Cuando Morrison salió de la tienda de comando, Dengue, el observador, roncaba cómodamente tendido sobre una silla de lona. Trató de no despertarlo. Ya tenía demasiados problemas sin él.
En primer lugar, debía hablar con una representación de esos nativos imbéciles, que no cesaban de batir sus tambores en el acantilado. Después tendría que supervisar la demolición de la montaña sin nombre. Ed Lerner, su ayudante, ya estaba allá. Pero él debía controlar antes el último accidente producido.
Llegó al campo de trabajo al mediodía, durante el almuerzo de los trabajadores; los hombres, recostados contra las enormes maquinarias, comían sus emparedados y bebían café. Todo era normal en apariencia, pero Morrison, con su amplia experiencia en la dirección de construcciones planetarias, advirtió en seguida los primeros síntomas alarmantes. No bromeaban y nadie se acercó a estrecharle la mano. Todos permanecieron sentados en el suelo polvoriento, a la sombra de las grandes maquinarias, como esperando que sucediera algo.
En esa oportunidad se trataba de que un gran tractor Owens había sufrido una avería. Estaba desplomado con el eje roto, en el mismo lugar donde lo dejara la escuadrilla de demolición. Los dos conductores lo esperaban sentados en la cabina.
—¿Cómo ocurrió? —preguntó Morrison.
—No lo sé —contestó el conductor principal, secándose el sudor de los párpados—. Se fue para un lado, se fue. Parecía que el camino se levantaba.
Morrison, con un gruñido, pateó la gigantesca rueda delantera del Owens. Cualquiera de esos tractores podía caer desde una altura de cinco metros sobre un suelo de roca sin sufrir un solo rasguño en el paragolpes. Eran las máquinas más resistentes; sin embargo, en ese momento había ya cinco fuera de servicio.
—En esta obra nada sale bien —dijo el conductor ayudante, como si eso lo explicara todo.
—Me parece que ustedes están muy descuidados últimamente. No se puede manejar ese equipo igual que en la Tierra. ¿Qué velocidad llevaban?
—Veinticinco por hora —dijo el conductor principal.
—Es como para creerles —replicó Morrison.
—¡Es la verdad! La ruta… fue como si se hundiera.
—Sí —dijo Morrison—. ¿Cuándo piensan entender, grandísimos testarudos, que esto no es la pista de Indianápolis? Les descontaré medio jornal.
Y se marchó. Ahora se sentirían furiosos con él. Era preferible de ese modo; quizá de esa forma olvidaran las supersticiones que les inspiraba el planeta.
Iba ya camino de la montaña sin nombre cuando el operador de radio asomó la cabeza desde su casilla y le gritó:
—Morri, es para ti. De Tierra.
Morrison atendió la llamada. La máxima amplificación le permitió reconocer la voz del señor Shotwell, presidente del directorio de Aceros Transterrestres.
—¿A qué se debe tanto retraso? —preguntó este.
—A los accidentes —replicó Morrison.
—¿Más accidentes todavía?
—Lo siento, señor, pero así es.
Hubo una pausa. El señor Shotwell preguntó:
—Pero ¿por qué, Morrison? En el manual figura como un planeta benigno, ¿verdad?
—Sí, señor —admitió Morrison, contrariado—. Hemos tenido una racha de mala suerte. Pero saldremos adelante.
—Eso espero. Y vaya si lo espero. Llevan ahí casi un mes y no han construido una sola ciudad, ni un puerto, ni siquiera un camino. Ya estamos publicando anuncios y recibiendo las primeras consultas. Hay gente que desea establecerse ahí, Morrison, negocios e industrias que buscan trasladarse.
—Ya lo sé, señor.
—Usted lo sabe, pero ellos quieren un planeta preparado y fechas exactas para la entrega. Si no los complacemos, acudirán a Construcciones Generales, a Tierra-Marte, a Johnson y Hearn, o qué sé yo a quién. Después de todo, hay planetas de sobra. Comprende, ¿verdad?
Morrison estaba algo nervioso desde que comenzaron los accidentes; al oír aquello perdió el control.
—¿Qué demonios quiere que haga? —gritó—. ¿Cree usted que estoy demorando las cosas? Oiga, ¿sabe lo que puede hacer con su maldito contrato?
—Un momento, Morrison —le interrumpió el señor Shotwell—. No es mi intención cargarlo a usted con las culpas. Sabemos muy bien que usted es el mejor en construcciones planetarias. Pero los accionistas…
—Haré lo que pueda —contestó Morrison, cortando en seguida la comunicación.
—Vaya, vaya —murmuró el radiotelegrafista—. ¿Por qué no vienen los accionistas, cada uno con una palita, y…?
—¡Oh, cállate! —dijo Morrison, saliendo a toda prisa.
En el Puesto de Control Able lo esperaba Lerner, contemplando la montaña con gesto sombrío. Era más alta que el monte Everest de la Tierra y la nieve acumulada en los riscos más altos refulgía en la tarde con un rosado esplendor. Nunca se le había dado nombre.
—¿Están colocadas todas las cargas? —preguntó Morrison.
—En pocas horas más —respondió Lerner, vacilante.
Lerner era el ayudante de Morrison, un hombrecito cauteloso, encanecido, que se interesaba por la preservación ambiental.
—Esta es la montaña más alta del planeta —continuó—. ¿No sería posible salvarla?
—No hay la menor posibilidad. Este es un sitio clave. Necesitamos un puerto oceánico en este mismo sitio.
Lerner meneó la cabeza, mirando apesadumbrado a la cumbre.
—Lástima. Nunca ha sido escalada.
Morrison se volvió velozmente para dirigirle una mirada fulminante.
—Mire, Lerner —dijo—, sé muy bien que nadie ha escalado esta montaña. Reconozco que hay algo simbólico en destruirla. Pero usted sabe tan bien como yo que es necesario volarla. ¿Para qué insistir?
—No era mi intención…
—No estoy aquí para admirar el paisaje. Detesto los paisajes. Mi tarea es adaptar este lugar a las tareas específicas de algunos seres humanos.
—Que nervioso está usted.
—Haga el favor de no molestarme más con sus indirectas.
—Está bien.
Morrison se secó las manos húmedas en los pantalones. Con una débil sonrisa, agregó, como disculpándose.
—Volvamos al campo, a ver qué quiere ese condenado Dengue.
Se volvieron para marcharse. Al mirar hacia atrás, Lerner pudo ver la montaña sin nombre recortándose en rojo contra el cielo.
Ni siquiera el planeta tenía nombre. La reducida población nativa lo denominaba Uncha, Unsha o algo semejante. Pero eso no importaba. No tendría nombre oficial mientras el personal de propaganda de Aceros Transterrestres no inventara algo semánticamente aceptable para los varios millones de posibles colonos, procedentes de los planetas interiores superpoblados. Entretanto, se referían a él denominándolo, simplemente, Orden de Obra Número 35. Morrison tenía miles de hombres y máquinas a sus órdenes; bastaba una palabra suya para que se dedicaran a destruir montañas, elevar planicies, trasladar bosques enteros, retrazar el curso de los ríos, fundir las capas de hielo, moldear continentes, cavar nuevos mares; en fin, para convertir la Orden de Obra Número 35 en otro lugar, donde pudiera instalarse la exigente civilización tecnológica del homo sapiens.
Varias docenas de planetas habían sido ya modificados de acuerdo con las especificaciones terrestres. No había razón para que Orden de Obra Número 35 presentara dificultades inusitadas. Era un mundo tranquilo, lleno de campiñas apacibles y silenciosas selvas, tibios mares y colinas onduladas. Pero algo no marchaba bien en esos parajes a domesticar. Los accidentes excedían todo cálculo de probabilidades y el personal, nervioso, contribuía a que se multiplicaran. Todo contribuía de algún modo al clima de intranquilidad. Los conductores de topadoras discutían con la cuadrilla de demolición. Un cocinero se desataba en histeria sobre una montaña de puré, o el perro del cuentacorrentista mordía al contador. Pequeñas cosas que terminaban en grandes problemas.
Y de ese modo, aunque el trabajo era sencillo y el planeta no ofrecía complicaciones, la obra estaba recién comenzada.
Dengue, ya despierto en la tienda del centro de operaciones, contemplaba tranquilamente su vaso de whisky con soda.
—¡Hola!, ¿qué tal? —fue su saludo—. ¿Cómo marchan las cosas?
—Bien —contestó Morrison.
—Así me gusta —comentó Dengue, entusiasta—. Me gusta verlos trabajar, muchachos, ver ese despliegue de eficiencia y aplomo. Ustedes saben lo que hacen.
Morrison no tenía la menor autoridad sobre ese hombre y, por lo tanto, le era imposible frenarle la lengua. El código de construcciones gubernamentales establecía que en todos los proyectos debía permitirse la presencia de observadores enviados por otras compañías. La finalidad de esta medida era compartir distintos métodos de construcciones planetarias. Sin embargo, en la práctica el observador no trataba de mejorar los métodos existentes, sino de encontrar fallas que pudieran beneficiar a su compañía. Y si con sus bromas podía hacerle perder los estribos al jefe de construcción, resultaba mucho mejor todavía. Dengue era especialista en ello.
—¿Cuál es el próximo paso? —preguntó.
—Derribar la montaña —respondió Lerner.
—¡Qué bien! —exclamó Dengue, incorporándose—. ¿Aquella, la más grande? Magnífico.
Se recostó para contemplar soñadoramente el techo de la tienda.
—Esa montaña estaba ya allí cuando el hombre vivía aún de insectos y de los restos abandonados por el tigre sable. ¡Dios, si debe ser más antigua aún!
Bebió otro sorbo y agregó, con una risa feliz:
—Esa montaña ya se erguía junto al mar cuando el hombre (y me refiero a la noble especie del homo sapiens) no era sino una medusa indecisa entre la tierra y el mar.
—Bueno —dijo Morrison—, basta ya.
Pero Dengue agregó, con una mirada ladina:
—Estoy orgulloso de usted, Morrison; estoy orgulloso de todos nosotros. Hemos progresado mucho desde la era de la medusa. Lo que la naturaleza tardó millones de años en levantar, nosotros lo demolemos en un solo día. Podemos derribar esa insignificante montaña y reemplazarla por una ciudad de hormigón y acero, con un siglo de duración garantizado.
—Cállese —dijo Morrison, y se adelantó, con el rostro encendido.
Lerner trató de calmarlo poniéndole una mano sobre el hombro. Golpear a un observador equivalía a perder la licencia. Dengue, tras terminar su bebida, exclamó:
—¡Atrás, Madre Naturaleza! ¡Temblad, rocas y colinas que os creéis tan bien plantadas! Susurren con temor los eternos mares y océanos, hasta las negras profundidades donde moran los monstruos deformes, en medio de un perpetuo silencio. He aquí el gran Morrison, que ha venido a secar los mares para convertirlos en plácidos estanques; a arrasar las colinas para transformarlas en súpercarreteras de doce manos; a reemplazar los árboles por cuartos de baño. Y donde hubo matorrales instalará bancos para picnics; donde hubo rocas pondrá comedores y estaciones de servicio en las cavernas. ¡Reemplazará por carteles luminosos los arroyuelos de montaña, e implantará todos los cambios que se le ocurran al Amo de la Creación, al semidiós, al Hombre!
Morrison se puso bruscamente de pie y salió. Lerner fue tras él. Por un momento, el director consideró que valdría la pena dar una buena trompada a Dengue y renunciar después a ese endemoniado trabajo. Pero no: eso era precisamente lo que el observador buscaba; su misión consistía en agotarlo.
Por otra parte, Morrison comprendió que no se sentiría tan molesto de no haber algo de verdad en cuanto Dengue decía.
Lerner lo alcanzó al fin, para recordarle:
—Los aborígenes siguen esperándolo.
—No quiero verlos en este momento —dijo Morrison.
Pero desde las colinas distantes llegaban silbidos y redobles de tambor. Al recordar lo mucho que esa costumbre irritaba a sus hombres, cedió:
—Está bien.
Tres nativos lo esperaban junto al portón del norte, acompañados por el intérprete del campamento. Pertenecían a una raza similar a la humana; se los habría podido tomar por salvajes de la Edad de Piedra; eran flacuchos y estaban desnudos.
—¿Qué es lo que quieren? —preguntó Morrison.
El intérprete contestó.
—En resumen, señor Morrison, han cambiado de parecer. Quieren recuperar su planeta y están dispuestos a devolvemos todos los regalos que les hicimos.
Morrison suspiró. ¿Cómo explicarles que Orden de Obra Número 35 no era ya propiedad de ellos, ni de nadie más. El territorio estaba dividido en una serie de opciones para ocuparlo. La necesidad tiene cara de hereje y el planeta, por derecho, pertenecía más a los millones de colonos terráqueos que iban a poblarlo, que a aquellos pocos centenares de salvajes. Al menos, tal era la filosofía aceptada en la Tierra.
Morrison agregó:
—Explíqueles otra vez que les hemos preparado una hermosa reserva. Que nos ocuparemos de alimentarlos, de vestirlos, de darles educación.
Dengue, con voz suave, agregó.
—Les atontaremos con amabilidades. A nadie le faltará un reloj de pulsera, ni un par de zapatos, ni un catálogo de semillas distribuido por el gobierno. Cada mujer dispondrá de un lápiz labial, de una pastilla de jabón y un par de cortinas de algodón legítimo. Cada aldea contará con su estación de ferrocarril, un negocio de la compañía y…
—Nos está entorpeciendo el trabajo —dijo Morrison—. Peor aún: lo está haciendo delante de testigos.
Dengue, conocedor de los reglamentos, dio un paso atrás, diciendo:
—Lo siento.
El intérprete prosiguió:
—Han cambiado de idea. Para expresarlo con claridad, dicen que debemos volver a nuestra maldita tierra, allá en el cielo; de lo contrario, nos destruirán con su poderosa magia. Los tambores sagrados están cantando ya la maldición y los espíritus han comenzado a reunirse.
Morrison contempló con lástima a los aborígenes. En todos los planetas donde existía una población nativa se producía algo similar. Esos pueblos infracivilizados pronunciaban siempre las mismas amenazas sin sentido; tenían de sí mismos una opinión demasiado alta y un absoluto desconocimiento del poder tecnológico. Eran muy parecidos a los hombres primitivos que él conocía de sobra. ¡Cuánta jactancia había en esos cazadores de conejos y ratones! De vez en cuando, medio centenar de ellos se reunía para cazar un búfalo indefenso; tan sólo después de martirizarlo hasta el agotamiento se atrevían a acercarse lo bastante como para torturarlo con sus lanzas romas. Y después se volcaban a una gran celebración. ¡Y se creían héroes!
—Diles que se marchen en seguida —advirtió Morrison—. Diles que, si se acercan al campamento, los atacaré con mi propia magia y ya verán lo que eso significa.
El intérprete insistió, alzando la voz:
—Nos están amenazando con calamidades terribles, con cinco variedades de categorías sobrenaturales.
—¡Ojalá te sirvan para la tesis! —dijo Morrison y el intérprete sonrió traviesamente.
Eran las últimas horas de la tarde y había llegado el momento de destruir la montaña sin nombre. Lerner salió en un último recorrido de inspección. Dengue, actuando por fin como correspondía a un observador, comenzó a hacer un diagrama de la distribución de las cargas. Después, todo el mundo retrocedió y la escuadrilla de demolición se agazapó en su refugio. Morrison se dirigió al Puesto de Control Able.
Los jefes de cada sección pasaron revista a sus hombres, uno a uno. La unidad meteorológica verificó los últimos datos del tiempo: las condiciones eran satisfactorias. El fotógrafo tomó la última imagen de la montaña antes del operativo.
—A sus puestos —dijo Morrison a través de la radio.
En seguida quitó las trabas de seguridad a la caja principal de detonación.
—¿Ha visto el cielo? —susurró Lerner.
Morrison miró hacia arriba. Se acercaba el crepúsculo y el cielo ocre se había cubierto de negras nubes provenientes del oeste. El campamento se hundió en un pesado silencio. Hasta los tambores distantes habían enmudecido.
—Diez segundos. Cinco, cuatro, tres, dos, uno… ¡ahora! —cantó Morrison, y accionó el émbolo hasta el fondo.
En ese preciso momento, una brisa le rozó la cara.
Antes de que la montaña estallara, Morrison dio un manotazo al émbolo tratando, instintivamente, de detener lo inevitable. Cuando se dejaron oír los gritos de los hombres, comprendió que el diagrama de las explosiones estaba equivocado. Equivocado por completo.
En la soledad de su tienda, una vez que los heridos estuvieron en el hospital y los muertos enterrados, Morrison trató de reconstruir los hechos.
Todo se debía a un accidente, por supuesto; a un cambio repentino en la dirección del viento y a la inesperada fragilidad de la roca que yacía justo bajo la superficie. Una falla en los amortiguadores y la estupidez de colocar dos cargas de repuesto en el lugar menos indicado.
Algo más para agregar a la larga serie de improbabilidades, según las estadísticas. Mientras así cavilaba, se irguió de pronto, como impulsado por un resorte.
Se le acababa de ocurrir que esos accidentes podían ser intencionados.
Parecía absurdo. Las obras de construcción planetaria no eran tarea fácil; se desataban fuerzas tremendas y los accidentes resultaban inevitables. Pero una pequeña intervención podía provocar verdaderas catástrofes.
Levantándose, empezó a recorrer los pocos pasos que la longitud de su tienda le permitía. El primer sospechoso era, sin lugar a dudas, Dengue. Pero resultaba demasiado obvio. Y cualquiera podía ser el responsable. Hasta el pequeño Lerner tenía sus motivos personales. En realidad, no se podía confiar en nadie. ¿Y por qué no tener en cuenta a los nativos y a su magia? Bien podía tratarse de influencias desconocidas.
Se dirigió a la puerta y echó un vistazo sobre las múltiples tiendas que albergaban a una verdadera ciudad de trabajadores. ¿Quién era el culpable? ¿Cómo encontrarlo?
Desde las colinas le llegaba el sonido plañidero y torpe de los tambores bajo la mano de los primeros dueños del planeta. Frente a sí se alzaba el mellado perfil de la montaña sin nombre, todavía en pie, aunque semiderruída y herida en las entrañas.
Esa noche no durmió bien.
Al día siguiente, el trabajo se inició como de costumbre. Los grandes camiones transportadores aguardaban en fila, llenos de materia química para estabilizar los pantanos cercanos. En ese momento llegó Dengue, muy atildado, con pantalones de color verde militar y camisa rosada, como correspondía a los funcionarios.
—Oiga, jefe —dijo—, si no le molesta, quisiera acompañarlo.
—De ninguna manera —contestó Morrison, mientras controlaba las notas del recorrido.
—Gracias, Me gusta esta parte de las operaciones. —Dijo Dengue, introduciéndose en el primer camión, junto al cartógrafo—. Este tipo de operaciones me hace sentir orgulloso de pertenecer a la raza humana. Vamos a recuperar una vasta extensión de terreno pantanoso, varios centenares de kilómetros cuadrados; algún día prosperará el trigo, allí donde sólo crecían los juncos.
Morrison preguntó a Rivera, el ayudante del capataz:
—¿Tiene usted los mapas?
—Aquí están —dijo Lerner, pasándolos a Rivera.
—Sí —dijo Dengue, como si meditara en voz alta—, pantanos transformados en campos de trigo. Un milagro de la ciencia. ¡Y qué sorpresa les espera a los habitantes del pantano! Ya es posible imaginar la consternación de cien variedades de peces, de anfibios, aves acuáticas y alimañas del pantano, cuando comprendan súbitamente que el paraíso acuático se ha transformado en materia sólida. Ni más ni menos; un poco de mala suerte. Pero todo será un excelente fertilizante para el trigo, claro está.
—Bien, en marcha —ordenó Morrison.
Cuando el convoy se puso en movimiento, Dengue le despidió alegremente, agitando la mano. Rivera se encaramó en uno de los camiones. Por último se acercó Flynn, el capataz de reparaciones, conduciendo su jeep.
—Un momento —dijo Morrison, acercándose a él—. Quiero que vigile a Dengue.
Flynn lo miró con expresión vacía.
—¿Que lo vigile?
—Eso es —explicó Morrison, frotándose las manos para disimular su embarazo—. No puede acusar a nadie, entiéndame bien, pero están ocurriendo demasiados accidentes en esta obra. Si alguien quisiera hacernos quedar mal…
Flynn esbozó una sonrisa de zorro viejo.
—Yo lo vigilaré, jefe. No se preocupe. Tal vez termine reuniéndose con los peces en los trigales.
—Que no se le vaya a usted la mano —advirtió Morrison.
—Claro que no, jefe. Lo entiendo perfectamente.
El capataz de reparaciones subió de un salto al jeep y alcanzó a toda velocidad la delantera del convoy. Durante media hora, la procesión de camiones molió el polvo del camino, hasta que el último de ellos desapareció. Entonces, Morrison volvió a su tienda para redactar los informes sobre la marcha de las operaciones.
Pero se descubrió con la vista clavada en la radio, a la espera de un informe de Flynn. En cierto modo, deseaba que en ese preciso momento, Dengue hiciera algo; nada muy grave, por supuesto, pero sí lo suficiente; sólo lo bastante como para probar que él era el culpable. Así Morrison se sentiría con pleno derecho a destrozarlo minuciosamente.
Transcurrieron dos horas; al fin oyó el zumbido de la radio. Se golpeó la rodilla, en su prisa por contestar.
—Habla Rivera, señor Morrison. Hemos tenido un percance.
—Sí, diga.
—El abretrochas debe haber perdido el curso. No me pregunte por qué. Yo creía que el cartógrafo sabía adonde iba. Para eso le pagan y bien.
—Diga, ¿qué sucedió? —gritó Morrison.
—Debe haber pisado una capa de suelo muy delgado. Cuando todo el convoy estuvo en ese lugar, la superficie se desmoronó. Debajo había un lodo casi líquido. Se salvaron seis camiones; todos los demás se perdieron.
—¿Y Flynn?
—Hicimos pontones y logramos rescatar a muchos hombres. Pero Flynn no tuvo suerte.
—Está bien —replicó Morrison, con mucho esfuerzo—. Está bien. Quédese ahí. Le enviaré los anfibios. Y no deje escapar a Dengue.
—Eso no será fácil —dijo Rivera.
—¿Por qué?
—Estaba en el abretrochas, ¿recuerda? No tuvo oportunidad.
Aquellas nuevas pérdidas pusieron a los hombres del campamento de un humor sombrío e irascible; todos necesitaban algo con qué desahogarse. Apalearon a uno de los panaderos porque el pan tenía gusto extraño y estuvieron a punto de linchar a un analista de agua al encontrarlo cerca de los equipos grandes, donde no tenía nada que hacer. No satisfechos con eso, comenzaron a echar torvas miradas en dirección a la aldea de los nativos.
Aquellos salvajes de la edad de piedra habían construido un nuevo villorrio cerca del campamento de trabajo; sus pobladores, en gran parte videntes y hechiceros, se reunían para provocar a los demonios del cielo y de la tierra. Noche y día retumbaban los tambores y los hombres del campamento hablaban ya de hacerlos volar con una explosión, a fin de que callaran de una vez.
Morrison los urgía a trabajar. Se construían caminos y en menos de una semana quedaban inútiles. Los alimentos se descomponían con una celeridad alarmante y nadie se atrevía a comer los productos naturales del planeta. Durante una tormenta, un rayo cayó sobre el generador de la planta, a pesar de los pararrayos que Lerner, en persona, había instalado. Se produjo un incendio que devastó medio campamento; además, cuando la brigada de bomberos improvisados fue en busca de agua, se descubrió que las fuentes más próximas se habían desviado misteriosamente hacia otros lugares.
Hubo un segundo intento de dinamitar la montaña sin nombre, pero sólo se logró provocar algunos desmoronamientos sin importancia. Cinco hombres se habían reunido a escondidas para tomar cerveza en uno de los declives cercanos y quedaron sepultados bajo los desprendimientos de rocas. Después de aquello, los hombres de la escuadrilla de explosivos se negaron a colocar más cargas en la montaña.
Fue entonces cuando la oficina de Tierra volvió a llamar.
—Morrison —exigió el señor Shotwell—, dígame qué es lo que pasa.
—Le digo que no lo sé —insistió Morrison. Se produjo una pausa y el señor Shotwell preguntó en tono más bajo:
—¿Hay alguna posibilidad de que nos estén haciendo víctimas de un sabotaje?
—Quizá —replicó Morrison—. Todo esto no puede ser mera casualidad. Si alguien se lo propusiera, podría desviar una caravana, manipular explosivos, alterar los pararrayos…
—¿Sospecha de alguien en especial?
—Tengo aquí más de cinco mil hombres —respondió Morrison, sin prisa.
—Ya lo sé. Ahora escúcheme bien. Considerando la emergencia, el directorio está dispuesto a otorgarle facultades extraordinarias. Tiene autorización para hacer cualquier cosa con tal de terminar la obra. Encierre a medio campamento bajo llave y dinamite a los nativos, si cree que eso servirá de algo. Tome todas las medidas que crea necesarias. No tendrá ningún problema con la ley. También estamos dispuestos a otorgarle una bonificación extraordinaria. Pero debe terminar esa obra.
—Lo sé —contestó Morrison.
—Pero no sabe lo importante que es Orden de Obra Número 35. Confidencialmente, debo decirle que la compañía ha sufrido varios contratiempos en otros lugares. Hemos recibido demandas por daños y perjuicios, a consecuencia de accidentes naturales que no están cubiertos por los seguros. No podemos abandonar este planeta después de haber invertido tanto ahí. Su misión es seguir adelante.
—Haré todo lo posible —contestó Morrison y cortó la comunicación.
Esa tarde se produjo una explosión en el tanque de combustible. Como resultado, se perdieron cuarenta mil litros de D-l2 y el guardia del depósito murió en el accidente.
—Tuviste suerte —dijo Morrison a Lerner, mirándolo con gesto sombrío.
—Ya lo creo —replicó Lerner, aún pálido y con el rostro húmedo de sudor.
—Si hubiera pasado por allí diez minutos más tarde me habría hecho polvo. Es como para que cualquiera se ponga nervioso.
—Mucha suerte —insistió Morrison, pensativo.
—¿Sabes una cosa? —observó Lerner—. Creo que el suelo estaba caliente cuando pasé por el depósito. Ahora me doy cuenta de eso. ¿Puede haber algún volcán en actividad bajo la superficie?
—No —respondió Morrison—. Los geólogos han hecho mapas de todo el terreno, centímetro a centímetro. Estamos asentados sobre granito sólido.
—¡Hummm! —farfulló Lerner—. ¿Sabes algo, Morri? Creo que deberías deshacerte de los nativos.
—Pero ¿por qué?
—Es el único factor que no podemos controlar. En el campamento, todo el mundo se vigila entre sí. ¡Tienen que ser los nativos! El factor psíquico está comprobado, como sabes, y entre la gente primitiva se encuentra mucho más desarrollado.
Morrison, con cautela, observó:
—En ese caso, tú dirías que la explosión fue causada por cierta actividad poltergeist.
Lerner, reparando en su expresión, frunció el ceño.
—¿Y por qué no? Convendría tenerlo en cuenta.
—Si son poltergeists —prosiguió Morrison—, también son capaces de cualquier otra cosa, ¿verdad? Pueden provocar una explosión, lograr que se pierda una caravana…
—Si partimos de esa hipótesis, sí.
—¿Y porqué perder el tiempo? —indicó Morrison—. Si son capaces de eso, ¿no podrían hacernos volar de este planeta, sin más complicaciones?
—Tal vez tengan ciertas limitaciones —aventuró Lerner.
—¡Pamplinas! Esa teoría es demasiado complicada. Resulta mucho más fácil pensar que alguien, entre la gente de aquí, no quiere que el trabajo se termine. Tal vez alguna compañía rival le haya ofrecido un millón de dólares. Tal vez se trate de un chiflado. Pero tiene que ser alguien capaz de actuar con facilidad. Alguien que controle las cargas de explosivos, que trace el croquis de los recorridos, que dirija las cuadrillas de trabajo…
—¡Un momento! Usted está insinuando…
—No estoy insinuando nada —dijo Morrison—. Si soy injusto con usted, lo siento.
Y agregó, saliendo de la tienda para llamar a dos hombres:
—Enciérrenlo en cualquier parte, pero asegúrense de que permanezca allí.
—Esto es un abuso de autoridad —dijo Lerner.
—Sí, claro.
—Y está cometiendo un error. Está equivocado con respecto a mí, Morri.
—Si es así, lo siento —agregó Morrison.
Hizo un gesto a los hombres y estos se llevaron a Lerner.
Dos días después comenzaron las avalanchas. Los geólogos ignoraban las causas y aventuraron la teoría de que, tal vez, la frecuencia de las demoliciones pudo provocar fisuras en la masa rocosa; al ensancharse esas fisuras…
Morrison, inflexible, trató de proseguir con la obra, pero cada vez se le hacía más difícil manejar a los hombres. Algunos comenzaban a mencionar objetos voladores, manos ígneas en el cielo, animales que hablaban y máquinas dotadas de conciencia. Y muchos les prestaban oídos. Era peligroso caminar por el campamento después del crepúsculo, pues los guardias improvisados tiraban sobre cualquier bulto que se moviera y sobre algunos que no lo hacían.
Por lo tanto, Morrison no se sorprendió mucho cuando una noche, ya muy tarde, descubrió el campamento vacío. Sabía que los hombres tomarían alguna iniciativa, y aguardó en su tienda el curso de los acontecimientos.
Al cabo llegó Rivera. Se sentó frente a él y encendió un cigarrillo.
—Alguien va a tener problemas —dijo.
—¿Quién?
—Los nativos. Los muchachos piensan ir a la aldea. Morrison asintió, preguntando en seguida:
—¿Cómo se decidieron?
Reclinándose hacia atrás, Rivera exhaló una bocanada de humo:
—¿Recuerda a Charlie? Ese loco que está siempre predicando. Bueno, jura haber visto a un nativo junto a su tienda, quien le dijo: «Morirás; todos ustedes, los terráqueos, morirán» y desapareció.
—¿En una nube de humo? —preguntó Morrison.
—Sí —contestó Rivera, sonriente—, creo que también habló de una nube de humo.
Morrison recordaba bien al hombre. Era un perfecto caso de histeria. Un caso típico: sus demonios hablaban, como era debido en un idioma que él entendiera y provenían de algún lugar lo bastante cercano como para que se los pudiera destruir.
—Dime —inquirió Morrison—, ¿van a la caza de brujos o de superhombres psíquicos?
Después de meditar por un momento, Rivera contestó:
—Bueno, no creo que les importe mucho la diferencia. A la distancia se oyó un estallido fuerte y retumbante.
—¿Llevaron explosivos? —preguntó Morrison.
—No sé. Puede ser.
Todo aquello era muy ridículo. Así actuaban las multitudes. Dengue habría dicho, sonriendo: «En caso de dudas, lo mejor es disparar contra las sombras. Nunca se sabe de qué son capaces».
Si embargo, Morrison se sentía infinitamente aliviado de que los hombres hubieran tomado la iniciativa. No sabía qué esperar de los poderes psíquicos latentes.
Media hora después empezaron a regresar los primeros hombres, a paso lento e inseguro, todos en silencio.
—¿Y bien? —preguntó Morrison—. ¿Se deshicieron de ellos?
—Ni siquiera pudimos acercarnos —contestó un hombre—. A mitad de camino se produjo otra avalancha.
—¿Algún herido entre ustedes?
—No, señor. No fue cerca de nosotros. Pero la aldea nativa quedó sepultada.
—¡Qué pena! —comentó Morrison, con suavidad. Los hombres, en pequeños corrillos, le miraron serenamente.
—Así es, señor. Y ahora, ¿qué hacemos? Por un momento, Morrison cerró los ojos con fuerza. Luego respondió:
—Vuelvan a sus tiendas y aguarden allí. Parecieron disolverse en la oscuridad. Rivera lo miró inquisitivamente.
—Traigan a Lerner —dijo Morrison.
En cuanto Rivera se hubo marchado, Morrison se volvió hacia la radio y empezó a llamar a los puestos de avanzada. Sospechaba que algo estaba por suceder.
Por lo tanto, el huracán que se desató sobre el campamento media hora después no lo tomó totalmente por sorpresa. Logró que la mayoría de los hombres se refugiara en las naves antes de que las tiendas volaran.
Lerner entró penosamente en el cuarto de radio de la cabina capitana, improvisado cuartel general de Morrison.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Ya te lo diré. A diez kilómetros de aquí, una cadena de volcanes apagados ha entrado en erupción. Según el informe de la oficina meteorológica, se acerca una ola gigantesca que inundará medio continente. Esta zona no es volcánica, pero imagino que habrás sentido el primer temblor. Y esto es sólo el principio.
—¿Pero qué pasa? —preguntó Lerner—. ¿Quién provoca todo esto?
Morrison se dirigió al radiotelegrafista.
—¿Todavía no te has comunicado con Tierra? —le preguntó.
—Intento hacerlo.
En ese momento apareció Rivera.
—Dos secciones más y estamos preparados —informó.
—Avísame cuando todos estén en las naves.
—¿Qué sucede aquí? —gritó Lerner—. ¿También todo esto es culpa mía?
—Lo siento mucho —respondió Morrison.
—Aquí está —anunció el radiotelegrafista—. No corte…
—Explíqueme, Morrison —gritó Lerner.
—No sé cómo explicarlo —musitó Morrison—. Está más allá de mi entendimiento. El que podría explicarlo sería Dengue.
Morrison cerró los ojos e imaginó a Dengue frente a sí. Lo veía sonreír desdeñosamente, diciendo: «He aquí la aventura de la ameba que se creyó Dios, después de salir a la playa, la superameba llamada Hombre creyó que, dado su cerebro gris lleno de circunvoluciones, era superior a los demás. Basada en esa convicción, comenzó a matar a los peces del mar y a los animales del campo: los mató sin discriminación, desafiando todos los planes de la naturaleza. Después, la ameba perforó orificios en las montañas, plantó grandes ciudades en la tierra gimiente y escondió los verdes pastos bajo una sábana de hormigón. Más tarde, al aumentar su número más allá de todo lo razonable, la ameba voló a otros mundos y allí empezó a destruir las montañas, a crear planicies, a cambiar de lugar bosques enteros; retrazó el curso de los ríos, disolvió las capas de hielo, moldeó los continentes y cavó nuevos mares; con todos estos medios, desfiguró los grandes planetas que, junto con las estrellas, eran la obra maestra de la naturaleza. Si embargo, aunque la naturaleza es muy lenta y muy vieja, es también muy sabia. Así llegó un momento en que se sintió harta de la presumida ameba y de sus pretensiones divinas. Y sucedió que uno de los grandes planetas, cuya piel había perforado, la rechazó, la lanzó hacia afuera, la vomitó. Ese día, la ameba descubrió, con gran sorpresa, que toda su vida estaba gobernada por fuerzas que escapan a su comprensión, tal como ocurre con las bestezuelas del campo y de los pantanos. No era ni más ni menos que las flores y las hierbas, al fin de cuentas; no tenía ninguna importancia para el Universo que ella viviera o muriera; por mucho que se jactara de las obras logradas, estas no representaban más que las huellas de un insecto sobre la arena».
—¿Qué significa todo esto? —suplicó Lerner.
—Creo que este planeta no quiere saber más de nosotros —repuso Morrison—. Creo que está harto.
—Aquí está Tierra —gritó el radiooperador—. Adelante, Morrison.
—¿Shotwell? —dijo Morrison ante el receptor—. Escuche, no podemos seguir aquí. Voy a sacar a todos mis hombres mientras estemos a tiempo. No puedo explicárselo, ni sé si alguna vez podré hacerlo.
—Entonces, ¿ese planeta no puede usarse? —preguntó Shotwell.
—Para nada, señor. Espero que esto no perjudique a la firma…
—¡Oh, al diablo con la firma! —contestó Shotwell—. Usted no imagina lo que está pasando aquí, Morrison. ¿Oyó hablar de nuestro proyecto Gobi? Está en ruinas. Y no somos los únicos. No sé, no entiendo nada. Discúlpeme si parezco incoherente, pero desde que Australia se hundió…
—¿Qué?
—Sí, se hundió. Le digo que se hundió. Tal vez cuando empezaron los huracanes debimos haber sospechado algo. Después fueron los terremotos. Ya no entendemos nada de nada.
—Pero ¿qué sucede con Marte, con Venus, con Alfa del Centauro?
—En todas partes lo mismo. Pero esto no puede ser el fin, ¿verdad, Morrison? Quiero decir, la humanidad…
—¡Hola, hola! —llamó Morrison—. ¿Qué sucede? El radiotelegrafista respondió:
—Se cortó. Trataré de comunicarlo nuevamente.
—No se moleste —dijo Morrison.
En ese momento volvió a aparecer Rivera.
—Todos a bordo, hasta el último hombre —dijo—. Las compuertas están selladas. Estamos preparados para partir, señor Morrison.
Todas las miradas se dirigieron al Jefe. Él se hundió en la silla, con una débil sonrisa.
—Todos estamos preparados —dijo—, pero ¿adónde ir?