Era la última reunión de las tropas, antes de Gran Encuentro nacional de niños exploradores; todas las patrullas estaban presentes. La Patrulla 22 de Halcones Intrépidos había acampado en un valle sombreado para llevar a cabo un forcejeo de tentáculos. La Patrulla 31 de Bisontes Valientes se desplazaba cerca de un arroyito, practicando la aptitud para beber; todos reían, excitados por la extraña sensación.
La Patrulla número 19, los Mirashes al Ataque, esperaba al explorador Drog, quien se había retrasado, como de costumbre.
Drog se lanzó desde el nivel de los cinco mil metros; incorporándose, se arrastró con rapidez hasta el círculo de exploradores.
—¡Caramba! Lo siento, no me di cuenta de la hora —dijo.
El jefe de Patrulla lo miró con gesto torvo.
—Drog, tu uniforme no está en condiciones. Drog se apresuró a extraer un tentáculo que había olvidado.
—Lo siento, señor —dijo.
Los demás trataron de disimular la risa. Drog se ruborizó, con un pálido tinte anaranjado. En ese momento le habría gustado ser invisible. Pero no era esa la ocasión adecuada.
—Declararé abierta la sesión con el Credo del Explorador —dijo el jefe de Patrulla. Y continuó, aclarándose la garganta:
—Nos, los jóvenes exploradores del planeta Elbonai, juramos perpetuar las aptitudes y virtudes de nuestros mayores. Para ese fin, adoptaremos la forma con que nuestros antepasados nacieron, durante la conquista del desierto virgen de Elbonai. Por lo tanto, resolvemos…
El explorador Drog graduó el receptor para amplificar la suave voz del jefe. El Credo nunca dejaba de entusiasmarlo. Le costaba creer que sus antepasados hubieran pertenecido a la Tierra. Ahora, los habitantes de Elbonai eran seres etéreos, provistos de un cuerpo mínimo; se alimentaban de radiaciones cósmicas en el nivel de los cinco mil metros y estaban dotados de sensaciones por percepción directa. De tanto en tanto bajaban al suelo, sólo por motivos sentimentales o místicos. Mucho habían progresado desde la Era de los Pioneros. La Era del Control Submolecular había dado nacimiento al mundo moderno y ahora se encontraban en la Era siguiente, la del Control Directo.
—… honestidad y justicia para todos —continuaba el jefe—. Y estamos dispuestos a beber líquidos y a comer alimentos sólidos, como ellos lo hicieron, y a aumentar nuestra destreza en el uso de sus herramientas y costumbres.
Terminada la invocación, los jóvenes se dispersaron por la planicie. Entonces, el jefe de Patrulla se acercó a Drog.
—Esta es la última reunión antes del Congreso —afirmó.
—Lo sé —respondió Drog.
—Y tú eres el único explorador de segunda en la Patrulla Mirash. Todos los demás son de primera, o al menos Pioneros Menores. ¿Qué van a pensar los demás de nuestra patrulla?
Drog se retorció, incómodo.
—No es mía toda la culpa —explicó—. Ya sé que he fracasado en las pruebas de natación y fabricación de bombas, pero yo no me especializo en esas ramas. No es justo que lo sepa todo. Aun entre los pioneros hubo especialistas. De nadie se esperaba que lo supiera todo.
—Y dime una cosa, ¿cuáles son tus habilidades? —interrogó el jefe.
—Conocimiento de Selvas y Montañas; y también sé rastrear y cazar —respondió Drog, ansioso.
El jefe lo estudió por un momento; después dijo, con lentitud.
—Drog, ¿qué te parece una última oportunidad para pasar a primera clase y ganar, de paso, una condecoración al mérito?
—¡Haría cualquier cosa por lograrlo! —exclamó Drog.
—Muy bien —respondió el jefe—. ¿Cómo se llama nuestra Patrulla?
—Patrulla de Mirashes al Ataque.
—¿Y qué es un Mirash?
—Un animal grande y feroz —contestó Drog, prestamente—. En tiempos antiguos habitaban en ciertas regiones de Elbonai y nuestros antepasados libraron muchas batallas contra ellos. En la actualidad están perseguidos.
—Pero no del todo —dijo el jefe—. Un explorador se hallaba recorriendo los bosques, a quinientos kilómetros más al norte (para ser precisos, entre las Coordenadas S-233 y 482-W) y se encontró con tres magníficos ejemplares de Mirash, todos machos, y, por lo tanto, aptos para la caza. Lo que deseo, Drog, es que les sigas el rastro; te pondrás al acecho y los cazarás, según el conocimiento de Selvas y Montañas. Después, deseo que traigas la piel de un Mirash, utilizando sólo herramientas y métodos pioneros. ¿Crees que podrás hacerlo?
—Sí, señor. Estoy seguro.
—Puedes partir de inmediato —dijo el jefe—. Ataremos la piel a nuestro mástil. Con eso, sin duda, ganaremos una mención en el Congreso.
—Sí, señor —contestó Drog.
No tardó en reunir el equipo necesario; llenó la cantimplora con líquido y envolvió algunos alimentos sólidos. Después se marchó sin perder tiempo.
A los pocos minutos había logrado levitar hasta la zona general, entre S-233 y 482-W. Era una región romántica y agreste, de valles cubiertos por rocas escarpadas, árboles achaparrados y espesos matorrales, en bello contraste con los picos cubiertos de nieve.
Drog echó una mirada en torno, algo perturbado.
—Había dicho una pequeña mentira ante el jefe de Patrulla.
En verdad, él no estaba muy especializado en el Conocimiento de Selvas y Montañas; tampoco en rastreo ni en caza. Su única especialidad era pasar largas horas tejiendo fantasías y soñando entre las nubes, en el nivel de los cinco mil metros. ¿Qué sucedería si no lograba encontrar el Mirash? ¿O, peor aún, si el Mirash lo encontraba a él?
Trató de tranquilizarse, pensando que eso era imposible. En el peor de los casos, siempre podría gesticular y ¿quién se enteraría?
Pasados algunos minutos, logró distinguir un leve olor a Mirash. Después advirtió ciertos movimientos a unos veinte metros de distancia, cerca de unas rocas dispuestas en ángulo extraño.
¿Era posible que todo resultara tan fácil? ¡Maravilloso! Tratando de no hacer ruido, adoptó un camuflaje apropiado y avanzó.
No esperan sino que alguien las recoja. Queremos ser escandalosamente ricos, Paxton. Hasta el hartazgo.
Paxton no le escuchaba. Tenía la vista clavada en un punto cercano al borde del sendero.
—Ese árbol acaba de moverse —dijo, en voz baja. Herrera soltó una risotada.
—Monstruos, deben ser —observó despectivamente.
—Tranquilo —dijo Stellman, apesadumbrado—. Mira, soy un hombre maduro y un poco obeso; me asusto con facilidad. ¿Crees que estaría aquí si hubiera algún peligro?
—Ahí está. Volvió a moverse.
—Llevamos tres meses en este planeta —dijo Stellman—. No hemos encontrado seres inteligentes, ni animales peligrosos, ni plantas ponzoñosas, ¿verdad? Sólo hallamos bosques, montañas, oro, lagos, esmeraldas, ríos, diamantes. Si hubiese algo vivo, nos habría atacado antes, ¿no es así?
—Te digo que algo se movió —insistió Paxton. Herrera se levantó.
—¿Es este el árbol? —preguntó a Paxton.
—Sí. ¿Ves? No se parece a los otros. Tiene una consistencia distinta.
Con un movimiento rápido y bien sincronizado, Herrera extrajo una pistola Mark II de la pistolera que llevaba a la cintura, e hizo tres descargas contra el árbol. Los árboles y la maleza quedaron incendiados en diez metros a la redonda.
—Listo —dijo Herrera.
—Oí un grito cuando le disparaste —dijo Paxton, frotándose la mandíbula.
—Claro, pero ya está muerto —repuso Herrera, tratando de calmarlo—. Si ves alguna otra cosa que se mueva, avísame para dispararle. Busquemos más esmeraldas, ¿eh?
Paxton y Stellman recogieron sus bultos y fueron tras Herrera por la senda.
—Este fulano no se anda con rodeos, ¿verdad? —observó Stellman, en voz baja y con sorna.
Drog volvió lentamente en sí. El arma flamígera del Mirash lo había sorprendido sin más protección que el camuflaje, aún no podía comprender lo ocurrido. No había percibido señal alguna: ni olor a miedo, ni bufidos o gruñidos. Ninguna clase de advertencia. Ciego de furia, el Mirash lo había atacado sin saber si era enemigo o no.
Drog empezaba a comprender la naturaleza de la bestia con la que debía vérselas. Aguardó hasta que el batir de las Pezuñas de los tres Mirash se perdió en la distancia. Después, con mucho esfuerzo, trató de proyectar un receptor visual. Nada pasó. Por un momento, se dejó dominar por el pánico.
Si su sistema nervioso central estaba lesionado, no le quedaba sino esperar el fin.
Se examinó rápidamente y comprobó, con un suspiro de alivio, que se había salvado por muy poco, gracias a una reacción instintiva, acondicionándose en el momento preciso del fogonazo. Eso había salvado su vida.
Trató de imaginar otro curso de acción; empero, aturdido por ese ataque repentino, alevoso y perverso, había olvidado completamente lo poco que sabía sobre Caza. No tenía el menor deseo de volver a enfrentarse con el salvaje Mirash.
Pero ¿y si volvía sin esa miserable piel? ¿Qué pasaría? Podía decirle al jefe que los tres Mirash eran hembras y, por lo tanto, estaba prohibido cazarlas. La palabra de un Explorador Menor era sagrada y nadie la pondría en duda; ni siquiera irían a verificar.
Pero el argumento era insostenible. ¿Cómo se le había ocurrido, siquiera?
Pesaroso, consideró la posibilidad de presentar su renuncia a los Exploradores; así terminaría de una vez con todos esos ritos absurdos: las hogueras, los cantos, los juegos, la camaradería…
Pero se sobrepuso rápidamente: esa solución quedaba descartada. Estaba reaccionando como si los Mirash fueran capaces de planear un ataque contra él. Pero no debía olvidar que los Mirash no eran siquiera seres inteligentes. Ninguna criatura desprovista de tentáculos era capaz de la menor inteligencia. Así lo afirmaba la ley de Etlib y estaba más allá de toda discusión.
En una competencia entre la astucia instintiva y la inteligencia, esta siempre salía airosa. Así debía ser. Lo único que le restaba era planear cómo lograrlo.
Siguiendo el olor de los Mirashes, Drog comenzó a seguirles el rastro. ¿Cuál sería el arma más indicada de la era colonial? Quizás una pequeña bomba atómica. ¡No! Eso arruinaría la piel.
De pronto se detuvo y echó a reír. En verdad, cuando uno ponía su empeño, la cosa se tornaba muy simple. Acababa de descubrir que no había ninguna necesidad de establecer un contacto directo y peligroso con los Mirash. Había llegado el momento de usar su cerebro, todo su conocimiento de la psicología animal, su experiencia en señuelos y trampas.
En vez de ir tras los Mirash, buscaría la guarida. Y allí colocaría la trampa.
Habían acampado provisionalmente en una cueva; ya estaba anocheciendo cuando llegaron allí. Un borde de sombra recortaba nítidamente cada peñasco, cada roca. Allá abajo, en el valle, a cinco kilómetros de distancia, relucía el caparazón metálico de la nave, en plata y rojo. Llevaban en las mochilas una docena de esmeraldas pequeñas, pero de un tono excelente.
A esa hora del día, Paxton pensaba con nostalgia en un pequeño pueblo de Ohio en un bar y una muchacha de cabellos brillantes. Herrera sonreía satisfecho, estudiando las maneras más fantasiosas de gastar varios millones de dólares antes de dedicarse plenamente a su hacienda. En cuanto a Stellman, trataba ya de dar forma mental a su tesis sobre los depósitos minerales extraterrestres.
Todos se encontraban descansados y de excelente humor. Paxton estaba totalmente recuperado de su previa crisis nerviosa. En ese momento habría deseado que un monstruo enorme (verde, si era posible) apareciera por las proximidades en pos de una mujer escasa de ropas.
—Otra vez en casa —dijo Stellman, mientras se acercaban a la entrada de la cueva. Esa noche le tocaba cocinar.
—¿Quieren un guiso de carne como cena?
A pocos pasos de la entrada había una buena porción de carne asada, todavía caliente, cuatro enormes diamantes y una botella de whisky.
—¡Qué extraño! —dijo Stellman—. Esto me preocupa. Paxton se inclinó para examinar un diamante, pero Herrera lo detuvo.
—Tal vez haya una trampa —dijo.
—No se ve ningún alambre —repuso Paxton. Herrera miró la carne asada, los diamantes y la botella de whisky, con una expresión poco amable.
—No me gusta esto —dijo.
—Quizá haya por aquí algunos nativos —aventuró Stellman—. Han de ser muy tímidos y esta es su manera de expresar su buena voluntad.
—¡Claro! —comentó Herrera—. Y mandan traer de la Tierra una botella de Old Smoggler, sólo para nosotros.
—¿Qué haremos? —preguntó Paxton.
—No acercarnos —dijo Herrera—. Vamos más atrás. Arrancó una rama de un árbol cercano y con ella rozó los diamantes.
—No sucede nada —dijo Paxton.
Bajo los pies de Herrera, las altas hierbas enroscaron repentinamente a sus tobillos. El suelo se agitó, formando un círculo bien definido de unos cuarenta centímetros de diámetro, que empezó a elevarse en el aire, dejando al descubierto las numerosas raíces. Herrera trató de liberarse dando un salto, pero las hierbas lo sujetaban como miles de tentáculos.
—¡Aguanta! —gritó Paxton, atontado— y se lanzó hacia adelante.
Se aferró a un trozo del disco de suelo móvil y este bajó precipitadamente, para detenerse por un instante; después volvió a elevarse. Para ese entonces, Herrera había sacado ya el cuchillo y trataba de segar el pasto que le sujetaba los tobillos. Stellman, atónito, vio que Paxton se elevaba por encima de su cabeza.
Stellman logró sujetarlo por los tobillos y logró así estabilizar el disco una vez más. Herrera consiguió soltar un pie y se arrojó por el borde. El otro tobillo lo quedó prisionero por un instante, pero el duro césped cedió bajo su peso. Iba a caer de cabeza contra el suelo; en el último momento, logró cambiar de posición y recibió el golpe sobre un hombro. Paxton soltó el disco y cayó sobre el estómago de Stellman.
El disco de tierra continuó elevándose hasta perderse de vista, cargado con la carne, el whisky y los diamantes, como si fuera una bandeja.
El sol estaba ya bajo el horizonte. En silencio, los tres hombres entraron a la cueva con las armas bajas. Encendieron un fuego estrepitoso a la entrada y se retiraron hacia el interior.
—Esta noche haremos guardia por turnos —dijo Herrera. Paxton y Stellman asintieron.
—Creo que tienes razón, Paxton. Ya hemos estado aquí bastante tiempo —dijo Herrera.
—Demasiado —agregó Paxton. Herrera se encogió de hombros.
—En cuanto aclare volveremos a la nave y nos iremos.
—Si es que podemos llegar hasta ella —dijo Stellman.
Drog estaba muy desanimado. Se había descorazonado por completo al ver el prematuro accionar de la trampa, la lucha y la huida del Mirash. Sobre todo, porque se trataba de un magnífico ejemplar, el más grande de los tres.
En ese momento descubrió en qué consistía su falla. La ansiedad le había hecho sobrecargar el señuelo. Hubiera bastado con los minerales, puesto que los Mirashes eran esencialmente mineral-tropicales. Pero, al querer aventajar a los pioneros, había agregado la comida como estímulo. No era de extrañar que empezaran a sospechar, con los sentidos abrumados.
Ahora sí que estarían embravecidos, alarmados y realmente peligrosos. Y un Mirash azuzado era uno de los espectáculos más temibles de toda la galaxia.
Drog, sintiéndose muy solitario, contempló las lunas gemelas que se elevaban por el cielo de Elbonai. Desde donde estaba podía ver la hoguera del campamento de los Mirases ardiendo en la puerta de la cueva. Y su persecución directa le permitía distinguir a los Mirashes acuchillados en el interior, con todos los sentidos alerta y las armas listas.
¿Valía la pena molestarse tanto por una piel de Mirash?
Era mejor flotar en el nivel de los cinco mil metros, hacer esculturas con formaciones nubosas y soñar. Asimilar radiación en vez de comer esa odiosa materia sólida. ¿Para qué servía poner tanto empeño en atrapar y cazar? eran habilidades inútiles que su pueblo ya había superado.
Cuando estaba a punto de convencerse, tuvo un súbito arranque de percepción, y comprendió en qué consistía todo.
Por cierto, los elbonianos habían dejado atrás toda competencia, pues habían superado todo peligro de competencia. Pero el Universo era vasto y podía ofrecer muchas sorpresas. ¿Quién sería capaz de predecir el futuro, los nuevos peligros que su raza podía encontrar? Y si perdían el instinto de caza, ¿cómo hacerles frente?
Había que conservar las viejas costumbres para que sirvieran de norma; era preciso recordar que una vida pacífica e inteligente era un logro muy inestable en un universo enemigo.
Conseguiría esa piel de Mirash, o moriría en el intento.
Lo más importante era hacerlos salir de la cueva. Poco a poco, volvía a recordar sus conocimientos de Caza.
Con gran rapidez y destreza, tomó la forma de un cuerno de Mirash.
—¿Has oído? —preguntó Paxton.
—Me pareció oír algo —dijo Stellman, y todos se pusieron a escuchar con más atención.
El ruido se volvió a oír. Era una voz, y gritaba:
—¡Socorro! ¡Por favor, ayúdenme!
—Es una muchacha —dijo Paxton, poniéndose de pie inmediatamente.
—Parece una muchacha —dijo Stellman.
—¡Socorro, por favor! —gemía la voz de la muchacha—. ¡No puedo aguantar más!
La cara de Paxton enrojeció. Un arrebato de su imaginación se la mostró pequeña, delicada, de pie junto a las ruinas de su cohete deportivo especial (¡y qué accidentado había sido el viaje!); la rodeaban unos monstruos verdes y untuosos, cada vez más próximos. Y entonces llegaba él, una bestia extraña y detestable.
Paxton tomó una pistola de repuesto y anunció fríamente:
—Voy a salir.
—Quédate aquí, imbécil —le ordenó Herrera.
—Pero tú también lo has oído, ¿no es cierto?
—No puede ser una muchacha —dijo Herrera—. ¿Una muchacha aquí? ¡Vamos!
—Ya lo averiguaré —dijo Paxton, blandiendo dos pistolas—. Tal vez haya caído con alguna nave espacial, o quizá, viajando por placer…
—Siéntate —gritó Herrera.
Stellman trató de hacer entrar en razones a Paxton.
—Tiene razón —dijo—. Aunque fuera una muchacha, ¿qué podrías hacer?
—¡Socorro, socorro! ¡Ya viene! —gritó la voz de la muchacha.
—Sal de en medio —ordenó Paxton, en tono bajo y amenazador.
—¿Vas a salir? —preguntó Herrera, incrédulo.
—Sí. ¿Acaso piensas detenerme?
—No. ¡Vete, si quieres! —indicó Herrera, señalando la entrada de la cueva.
—Pero debemos detenerlo —exclamó Stellman.
—¿Y por qué? ¡Qué se arregle! —contestó Herrera, sin molestarse.
—No se preocupen por mí —dijo Paxton—. Volveré dentro de quince minutos… ¡Con ella!
Giró sobre sus talones y echó a andar hacia la salida. Herrera se inclinó hacia adelante y, con toda precisión, le asestó un golpe tras la oreja con un pedazo de leño. Stellman lo recogió mientras caía.
Acostaron a Paxton en la parte posterior de la cueva y reanudaron la vigilancia. La desventurada dama gimió y suplicó durante varias horas más. Finalmente, Paxton tuvo que reconocer que era demasiado, aunque se tratara de una serie cinematográfica.
El amanecer, triste y lluvioso, sorprendió a Drog aún instalado a cien metros de la cueva. Los Mirash salieron de ella en un grupo compacto, con las armas listas y atentos a cualquier movimiento.
¿Por qué había fallado el cuerno de Mirash? El Manual del Explorador afirmaba que era un medio infalible para atraer a un Mirash macho. Tal vez no estaban en la época de celo.
Se dirigieron hacia un aparato metálico de forma ovoide, que Drog identificó como un medio primitivo de transporte espacial. Era muy burdo, pero una vez en su interior los Mirashes estarían a salvo.
Le quedaba el recurso de trevestarlos y así terminaría todo. Pero eso era inhumano. Por encima de todas las cosas, los antiguos elbonianos habían sido amables y misericordiosos y un Joven Explorador debía tratar de imitarlos. Además el trevestamiento no era un método aplicado por los pioneros.
En ese caso, no restaba más que la ilitrocia. Era una de las artimañas más antiguas. Para llevarla a cabo tendría que acercarse mucho. Pero no se perdía nada con intentarlo.
Por suerte, las condiciones climáticas eran apropiadas.
La niebla fue al principio muy liviana; empero, a medida que el pálido sol ascendía por el cielo gris, se fue formando una gruesa bruma.
Al ver que espesaba. Herrera soltó una maldición.
—Manténganse bien juntos. ¡Justo lo que nos faltaba!
Echaron a caminar en fila, cada uno con las manos apoyados en el hombro del que iba delante, con las armas preparadas, tratando de ver a través de la espesa niebla.
—¿Herrera?
—Sí.
—¿Estás seguro de que vamos en la dirección correcta?
—Seguro. Antes de que llegara la niebla hice cálculos con el compás.
—Supongamos que tu compás funcione mal.
—¡Ni se te ocurra!
Continuaron así, poniendo la máxima atención en cada paso, avanzando sobre el suelo rocoso.
—Me parece ver la nave —dijo Paxton.
—No, todavía no —dijo Herrera.
—¡Ojalá! —dijo Paxton—. Ya he pasado por bastante.
—¿Crees que tu amiguita te estará esperando en la nave?
—No seas pesado.
—Está bien —dijo Herrera—. Oye, Stellman, es mejor que te cojas de mi hombro otra vez. No conviene separarse.
—Pero si estoy prendido de tu hombro —repuso Stellman.
—¡Oh, no! No lo estás.
—Te digo que sí.
—¿Cómo no voy a saber si alguien me toma del hombro o no?
—Paxton, ¿es tuyo el hombro?
—No —respondió Paxton.
—Esto me huele mal —afirmó Stellman, lentamente—. Muy mal.
—¿Por qué?
—Porque estoy agarrado a un hombro; de eso no me cabe duda.
Herrera lanzó un grito:
—¡Al suelo! ¡Pronto, al suelo! Déjenme lugar para disparar.
Pero ya era demasiado tarde. Un olor dulzón se esparció por el aire. Stellman y Paxton se desmayaron al aspirarlo. Herrera echó a correr, a ciegas, tratando de contener el aliento. Tropezó contra una roca y cayó. Trató de levantarse…
Y todo se oscureció para él.
La bruma se disipó en un instante. Drog apareció de pie, solo, con una sonrisa triunfante. Sacó un largo cuchillo de desollar y se inclinó sobre el Mirash más próximo.
La nave espacial se lanzó hacia la Tierra, a una velocidad suficiente para quemar el sistema de dirección. Herrera, encorvado sobre los controles, logró al fin dominarse y bajó la velocidad hasta alcanzar el nivel normal. Su rostro, por lo general moreno, tenía el color de la ceniza y sus manos temblaban sobre los instrumentos.
Stellman llegó del cuarto de la tripulación y se dejó caer pesadamente en el asiento del copiloto.
—¿Cómo está Paxton? —preguntó Herrera.
—Le di una dosis de Drona-2 —repuso Stellman—. Se recuperará.
—Es un buen muchacho —dijo Herrera.
—Lo peor ha sido la impresión —dijo Stellman—; cuando vuelva en sí le pondré a contar diamantes. Creo que contar diamantes será la mejor terapia.
Herrera sonrió; su rostro volvía a tomar el color natural.
—Yo también quisiera ponerme a contar diamantes, ahora que todo está bien. Pero agregó, recobrando la seriedad:
—Dime, Stellman, ¿quién iba a imaginarlo? Todavía no entiendo nada.
El Gran Congreso de Exploradores era un magnífico espectáculo. La Patrulla 22 de los Halcones Intrépidos ofreció una breve pantomima, representando el desmonte del suelo en Elbonai. Los Bisontes Valientes, número 31, lucían el traje de gala de los pioneros.
Y al frente de la Patrulla 19 de Mirashes al Ataque, iba Drog, Explorador de Primera Clase, condecorado con la banda del triunfo. Le habían dado el puesto de honor, como abanderado de la Patrulla, y todo el mundo estalló en vivas al verlo.
En el mástil flameaba altiva la piel firme, delicada, característica de los Mirashes adultos; y sus cierres metálicos, sus tubos, botones y pistoleras relucían alegremente bajo la luz del sol.