EL INVASOR DE LA ALBORADA

Dawn Invader, 1957

Aquel sistema se componía de once planetas, y Dillon descubrió que en los externos no había vida de ninguna especie. El cuarto planeta, contando desde el sol, había estado poblado alguna vez; el tercero llegaría a eso con el tiempo. Pero el segundo, un globo azul con un sólo satélite, albergaba vida inteligente, y hacia él dirigió su nave.

Se aproximó a hurtadillas, deslizándose a través de la atmósfera en un manto de oscuridad, y descendió entre espesas nubes de lluvia, confundiéndose con ellas. Aterrizó con esa suavidad que sólo un terráqueo es capaz de lograr.

Cuando su nave se detuvo al fin, era la hora que precede al amanecer; es entonces cuando la mayoría de los seres vivientes (no importa qué planeta los haya engendrado) se encuentran más desprevenidos, y es, por lo tanto, la hora más segura. Al menos, eso le había dicho su padre antes de partir. Invadir antes de la aurora: era parte de la sabiduría popular de la Tierra, un conocimiento arduamente adquirido a fin de sobrevivir en planetas extraños.

—Pero toda esta sabiduría es falible —le había recordado su padre—, porque se refiere al menos predictible de todos los seres: el ser inteligente.

Y el anciano había acompañado esta afirmación con un sentencioso ademán de la cabeza.

—No lo olvides, muchacho —continuó—: puedes burlar a un meteorito, predecir una edad glacial, adivinar el comportamiento de una nova. Pero di, sinceramente: ¿qué puedes saber sobre esos seres desconcertantes y en perpetua mutación que poseen inteligencia?

No era mucho, y Dillon lo comprendió. Pero tenía fe en su propia juventud, en su fuego, en su astucia, y confiaba en la invasión técnica terráquea, que no tenía precedentes. Con esa habilidad especial, los terráqueos podían abrirse camino hasta la cumbre de cualquier ambiente, por muy extraño y muy hostil que fuera.

Dillon había aprendido desde su nacimiento que la vida es un combate incesante. Sabía que la galaxia es vasta y poco amistosa, compuesta en su mayor parte por soles incandescentes y espacio vacío. Pero a veces se encuentran planetas, y sobre esos planetas existen razas, muy distintas en apariencia y color, pero con una característica en común: el odio por todo lo que se diferencia de ellas. No había cooperación posible con tales razas. Todo terráqueo que quisiera vivir entre ellas necesitaba un máximo de habilidad, vigor intelectual y astucia. Y aun así, era imposible sobrevivir sin la devastadora técnica terrestre de la invasión.

Dillon había sido un buen estudiante, ansioso por salir a la gran galaxia, al encuentro de su destino. Tras enrolarse para el Éxodo sin esperar a que lo citaran, había recibido su propia nave espacial, para salir de inmediato, como los millones de jóvenes que le precedieran, abandonando para siempre la pequeña Tierra superpoblada. Había volado hasta acabar su combustible. Y ahora se encontraba ante su destino.

La nave descansaba en un matorral, cerca de una aldea cuyos techos de paja eran casi invisibles entre la densa maleza. Permaneció a la espera, controlando sus nervios, hasta que asomó el alba, blanca, con leves destellos rosados de aurora. Pero nadie se aproximó, no cayeron bombas, no estallaron granadas. Supuso, por lo tanto, que había llegado sin que lo advirtieran.

Cuando el sol amarillo del planeta tocó el borde del horizonte, Dillon salió a estudiar sus alrededores. Olfateó el aire, probó la gravedad, calculó el espectro y la energía solares, y meneó tristemente la cabeza. Como casi todos los planetas de la galaxia, tampoco aquel era apto para la vida terrestre. Debía completar su invasión en una hora, aproximadamente.

Oprimió un botón en el tablero de instrumentos y se alejó rápidamente. A su espalda, la nave se disolvió en una ceniza gris. Las cenizas se dispersaron en la brisa matinal, perdiéndose sobre la jungla. Desde ese momento estaba obligado a actuar. Se dirigió hacia la aldea.

Al aproximarse, pudo ver que las chozas eran toscas construcciones de paja y madera; había unas pocas de piedra tallada a mano. Parecían resistentes y adecuadas al clima. No se veían señales de carreteras; sólo un sendero que penetraba en la jungla. Tampoco había instalaciones de energía ni artículos manufacturados. Aquella debía ser una civilización primitiva, y no encontraría dificultades para dominarla.

Se adelantó, confiado, y estuvo a punto de tropezar con un extraño.

Se miraron mutuamente. El extraño era bípedo, mucho más alto que los terráqueos y de buena capacidad craneana. Usaba sólo una prenda rayada sujeta a la cintura. La piel era de color pardo claro bajo el pelaje gris. No mostró intenciones de huir.

—¡Tr tai! —dijo la criatura.

Dillon interpretó esos sonidos como una exclamación de sorpresa. Se apresuró a mirar en su torno, pero ningún otro aldeano lo había descubierto. Con el cuerpo ligeramente tenso, se inclinó hacia adelante.

K’tal tai a…

Dillon saltó como un gran resorte desplegado. El extraño trató de esquivarlo, pero él giró en el aire como un gato, y se las compuso para aferrar uno de los miembros de su contrincante.

Era todo lo que hacía falta. Ya habían establecido contacto físico. El resto sería fácil.

Durante cientos de años, la explosión demográfica había forzado a los habitantes de la Tierra a emigrar, en número creciente. Pero de cada diez mil planetas, sólo uno era adecuado para la vida humana. Por lo tanto, la Tierra consideró la posibilidad de alterar los ambientes que resultaran extraños para adecuarlos a las necesidades terrestres, o de cambiar biológicamente a los hombres para que pudieran ajustarse a los nuevos ambientes. Pero existía un tercer método; rendía los mejores resultados con el menor esfuerzo. Se trataba de desarrollar la tendencia a la proyección mental, que existía en estado latente en todas las razas provistas de inteligencia.

La Tierra las desarrolló, adiestrándolas. Con esa facultad, cada terráqueo podía vivir en cualquier planeta, con sólo tomar posesión mental de uno de sus habitantes. Una vez logrado esto, gozaba de un cuerpo hecho a medida para su ambiente y equipado con informaciones útiles e interesantes, y cuando un terrestre lograba establecerse, su gusto por la competencia lo llevaba generalmente a una posición destacada dentro del mundo que había invadido.

Había un solo obstáculo: los extra terrestres solían disgustarse ante esa invasión mental. Y a veces eran capaces de defenderse.

En el primer instante de la penetración, Dillon sintió, con profunda pena, que su propio cuerpo cedía, plegándose sobre sí mismo. Se disolvía inmediatamente, sin dejar huella. Sólo él y su huésped sabrían que se había producido una invasión.

Y por fin, solamente uno de ellos guardaría conciencia de lo que ocurriera.

Dentro de la mente extraña, Dillon se concentró por completo en la tarea que tenía por delante. Las barreras cayeron, una tras otra, en tanto él penetraba hacia el centro, donde existía el yo-soy-yo. Una vez que entrara en esa ciudadela, toda vez que lograra expulsar el ego que al presente la ocupaba, el cuerpo sería suyo.

Las defensas, apresuradamente alzadas, se disolvieron ante él. Por un instante, Dillon pensó que ese primer impulso feroz lo llevaría hasta el final. Pero de pronto se encontró sin rumbo, vagando por una tierra de nadie, gris e informe.

El extraño se había recobrado de la sorpresa inicial. Dillon pudo sentir que iba recuperando lentamente las energías.

Ya estaba preparado para luchar.

Parlamentaron en la tierra de nadie de la mente del extraterrestre.

—¿Quién eres?

—Edward Dillon, del planeta Tierra. ¿Y tú?

—Arek. Este planeta se llama K’egra. ¿Qué buscas aquí, Dillon?

—Un poco de espacio para vivir, Arek —dijo Dillon, sonriendo ampliamente—. ¿Puedes facilitármelo?

—Maldito sea… ¡Sal de mi mente!

—No puedo —dijo Dillon—. No tengo adonde ir.

—Comprendo —musitó Arek—. Es duro. Pero nadie te invitó. Y algo me dice que buscas algo más que sitio para vivir. Quieres todo, ¿verdad?

—Debo tener el dominio —admitió Dillon—. No puede ser de otra manera. Pero si no luchas, tal vez pueda dejar espacio para ti, aunque no es lo acostumbrado.

—¿No lo es?

—Claro que no —dijo Dillon—. Dos razas diferentes no pueden coexistir. Es la ley de la naturaleza. El más fuerte expulsa al más débil. Pero tal vez decida hacer la primera prueba contigo.

—No quiero favores —dijo Arek, e interrumpió el contacto.

El gris de la tierra de nadie se convirtió en una negrura densa. Y Dillon, que aguardaba la batalla inminente, sintió las primeras punzadas de la vacilación.

Arek era primitivo. Seguramente no tenía ninguna experiencia en combates mentales. Sin embargo, había apreciado la situación de inmediato, ajustándose a ella, y ya estaba preparado para enfrentarlo. Probablemente sus esfuerzos serían débiles, pero aún así… ¿Qué clase de criatura era esa?

Estaba de pie en una ladera rocosa, rodeada por precipicios irregulares. A lo lejos se veía una alta cadena de montañas en un azul neblinoso. El sol, contra sus ojos, era cálido y cegador. Una mota negra trepaba por la cuesta en su dirección.

Dillon apartó una piedra de un puntapié, mientras esperaba que la mota cobrara forma. Tal era el esquema del combate mental, donde los pensamientos cobran apariencia física y las ideas son cosas palpables.

La mota se convirtió en un k’egreno. Súbitamente se inclinó sobre Dillon, enorme, relucientes los músculos, armado con espada y puñal.

Dillon retrocedió, esquivando el primer golpe. La lucha se desarrollaba dentro de un esquema fácil de reconocer… y de controlar. Los extraterrestres conjuraban, habitualmente, una imagen idealizada de la propia raza, con atributos magnificados y aumentados. La figura era invariablemente aterradora, sobrehumana, irresistible. Empero tenía una sutil imperfección, por lo común. Dillon decidió contar con que este caso no sería una excepción.

El k’egreno arremetió. Dillon lo esquivó, se echó al suelo y la emprendió a golpes con ambos pies, dejando el cuerpo momentáneamente expuesto. El k’egreno trató de parar y de devolver el ataque, pero fue demasiado lento. La bota de Dillon golpeó violentamente contra su estómago.

Dillon, exultante, saltó hacia adelante. ¡Ese era el punto débil!

Corrió por debajo de la espada, esquivó la estocada y, mientras el k’egreno trataba de ponerse en guardia, le quebró limpiamente el cuello mediante dos golpes dados con el canto de la mano.

El k’egreno cayó, haciendo temblar el suelo. Dillon lo miró morir, con cierta simpatía; la imagen del luchador racial idealizado era más grande que la real, más fuerte, brava y resistente. Pero siempre revelaba cierta ponderación, una segura y terrible majestad. Como imagen era excelente, pero no como artefacto de guerra. Implicaba lentitud en las reacciones, y eso llevaba a la muerte.

El gigante muerto se desvaneció. Dillon, por un momento, creyó haber ganado. Pero entonces oyó un bufido a su espalda. Se volvió rápidamente; era una bestia larga y baja, de lomo negro, similar a una pantera; tenía las orejas echadas hacia atrás, y mostraba los dientes.

Por lo visto, Arek tenía reservas. Pero Dillon sabía que esa clase de lucha requiere demasiada energía. En poco rato, las reservas del extra terrestre estarían agotadas. Y entonces…

Dillon recogió la espada del gigante y retrocedió ante la pantera, hasta encontrar una roca contra la cual apoyó la espalda. Al frente había otra roca que se elevaba hasta su cintura, sirviéndole de parapeto, y la pantera tuvo que saltarla. El sol pendía ante él, contra sus ojos, y una ligera brisa le echaba polvo a la cara.

Levantó la espada en el preciso momento en que la pantera saltaba.

En las lentas horas que siguieron, Dillon destrozó un muestrario completo de las especies más mortíferas del planeta K’egra; las trató como había tratado a sus similares conocidas en la Tierra. El rinoceronte (al menos, eso parecía) ofreció pocas dificultades, a pesar de su velocidad y de su tamaño formidable. Logró atraerlo hasta el borde de un precipicio, por donde cayó al lanzarse contra él. La cobra fue más peligrosa; estuvo a punto de escupirle veneno en los ojos antes de que pudiera partirla en dos mitades. El gorila era poderoso, fuerte y extraordinariamente rápido. Pero no tuvo oportunidad de utilizar sus manos trituradoras, pues Dillon no dejó de bailotear delante de él hasta reducirlo a pedazos. El tiranosaurio era tenaz, y contaba con su armadura; hizo falta provocar una avalancha para enterrarlo. Dillon perdió la cuenta de los otros. Pero al fin, enfermo de fatiga, reducida su espada a una astilla mellada, quedó solo.

—¿Te das por vencido, Dillon —preguntó Arek.

—En absoluto —respondió Dillon, con los labios ennegrecidos por la sed—. No puedes seguir luchando eternamente. Hasta tu vitalidad tiene límites.

—¿Estás seguro? —preguntó Arek.

—No puede quedarte mucha —dijo Dillon, tratando de demostrar una confianza que no sentía—. ¿Por qué no te muestras razonable? Te dejaré sitio, Arek, de veras. Yo… bueno, en cierto modo te respeto.

—Gracias, Dillon —replicó Arek—. También yo a ti. Bien, si te das por vencido…

—No —dijo Dillon—. Acepta mis condiciones.

—¡Está bien, tú lo quisiste!

—Adelante —murmuró Dillon.

De pronto, la ladera rocosa se desvaneció.

Se encontró hundido hasta la rodilla en un pantano gris. En el agua verde y quieta crecían grandes árboles nudosos, rodeados por rosales silvestres. Los lirios, blancos como el vientre de los peces, se balanceaban estremecidos, aunque no soplaba la menor brisa. Un blanco vapor de muerte flotaba sobre el agua, aferrándose a la áspera corteza de los árboles. No se oía ruido en el pantano; sin embargo, Dillon intuía que estaba rodeado de vida.

Mientras esperaba, se volvió lentamente. Olfateó el aire estanco y lento, arrastró sus pies en el lodo pegajoso, aspiró la fragancia decadente de los lirios. Y de pronto cayó en la cuenta: ¡Aquella ciénaga no existía en K’egra!

Lo supo con esa certidumbre con que los terráqueos perciben los mundos extraños. La gravedad, el aire, eran diferentes. Hasta el lodo, bajo sus pies, era distinto al lodo de K’egra.

Todas las posibles implicaciones se agolparon en su mente, con demasiada rapidez como para analizarlas. ¿Era posible que K’egra dominara también los viajes por el espacio? ¡Imposible! En ese caso, ¿cómo podía Arek conocer tan a fondo un planeta que no era el suyo? Tal ver había leído sobre él, o era pura imaginación, o…

Algo sólido lo golpeó pesadamente en el hombro. El ataque había sorprendido a Dillon desprevenido, en medio de sus cavilaciones.

Trató de moverse, pero el barro lo aferró por los pies. Era sólo una rama, desprendida de uno de aquellos árboles gigantescos. Ante su mirada, los árboles comenzaron a balancearse, resquebrajándose. Las ramas se inclinaron, crujientes, y cayeron en lluvia sobre él.

Sin embargo, no había viento.

Dillon, casi atónito, trató de abrirse camino a través del pantano, en busca de tierra firme, de un espacio sin árboles. Pero los grandes troncos se erguían por doquier, y no había nada sólido en la ciénaga. La lluvia de ramas aumentó. Dillon se volvió hacia todos lados, tratando de encontrar un adversario.

—¡Sal a pelear! —aulló.

Cayó de rodillas; se levantó y volvió a caer. Entonces, apenas consciente, divisó un lugar donde refugiarse.

Llegó trabajosamente hasta un árbol enorme y se aferró estrechamente a sus raíces. Las gruesas ramas cayeron a su alrededor, entre azotes y chapoteos; pero el árbol no pudo alcanzarlo. ¡Estaba a salvo! Pero enseguida notó, horrorizado, que los lirios brotados en la base del tronco estaban enredados en sus tobillos. Trató de liberarse a puntapiés, pero se retorcieron como pálidas serpientes y lo aferraron con más fuerza. Cuando logró zafarse huyó del falso refugio que le prestara el árbol.

—¡Lucha conmigo! —rogó Dillon, en tanto las ramas llovían a su alrededor.

No hubo respuesta. Los lirios estiraban sus tallos, tratando de alcanzarlo. En lo alto se oía el susurro de alas furiosas. Las aves del pantano se iban reuniendo en grandes multitudes negras y harapientas, deseosas de carroña, a la espera del fin. En el momento en que Dillon se tambaleaba, sintió que algo cálido y terrible le tocaba los tobillos.

Y entonces supo lo que debía hacer.

En un instante, reunió todo su coraje. Y luego se arrojó de cabeza en el agua verde y sucia.

En cuanto se sumergió, la ciénaga quedó en silencio. Los árboles gigantescos se petrificaron contra el cielo de color pizarra. Los lirios olvidaron su frenesí por colgar fláccidamente de sus tallos. El vapor blanco, inmóvil, permaneció suspendido de la áspera corteza de los árboles. Mientras tanto, las aves de rapiña surcaron silenciosas el aire espeso.

Por un momento, el agua burbujeó. Pero las burbujas cesaron de aparecer en la superficie.

Dillon reapareció y aspiró hondo; profundos arañazos le surcaban el cuello y la espalda. Traía en las manos a la criatura informe y transparente que gobernaba el pantano.

Vadeó el agua hasta un árbol y arrojó a la fláccida criatura contra el tronco para hacerla trizas. Y se sentó.

Nunca hasta entonces se había sentido tan cansado, tan enfermo, tan convencido de la inutilidad de todo aquello. ¿Por qué luchar por la vida, cuando la vida ocupaba un sitio tan insignificante en el esquema de las cosas? ¿Qué importancia tenía su breve instante de vida, comparado con el ambular de los planetas o el destello invariable de las estrellas?

El agua cálida chapoteaba contra su pecho. Dillon se dijo, soñoliento, que la vida no era sino un piojo en la piel de lo no-existente, un parásito de la materia. «Es la cantidad lo que cuenta», pensó, mientras el agua le rodeaba el cuello. ¿Qué significa esa vida diminuta comparada con la vastedad de lo no viviente? Si lo no viviente es natural, el agua le tocaba la barbilla, vivir es estar enfermo. Y el único pensamiento saludable de la vida es el deseo de morir.

En ese momento, la muerte resultaba una agradable perspectiva; el agua le acarició los labios. Más allá de todo descanso estaba la fatiga; más allá de toda cura, la enfermedad. Ahora sería muy fácil dejarse ir, dejarse hundir, abandonarse.

—Muy bien —susurró Dillon, poniéndose en pie—. Muy buen ataque, Arek. Supongo que tú también estás cansado. Tal vez no te queda más que cierta emoción.

Oscureció. En esa oscuridad, algo que parecía un Dillon en miniatura, algo cálidamente acurrucado sobre su hombro, le susurró:

—Hay cosas peores que la muerte. Hay cosas que ningún ser viviente puede enfrentar, conocimientos culpables ocultos en el fondo mismo del alma, maldecidos, detestados, pero conocimientos al fin, de los que no se debe renegar. La muerte es mejor que ese conocimiento, Dillon. La muerte llega a ser apreciable e infinitamente difícil. Hay que rogar por que nos sea otorgada, y tender astutas celadas para capturarla… cuando uno debe enfrentar lo que oculta el fondo de la propia alma.

Dillon trató de no escuchar a esa criatura que tanto se parecía a él. Pero la miniatura se colgó de su hombro y señaló algo. Dillon vio que algo tomaba forma en la oscuridad, y reconoció su forma.

—Eso no, Dillon —rogó su doble—. ¡Por favor, eso no! ¡Ten valor, Dillon! ¡Elige tu muerte! ¡Sé valiente, sé bravo! ¡Muestra que sabes morir cuando llegue el momento!

Dillon reconoció la forma que se acercaba con un terror que nunca había supuesto posible, pues aquello era conocimiento extraído del fondo de su alma, conocimiento culpable de sí mismo, de todo lo que creyera su razón de ser.

—¡Pronto, Dillon! —gritó su doble—. ¡Sé fuerte, sé bravo, sé auténtico! ¡Muere, mientras aún sepas lo que eres!

Y Dillon quiso morir. Con un gran suspiro de alivio, comenzó a soltar sus ataduras, a dejar que su esencia se deslizara…

Y no pudo.

—¡Ayúdame! —gritó.

—¡No puedo! —respondió la miniatura—. ¡Debes hacerlo por tu cuenta!

Y Dillon lo intentó nuevamente, mientras el conocimiento le oprimió los ojos, pidió la muerte, suplicó, y no pudo dejarse morir.

Por lo tanto, sólo quedaba una salida. Reunió sus últimas fuerzas y se arrojó hacia adelante con desesperación, hacia la forma que bailaba ante él.

Esta desapareció.

En un instante, Dillon comprendió que ya no había amenaza alguna. Estaba solo en el territorio conquistado. ¡Había vencido, a pesar de todo! La ciudadela le esperaba allí delante, desocupada. Se sintió inundado de respeto por el pobre Arek. Había sido un buen luchador, un digno adversario. Tal vez pudiera reservarle algún espacio, siempre que no tratara de…

—Es muy gentil de tu parte, Dillon —bramó una voz.

Dillon no tuvo tiempo de reaccionar. Estaba atrapado por unos brazos tan fuertes que resultaría inútil resistirse. Recién entonces comprendió todo el poder de la mente k’egrena.

—Estuviste bien, Dillon —dijo Arek—. Puedes enorgullecerte de tu lucha.

—Pero no podía ganar —observó Dillon.

—No, no podías —respondió Arek, con suavidad—. Creías que el plan terrestre de invasiones era el único; casi todas las razas jóvenes piensan lo mismo. Pero K’egra es muy antiguo, Dillon, y nos han invadido muchas veces durante nuestra existencia, tanto física como mentalmente. Esto no es nada nuevo para nosotros.

—¡Estuviste jugando conmigo! —exclamó Dillon.

—Quería saber cómo eras.

—¡Qué halagado te habrás sentido! ¡Para ti era un deporte! ¡Bueno, anda, acaba de una vez!

—¿Acabar de qué?

—¡Mátame!

—¿Por qué?

—Porque… ¿qué otra cosa puedes hacer conmigo? Lo que hiciste con los otros, ¿por qué no?

—Has conocido a algunos de los otros, Dillon. Luchaste con Ehtan, que habitaba una ciénaga de su propio planeta antes de dedicarse a los viajes. Y la miniatura que te habló con tanta persuasión es Oolermik; llegó no hace mucho, todo bravatas y fuego, más o menos como tú.

—Pero…

—Los recibimos aquí, les hicimos sitio y usamos sus cualidades para complementar las nuestras. Unidos somos mucho más que separados.

—¿Vivís juntos? —susurró Dillon—. ¿En tu cuerpo?

—Por supuesto. Los cuerpos aptos escasean mucho en la galaxia, y no queda mucho lugar para vivir. Dillon, te presento a mis socios.

Y Dillon volvió a ver a la criatura amorfa del pantano, y conoció a otros diez o doce.

—¡Pero no puede ser! —exclamó—. ¡Las razas extrañas no pueden convivir! ¡La vida es lucha y muerte! Es una ley fundamental de la naturaleza.

—Una ley primitiva —dijo Arek—. Hace mucho tiempo, descubrimos que la cooperación representa la sobrevivencia para todos, y en condiciones mucho mejores. Te acostumbrarás. ¡Bienvenido a la confederación, Dillon!

Y Dillon, aún confundido, entró en la ciudadela, para confraternizar con muchas razas de la galaxia.