Una tarde, después de clase, Jefferson Toms entró en un snack-bar para tomar café y estudiar un rato. Tomó asiento, apiló ante sí los textos de filosofía, y reparó en una muchacha que controlaba los robots camareros. Sus ojos eran del color del humo, y sus cabellos parecían la llama de un cohete. Era delgada, pero de curvas suaves. Al verla, Tom sintió un nudo en la garganta y súbitas reminiscencias de otoño, de noche, de lluvia y luz de candelabros.
Así entró el amor en la vida de Jefferson Toms. Aunque era, por lo común, un joven muy reservado, se quejó sobre el servicio de los robots a fin de entablar conversación con ella, Y cuando logró hacerlo, se mostró incapaz de expresarse, apabullado por sus sentimientos. Sin embargo, se las compuso para pedirle una cita.
La muchacha, cuyo nombre era Doris, debió sentirse extrañamente conmovida ante aquel joven estudiante moreno, pues aceptó de inmediato. Y así comenzaron los problemas de Jefferson Toms.
El amor le resultó delicioso, pero extremadamente perturbador, a pesar de sus estudios avanzados en filosofía. El amor era una materia confusa hasta en la época en que Toms vivía, cuando ya los navíos espaciales cubrían las distancias entre los mundos, cuando las enfermedades eran cosa desaparecida, la guerra resultaba inconcebible y todo problema de alguna importancia había sido resuelto en forma ejemplar.
La vieja Tierra estaba en su mejor forma. En sus ciudades brillaban el plástico y el acero inoxidable. Las selvas que aún restaban se habían convertido en zonas de cuidado verdor, donde uno podía hacer picnics con toda tranquilidad, pues todas las fieras e insectos habían sido trasladados a zoológicos sanitarios que reproducían admirablemente el ambiente original.
También el clima terrestre estaba dominado. Los granjeros recibían su cuota de lluvia entre las tres y las tres y media de la mañana; la gente podía acudir a los estadios para presenciar un programa de crepúsculos, y una vez por año se provocaba un tornado en cierta pista especial, como parte de las celebraciones con que se festejaba el Día Mundial de la Paz.
Pero el amor era tan desconcertante como siempre, y eso preocupaba a Toms.
Para él no había forma de expresar con palabras sus sentimientos. Frases tales como «te amo», «te adoro», o «me vuelves loco», estaban demasiado trilladas, y no eran apropiadas. Nada decían de la profundidad ni del fervor de sus emociones. En realidad, todo eso quedaba abaratado, puesto que todos los discos y las obras teatrales de segundo orden estaban llenas de palabras similares. La gente las usaba en la conversación cotidiana: uno adora las chuletas de cerdo, ama los crepúsculos y se vuelve loco por el tenis.
Cada fibra de su persona se rebelaba contra eso. Juró que jamás expresaría su amor en los términos empleados para referirse a las chuletas de cerdo. Pero descubrió, para su desconcierto, que no sabía decir nada mejor.
Llevó su problema al profesor de filosofía.
—Señor Toms —le dijo el profesor, haciendo lentos ademanes con los anteojos—: el… ejem… amor, tal como se llama comúnmente, no es, en su estado actual, materia de nuestra incumbencia. En ese terreno no se ha efectuado aún trabajo de importancia, aparte del llamado Idioma del Amor de la raza tianiesa.
Eso no fue de mucha ayuda. Toms continuó meditando sobre el amor, y pensó mucho en Doris. Durante esas largas noches hechiceras que pasaban en el porche de su casa, mientras las sombras de la parra cruzaban la cara de la muchacha, ocultándola o destacándola, Toms se esforzaba por manifestar lo que sentía. Y como no podía decidirse a emplear los manoseados lugares comunes del vocabulario amoroso, trataba de expresarse por medio de extravagancias.
—Siento por ti —decía— lo que una estrella siente por su planeta.
—¡Qué grandioso! —respondía ella, muy halagada ante una comparación tan cósmica.
—No era eso lo que yo quería decir —corregía Toms—. El sentimiento que yo trataba de expresar era más… Bueno, por ejemplo: cuando caminas, me recuerdas a…
—¿A qué?
—A una gama en el claro del bosque.
—¡Qué encantador!
—No era mi intención decir algo encantador —decía Toms, frunciendo el ceño—. Trataba de expresar la desmaña inherente a la juventud, y aún así…
—Pero tesoro —decía ella—, yo no soy desmañada. Mí profesora de danzas…
—No quería decir desmañada. Pero la esencia de lo desmañado es… es…
—Comprendo —decía ella.
Pero Toms sabía que no era así.
Y se vio forzado a descartar las extravagancias. Pronto se encontró incapaz de decir a Doris hada cie importancia, pues no era lo que quería expresar, ni siquiera aproximadamente. La muchacha se preocupaba por aquellos largos y melancólicos silencios.
—Jeff —lo urgía—, ¿es que no puedes decir algo?
Toms se encogía de hombros.
—Aunque no sea en absoluto lo que quieres expresar.
Toms suspiraba.
—¡Por favor! —exclamaba ella—. ¡Di algo! ¡No puedo soportar esto!
—Oh, demonios…
—¿Qué? —lo alentaba ella, con el rostro transfigurado.
—No, no era eso lo que quería expresar —decía Toms, volviendo a caer en su sombrío silencio.
Al fin le pidió que se casara con él. Admitió gustosamente que la «amaba», pero se negó a explayarse sobre el tema. Explicó que el matrimonio debe basarse en la verdad; de lo contrario está condenado al fracaso desde un principio. Y si él vulgarizaba o falsificaba sus emociones en el comienzo, ¿qué podría depararles el futuro?
Esos sentimientos despertaron la admiración de Doris, pero se negó a casarse con él.
—Cuando amas a una mujer, tienes que decírselo —declaró—. Debes decírselo cien veces por día, Jefferson, y aún no es bastante.
—¡Pero yo te amo! —protestó Toms—. Es decir, siento una emoción correspondiente a…
—¡Oh, cállate!
En esas desdichadas circunstancias, Toms acudió al despacho de su profesor, para interrogarlo sobre el Idioma del Amor. Este le dijo:
—Sabemos que la raza indígena de Tiana II poseía un idioma único y específico para expresar las sensaciones amorosas. Decir «te amo» resultaba inconcebible para los tianeses. Ellos utilizaban una frase que indicaba el tipo exacto de amor en el momento preciso, y que no servía sino para ese propósito.
Toms asintió.
—Por supuesto —continuó el profesor—, junto con ese idioma desarrollaron, necesariamente, una técnica amorosa casi increíble, dada su perfección. Se dice que, en comparación con ella, todas las técnicas comunes eran como los torpes zarpazos de un oso en celo.
El profesor tosió, azorado.
—¡Eso es precisamente lo que yo necesito! —exclamó Toms.
—Ridículo —dijo el profesor—. La técnica puede ser interesante, pero la suya, sin duda, bastará para satisfacer la mayor parte de las necesidades. Y el idioma, por su misma naturaleza, puede ser empleado con una sola persona. Me parece que aprenderlo sería una pérdida de tiempo y de energía.
—Trabajar para el amor —dijo Toms— es lo más provechoso del mundo, puesto que brinda una rica cosecha de sentimientos.
—Me niego a escuchar sus malos epigramas, señor Toms. ¿A qué viene toda esta bulla con respecto al amor?
—Es lo único perfecto —respondió Toms con fervor—. Si hay que aprender un idioma especial para apreciarlo, lo aprenderé. Dígame, profesor, ¿queda lejos Tiana II?
—Es un largo viaje —dijo el profesor, con una seca sonrisa—. Y bastante inútil, pues la raza se ha extinguido.
—¡Se ha extinguido! Pero ¿por qué? ¿Alguna epidemia súbita? ¿Una invasión?
—Es uno de los misterios de la galaxia —respondió es profesor, sombrío.
—¡En ese caso, el idioma se ha perdido!
—No tanto. Hace veinte años, un terráqueo llamado George Varris fue a Tiana II para aprender el Idioma del Amor entre los últimos representantes de la raza.
El profesor se encogió de hombros, y agregó:
—No he leído sus informes científicos. Nunca me parecieron muy importantes.
Toms buscó Varris en un ejemplar del Quién es quien entre los exploradores interespaciales, y descubrió que se le atribuía el descubrimiento de Tiana; había recorrido los planetas fronterizos durante cierto tiempo, para regresar finalmente al desierto mundo de Tiana, donde estaba dedicado a investigar su cultura en todos los aspectos.
Una vez averiguado esto, Toms pensó mucho y profundamente. El viaje hasta Tiana era difícil y caro, y llevaría mucho tiempo. Tal vez Varris estaría muerto cuando él llegara; tal vez no quisiera enseñarle el idioma. ¿Valía la pena hacer el intento?
—El amor ¿lo vale? —se preguntó Toms.
Y supo cuál era la respuesta.
Por lo tanto, vendió su tocadiscos de ultra fidelidad, su grabador, sus libros de filosofía y varias acciones que recibiera en herencia de su abuelo, y adquirió un boleto para Granthis IV, el punto más cercano a liana dentro de los vuelos regulares. Cuando hubo concluido todos sus preparativos, fue a visitar a Doris.
—Cuando regrese —le dijo—, podré decirte exactamente cuánto… es decir, la exacta clase y calidad de… es decir, Doris, cuando haya aprendido la técnica tianiesa, podré amarte como ninguna mujer ha sido amada.
—¿Lo dices en serio? —preguntó ella, con los ojos relucientes.
—Bueno —aclaró Toms—, la palabra «amar» no expresa exactamente lo que quiero decir, pero sí algo muy parecido.
—Te esperaré, Jeff —dijo Doris—. Pero, por favor, no tardes demasiado.
Jefferson Toms asintió, parpadeando para evitar las lágrimas, abrazó a Doris sin decir palabra, y se dirigió a toda prisa hacia el espaciopuerto.
Una hora más tarde estaba ya en camino.
Cuatro meses después, tras sortear considerables dificultades, Toms se encontró en Tiana, en las afueras de la ciudad capital. Recorrió lentamente una calle ancha y desierta. A cada lado se alzaban nobles edificios, hasta alturas de vértigo. Toms echó una mirada furtiva al interior de uno de ellos; pudo ver maquinarias complejas y tableros relucientes. Con la ayuda de su diccionario tianés-inglés de bolsillo, logró traducir el cartel que coronaba uno de los edificios. Decía:
«ASESORAMIENTO PARA PROBLEMAS EN LA ETAPA AMOROSA NUMERO CUATRO».
Los otros edificios eran muy similares; había en ellos máquinas de calcular, tableros, cintas de cotizaciones y cosas por el estilo. Pasó por el INSTITUTO DE INVESTIGACIONES DEL RETRASO AFECTIVO, por una casa de dos pisos donde había funcionado el HOGAR DE RETARDADOS EMOCIONALES, y por muchos otros. Lentamente llegó a comprender la sorprendente verdad.
Aquella era una ciudad dedicada enteramente a investigar y apoyar el amor.
No tuvo tiempo para pensar más. Se encontró frente a un edificio gigantesco que rezaba: SERVICIOS AMOROSOS GENERALES. Un anciano estaba de pie en la entrada, de pulido mármol.
—¿Quién diablos es usted? —preguntó el anciano.
—Soy Jefferson Toms, de la Tierra. He venido para aprender el Idioma del Amor, señor Varris.
Varris levantó sus cejas blancas y pobladas. Era pequeño y arrugado, cargado de hombros; las rodillas le temblaban. Pero sus ojos eran vivaces, y miraban con fría desconfianza.
—Si usted cree que el idioma lo hará más atractivo para las mujeres —le dijo—, está equivocado, joven. La erudición tiene sus ventajas, por supuesto; pero también tiene distintos inconvenientes, como descubrieron los tianeses.
—¿Qué inconvenientes? —preguntó Toms.
Varris desplegó una sonrisa que puso al descubierto un solo diente amarillento.
—Si no lo ha descubierto ya, no lo comprenderá jamás. Hace falta mucha inteligencia para entender las limitaciones del conocimiento.
—De cualquier modo —insistió Toms— quiero aprender ese idioma.
—Pero no es algo sencillo, Toms —observó Varris, pensativo—. El Idioma del Amor, y la técnica resultante, es tan complejo como la cirugía de cerebro o la práctica de las leyes comerciales. Hace falta mucho esfuerzo, y también mucho talento.
—Yo haré el esfuerzo, y en cuanto al talento, estoy seguro de tenerlo.
—Todos piensan lo mismo, y casi todos están equivocados. Pero no importa. Hace mucho tiempo que no gozo de compañía. Veremos cómo se desempeña, Toms.
Entraron juntos al edificio de Servicios Generales, donde Varris vivía.
Había instalado su bolsa de dormir y su cocina de campamento en el Cuarto de Controles. Allí, a la sombra de las calculadoras gigantescas, empezaron las lecciones de Toms.
Varris era un profesor meticuloso. Al comienzo, con la ayuda de un Diferenciador Semántico portátil, enseñó a Toms a aislar la delicada aprehensión que se siente ante la presencia del ser amado, para detectar las tensiones sutiles que surgen al acercarse la potencialidad del amor.
Toms aprendió que nunca debe hablarse directamente de tales sensaciones, puesto que la franqueza asusta al amor. Deben ser expresadas por comparación, por metáforas e hipérboles, con verdades a medias y mentiras por omisión. Así se crea una atmósfera apropiada para servir de base al amor. Y la mente, engañada por su propia predisposición, piensa en oleajes tempestuosos y en mares de tormenta, en luctuosas rocas negras y en campos de maíz verde.
—Bellas imágenes —dijo Toms, admirado.
—Eran sólo ejemplos —le respondió Varris—. Ahora debe aprenderlas todas.
Y Toms se dedicó a memorizar largas listas de maravillas naturales con las cuales podían compararse esas sensaciones, y la etapa en que aparecían, anticipando el amor. En este aspecto, el idioma era muy completo. Cada estado y objeto natural que encontrara una respuesta en la anticipación del amor, había sido catalogado, clasificado y registrado, juntamente con adjetivos adecuados.
Una vez memorizada la lista, Varris lo introdujo en las percepciones del amor. Toms aprendió las cosas pequeñas y extrañas que constituyen un estado de amor. Algunas eran tan ridículas que le hicieron reír.
El anciano lo amonestó severamente:
—El amor es un asunto serio, Toms. A usted parece divertirlo el hecho de que la velocidad y la dirección del viento influyan sobre él.
—Parece muy tonto —admitió Toms.
—Hay cosas más extrañas que esa —dijo Varris, y mencionó otro factor.
—Eso sí que no puedo creerlo —dijo Toms, con un estremecimiento—. Es absurdo. Todo el mundo sabe que…
—Si todo el mundo sabe cómo opera el amor, ¿cómo es que nadie lo ha reducido a una fórmula? No se piensa con claridad, Toms, esa es la respuesta, y no se quieren aceptar los hechos concretos. Si usted no puede enfrentarlos…
—Puedo enfrentar cualquier cosa, si es necesario. Continuemos.
Transcurrieron varias semanas. Toms aprendió las palabras que expresan la primera intensificación del interés, matiz por matiz, hasta que se forma un vínculo. Aprendió cómo es en verdad ese vínculo, y las tres palabras que lo expresan. Eso le condujo a la retórica de la sensación, en donde el cuerpo adquiere la supremacía.
En este punto, el lenguaje ya no era alusivo, sino específico: manejaba las sensaciones provocadas por ciertas palabras y, sobre todo, por ciertos actos físicos.
Una sorprendente maquinita negra enseñó a Toms las treinta y ocho sensaciones separadas y distintas engendradas por el contacto 4e una mano, y aprendió a localizar esa zona sensible, del tamaño de una moneda, bajo el omóplato derecho.
Aprendió un sistema completamente nuevo para acariciar, que provocaba la explosión —y también la implosión— de los impulsos, a lo largo de los senderos nerviosos, y que hacía llover chispas de colores ante los ojos.
También supo de las ventajas sociales de la desensibilización conspicua.
Aprendió muchas cosas que apenas sospechaba con respecto al amor físico, y muchas otras que nadie había sospechado.
Eran conocimientos intimidatorios. Toms se tenía por un amante apto, cuanto menos. Pero estaba descubriendo que no sabía nada; sus mejores desempeños podían compararse al jugueteo de un hipopótamo enamorado.
—¿Y qué otra cosa podía usted esperar? —le preguntaba Varris—. Para hacer bien el amor, Toms, se requiere más estudio, un trabajo más intensivo que para cualquier otra técnica adquirida. ¿Todavía quiere aprender?
—¡Más que nunca! —decía Toms—. Vaya, cuando sea experto en amor podré… podré…
—Ese no es asunto mío —aclaraba el anciano—. Volvamos á nuestras lecciones.
Después, Toms aprendió los Ciclos del Amor. Descubrió que el amor es dinámico, que cae y se eleva en forma constante, y lo hace según esquemas definidos. Había cincuenta y dos esquemas principales, trescientos seis secundarios, cuatro excepciones generales y nueve excepciones específicas.
Toms las aprendió mejor que su propio nombre.
Aprendió los usos del Contacto Terciario. Y jamás olvidó el día en que se le dijo a qué se parecía realmente un seno.
—¡Pero no puedo decir semejante cosa! —objetó, consternado.
—¿Por qué no, si es verdad? —insistió Varris.
—¡No! Es decir, sí, supongo que lo es. Pero resulta poco halagador.
—Así parece. Pero piénselo, Toms. ¿Es realmente poco halagador?
Toms lo pensó y descubrió el cumplido escondido bajo el insulto, y así aprendió otra faceta en el Idioma del Amor.
Pronto estuvo preparado para estudiar las Negaciones Aparentes. Descubrió que a cada grado de amor corresponde un grado equivalente de odio, que es, en si una forma del amor. Y llegó a comprender el verdadero uso del odio, puesto que da sustancia y cuerpo al amor; supo también que la indiferencia y el desprecio tienen su importancia en la naturaleza amorosa.
Varris lo sometió a una prueba escrita de diez horas de duración, y Toms la aprobó con notas excelentes. Estaba ansioso por terminar, pero Varris notó que su alumno había adquirido un ligero tic en el ojo izquierdo, y que las manos tendían a temblarle.
—Necesita unas vacaciones —le informó el anciano.
También Toms lo había estado pensando.
—Tal vez tenga razón —dijo, ocultando a duras penas su ansiedad—. Podría ir a Cythera V por unas pocas semanas.
Varris, que conocía la reputación de Cythera, sonrió cínicamente.
—Está ansioso por poner a prueba sus nuevos conocimientos, ¿verdad?
—Y bien, ¿por qué no? Hay que utilizar lo que se aprende.
—Sólo después de dominarlo bien.
—¡Pero yo lo domino! ¿No podríamos considerarlo como trabajo práctico? ¿Cómo tesis?
—No hace falta tesis —dijo Varris.
—¡Pero necesito un poco de práctica, maldición! —estalló Toms—. Tengo que descubrir cómo resulta todo esto. Especialmente el Acercamiento 33-CV. Parece muy bueno en teoría, pero no sé como resultará en la práctica. No hay nada como la experiencia directa, ya se sabe, para reforzar…
—¿Acaso hizo un viaje tan largo para convertirse en un superseductor? —preguntó Varris, con evidente disgusto.
—Claro que no —dijo Toms—. Pero un poco de experiencia no…
—Sus conocimientos de los mecanismos sensitivos serán estériles, a menos que también comprenda el amor. Y usted ha avanzado demasiado como para satisfacerse con meras sensaciones.
Toms miró el fondo de su corazón, y supo que eso era cierto. Pero adelantó tercamente la barbilla, diciendo:
—Me gustaría descubrirlo por mí mismo.
—Si quiere, puede ir. Pero no vuelva. No quiero que se me acuse de soltar en la galaxia un seductor científico sin escrúpulos.
—Oh, está bien. Al demonio con todo. Volvamos al trabajo.
—No. ¡Vea cómo está! Si continúa estudiando sin tregua, joven, perderá la capacidad de hacer el amor. Y eso sería lamentable, ¿verdad?
Toms estuvo de acuerdo.
—Conozco un lugar perfecto para descansar de estos estudios amorosos —dijo Varris.
En la nave espacial del anciano viajaron durante cinco días, hasta un pequeño planetoide innominado. Al aterrizar, el maestro llevó a Toms hasta la ribera de un río torrentoso, cuyas aguas eran de un rojo feroz, y cuya espuma parecía hecha de diamantes verdes. Los árboles que crecían a la orilla de ese río eran achaparrados y extraños, de color bermellón. Ni siquiera el césped parecía césped, pues era azul y anaranjado.
—¡Qué extraño! —exclamó Toms.
—Es el sitio menos humano que he podido hallar en este perdido rincón de la galaxia —explicó Varris—. Y, créame, he buscado bastante.
Toms lo miró fijamente, preguntándose si el investigador estaría en sus cabales. Pero pronto comprendió cuáles eran sus intenciones.
Llevaba meses estudiando las reacciones humanas, los sentimientos humanos; en torno a todo eso se cernía la atmósfera ya sofocante de la suave carne humana. Para estudiar la humanidad se había sumergido en ella, se había bañado en ella para bebería, comerla y soñar con ella. Era un alivio estar allí, donde el agua era roja, donde los árboles achaparrados tenían un extraño color bermellón, donde el césped era anaranjado y azul y nada recordaba a la Tierra.
Toms y Varris se separaron, pues aun la humanidad de cada uno resultaba una molestia para el otro. Toms pasó sus días recorriendo la orilla del río, maravillado ante las flores que gemían ante su proximidad. Durante la noche, tres lunas arrugadas jugaban unas con otras, y el sol de la mañana era diferente del sol amarillo de la Tierra.
Al terminar la semana, renovados y frescos, Toms y Varris regresaron a G’cel, la ciudad tianesa dedicada al estudio del amor.
Toms aprendió los quinientos seis matices del Amor Propiamente Dicho, desde la primera vaga posibilidad hasta el sentimiento definitivo, tan poderoso que sólo cinco hombres y una mujer habían llegado a experimentarlo; el más fuerte de ellos sólo sobrevivió una hora.
Bajo la tutela de un equipo de calculadoras pequeñas, interconectadas, estudió las intensificaciones del amor.
Aprendió todas y cada una de las mil sensaciones diferentes de las que es capaz el cuerpo humano, y cómo aumentarlas, y como intensificarlas hasta lo insoportable, y cómo soportar lo insoportable hasta convertirlo en agradable, punto en el cual el organismo se halla al borde de la muerte.
Después aprendió algunas cosas que nunca habían sido expresadas en palabras, y que jamás lo serán, si la suerte nos ayuda.
Y un día, Varris le dijo:
—Eso es todo.
—¿Todo?
—Sí, Toms. El corazón no tiene secretos para usted. Ni tampoco, a decir verdad, el alma, la mente o las vísceras. Usted domina el Idioma del Amor. Ahora, vaya a buscar a su damisela.
—¡Sí! —exclamó Toms—. ¡Al fin sabrá todo!
—Envíeme una postal —dijo Varris—, para saber cómo le va.
—Lo haré —prometió Toms.
Estrechó con fervor la mano de su maestro, y partió con rumbo a la Tierra.
Al terminar el largo viaje, Jefferson Toms fue rápidamente a la casa de Doris. Tenía la frente cubierta de sudor, y las manos le temblaban. Clasificó esas sensaciones como Temblores Anticipatorios de la Etapa Dos, con suaves tonos masoquistas. Pero eso no lo conducía a ninguna parte: era su primer trabajo práctico, y estaba nervioso. ¿Habría aprendido realmente todo?
Tocó el timbre de la casa.
Ella abrió la puerta. Era más hermosa aún de lo que Toms la recordaba, con los ojos color de humo empañados por las lágrimas y los cabellos semejantes a la llama de un cohete, con su figura delgada, pero de curvas suaves. Él volvió a sentir el nudo en la garganta, y las súbitas reminiscencias de otoño, de noche, lluvia y luz de candelabro.
—Oh, Jeff —dijo ella, con mucha suavidad—. Oh, Jeff.
Toms se limitó a mirarla, incapaz de pronunciar una palabra.
—Tardaste tanto, Jeff… Muchas veces me pregunté si esto valía la pena. Ahora lo sé.
—¿Lo… sabes?
—¡Sí, querido mío! ¡Te esperé! ¡Te esperaría cien, mil años! ¡Te amo, Jeff!
Se arrojó entre los brazos de Toms.
—Ahora dímelo, Jeff —pidió—. ¡Dímelo!
Y Toms la miró, sintió, experimentó, examinó sus clasificaciones, seleccionó sus calificativos, verificó y volvió a verificar. Y después de mucha investigación, y de cuidadosas selecciones, con absoluta certeza, teniendo en cuenta su presente estado de ánimo y sin olvidarse de las condiciones climáticas, las fases de la luna, la velocidad y dirección del viento, las manchas solares y otros fenómenos de singular efecto sobre el amor, dijo: —Querida mía, me gustas bastante.
—¡Jeff! ¿No puedes decir algo mejor? El Idioma del Amor.
—El idioma es terriblemente preciso —dijo Toms, abatido—. Lo siento, pero la frase «me gustas bastante» expresa exactamente lo que siento.
—¡Oh, Jeff!
—Sí —balbuceó él.
—¡Oh, maldito seas, Jeff!
Naturalmente, hubo una escena dolorosa y una dolorosa separación. Toms se dedicó a viajar.
Trabajó aquí y allá, como remachador en Lockheed-Saturno, como lavacopas en Helg-Vinosce Trader, como granjero en un kibbutz de Israel IV. Vagó por el Sistema Interior de Dalmia durante varios años, viviendo casi exclusivamente de limosnas. Y más tarde en Novilocessile, conoció a una morena agradable y la cortejó; a su debido tiempo se casaron e instalaron su hogar.
Dicen los amigos que el matrimonio Toms es relativamente feliz, aunque casi todo el mundo se siente incómodo en su casa. Es un lugar bastante agradable, pero el torrente rojo que corre en las cercanías pone nerviosa a la gente. ¿Quién puede acostumbrarse a eso? Los árboles son de color bermellón, el césped es anaranjado y azul, y hay flores gimientes y tres lunas arrugadas juegan entre sí en un cielo extraño.
Sin embargo, a Toms le gusta. Y su señora es, cuando menos, una joven flexible.
Toms envió una carta a su profesor de filosofía, diciendo que había resuelto el problema de la desaparición de la raza tianesa, al menos para su propia satisfacción. Según decía, el inconveniente de la investigación científica consiste en su efecto inhibidor sobre la acción. Decía estar convencido de que los tianeses, a fuerza de preocuparse por la ciencia del amor, acabaron por ser incapaces de hacerlo.
Y a su debido tiempo envió una breve tarjeta postal a George Varris. En ella le comunicaba su casamiento, diciendo que había logrado encontrar una mujer por la que sentía «una atracción bastante considerable».
—Qué tipo afortunado —gruño Varris, tras leer la tarjeta—. Lo mejor que yo pude encontrar no pasó de «vagamente agradable».