
Agee contempló el panel de instrumentos. Media hora antes creía comprenderlo. En ese momento, en cambio, la veía como una trampa mortal, armada con toda astucia; una trampa para bobos, con cables invisibles que llevaban a la destrucción.
La trampa no era intencional. Pero una nave espacial no servía solamente para viajar, sino también para vivir. Los controles tratarían de reproducir las condiciones vitales del desconocido para satisfacer sus necesidades. Y eso podía resultar fatal para ellos.
—¡Ojalá supiéramos de dónde viene! —suspiró Agee, desolado.
Porque sólo conociendo el planeta de origen habrían podido deducir el funcionamiento de la nave. En cambio, sólo sabían que el desconocido respiraba un gas amarillo y ponzoñoso.
—Vamos por buen camino —afirmó Barnett, aunque sin mucha confianza—. Pon en funcionamiento el mecanismo de dirección y olvídate de lo demás.
Agee se volvió hacia los controles.
Barnett habría querido saber qué estaba haciendo el desconocido. Con los ojos fijos en el perfil de su vieja nave, bajo la luz crepuscular, volvió a escuchar aquel incomprensible sonido del metal contra lo no metálico.
Kalen descubrió, con sorpresa, que aún vivía. Los de su raza tenían un viejo proverbio: «Un mabogiano muere de inmediato o sigue bien vivo». Al parecer, seguía vivo.
Se incorporó, mareado y confuso, y se recostó contra un árbol. El único sol del planeta se ocultaba ya tras el horizonte; las venenosas brisas de oxígeno se arremolinaban en su torno. Comprobó de inmediato que sus pulmones seguían perfectamente sellados. El aire amarillo del que dependía su vida, aunque viciado por el prolongado uso, seguía manteniéndolo.
Pero no lograba orientarse. A unos cien metros de allí, su nave descansaba pacíficamente, con el casco iluminado por aquel rojizo resplandor agonizante. Por un momento se sintió convencido de que los atacantes no existían. Sólo habían sido un producto de su imaginación. Ahora volvería a su nave y…
Uno de los desconocidos, cargado con mercaderías, entró a su vehículo. Un momento después, las esclusas de aire se cerraron.
Era cierto, todo era cierto. Su mente volvió a la dolorosa realidad.
Tenía urgente necesidad de alimento y de aire. Su piel exterior estaba seca y resquebrajada y requería una limpieza nutritiva. Pero los alimentos, el aire y los productos de limpieza estaban en la nave perdida. Sólo le quedaba una nuez kerla roja, guardada junto con la bomba de thetnita en la bolsa marsupial. Si lograba partir la nuez, podría recuperar ciertas energías. Pero ¿cómo abrirla?
¡Era sorprendente! ¡Hasta qué punto dependía de las máquinas! Tendría que encontrar algún modo de realizar las tareas más comunes, simples y cotidianas, aquellas que su nave hacía automáticamente, sin que él, como operador, pensara siquiera en ellas.
Kalen notó que los extraños parecían haber abandonado su propia nave. ¿Por qué? No importaba. Si permanecía en el exterior, moriría antes de la mañana. Su única posibilidad de sobrevivir era refugiarse en la nave abandonada.
Se arrastró lentamente por entre la hierba, deteniéndose sólo cuando se sentía presa del vértigo. No debía perder la vista a su nave. Si los desconocidos caían nuevamente sobre él, todo estaría perdido. Pero nada ocurrió y tras reptar por el suelo durante siglos enteros, llegó a la nave y se deslizó en su interior.
Era ya el crepúsculo. Esa media-luz le permitió apreciar que el vehículo era viejo. Las paredes, demasiado endebles de fabricación, habían sido emparchadas y vueltas a emparchar. Todo revelaba un uso prolongado y rudo. Era comprensible que hubiesen querido apoderarse de la suya.
Otra oleada de vértigo se apoderó de él. Su cuerpo exigía de ese modo una atención inmediata.
El principal problema parecía ser la alimentación. Extrajo la nuez kerla de su bolsa. Era redonda; medía unos diez centímetros de diámetro y la cáscara tenía unos cinco de grosor. Tales nueces constituían el principal alimento para los pilotos espaciales de Mabog. Eran energía concentrada y la cascara hermética les otorgaba una duración prácticamente ilimitada.
Apoyó la nuez contra una pared y buscó una barra de acero con la cual golpearla. La barra, al estrellarse contra la nuez, emitió un sonido hueco, similar a un batir de tambores. Pero la nuez permaneció indemne.
Kalen se preguntó si los extraños podrían oír ese ruido. Tendría que correr el riesgo. Se afirmó sobre los pies y siguió golpeando. Quince minutos después estaba agotado y la barra se había partido casi por la mitad.
La nuez, en cambio, seguía entera.
Era imposible partirla sin un Cascanueces, artefacto de uso común en toda nave mabogiana. A nadie se le habría ocurrido partir la de otro modo. Y eso constituía una prueba terrible de su desamparo.
La epidermis exterior, congelada, dificultaba mucho sus movimientos. La piel se iba endureciendo lentamente, convirtiéndose en un pellejo córneo e insensible. Cuando el endurecimiento fuera completo, se hallaría inmovilizado. Quedaría petrificado en una posición dada hasta morir por sofocación.
Kalen luchó contra la desesperación, tratando de pensar.
Tenía que ocuparse de su piel, sin demora. Eso era más importante que la comida. A bordo de su propia nave habría podido lavarla apropiadamente, hasta llegar a la curación. Pero parecía muy poco probable que los desconocidos tuvieran productos adecuados para la limpieza.
No le quedaba más remedio que arrancarse el pellejo exterior; la segunda capa permanecería delicada durante varios días, pero al menos le permitiría moverse.
Con los miembros endurecidos, buscó un Cambiador. De inmediato comprendió que los extraños no disponían de ese artefacto elemental. Tendría que valerse solo.
Tomó la barra de acero, la dobló en forma de garfio e insertó la punta bajo un pliegue de la piel. En seguida tiró hacia arriba con toda su fuerza.
La piel no cedió.
Se sujetó entre un generador y la pared e insertó el garfio de otro modo. Pero la longitud de sus brazos no era suficiente para hacer palanca y el pellejo duro siguió tozudamente en su sitio.
Probó diez posiciones diferentes, siempre sin éxito. Sin ayuda mecánica le sería imposible mantenerse lo bastante firme.
Ya cansado, dejó caer la barra. Nada podía hacer, absolutamente nada. Y en ese momento recordó la bomba de thetnita guardada en su bolsa.
Algún rincón primitivo de su mente, cuya existencia le fuera hasta entonces desconocida, le decía que había una forma sencilla de solucionar todo aquello. Bastaba con deslizar la bomba bajo el casco de su propia nave, sin que los desconocidos le vieran. Aquella carga ligera no tendría otro efecto que el de lanzar la nave a sesenta o setenta metros de altura, sin causarle mayores daños.
Pero los extraños morirían, sin duda alguna.
Kalen se sintió horrorizado. ¿El hacer una cosa semejante? La ética mobogiana, implantada en cada fibra de su ser, le prohibía eliminar una vida inteligente, bajo ningún motivo. Ningún motivo.
—¿Pero acaso no estaría justificado? —susurraba aquel sector primitivo de su cerebro—. Esos extraños están enfermos. Al eliminarlos harías un servicio al Universo y sólo en segundo término sería en favor tuyo. No lo tomes como un asesinato. Considéralo como exterminación.
Extrajo la bomba de su bolsa y la contempló, para apartarla violentamente. «¡No!», se dijo, con menor convicción.
No quiso pensar más. Sobre sus miembros cansados, casi rígidos, comenzó a revisar la nave extraña, en busca de algo que le ayudara a salvar su vida.
Agee, encogido en el compartimento del piloto, marcaba las llaves con un lápiz indeleble. Parecía fatigado; le dolían los pulmones y había trabajado toda la noche. Allá fuera asomaba ya una débil alba gris; el viento helado azotaba a la Endeavor II; la nave estaba iluminada, pero fría, pero Agee no se atrevía a tocar los controles de temperatura.
Víctor entró al cuarto de la tripulación, tambaleándose bajo el peso de un voluminoso cajón de embalaje.
—¿Barnett? —llamó Agee.
—Ya viene —respondió Víctor.
El capitán había pedido que llevaran al frente todo el equipo, a fin de tenerlo a mano; pero el cuarto de la tripulación era reducido y allí no quedaba casi espacio disponible.
Víctor miró a su alrededor, en busca de un lugar para poner el cajón y descubrió una puerta en una de las paredes. Oprimió su perilla y la puerta se deslizó ágilmente hacia el techo, dejando al descubierto un cuartito del tamaño de un armario. Víctor decidió que sería un lugar ideal para almacenar cosas y, sin parar mientes en las cáscaras rotas diseminadas en el piso, depositó allí el cajón.
De inmediato, el techo del cuartito empezó a descender.
Víctor dejó escapar un grito que resonó en toda la nave. Dio un salto… y se golpeó fuertemente la cabeza contra el techo. Cayó de bruces, aturdido.
Mientras Agee salía a toda prisa del compartimento del piloto, Barnett entró corriendo. Tomó a Víctor por las piernas y trató de sacarlo a la rastra; pero el hombre era muy pesado y el capitán no lograba afirmarse en el piso de metal pulido.
Con rara presencia de ánimo, Agee irguió el cajón sobre uno de sus lados, logrando así que se interrumpiera momentáneamente el descenso del techo. Los dos tironearon de Víctor y lograron sacarlo justo a tiempo. El sólido cajón se astilló; un momento después, el techo lo estrujaba como si fuera un trozo de madera endeble.
El techo del cuartito, moviéndose sobre un eje engrasado, redujo el cajón a un grosor de quince centímetros. Luego su mecanismo emitió un chasquido y volvió a su sitio sin ruido alguno.
Víctor se sentó, frotándose la cabeza.
—Capitán —dijo, quejoso—, ¿no podemos volver a nuestra nave?
Agee también vacilaba en seguir adelante. Contempló a aquel cuartito mortífero, que había recuperado su aspecto de armario y las cáscaras rojas diseminadas en el suelo.
—Sin duda, parece una nave embrujada —dijo, preocupado—. Quizá Víctor tenga razón.
—¿Quieren abandonarla? —preguntó Barnett. Agee se movió, incómodo, e hizo un gesto de sentimiento.
—El problema es que no sabemos cómo va a reaccionar —dijo, sin mirar a Barnett—. Es demasiado arriesgado, capitán.
—¿Se dan cuenta de lo que perderíamos? —desafió Barnett—. Sólo el casco vale una fortuna. ¿Han visto los motores? Ni en la Tierra ni en sus alrededores hay algo capaz de detenerla. Podría atravesar un planeta de polo a polo y salir sin siquiera una raspadura en la pintura. ¡Y ustedes quieren abandonarla!
—No nos servirá de nada si nos mata —objetó Agee. Víctor asintió, con énfasis. Barnett los miró fijamente.
—Escúchenme bien —dijo—. De ningún modo dejaremos esta nave. No está embrujada. Viene de un mundo desconocido y está llena de artefactos desconocidos. Bastará con no tocar nada hasta que lleguemos a dique seco. ¿Entendido?
Agee habría querido decir algo con respecto a ciertos armarios capaces de convertirse en prensas hidráulicas, cosa que no parecía muy promisoria para el futuro. Pero al ver la expresión de Barnett, decidió no decir nada.
—¿Has marcado cada uno de los controles? —preguntó Barnett.
—Me faltan unos pocos.
—Bien. Termina con eso. Será lo único que tocaremos. Si dejamos en paz el resto de la nave, ella nos dejará en paz a nosotros. No habrá peligro mientras lo tengamos en cuenta: no tocar.
Barnett se secó la transpiración del rostro, se apoyó contra una pared y se desabotonó la chaqueta.
De inmediato, dos bandas metálicas surgieron de sendas aberturas a sus costados, sujetándolo por la cintura y el estómago.
Barnett las miró atónito por un segundo y luego se arrojó hacia adelante con toda su fuerza. Las bandas no cedieron. Se oyó un chasquido peculiar y de la pared surgió un delgado filamento de alambre. Tocó la chaqueta de Barnett como para examinarla y regresó a su escondite.
Agee y Víctor miraban atónitos todo aquello, sin saber qué hacer.
—Desconéctenlo —dijo Barnett, con voz tensa.
Agee corrió al cuarto de controles, mientras Víctor seguía paralizado. De la pared surgió una especie de miembro metálico, en cuyo extremo se veía una reluciente navaja de ocho centímetros.
—¡Deténganla! —gritó Barnett.
Víctor reaccionó. Corrió hacia aquel miembro y trató de arrancarlo de la pared. El artefacto, con un simple balanceo, lo envió al otro lado del cuarto.
Con la precisión de un cirujano, el cuchillo abrió por el medio la chaqueta de Barnett, a lo largo, sin tocarla camisa. Después, el miembro se retiró.
Agee, frente al panel de controles, apretaba un botón tras otro; los generadores silbaban, las compuertas se abrían y volvían a cerrarse, los estabilizadores se retorcían y las luces parpadeaban. Pero el mecanismo que mantenía preso a Barnett no parecía responder.
El delgado filamento volvió a hacerse presente y tocó la camisa como si no estuviera muy seguro sobre lo que le correspondía hacer en ese caso.
—¡No puedo desconectarlo! —gritó Agee, desde el cuarto de controles—. ¡Debe ser totalmente automático!
El filamento desapareció dentro de la pared y el brazo volvió a salir con su cuchillo.
Para entonces, Víctor había localizado una pesada llave inglesa. Se lanzó hacia adelante, la balanceó por encima de su cabeza y la arrojó contra el brazo móvil, esquivando por muy poco la cabeza de Barnett.
El brazo no se melló siquiera. Con toda serenidad, cortó la camisa de Barnett por el lado de la espalda y lo desnudó hasta la cintura. El capitán no tenía herida alguna, pero sus ojos giraron espantados al ver que el filamento volvía a aparecer. Víctor se llevó el puño a la boca y retrocedió. Agee cerró los ojos.
El filamento palpó la piel cálida de Barnett, emitió un cloqueo aprobatorio y se retiró. Las bandas se abrieron y Barnett cayó de rodillas.
Por un momento, nadie dijo una palabra. No había nada que decir. Barnett, mal humorado, miraba hacia el espacio. Víctor hizo sonar los nudillos, una y otra vez, hasta que Agee le asestó un codazo.
Mientras tanto, el viejo piloto intentaba comprender por qué ese mecanismo había cortado las ropas de Barnett, deteniéndose al llegar a la carne. ¿Acaso sus constructores lo empleaban para desvestirse? No parecía lógico; pero tampoco el armario-prensa lo parecía.
En cierta forma, cabía alegrarse de que las cosas hubiesen ocurrido así. Barnett habría aprendido su lección y abandonarían esa monstruosidad embrujada para buscar la forma de recuperar su propia nave.
—Alcáncenme una camisa —ordenó Barnett. Víctor se apresuró a buscar una y el capitán se la puso, cuidando de no tocar las paredes.
—¿Cuánto tardarás en poner la nave en movimiento? —preguntó a Agee, con alguna inseguridad.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
—¿No te basta con eso? —exclamó Agee.
—No. ¿Cuándo podemos partir?
—Dentro de una hora —gruñó Agee.
¿Qué otra cosa cabía decir? El capitán era un caso serio. Con aire de fatiga, Agee volvió al cuarto de controles.
Barnett se puso un jersey sobre la camisa y una chaqueta sobre el jersey. La habitación estaba helada y él había empezado a temblar violentamente.
Kalen yacía inmóvil en la cubierta de la nave extraña. Como un verdadero tonto, había malgastado la poca fuerza que le quedaba tratando de arrancarse el pellejo exterior endurecido. Pero este parecía cobrar mayor resistencia a medida que él se debilitaba. Ya no valía la pena moverse. Era mejor descansar, mientras sus fuegos interiores ardían cada vez con menor intensidad.
Pronto se encontró soñando con las colinas escabrosas de Mabog y con el gran puerto de Canthanope, donde los cargueros interestelares descendían con sus mercancías extranjeras. Allí estaba él, en el crepúsculo, contemplando los dos grandes soles ponientes por encima de los tejados bajos. Pero ¿por qué se ponían juntos hacia el sur, el sol azul y el amarillo? ¿Cómo era posible que ambos se pusieran a la vez por el sur? Era físicamente imposible… Tal vez su padre pudiera explicárselo, pues oscurecía rápidamente.
Con una sacudida, se liberó de aquellas fantasías y miró fijamente la triste luz de la mañana. Un piloto espacial de Mabog no debía dejarse morir así. Tenía que intentarlo otra vez.
Tras una hora de lenta y penosa búsqueda, encontró una caja de metal, herméticamente cerrada, en la parte posterior de la nave. Era evidente que los desconocidos la habían dejado olvidada. Arrancó la tapa. En el interior había varias botellas, muy bien cerradas y protegidas de los golpes con un acolchado. Kalen tomó una para examinarla.
Estaba señalada con un gran símbolo blanco. Sin razón alguna, aquel dibujo le resultaba familiar. Rebuscó en su memoria, tratando de recordar dónde lo había visto antes.
Entonces recordó, confusamente, haber visto en un museo las réplicas de unos cráneos, correspondientes a cierta raza humanoide de la Unión Mabogiana. Aquello era la representación esquemática de una calavera del tipo humano.
Pero ¿por qué dibujarlo en una botella? A Kalen, un cráneo le despertaba un sentimiento de reverencia. Esa debía ser la intención de los fabricantes. Por lo tanto, destapó la botella y la abrió.
El aroma era agradable. Se parecía al de… ¡Loción de limpieza para la piel!
Sin más demora, se echó encima todo el contenido de la botella y aguardó, sin permitirse muchas esperanzas. Si lograba poner la piel en buenas condiciones…
¡Sí, el líquido de la botella era realmente una loción suave! Además, el aroma resultaba muy agradable. Vertió otra botella sobre su pellejo endurecido; el fluido nutritivo penetró en él. Su cuerpo, tan necesitado de alimento, pidió más y más. Vació otra botella.
Durante largo rato, Kalen se limitó a permanecer recostado, permitiendo que el fluido vital se filtrara en su cuerpo. La piel se ablandó, tornándose nuevamente flexible. Una nueva oleada de energía se alzó en su interior, renovando sus deseos de vivir.
¡Viviría!
Después del baño, Kalen examinó los controles de la nave espacial, confiando en que podría conducir esa vieja ruina hasta Mabog. Pero las dificultades eran evidentes. Por alguna razón, los controles no estaban aislados en un cuarto aparte. ¿A qué se debía eso? Aquellas extrañas criaturas parecían haber convertido toda la nave en una cámara de deceleración. ¡Era imposible! No quedaría suficiente espacio para almacenar el combustible.
Resultaba pasmoso, pero todo lo que se refería a esos extraños lo era. Kalen era capaz de solucionar esa dificultad. Si embargo, al inspeccionar los motores, comprobó que habían retirado de las pilas un contacto vital, inutilizándolas. Por lo tanto, quedaba sólo una alternativa: tendría que recuperar su propia nave.
Pero ¿cómo?
Recorrió la cubierta a grandes pasos, sin darse tregua. La ética mabogiana prohibía matar seres inteligentes, sin dar lugar a «peros». Bajo ninguna circunstancia, ni siquiera para salvar la propia vida, se permitía el homicidio. Era una sabia ley y había servido de mucho a Mabog. Mediante la estricta audiencia de esa norma, los mabogianos vivían sin guerras desde hacía tres mil años y el pueblo había alcanzado un alto nivel de civilización, cosa que habría resultado imposible si se hubiesen permitido algunas excepciones. Los «peros» podían socavar los más sólidos principios.
Y él no podía convertirse en un infractor. Pero ¿se dejaría morir allí, sin hacer nada?
Al bajar la vista, Kalen notó con sorpresa que un charco de solución limpiadora había cavado un agujero en la cubierta. ¡Qué endebles eran esas naves! Hasta la más suave loción limpiadora podía dañarlas. Los desconocidos debían ser muy débiles.
Una sola bomba de thetnita bastaría.
Se dirigió a la portilla. No se veía a nadie montando guardia; todos debían estar ocupados preparando el despegue. Sería muy fácil deslizarse entre la hierba hasta su nave y…
Y la gente de Mabog no tenía por qué enterarse.
Kalen descubrió, sorprendido, que mientras pensaba había recorrido casi la mitad de la distancia entre ambas naves. Era extraño que su cuerpo pudiera hacer cosas sin que la mente tuviera conciencia de ello.
Tomó la bomba y se arrastró otros cinco metros.
Porque, después de todo y viendo las cosas desde cierta distancia, ¿qué podía importar ese asesinato?
—¿Todavía no estás preparado? —preguntó Barnett, al mediodía.
—Creo que sí —dijo Agee, recorriendo con la mirada el panel señalado—. Hasta donde puedo estar preparado. Barnett hizo un gesto de asentimiento y dijo:
—Víctor y yo nos sujetaremos con correas en el cuarto de la tripulación. Despega con la menor aceleración posible.
Barnett regresó al otro cuarto. Agee ajustó las correas que había instalado en su asiento y se frotó nerviosamente las manos. Hasta donde era posible, los controles estaban señalados. Todo saldría bien. Al menos, así lo esperaba.
Porque no podía olvidar lo del armario y el cuchillo. ¿Cómo adivinar cuál sería la próxima hazaña de la nave?
—Estamos listos —dijo Barnett, desde el cuarto de la tripulación.
—Bien. En unos diez segundos.
Operó las esclusas de aire, que quedaron selladas. Su puerta se cerró automáticamente, dejándolo aislado del cuarto de la tripulación. Con una leve sensación de claustrofobia, Agee activó las pilas. Hasta entonces, todo iba muy bien.
Sobre la cubierta apareció un delgado hilo de aceite. Agee resolvió que se debía a una junta floja y optó por ignorarla. Los controles de superficie funcionaban magníficamente. Introdujo un curso en la cinta de la nave y activó los controles de vuelo.
En ese momento sintió que algo chapoteaba contra sus pies. Al bajar la vista, vio con sorpresa que aquel aceite espeso y maloliente había subido ya unos cinco centímetros. Era una filtración considerable. ¿Cómo era posible que una nave tan bien construida tuviera tal defecto? Soltando sus ligaduras, se agachó para buscar el sitio de donde provenía el aceite.
Lo encontró de inmediato. En la cubierta había cuatro pequeños ventíleles, y de cada uno de ellos brotaba un chorro de aceite, fluida y constantemente.
Agee oprimió la perilla para abrir la puerta, pero esta permaneció herméticamente cerrada. Tratando de no caer en el pánico, examinó la puerta con más cuidado.
Tenía que abrirse.
Pero no se abrió.
El aceite le llegaba ya casi a las rodillas.
Agee corrió como un tonto. ¡Claro! El compartimento del piloto se cerraba desde el panel de control, oprimió el botón que lo abría y volvió a la puerta.
Tampoco esa vez se abrió.
Agee tironeó de ella con todas sus fuerzas, pero no logró hacerla ceder. Retrocedió entonces hasta el panel de control. Al encontrar la nave no habían visto rastros de aceite; por lo tanto, debía haber un sumidero por alguna parte.
El aceite le llegaba ya a la cintura cuando lo encontró. Al operarlo, el fluido desapareció rápidamente. Una vez que terminó el drenado, la puerta se abrió sin dificultad.
—¿Qué ocurre? —preguntó Barnett. Agee se lo explicó.
—Ese es el sistema, entonces —dijo el capitán, tranquilamente—. Al fin lo hemos descubierto.
—¿Qué sistema? —preguntó Agee, pensando que Barnett tomaba las cosas muy a la ligera.
—El que compensa la aceleración del despegue. Eso me tenía preocupado. Aquí, a bordo, no hay nada con lo que el piloto pueda ayudarse a soportarla: ni camas, ni sillas, nada a donde atarse. Lo que hace es flotar en un baño de aceite, que se pone en funcionamiento automáticamente, cuando la nave está lista para despegar.
—Pero ¿por qué no se abría la puerta? —preguntó Agee.
—¿No es obvio? —observó Barnett, con una sonrisa paciente—. No es cosa de que toda la nave se inunde de aceite.
—Pero no podemos despegar —insistió Agee.
—¿Por qué?
—Porque me cuesta un poco respirar sumergido en aceite. Fluye de modo automático cuando se encienden los contactos y no hay forma de interrumpirlo.
—Usa el cerebro —dijo Barnett—. Pon algo en la llave del sumidero para que quede abierto. El aceite desaparecerá a medida que entre.
—Sí, no se me había ocurrido —admitió Agee, con tristeza.
—Anda, entonces.
—Antes quiero cambiarme de ropa.
—No. Despeguemos de una vez.
—Pero, capitán…
—Despega —ordenó Barnett—. Por lo que sabemos, el extraño debe estar planeando algo.
Agee se encogió de hombros y regresó al compartimento del piloto; allí volvió a sujetarse con las correas.
—¿Listos?
—Sí. Despega.
Ató el circuito de desagüe y el aceite circuló sin causar dificultades; de ese modo, no subía más que hasta la suela de sus zapatos. Agee pudo activar los controles sin más incidentes.
—Allá vamos.
Fijó la aceleración al mínimo y se sopló las puntas de los dedos, para llamar a la suerte. Finalmente oprimió la llave de despegue.
Kalen, con profunda pena, observó la partida de su nave. Aún tenía en las manos la bomba de thetnita.
Había llegado hasta su vehículo y hasta permaneció bajo él durante varios segundos. Pero acabó por volver a la nave de los desconocidos. No podía hacer estallar la bomba. Era imposible anular en pocas horas los largos siglos de condicionamiento.
Condicionamiento… y algo más.
En cualquier raza, pocos son los individuos capaces de matar por placer. Sin embargo, existen razones perfectamente adecuadas para matar, razones que satisfacen a cualquier filósofo. Pero una vez que se las acepta, surgen otras, y otras, y más. El asesinato, una vez aceptado, es difícil de refrenar. Conduce irresistiblemente a la guerra y de allí a la aniquilación.
Kalen sentía que ese asesinato involucraba de algún modo el destino de su raza. Su abstinencia había sido casi una cuestión de supervivencia racial. Pero eso no lo aliviaba en absoluto.
Se quedó contemplando su nave, que pronto no fue sino un punto en el espacio. Los desconocidos se alejaban a una velocidad ridículamente baja. Y eso no tenía justificante alguno, a menos que fuera para hacerlo sufrir un poco más.
Sin duda, eran lo bastante sádicos como para actuar así.
Kalen regresó a la nave. Su voluntad de vivir era más fuerte que nunca. No tenía intenciones de abandonar la lucha. Se aferraría a la vida mientras pudiera, confiado en la única posibilidad, dentro de un millón: la de que llegara otra nave hasta ese planeta.
Miró a su alrededor. Tal vez pudiera componer un sustituto de aire con el líquido limpiador marcado con la calavera.
Bastaría para sustentarlo durante uno o dos días. Y si pudiera abrir la nuez de kerla…
Le pareció oír un ruido en el exterior y corrió a ver. El cielo estaba desierto. La nave se había desvanecido y estaba solo.
Regresó a la nave extraña, para dedicarse a la importante tarea de mantenerse vivo.
Al recobrar la conciencia, Agee descubrió que había logrado reducir la aceleración a la mitad, un instante antes de perder el conocimiento. Gracias a eso había salvado su vida. ¡Y la aceleración, aunque apenas distaba de cero, según el indicador, resultaba aún insoportable!
Agee abrió la puerta y salió a la rastra. Barnett y Víctor habían hecho saltar las correas en el impulso del despegue. Víctor recién estaba recuperando los sentidos. El capitán salió de entre un montón de cajones despedazados.
—¿Te sientes trapecista de circo? —se quejó—. Aceleración mínima, dije.
—Despegué con una aceleración menor que la mínima —replicó Agee—. Vaya usted mismo a ver el registro.
Barnett fue al cuarto de control y volvió de inmediato.
—Esto va mal —dijo—. Ese desconocido conduce la nave con una aceleración tres veces mayor que la nuestra.
—Así parece.
—No había pensado en eso —musitó Barnett, pensativo—. Sin duda, proviene de un planeta muy pesado, donde hay que despegar a toda velocidad si se quiere salir.
—¿Con qué me golpeé? —gruñó Víctor, frotándose la cabeza.
Las paredes emitieron un chasquido. La nave estaba ya completamente alerta y sus servos se pusieron automáticamente en funcionamiento.
—Qué calor, ¿no? —observó Víctor.
—Sí, y muy pesado —agregó Agee—. Mucha presión. Volvió al cuarto de controles. Barnett y Víctor esperaron en la puerta, llenos de ansiedad.
—No puedo desconectarlo —dijo Agee, secándose la transpiración que le corría por la cara—. La temperatura y la presión son automáticas. Deben establecerse en «normal» en cuanto la nave alza vuelo.
—Será mejor que encuentres el modo de desconectarlas —le dijo Barnett—. De lo contrario nos asaremos.
—No hay modo de hacerlo.
Tiene que haber algún regulador de temperatura.
—¡Claro! ¡Ese! —respondió Agee, señalando un indicador—. El control está indicando el mínimo.
—¿Cuál es la temperatura normal? —preguntó Barnett.
—No quiero saberlo —respondió Agee—. Esta nave está construida con aleaciones imposibles de efectuar, salvo a muy altas temperaturas. Se la ha diseñado para soportar una presión diez veces mayor que la tolerada por nuestras naves. Todo eso significa que…
—¡Tiene que haber una forma de desconectarlo! —exclamó Barnett.
Se quitó la chaqueta y el jersey. La temperatura subía rápidamente y la cubierta quemaba ya la planta de los pies.
—¡Desconéctalo! —aulló Víctor.
—Un momento —dijo Agee—. No fui yo quien construyó esta nave, como ustedes saben. ¿Qué entiendo yo de…?
—¡Apaga! —gritó Víctor, sacudiendo a Agee como si fuera un muñeco de trapo—. ¡Apaga!
—¡Quieto!
Agee desenfundó a medias su pistola. En ese momento tuvo una súbita inspiración y apagó los motores de la máquina. Calló el crujir de las paredes y la habitación se tornó más fresca.
—¿Qué pasó? —preguntó Víctor.
—La temperatura y la presión bajan cuando no hay suministro de energía —explicó Agee—. Estamos a salvo… mientras no hagamos funcionar los motores.
—¿Y cuánto demoraremos así en llegar a otro puerto? —preguntó Barnett.
Agee hizo algunos cálculos mentales.
—Unos tres años —respondió—. Estamos bastante lejos.
—¿Y no hay forma de arrancar el sistema? ¿De desconectarlo?
—Está empotrado en la nave. Haría falta todo un equipo de herramientas y mano de obra especializada. Aun así no sería fácil.
Barnett guardó silencio por largo rato. Finalmente dijo:
—De acuerdo.
—¿De acuerdo en qué?
—No hay nada que hacer. Habrá que volver a ese planeta a buscar nuestra propia nave.
Agee soltó un suspiro de alivio e indicó un nuevo curso en la cinta perforada.
—¿Creen que el desconocido la devolverá? —preguntó Víctor.
—Sin duda —respondió Barnett—, siempre que esté vivo. Debe tener muchas ganas de recuperar su nave. Y para eso tendrá que dejar la nuestra.
—Claro. Pero una vez que esté de nuevo en esta…
—Podemos alterar los controles —dijo Barnett—. Eso lo demorará.
—Por poco tiempo —señaló Agee—. Tarde o temprano despegará y no podremos escapar.
—No hará falta —respondió el capitán—. Bastará con que despeguemos antes que él. Ese tipo es fuerte como un toro, pero no creo que aguante tres bombas atómicas.
—Esa idea no se me había ocurrido —reconoció Agee, con una leve sonrisa.
—Es la única salida lógica —dijo Barnett, complacido—. Las aleaciones del casco siempre tendrán algún valor. Ahora llévanos de vuelta sin asarnos, dentro de lo posible.
Tras encender los motores, Agee hizo que la nave describiera una curva cerrada, a la mayor aceleración que podían soportar. Los servos volvieron a chasquear, y la temperatura se elevó rápidamente. Una vez que hubo completado la curva, Agee apuntó la Endeavor II en la dirección adecuada y apagó los motores.
Recorrieron de ese modo casi todo el trayecto, pero al llegar al planeta, Agee tuvo que volver a encender los motores para describir la espiral de deceleración hasta posar la nave en tierra.
Apenas si les fue posible salir de la nave. Estaban cubiertos de ampollas y los zapatos se habían quemado. No hubo tiempo para alterar los controles. Retrocedieron hasta el bosque y aguardaron allí.
—Quizá haya muerto —dijo Agee, lleno de esperanzas. Pero en ese momento, una pequeña silueta emergió de la Endeavor I. El extraño se movía con lentitud, pero avanzaba.
—¿Y si ha fabricado alguna especie de arma? —dijo Víctor—. ¿Y si nos persigue?
—¿Y si te callas? —replicó Barnett.
El extraño se encaminó directamente a su propia nave. Una vez dentro, cerró las esclusas de aire.
—Bien —dijo Barnett, poniéndose de pie—. Será mejor que nos marchemos de prisa. Agee, hazte cargo de los controles. Yo conectaré las pilas. Víctor, tú ocúpate de las esclusas. ¡Vamos!
Corrieron a través de la llanura y en pocos segundos estuvieron en la esclusa abierta de la Endeavor I.
Kalen no habría podido darse prisa, pues no tenía la fuerza necesaria para conducir su nave. De cualquier modo, sabía que allí dentro estaba a salvo. No había criatura capaz de atravesar las escotillas herméticas.
En la parte trasera encontró un tanque de aire de reserva y lo abrió. La nave se llenó con aquel vapor amarillo, generoso y vitalizador. Kalen se dedicó a respirar durante varios minutos. Después llevó a la cocina las tres nueces de kerla más grandes que pudo encontrar y las partió con el Cascanueces.
Una vez alimentado se sintió mucho mejor. Dejó que el Cambiador le quitara el pellejo exterior. La segunda capa también estaba seca y el Cambiador se la cortó; al llegar a la tercera, encontrándola en buenas condiciones, se detuvo.
Finalmente, Kalen se sintió como nuevo y entró en el compartimento del piloto.
Ahora le resultaba evidente que esos extraños habían sufrido una demencia temporal. No había otro modo de explicar que hubiesen regresado para devolverle la nave. Por lo tanto, era su deber localizar a las autoridades responsables de ellos e informar de la ubicación de ese planeta. De ese modo irían a buscarlos y los curarían de una vez por todas.
Kalen se sintió muy feliz. No había desobedecido la ética mabogiana y eso era lo más importante. Bien pudo haber dejado la bomba de thetnita en la nave extranjera, instalada con un mecanismo de tiempo. O descomponer los motores. En realidad, en cierto momento había sentido la tentación de hacerlo.
Pero no lo hizo. No hizo absolutamente nada.
Salvo construir los artefactos mínimos para la preservación de la vida.
Kalen activó los controles y descubrió que todo estaba en perfectas condiciones de funcionamiento. El fluido de aceleración surgió por los ventiladores en cuanto las pilas estuvieron encendidas.
Víctor llegó el primero a la esclusa de aire y se lanzó hacia el interior. De inmediato saltó hacia atrás.
—¿Qué pasó? —preguntó Barnett.
—Algo me golpeó.
Con mucha cautela, miraron hacia el interior.
Era una trampa mortal, muy bien armada. Desde las baterías de acumulación surgían cables dispuestos en series, hasta cruzar la escotilla. Si Víctor hubiese tocado el costado de la nave, habría muerto instantáneamente por electrocución.
Cortaron el sistema y entraron en la nave.
Era un revoltijo. Todos los objetos movibles habían sido arrancados y esparcidos por ahí. En un rincón se veía una barra de acero doblada. El potente ácido estaba esparcido por toda la cubierta y la había carcomido en varios sitios. El viejo casco de la Endeavor estaba perforado.
—¡Nunca se me ocurrió que él nos lo haría a nosotros! —exclamó Agee.
Investigaron más a fondo. En la parte trasera encontraron también una trampa para bobos. La puerta de la bodega estaba astutamente conectada al pequeño motor de arranque. En cuanto alguien le tocase, la puerta se estrellaría contra la pared y quien estuviera en el medio quedaría aplastado.
Había otras conexiones, pero resultaba imposible descubrir su finalidad.
—¿Se puede componer? —preguntó Barnett. Agee se encogió de hombros.
—Casi todas nuestras herramientas quedaron a bordo de la Endeavor II. Supongo que podremos arreglar esto en cosa de un año. Pero aun así, no sé si el casco resistirá.
Salieron a la llanura. El desconocido despegaba en ese preciso momento.
—¡Qué monstruo! —exclamó Barnett, contemplando el casco de su carguero, comido por el ácido.
—Con los extraterrestres, nunca se sabe —observó Agee.
—El único extraterrestre bueno es el extraterrestre muerto —concluyó Víctor.
La Endeavor I se había tornado tan incomprensible y peligrosa como la Endeavor II. Y la Endeavor II ya no estaba a la vista.